Misery

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III - Paul » 46

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Cuando despertó todo estaba oscuro; y al principio no sabía dónde se encontraba. ¿Cómo se había vuelto tan pequeña su habitación? Entonces lo recordó todo y con el recuerdo tuvo una extraña certeza: ella no estaba muerta, ni siquiera ahora. No estaba muerta… Se hallaba de pie tras aquella puerta esperándole, tenía el hacha y cuando él saliese arrastrándose le cortaría la cabeza, que rodaría por el pasillo como una bola en la bolera mientras ella reía.

«Eso es una locura», se dijo, y creyó escuchar el ligero murmullo de una falda de mujer, rozando ligeramente la pared.

«Es tu imaginación… tan vívida», se dijo.

No lo había oído, lo sabía. Alargó la mano hasta el pomo de la puerta; luego cayó insegura. Sí, sabía que no había oído nada, pero ¿y si estaba equivocado?

Ella pudo haber salido por la ventana.

«Paul, Annie está muerta».

La réplica, implacable en su falta de lógica no se hizo esperar: «La diosa nunca muere».

Se dio cuenta de que estaba mordiéndose los labios frenéticamente y se obligó a dejarlo. ¿Era así como se volvía uno loco? Sí. Estaba cerca de la locura ¿y quién tenía más motivos? Pero si él se rendía, si los policías finalmente regresaban mañana o al día siguiente para encontrar a Annie muerta en la habitación de los huéspedes y hallaban en el lavabo de la primera planta una bola balbuciente de protoplasma que una vez había sido un escritor llamado Paul Sheldon, ¿significaría eso la victoria de Annie?

«Seguro —pensó—. Y ahora, Paulie, vas a ser buenecito y vas a seguir el guión. ¿De acuerdo?».

Su mano volvió a dirigirse hacia el pomo y otra vez flaqueó. No podía seguir el guión original. En él se había visto prendiendo fuego al papel y la había visto a ella cogiéndolo, y todo eso había ocurrido. Sólo que él tenía que haber aplastado sus sesos con la jodida máquina en vez de golpearle la espalda con ella. Luego él tenía la intención de salir a la sala e incendiar la casa. El guión determinaba que efectuase su huida a través de una de las ventanas. Se daría un golpe infernal, pero ya sabía lo maniática que era Annie con las cerraduras. Mejor golpeado que achicharrado, como creía que había dicho una vez san Juan Bautista.

En un libro, todo habría salido de acuerdo con el plan, pero la vida era tan jodidamente desordenada… ¿Qué se puede decir de una existencia en la que algunas de las conversaciones más cruciales ocurren cuando uno tiene necesidad de evacuar, una existencia en la que ni siquiera existen los capítulos?

—Muy desordenada —gruñó Paul—. Menos mal que hay tipos como yo para mantener las cosas claras —rió.

La botella de champán no estuvo en el guión, pero eso no era nada en comparación con la terrible vitalidad de aquella mujer y su actual incertidumbre dolorosa.

Y hasta que no supiera si estaba muerta o no, no podía quemar la casa organizando un tumulto que atrajese el socorro que necesitaba, y no porque Annie pudiera no haber muerto pues estaba dispuesto a asarla viva sin ningún miramiento.

No era Annie lo que le detenía, sino el manuscrito. El manuscrito auténtico. Lo que había quemado no era más que un montón de hojas en blanco intercaladas con borradores descartados y notas. El manuscrito real de El retorno de Misery había sido depositado debajo de la cama, donde se encontraba todavía.

«A menos que aún esté viva, en cuyo caso estará allí leyéndolo —reflexionó, y luego se preguntó—: Entonces, ¿qué vas a hacer?».

«Esperar aquí —le avisó una parte de él—: Permanecer donde estés a salvo».

Pero otra parte de él, más valiente, le instaba a seguir con el guión, al menos hasta donde pudiese: «Ve a la sala. Rompe la ventana. Sal de esta casa horrible. Alcanza la carretera y para un coche». En épocas anteriores, eso podía significar una espera de días, pero ya no. La casa de Annie se había convertido en tema de postal.

Haciendo acopio de todo su valor, alargó el brazo hasta el pomo de la puerta y lo giró. La puerta se abrió despacio y allí estaba Annie, allí estaba la diosa en las sombras, una forma blanca con uniforme de enfermera.

Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos. Sí, sólo eran sombras. Excepto en las fotografías de los periódicos, nunca la había visto con uniforme de enfermera. Sólo en sombras. Sombras y su… vívida imaginación.

Se arrastró poco a poco por el pasillo y miró de nuevo la habitación de los huéspedes. Estaba cerrada. Volvió a reptar hacia la sala.

Era un pozo de sombras. Annie podía permanecer escondida en cualquiera de ellas. Annie podía ser cualquiera de ellas. Y podía llevar el hacha.

Se arrastró.

Allí estaba el sofá mullido, y Annie se hallaría tras él. Allí estaba la puerta de la cocina abierta y Annie oculta detrás de ella. Las tablas del suelo crujieron a su paso…, ¡claro! Annie se encontraba a su espalda.

Se volvió con el corazón golpeando en su pecho y los sesos estrujándose entre sus piernas. Annie estaba allí de verdad con el hacha levantada, pero sólo durante un segundo. Se diluyó en las sombras. Se arrastró dentro de la sala y oyó el sonido de un motor que se acercaba. Un débil barrido de luces iluminó la ventana. Oyó chirriar las ruedas sobre la tierra y comprendió que habían visto la cadena atravesando el camino.

Una puerta se abrió y se cerró.

—¡Mierda! ¡Mira esto!

Se arrastró más aprisa, atisbó el exterior y vio una silueta que se aproximaba a la casa. El sombrero de la silueta tenía una forma inconfundible. Había llegado un guardia del estado.

Paul se agarró a la mesita de la cerámica tirando las figuritas. Algunas cayeron al suelo y se rompieron. Cogió una con la mano y eso, al menos, salió con la precisión que describían las novelas, precisamente porque en la vida no sucedía casi nunca.

Era el pingüino sentado en su bloque de hielo.

«AHORA MI HISTORIA YA HA SIDO CONTADA», decía la leyenda en la peana, y Paul pensó: «Sí, gracias a Dios».

Incorporándose en el brazo izquierdo, consiguió que su mano derecha se cerrase sobre el pingüino. Las ampollas se rompieron derramando pus. Echó el brazo hacia atrás y lanzó la figurilla contra la ventana de la sala, igual que hizo con el cenicero en la de la habitación de los huéspedes.

—¡Aquí! —gritó Paul Sheldon, delirante—. ¡Aquí, aquí, por favor, estoy aquí!

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