Misery

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I - Annie » 4

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La parte de su mente capaz de percibir la vio antes de que él supiese que la había visto y seguramente la comprendió mucho antes de que supiese que la estaba comprendiendo. ¿Por qué, si no, asociaba esa mujer a imágenes tan tétricas y ominosas? Le recordaba los ídolos venerados por supersticiosas tribus africanas que aparecían en las novelas de H. Rider Haggard; le hacía pensar en piedras; y le obligaba a meditar sobre el destino de la muerte.

La imagen de Annie Wilkes como la de una divinidad africana salida de Ella o de Las minas del rey Salomón, resultaba a un tiempo ridícula y extremadamente acertada. Era una mujer corpulenta que, aparte de su abultado pecho, voluminoso pero inhóspito, que cubría una rebeca gris, parecía carecer de toda curva femenina. No había ninguna redondez en sus caderas ni en sus nalgas, ni siquiera en las pantorrillas que asomaban bajo la sucesión interminable de faldas de lana que acostumbraba llevar. Para hacer los trabajos del exterior, se retiraba a su misterioso cuarto y se ponía un pantalón. Su cuerpo era grande, pero no generoso. Daba la sensación de estar hecho de peñascos, sin orificios acogedores, ni siquiera espacios abiertos ni zonas flexibles.

Le producía una impresión perturbadora de solidez, como si no tuviese vasos sanguíneos, ni siquiera órganos internos, y estuviera hecha de una pieza, una Annie Wilkes maciza de pies a cabeza. Cada vez se convencía más de que sus ojos, que parecían dotados de movimiento, estaban en realidad pintados en la cara y que sólo se movían como los ojos inertes de esos retratos que parecen seguir a quien los mira a cualquier parte de la habitación. Tenía la impresión de que si trataba de meterle los dedos por la nariz, no avanzaría más de dos centímetros antes de encontrar un obstáculo desagradablemente blando. Hasta su rebeca gris, sus esperpénticas faldas y los gastados pantalones que utilizaba en sus trabajos exteriores parecían formar parte de un cuerpo sólido, fibroso y sin fisuras. Por tanto, no era sorprendente que aquella mujer pareciera un ser grotesco extraído de una novela exótica. Y como tal, provocaba una inquietud que se intensificaba gradualmente, hasta llegar al terror.

No obstante, eso no era del todo justo. No sólo infundía terror, sino que también le proporcionaba las pastillas que traían la marea y cubrían los pilotes.

Los pilotes eran la marea. Annie Wilkes encarnaba la presencia lunar que se los metía en la boca. Le traía dos comprimidos cada seis horas, anunciándose al principio sólo a través de un par de dedos que se introducían en su boca. Aprendió muy pronto a chupar ávidamente aquellos dedos a pesar del gusto amargo. Luego apareció con su rebeca y una de aquellas faldas ridículas, casi siempre con la edición de bolsillo de una de sus novelas bajo el brazo. Por la noche se le aparecía con una bata rosa deshilachada y la cara embadurnada de una especie de crema. Sin necesidad de ver el tarro, adivinaba cuál era su ingrediente esencial: el olor repugnante de la lanolina lo delataba. Lo sacaba del sopor espeso de sus sueños. Las cápsulas en la mano y la luna granujienta de su rostro eran definitivas para despertarlo.

Al cabo de un tiempo, cuando el miedo se hizo demasiado intenso para ignorarlo, descubrió con qué lo estaba alimentando. Era un analgésico llamado Novril con una fuerte base de codeína. La razón por la cual no tenía que llevarle el orinal con frecuencia no consistía en la dieta de líquidos y gelatinas con que lo mantenía (al principio, cuando envuelto en la bruma, lo había alimentado por vía intravenosa), sino en el estreñimiento que causaba el Novril. Otro efecto secundario, de naturaleza algo más seria, era las dificultades respiratorias que causaba en pacientes sensibles. No era el caso de Paul, a pesar de haber sido un fumador empedernido durante casi dieciocho años; sin embargo, le había ocasionado problemas al menos en una ocasión. Fue cuando le practicó el boca a boca. Podría haber sido un mero accidente, pero más adelante llegó a sospechar que ella había estado a punto de matarlo con una sobredosis del maldito producto. Ignoraba lo que estaba haciendo; aunque ella estaba convencida. Ésa era otra de las cosas de Annie que le asustaban.

Unos diez días después de haber salido de la bruma oscura, descubrió otras tres cosas casi al mismo tiempo. La primera, que Annie poseía una gran cantidad de Novril; en realidad, tenía muchísimas clases de droga. La segunda, que se hallaba «enganchado» al Novril. La tercera, que Annie Wilkes estaba bastante loca.

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