Misery

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I - Annie » 7

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Por fin había pasado la maldita hora.

Estaba tendido en la cama sudando y temblando al mismo tiempo. De la otra habitación llegaban los sonidos de Hawkeye y Hot Lips y luego el presentador de discos de la WKRP, la loca y salvaje emisora de Cincinnati. Surgió la voz de un locutor alabando los cuchillos Ginsu, dando un número de teléfono e induciendo a los oyentes de Colorado que suspirasen por un juego de cuchillos Ginsu. Las telefonistas estaban a la espera.

Paul Sheldon también estaba esperando.

Annie volvió con dos cápsulas y un vaso de agua en cuanto el reloj de la habitación contigua dio las ocho.

Se incorporó ansioso, apoyándose en los codos, mientras ella se sentaba en la cama.

—Ya he conseguido su libro. Hace dos días que lo tengo —le dijo.

El hielo repiqueteaba en el vaso. Era un sonido enloquecedor.

—El hijo de Misery… —prosiguió la mujer—. Me encanta… Es tan bueno como los otros. ¡Mejor! ¡Es el mejor!

—Gracias —logró decir, mientras sentía el sudor cubriendo su frente—. Por favor, mis piernas… me duelen mucho…

—Yo sabía que se iba a casar con Ian —dijo con una sonrisa estúpida—, y creo que Ian y Geoffrey volverán a ser amigos con el tiempo. ¿Lo serán? —E inmediatamente añadió—: No, no me lo diga. Ya lo descubriré por mí misma. Quiero que dure mucho. El tiempo se me hace interminable hasta que aparece otra nueva novela…

El dolor latía en sus piernas y le apretaba el escroto como una argolla de acero. Se había palpado la zona y le parecía que la pelvis estaba intacta, aunque tenía una sensación extraña. De las rodillas para abajo, tenía la impresión de que estaba entero; pero no quería mirar. A través de la ropa de la cama podía ver las formas abultadas y retorcidas. Eso era suficiente.

—Por favor, señorita Wilkes, el dolor…

—Llámeme Annie. Todos mis amigos me llaman así.

Le entregó el vaso. Estaba frío y empañado. No le dio las cápsulas, que en sus manos representaban la marea. Ella era la luna que había traído aquella marea bajo la que se ocultaban los pilotes.

Por fin, acercó las cápsulas a la boca y él la abrió de inmediato… Entonces, ella las retiró.

—Me tomé la libertad de mirar en su bolsa de viaje. No le importa, ¿verdad?

—No, claro que no. La medicina…

Las gotas frías de sudor que cubrían su frente se multiplicaron. ¿Iba a gritar?

—He visto que contiene un manuscrito. —Tenía las cápsulas en la mano derecha y se las pasó lentamente a la izquierda. Él las seguía con los ojos—. Se titula Automóviles veloces. No es una novela de Misery, ya lo sé. —Lo miró con un cierto reproche, pero al igual que antes, era una mirada llena de amor, maternal—. No había automóviles en el siglo diecinueve, ni veloces ni lentos. —Se rió de su chiste—. También me tomé la libertad de hojearlo. No le importa, ¿verdad?

—Por favor —gimió—, no me importa; pero por favor…

Abrió la mano izquierda. Las cápsulas rodaron, vacilaron y luego cayeron en la palma derecha con un ruido apagado.

—¿Y si lo leo? ¿Le importa que lo lea?

—No. —Sus huesos estaban destrozados, sus piernas llenas de vidrios rotos—. No. —Esbozó algo que esperaba pareciese una sonrisa—. No, claro que no.

—Porque jamás se me ocurriría hacer una cosa así sin su permiso —dijo con vehemencia—. Le respeto mucho. En realidad, Paul, le amo.

De pronto se sonrojó de un modo alarmante. Una de las cápsulas cayó encima de la colcha. Paul estiró el brazo para cogerla, pero ella fue más rápida. Él gimió, pero la mujer no se dio por enterada. Tras apoderarse de la cápsula, volvió a perderse en su vaguedad mirando a través de la ventana.

—Amo su mente, su creatividad —continuó—, es lo que he querido decir.

Desesperado, sin poder pensar en otra cosa, le respondió:

—Lo sé. Usted es mi admiradora número uno.

—¡Eso es! —gritó—. Eso es exactamente. Y a usted no le importaría que yo lo leyese con ese espíritu, ¿no es cierto? El espíritu de… una admiradora. Aunque sus demás libros no me gustan tanto como las historias de Misery…

—No —le dijo, y cerró los ojos pensando: «Si quiere, haga gorros de papel con las hojas de ese manuscrito; pero por favor…, me estoy muriendo…».

—Usted es un buen hombre —dijo dulcemente—. Sabía que tenía que serlo. Con sólo leer sus libros, lo adiviné. Un hombre capaz de crear a Misery Chastain, imaginarla y darle su aliento vital, no podía ser de otro modo.

De repente, se encontró con sus dedos en la boca, horriblemente íntimos, asquerosamente bienvenidos. Chupó las cápsulas que sostenían y las tragó antes de poder acercarse torpemente a la boca el vaso de agua, derramándola.

—Como un bebé —comentó la mujer; pero él no podía verla porque aún tenía los ojos cerrados y sentía en ellos el ardor de las lágrimas—. En fin, tengo tanto que preguntar… Hay tantas cosas que quiero saber…

Cuando se levantó, los muelles de la cama crujieron.

—Vamos a ser muy felices —le dijo.

Aunque un golpe de horror pareció desgarrarle el pecho, Paul no abrió los ojos.

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