Misery

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I - Annie » 14

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Cincuenta y una horas. Lo sabía gracias a la Flair Fine Liner que llevaba en el bolsillo en el momento del accidente. La había podido rescatar del suelo. Cada vez que el reloj sonaba, se hacía una marca en el brazo. Cuatro marcas verticales y otra diagonal para cerrar el quinteto. Tenía diez grupos de cinco y uno más cuando ella volvió. Los grupitos, claros al principio, se fueron emborronando a medida que las manos le temblaban. No creía que se le hubiese escapado ni una sola hora. Había dormitado ligeramente. Las campanadas del reloj lo despertaban cada vez que sonaban.

Al poco tiempo, y a pesar del dolor, había empezado a sentir hambre y sed. Aquello se convirtió en una especie de carrera de caballos. Al principio, Rey del Dolor llevaba la delantera y Apetito seguía a unos doce cuerpos de distancia. Mucha Sed estaba casi perdido en el polvo. Al amanecer del día siguiente, Apetito empezó a presentar batalla a Rey del Dolor.

Había pasado casi toda la noche dormitando y despertándose empapado en un sudor frío, convencido de que se estaba muriendo. Al poco rato tenía la esperanza de que fuese así. Cualquier cosa valía la pena para escapar de aquello. Nunca había sospechado hasta qué punto podía llegar el dolor. Los pilotes crecieron sin parar. Podía ver las lapas incrustadas en ellos, descubrió seres ahogados descansando en las hendiduras. Tenían suerte. Para ellos había terminado el suplicio. Alrededor de las tres, estalló en una crisis de gritos inútiles.

Al mediodía siguiente, hora veinticuatro, comprendió que además del dolor de sus piernas y de su pelvis, algo más lo estaba atormentando. Era la carencia… Ese caballo podría llamarse La Venganza del Yonki. Necesitaba las cápsulas por más de un motivo.

Pensó en esforzarse por salir de la cama; pero el golpe de la caída y la consiguiente escalada de dolor lo disuadían. Podía imaginarlo muy bien… Por otro lado, aunque lo hubiera intentado, ella había cerrado la puerta con llave. ¿Qué podía hacer, aparte de arrastrarse como una babosa y quedarse tendido ante la puerta?

Desesperado, tiró de las mantas por primera vez, deseando contra toda esperanza que lo que encontrara no fuese tan malo como sugerían las formas que adoptaban las arrugas de la cama. No era tan malo, era peor. Miró horrorizado aquello en lo que él se había convertido de las rodillas hacia abajo. Oyó en su mente la voz de Roland Reagan en King’s Row chillando: «¿Dónde está el resto de mi cuerpo?».

El resto de su cuerpo estaba allí y tal vez pudiese salir con vida. Ese pronóstico parecía cada vez más remoto; aunque técnicamente era posible, quizá nunca volvería a caminar, al menos hasta que volviesen a fracturarle las piernas (tal vez en varios sitios), unieran los huesos con clavos de acero y lo sometieran a medio centenar de manipulaciones indignas, humillantes y dolorosas.

La mujer se las había entablillado. Eso lo sabía por los soportes rígidos que notaba; pero hasta ahora no sabía con qué lo había hecho. La parte inferior de ambas piernas estaba rodeada con varillas de acero que parecían los restos serrados de unas muletas de aluminio. Había vendado enérgicamente las varillas, así que de las rodillas hacia abajo parecía la momia Imhotep al ser descubierta en la tumba. La parte inferior de sus extremidades adoptaba formas tortuosas, torcidas, hundidas. De la rodilla izquierda, un foco palpitante de dolor, parecía no quedar nada en absoluto. Había una pantorrilla, un muslo, y en el centro, un bulto asqueroso que parecía una cúpula de la sal. La parte superior de las piernas estaba muy hinchada y daba la impresión de arquearse hacia fuera. Sus muslos, su escroto y hasta su pene estaban salpicados de cardenales desvaídos.

Creía que la parte inferior de sus piernas estaba rota. Se había equivocado. Estaba pulverizada.

Volvió a cubrirse con las mantas gimiendo y llorando. No tenía sentido intentar moverse de la cama. Era mejor quedarse allí, morir allí, aceptar aquel nivel de dolor con todo lo horrible que era y esperar que cesara por completo.

Sobre las cuatro de la tarde del segundo día, Mucha Sed empezó a mover la carrera. Hacía tiempo que sentía la boca y la garganta secas, pero ahora la sensación era insoportable. La lengua parecía demasiado larga y pesada. Tragar, dolía. Recordaba el jarro de agua que ella había tirado.

Dormitó, despertó, y volvió a dormitar.

Pasó el día. Cayó la noche.

Tenía que orinar. Hizo una especie de filtro con la sábana sobre el pene y orinó en sus manos temblorosas. Trató de imaginar que era agua reciclada y bebió todo lo que pudo recoger, después se lamió las palmas húmedas. Aquello también formaría parte de sus secretos, si es que vivía para contar algo.

Empezó a creer que Annie había muerto. Estaba profundamente desequilibrada y la gente desequilibrada solía suicidarse.

La imaginó aparcando a un lado de la carretera en su vieja Bessie, sacar de bajo el asiento una «cuarenta y cuatro», ponérsela en la boca y disparar.

—Con Misery muerta, ya no quiero seguir viviendo. Adiós, mundo cruel —gritó Annie a través de un torrente de lágrimas, y apretó el gatillo.

Se rió, después gimió y luego gritó. El viento gritó con él, pero nadie más le escuchó.

Ah… ¿por qué no? Bendita imaginación, tan vívida…

Tal vez un accidente… ¿Era posible? Sí, señor. La vio conducir sombría, demasiado rápido, y entonces… se salió del lado derecho de la carretera. Cayó y cayó… De pronto, chocó y explotó en una bola de fuego muriendo sin darse cuenta.

Si ella había muerto, él moriría allí como una rata en una trampa.

Creía que la inconsciencia vendría a liberarlo, pero no llegaba. En su lugar, llegaron la hora treinta y la hora cuarenta. Ahora Rey del Dolor y Mucha Sed se unieron en un solo caballo; hacía mucho que Apetito se había quedado atrás y empezó a sentirse como un trozo de tejido vivo en un portaobjetos bajo el microscopio, o como un gusano en un gancho, algo que se retuerce sin parar esperando la muerte.

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