Misery

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I - Annie » 17

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—No —dijo Paul, llorando y temblando.

Le asaltó un pensamiento corrosivo. Por menos de cien dólares podría haber fotocopiado el manuscrito en Boulder. Todos (Bryce, sus dos exmujeres, hasta su madre) le habían dicho con insistencia que era una locura no hacer una copia de su obra para guardarla. El Boulderado o la casa de Nueva York podían incendiarse. Podía haber una tormenta, una inundación o cualquier otro desastre natural aparente. Pero siempre se había negado sin ningún motivo racional. Tan sólo le parecía que hacer copias era cosa de maniáticos.

Pues bien, ahí estaba la manía y el desastre natural coaligados. Ahí estaba el huracán Annie. Ella no parecía haber tenido en cuenta la posibilidad de que hubiese otras copias de Automóviles veloces en alguna parte, y si él hubiese hecho caso, si hubiese invertido esos miserables cien dólares…

—Sí —replicó, acercándole las cerillas.

El manuscrito, en papel Hammermill Bond limpio y blanco, con la primera página del título encima, descansaba en su falda. Aún tenía la expresión tranquila y despejada.

—No —dijo, volviéndole la cara ardiente.

—Sí. Es sucio. Y además, no es bueno.

—Usted no podría reconocer algo bueno aunque se le echase encima y le mordiese la nariz —gritó Paul, sin importarle ya nada.

La mujer rió con amabilidad. Al parecer, había mandado su mal genio de vacaciones; pero conociendo a Annie, Paul sabía que podía regresar de improviso en cualquier momento con las maletas en la mano: «¡No soportaba estar lejos! ¿Qué tal estás?».

—En primer lugar —le respondió—, lo bueno no me mordería la nariz. Lo malo, puede que sí; pero lo bueno, nunca. Y lo segundo es que sí sé reconocer lo bueno cuando lo veo. Usted es bueno, Paul. Todo lo que necesita es un poco de ayuda. Ahora, coja las cerillas.

Él meneó rígidamente la cabeza.

—No.

—Sí.

—¡No!

—Sí, vamos.

—¡No, maldición!

—Puede maldecir todo lo que quiera. He oído de todo.

—No voy a hacerlo. —Cerró los ojos.

Cuando los abrió, ella tenía una caja de cartón cuadrada con la palabra NOVRIL impresa en letras de color azul brillante, MUESTRA CON RECETA MÉDICA indicaban las letras rojas bajo el nombre. En el interior había cuatro cápsulas encerradas en ampollas de plástico. Trató de apoderarse de ellas; pero la mujer retiró la caja y la puso fuera de su alcance.

—Cuando haya quemado eso —le advirtió—. Entonces tendrá sus cápsulas y se le pasará el dolor. Volverá a tranquilizarse y cuando se haya dominado le cambiaré las sábanas. Veo que las ha ensuciado y debe de sentirse incómodo, así que también le cambiaré a usted. Para entonces, estará hambriento y le daré un poco de sopa. Créame, Paul, no puedo hacer nada más, lo siento.

Su lengua quería decir: «¡Sí! ¡Sí! ¡Está bien!». Se la mordió. Volvió la cara para no ver aquella caja incitante, desesperante, con sus cuatro cápsulas blancas dentro del plástico transparente.

—Usted es el demonio —dijo.

Volvió a temer un ataque de furia y obtuvo en cambio una risa indulgente con un tono de evidente tristeza.

—Sí, sí, claro. Eso es lo que piensa un niño cuando mamá entra en la cocina y lo encuentra jugando con la botella de lejía que ha sacado del armario del fregadero. Se expresaría de otro modo, por supuesto, porque los niños no tienen una cultura como la suya. Sólo diría: ¡Mamá, eres mala!

Retiró el cabello que cubría su frente ardorosa deslizando los dedos por su mejilla; luego bajaron por su cuello y le apretaron un hombro, breve y compasivamente, antes de retirarse.

—La madre se siente mal cuando el niño le dice que es mala o cuando llora por lo que le ha quitado, como usted está llorando ahora. Pero ella sabe que está haciendo lo correcto y cumple con su deber, como yo estoy cumpliendo con el mío.

Golpeó el manuscrito con los nudillos. Fueron tres golpes sordos y rápidos sobre la primera página del manuscrito. Ciento noventa mil palabras y cinco vidas que a un Paul Sheldon sano y sin dolor le habían importado muchísimo. Ciento noventa mil palabras y cinco vidas que cada vez le parecían más prescindibles.

¡Las cápsulas! Necesitaba las cápsulas.

—¿Paul?

—¡No! —sollozó.

Oyó el apagado repiqueteo de las cápsulas en su envoltura. Silencio… Luego el repiqueteo de las cerillas en la caja.

—¿Paul?

—¡No!

—Estoy esperando, Paul.

«En el nombre de Dios, ¿por qué estás haciendo la misma gilipollez que Horacio en el puente y, en el nombre de Dios, a quién estás tratando de impresionar? —se preguntó a sí mismo—. ¿Crees que esto es una película o un programa de televisión y que hay una audiencia que va a puntuar tu valentía? Puedes hacer lo que ella quiere o puedes aguantar. Si aguantas, te irás a la mierda y ella quemará el manuscrito de todos modos. ¿Qué harás entonces?, ¿quedarte aquí sufriendo por un libro que no hubiese vendido ni la mitad de ejemplares que el de menor éxito de Misery, y en el que Peter Prescott se hubiese cagado con su estilo elegante cuando hiciese la crítica en Newsweek, el gran oráculo literario? ¡Vamos, vamos, piensa! ¡Hasta Galileo cedió cuando vio que iban por él en serio!».

—¿Paul? Estoy esperando. Puedo esperar todo el día. Aunque tengo la ligera sospecha de que usted puede entrar en coma de un momento a otro. Creo que ahora se encuentra en un estado previo y yo he tenido mucho…

La voz se perdió en un zumbido. Su subconsciente le decía:

«¡Sí! ¡Deme las cerillas! ¡Deme una antorcha! ¡Deme un lanzallamas! ¡Estoy dispuesto a tirarle una bomba incendiaria si eso es lo que usted quiere, jodida bruja!».

Eso decía el oportunista, el que quería sobrevivir a toda costa. Pero otra parte de sí mismo que flaqueaba, casi en coma, clamó en la oscuridad: «¡Ciento noventa mil palabras! ¡Dos años de trabajo! —Y lo que era más importante: la verdad—. ¡Lo que tú sabías sobre la puñetera verdad!».

Los muelles crujieron cuando ella se levantó.

—¡Está bien! ¡Es usted un niño muy testarudo y no puedo estar sentada en su cama toda la noche! He estado conduciendo casi una hora para llegar pronto. Volveré dentro de un rato a ver si ha cambiado de…

—Entonces, quémelas usted —gritó Paul.

Ella se volvió a mirarle.

—No, no puedo hacer eso, aunque le aseguro que me gustaría evitar la agonía que está sufriendo.

—¿Por qué no?

—Porque —le respondió, puntillosa— debe hacerlo usted por su propia voluntad.

Entonces él rompió a reír y la cara de la mujer se ensombreció por primera vez desde que había llegado. Luego abandonó la habitación con el manuscrito bajo el brazo.

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