Misery

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I - Annie » 20

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—Coma —dijo desde lejos, despertándole el aguijón del dolor.

Abrió los ojos y la vio, sentada a su lado. Por primera vez estaba a la misma altura que ella, cara a cara. Cayó en la cuenta, con una sorpresa vaga y distante, de que por primera vez desde hacía mucho tiempo, estaba sentado…, verdaderamente sentado.

«Me importa un cuerno», pensó, y dejó que los párpados volvieran a cerrarse. Los pilotes estaban cubiertos. La marea había subido y la próxima vez que bajase podía quedarse así para siempre. Era mejor deslizarse sobre las olas mientras las hubiese. Más tarde podría pensar en su nueva postura.

—¡Coma! —insistió la mujer, y entonces sintió que el dolor zumbaba en el lado izquierdo de su cabeza, obligándole a gemir y tratar de huir.

—¡Coma, Paul! Tiene que despertar para comer, o…

¡Zzzzzing! ¡El lóbulo de su oreja! Lo estaba golpeando…

—Kay —murmuró—, Kay, no me los arranques, por Dios.

Se obligó a abrir los ojos. Era como si tuviese un bloque de cemento colgando de cada párpado. Notó una cuchara en la boca echando sopa caliente en su garganta. Se la tragó para no ahogarse.

De repente un viejo conocido surgió de ninguna parte. «La recuperación más sorprendente que este locutor ha visto en su vida, señoras y señores…». Apetito irrumpió en su cabeza. Fue como si la primera cucharada de sopa le hubiese despertado las tripas de un trance hipnótico. Tragó el resto con toda la rapidez que pudo, sintiéndose más hambriento cuanto más sorbía y tragaba.

Recordaba vagamente haber visto que la vieja se llevaba la barbacoa siniestra y humeante y luego traía otra cosa que en su estado de sopor le había parecido un carrito de supermercado. La idea no le había causado sorpresa ni curiosidad alguna. Era el «huésped» de Annie Wilkes. Barbacoas, carritos de supermercado, quizá mañana un parquímetro o una cabeza nuclear. Cuando se entra en la «Casa de la Risa», las carcajadas no paran.

Se había desmayado, pero ahora se daba cuenta de que el carro de supermercado era, en realidad, una silla de ruedas plegada. Estaba sentado en ella. Sus piernas entablilladas sobresalían rígidas frente a él. Su pelvis estaba incómodamente hinchada y no se sentía muy feliz en la nueva postura.

«Me puso aquí mientras estaba frito —pensó—. Me levantó ella sola. ¡Cielos, qué fuerza debe de tener!».

—¡Se acabó! —dijo ella—. Me alegro de que se haya tomado la sopa, Paul. Creo que se va a recuperar. Tal vez no quede como nuevo, pero si no tenemos más… contratiempos, creo que quedará bastante bien. Ahora voy a cambiar esas sábanas tan cochinas y cuando haya acabado con eso, cambiaré al otro cochinito que es usted; y si después no le duele demasiado y todavía tiene hambre, le permitiré que coma una tostada.

—Gracias, Annie —dijo humildemente, y pensó: «Tu garganta. Si puedo, te permitiré lamerte los labios y decir: “¡Dios mío!”. Pero sólo una vez, Annie. Sólo una vez».

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