Misery

Misery


I - Annie » 23

Página 26 de 128

23

A la noche siguiente, le trajo la Royal. Era un modelo de oficina perteneciente a una era en la que las máquinas eléctricas, los televisores en color y los teléfonos digitales eran ciencia ficción. Era negra y severa como un par de zapatos con botones delanteros. Tenía paneles de cristal a los lados, mostrando sus palancas, muelles, tuercas y varillas. La palanca de retroceso era de acero y sobresalía a un lado como el pulgar de un autoestopista. El carro estaba lleno de polvo, la goma dura, rayada y picada. En el centro, las letras ROYAL aparecían en un semicírculo. Gruñendo, la puso a los pies de la cama, entre sus piernas, después de sostenerla en el aire durante unos segundos para que él la inspeccionase.

Se quedó mirándola.

¿Sonreía?

¡Cielos, parecía que la máquina estaba sonriendo!

De todos modos, presagiaba problemas. La cinta era de dos colores, rojo y negro, y estaba gastada. Había olvidado que existían esas cintas. Su visión no le produjo ninguna nostalgia agradable.

—Bueno —dijo ella, sonriendo con ansiedad—, ¿qué le parece?

—Es muy bonita —le respondió enseguida—, una auténtica antigüedad.

La expresión de Annie se ensombreció.

—No la compré como una antigüedad. La compré de segunda mano. ¡Sí, señor!, una buena pieza de segunda mano.

Él cambió el tono de la conversación de inmediato.

—¡Eh, no se puede hablar de antigüedad tratándose de máquinas de escribir! Una buena máquina de escribir es eterna. Estas viejas joyas de oficina son auténticos tanques.

Le hubiese dado unas palmaditas de haber podido alcanzarla. En realidad, de haber podido alcanzarla, la habría besado.

—La conseguí en Novedades Usadas. ¿No le parece un nombre estúpido? Pero Nancy Dartmonger, la dueña de la tienda, es una estúpida.

Annie frunció el ceño, pero se dio cuenta de que no iba contra él. Estaba descubriendo que el instinto de supervivencia creaba unos atajos sorprendentes hacia la empatía. Por un momento, creyó sintonizar con sus estados de ánimo, sus ciclos. La escuchaba como si fuese un reloj estropeado.

—Pero además de estúpida, es mala. ¡Dartmonger! Su nombre debería ser Whoremonger.[3] Se ha divorciado dos veces y ahora vive con un tabernero. Por eso, cuando usted dijo que era una antigüedad…

—Lo entiendo —dijo Paul.

Ella calló unos instantes y luego murmuró como en confesión:

—Le falta la ene.

—¿Ah, sí?

—Sí, mire.

Levantó la máquina para que él pudiese ver el semicírculo de letras y entre ellas la palanca que faltaba, como una mella en una dentadura vieja, pero completa.

—Ya veo.

Volvió a ponerla en su sitio. La cama se movió un poco. Paul calculó que la máquina debía de pesar unos veinte kilos. Procedía de una época en la que no existían aleaciones ni plásticos, ni anticipos de seis cifras por un libro ni ediciones cinematográficas concretas, ni USA Today, ni Entertainment Tonight, ni celebridades haciendo anuncios publicitarios de tarjetas de crédito o de vodka.

La Royal le sonrió prometiéndole problemas.

—Ella quería cuarenta y cinco dólares, pero me rebajó cinco por la letra que le falta —explicó con una sonrisa socarrona que decía: «No soy ninguna tonta».

Paul le sonrió a su vez. La marea estaba alta. Eso hacía que le resultase fácil sonreír y mentir.

—¿Se la rebajó? ¿No será que usted regateó?

Annie se irguió un poco.

—Bueno, le dije que la ene es una letra importante —admitió.

—¡Pues hizo muy bien, qué diablos!

Había hecho un nuevo descubrimiento. Comprender a un psicótico es fácil cuando se le sigue la corriente.

Annie sonrió con astucia como invitándole a compartir un secreto delicioso.

—Le dije que era una de las letras del apellido de mi escritor favorito.

—¡Qué casualidad! Son dos letras del nombre de mi enfermera favorita.

La sonrisa resplandeció en su cara. Increíblemente, sus sólidas mejillas se sonrojaron. Paul pensó que era como un horno construido en el interior de la boca de uno de esos ídolos en los relatos de Rider Haggard.

—Adulador… —sonrió alelada.

—No, se equivoca por completo.

—Bueno —pareció alejarse mentalmente por un momento. Se sentía complacida, un poco turbada, trataba de organizar sus pensamientos.

Hasta cierto punto, Paul podría haber disfrutado del modo en que se estaban desarrollando las cosas; salvo por el peso de la máquina, tan sólida como la mujer e igualmente averiada. Parecía sonreír prometiéndole problemas con el diente que le faltaba.

—La silla de ruedas me salió mucho más cara —dijo ella entonces—. Los aparatos de ortopedia se han esfumado desde que yo… —Se detuvo, arqueó las cejas, se aclaró la garganta y volvió a mirarle, sonriendo—. Bueno, ya es hora de que empiece a sentarse y… la verdad, no lamento el precio que me costó. Usted no puede escribir acostado, ¿verdad?

—No…

—Tengo una tabla…, la corté a la medida, y papel… Espere un momento.

Salió corriendo de la habitación como una niña dejando a Paul y a la máquina para que se observasen mutuamente. La sonrisa del hombre desapareció en cuanto la mujer le dio la espalda. La de la Royal no había cambiado. Más tarde pensó que ya entonces sabía muy bien de qué se trataba todo aquello y cómo iba a sonar la máquina de escribir a través de su sonrisa, al igual que el viejo personaje de las viñetas llamado Ducky Dadles.

Annie volvió con un paquete de Corrasable Bond envuelto en papel cebolla y una tabla de un metro de ancho por uno y medio de largo.

—¡Mire!

Apoyó la tabla en los brazos de la silla de ruedas que estaba al lado de la cama como el solemne esqueleto de un visitante. Paul intuyó enseguida al fantasma de sí mismo sentado tras la tabla, como aprisionado en un cepo.

Colocó la máquina sobre la tabla, de cara al fantasma, y el paquete de Corrasable Bond, el papel que él más odiaba en el mundo por la forma en que se borraban las letras cuando las hojas se rozaban entre sí. Acababa de crear una especie de estudio para inválido.

—¿Qué le parece?

—Muy bien —dijo soltando la mayor mentira de su vida con absoluta naturalidad, y entonces formuló una pregunta cuya respuesta conocía perfectamente—: ¿Qué cree que voy a escribir ahí?

—Pero, Paul —respondió, volviéndose para mirarle con los ojos bailando en su cara sonrojada—, yo no lo creo. ¡Yo lo sé! Usted va a utilizar esta máquina para escribir una nueva novela. ¡Su mejor novela! ¡El retorno de Misery!

Ir a la siguiente página

Report Page