Misery

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I - Annie » 35

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Llevaba dos paquetes de papel, uno en cada mano, y sonreía.

—Esto es lo que usted quería, ¿no? Traid Modern. Aquí hay dos resmas y tengo dos más en la cocina, por si acaso. Así que ya ve…

Se interrumpió arqueando las cejas y mirándole fijamente.

—Está empapado… Tiene un aspecto muy raro. —Hizo una pausa—. ¿Qué ha estado haciendo?

Y aunque aquello hizo que la vocecilla aterrorizada de su conciencia disminuida volviese a chillar que le habían atrapado, que era mejor darse por vencido, confesar y someterse a su misericordia, consiguió responder a su mirada recelosa con una fatiga irónica.

—Me parece que usted sabe qué es lo que he estado haciendo —le respondió—. He estado sufriendo.

Ella sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la falda y le secó la frente. El pañuelo quedó empapado. Sonrió con aquel horrible y falso maternalismo.

—¿Ha sufrido mucho?

—Sí, sí; he sufrido mucho. Ahora, por favor…

—Ya le advertí lo que podría pasarle si me enfurecía. Vivir y aprender, ¿es eso lo que dice el refrán? Bueno, pues si usted vive lo suficiente, supongo que aprenderá.

—¿Podría darme las pastillas ahora?

—Enseguida —dijo sin apartar los ojos de su cara sudorosa con su palidez salpicada de manchas rojas—. Pero antes quiero asegurarme de que no necesitará nada más…, nada que la estúpida de Annie Wilkes haya olvidado por no saber cómo el Señor Sabihondo escribe sus libros. Quiero estar segura de que no me pedirá que vuelva a la ciudad para comprar una grabadora, un par de zapatillas especiales, o algo así. Porque, si quiere que vaya, voy. Sus deseos son órdenes. Ni siquiera me detendré para darle las pastillas. Saltaré de inmediato en la vieja

Bessie y saldré disparada. ¿Qué me dice, Señor Sabihondo? ¿Tiene todo lo que necesita?

—Sí, lo tengo todo —respondió—. Annie, por favor…

—¿Y volverá a enfurecerme?

—No, no volveré a enfurecerla.

—Porque cuando me enfurezco, no soy la misma. —Dejó ir la mirada hacia el regazo donde él cubría con las manos las cajas de Novril. Estuvo mirando un buen rato.

—Paul —le preguntó suavemente—. Paul, ¿por qué tiene las manos de esa forma?

Él empezó a llorar. Lloraba por el sentimiento de culpa y aquello era lo que resultaba más odioso: además de todo lo que esa mujer monstruosa le había hecho, lograba que se sintiera culpable. Por eso lloraba de remordimiento, aunque también de simple cansancio infantil.

La miró con las lágrimas recorriendo sus mejillas y se jugó la última carta que le quedaba.

—Quiero las cápsulas —le dijo—, y quiero el orinal. He aguantado todo lo que he podido, Annie, pero ya no puedo más y no quiero volver a ensuciarme.

Ella esbozó una sonrisa radiante y le apartó el cabello de la frente.

—Pobrecito mío. Annie le ha hecho sufrir mucho, ¿no es cierto? Demasiado. Qué mala es esa vieja de Annie. Se lo traeré enseguida.

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