Misery

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II - Misery » 5

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—Aclarar… —murmuró, deslizándose hacia la derecha. El movimiento retorció la pierna izquierda y el rayo de dolor en su rodilla aplastada bastó para despertarle. Apenas habían pasado cinco minutos. Oía a Annie en la cocina lavando los platos. Generalmente cantaba mientras realizaba sus tareas. Pero hoy no lo hacía; sólo se oía el ruido de los platos y el murmullo ocasional del agua con que los aclaraba. Era una mala señal. «Parte meteorológico de urgencia para los residentes del Condado de Sheldon. Aviso de tormenta que durará hasta las cinco de la tarde; repito, aviso de tormenta», creyó escuchar.

Pero ya era hora de dejarse de juegos y ponerse a trabajar. Ella quería que Misery regresara de entre los muertos; pero tenía que ser limpio, no necesariamente realista, sólo limpio. Si conseguía hacerlo esa mañana, tal vez podría evitar la depresión que se avecinaba en la mujer antes de que empezara.

Miró por la ventana, apoyando la barbilla en la palma de la mano. Estaba completamente despierto, pensando rápida e intensamente, aunque sin percatarse de ello. Las dos o tres capas superiores de su conciencia, esa parte de su mente que se ocupaba de asuntos como la última vez que se había lavado la cabeza o si Annie vendría o no a tiempo con su siguiente dosis de droga, parecía haberse ausentado por completo de la escena, como si se hubiese alejado sigilosamente en busca de un trozo de salchichón, de centeno o de algo semejante. Recibía mensajes sensoriales; pero no hacía nada con ellos, no veía lo que estaba viendo, ni escuchaba lo que estaba oyendo.

Otra parte de él intentaba rabiosamente evocar ideas, las rechazaba, las combinaba, rehusaba las combinaciones… Sentía lo que estaba ocurriendo, pero no tenía contacto directo con ello, ni lo deseaba. Allá abajo, en los talleres de su cerebro estaba todo muy sucio.

Comprendió que en realidad estaba buscando una idea, lo cual no significaba necesariamente encontrarla.

Tener una idea era un modo más humilde de decir: «Estoy en la mitad de

Automóviles veloces, Tony había matado al teniente Gray cuando intentó ponerle las esposas en un cine de Times Square. Paul quería que Tony quedase impune tras el asesinato, al menos por un tiempo, porque no podía haber tercer capítulo si Tony estaba a la sombra. A pesar de ello, Tony no podía dejar a Gray sentado en el cine con el mango de una navaja sobresaliendo de su axila izquierda, porque al menos tres personas sabían que Gray había ido a buscar a Tony».

El problema era cómo disponer del cuerpo, y Paul no hallaba el modo de resolverlo. Estaba atascado en el juego. «Careless acaba de matar a ese tío en un cine de Times Square y ahora tiene que meter el cuerpo en su coche sin que nadie le diga: “Eh, señor, ¿está ese hombre tan muerto como parece, o sólo ha sufrido un ligero ataque?”. Si logra meter el cuerpo de Gray en el coche, puede llevarlo a Queens y tirarlo en un edificio abandonado que conoce. Paulie, ¿puedes?».

No tenía un tiempo límite de diez segundos, por supuesto, no tenía un contrato por el libro y no tenía que preocuparse, por lo tanto, de fechas de entrega. Sin embargo, siempre había una fecha límite, un tiempo más allá del cual había que dejar el círculo, y la mayoría de los escritores lo sabían. Si un libro quedaba atascado demasiado tiempo, empezaba a degenerar, a romperse en pedazos, todos los pequeños trucos e ilusiones quedaban al descubierto.

Había ido a dar un paseo sin pensar en nada, lo mismo que ahora. Había caminado más de cuatro kilómetros antes de que alguien enviase una luz desde el taller de su ingenio:

«¡Por fin llega la inspiración! ¡Mi musa ha hablado!».

La idea de

Automóviles veloces había surgido un día en la ciudad de Nueva York. Había salido sin otra cosa en la mente que comprar un vídeo para su casa de la Calle 83.

Al pasar frente a un aparcamiento vio a un empleado tratando de abrir un coche con un punzón. Eso fue todo. No sabía si aquello era lícito o no y tres o cuatro manzanas más allá dejó de importarle. El empleado se convertiría en Tony Bonasaro. De él lo sabía todo menos el nombre, que luego sacó de la guía telefónica. La mitad de la historia residía en su mente y las restantes piezas iban encajando rápidamente en su sitio. Se sentía excitado, feliz, casi borracho. La musa había llegado como un cheque inesperado en el correo. Había salido a comprar un vídeo y había conseguido en cambio algo mucho mejor. Había tenido una idea.

Ese otro proceso, tratar de tener una idea no era en modo alguno tan elevado ni exaltante, pero sí era igual de misterioso e… igual de necesario. Porque cuando uno escribía una novela, casi siempre se atascaba en alguna parte y no tenía sentido esforzarse por continuar hasta que surgiese una idea.

Cuando necesitaba una idea, su procedimiento habitual era ponerse el abrigo y salir a dar un paseo. Si no la necesitaba, se llevaba un libro. Reconocía que el paseo constituía en sí mismo un buen ejercicio, pero era aburrido. El libro se hacía imprescindible si no tenía a nadie con quien hablar mientras caminaba. Pero si lo que necesitaba era por encima de todo una idea, el tedio podría tener en una novela empezada el mismo efecto que la quimioterapia en un paciente de cáncer.

«Imagina que provocas un fuego en el cine», se dijo.

Eso parecía. No tenía sensación alguna de vértigo ni verdadero sentimiento de inspiración. Se sentía como un carpintero mirando un trozo de madera que podía servir para su trabajo.

«Puedo provocar un fuego en la butaca de al lado —siguió pensando—. ¿Qué tal? Las malditas butacas de esos cines siempre están desgarradas». Habría humo, mucho humo. Podía tratar de quedarse todo el tiempo posible y arrastrar luego a Gray con él. Podía hacer pasar a Gray por una víctima del fuego intoxicada con el humo.

Aquello tenía sentido. No era genial, aún quedaban detalles por desarrollar, pero tenía sentido. Había tenido una idea. El trabajo podía continuar.

Nunca había necesitado una idea para empezar un libro, pero instintivamente comprendía que podía hacerse.

Estaba sentado en la silla, silencioso, con la barbilla apoyada en la mano mirando al establo. Si hubiese podido caminar, ya estaría fuera. Estaba casi adormecido, esperando que ocurriese algo, sin darse cuenta de nada, excepto de que estaban ocurriendo ciertas cosas en su mente: edificios enteros de fantasía se estaban erigiendo, juzgando, condenando y demoliendo en un abrir y cerrar de ojos. Pasaron diez minutos, quince. Ella estaba pasando la aspiradora en la sala. Pero aún no cantaba, porque la oía. Eso era otra cosa, un sonido inconexo que se introducía en su cabeza y volvía a salir como el agua corriendo a través de una tubería.

Al fin, los chicos de allá abajo le lanzaron una luz, como hacían siempre tarde o temprano. Las pobres neuronas de allá abajo nunca paraban de reventarse las pelotas y él no les envidiaba lo más mínimo.

Paul empezaba a tener una idea. Su conciencia regresó. «Ha llegado el médico», pensó. Y adoptó la idea como quien coge una carta de la ranura de la puerta destinada a la correspondencia (o, en este caso, del suelo). Empezó a examinarla. Casi la rechazó. Escuchó un tenue gruñido desde el taller de allá abajo. La reconsideró y decidió que la mitad podía aprovecharse.

Vio una segunda luz, más radiante que la primera.

Paul empezó a tabalear con los dedos en el marco de la ventana.

Alrededor de las once, empezó a escribir a máquina. Al principio iba muy despacio, tecleos esporádicos seguidos de pausas, algunas hasta de quince segundos. Era como un archipiélago visto desde el aire, una cadena de colinas bajas, separadas por grandes extensiones azules.

Poco a poco, los espacios de silencio empezaron a acortarse y se produjeron ocasionales estallidos de tecleo. En la máquina eléctrica de Paul hubiesen sonado a morse, pero el ruido de la Royal era más espeso, activamente desagradable.

Por unos momentos, no escuchó la voz de Ducky Daddles de la máquina. Al llegar al final de la primera página, se estaba animando. Cuando terminó la segunda, iba a toda marcha.

Al cabo de un rato, Annie apagó la aspiradora y se quedó mirándolo desde la puerta. Paul ignoraba que estuviese allí.

Ni siquiera sabía que estaba él. Al fin había escapado. Se encontraba en el patio de la iglesia de Little Dunthorpe respirando el aire húmedo de la noche, oliendo a musgo, a tierra y a niebla. Oyó el reloj de la torre del templo presbiteriano dando las dos y lo metió en la historia sin perder ni una campanada. Cuando era muy bueno, podía ver a través del papel, y ahora podía.

Annie lo observó durante largo rato y después se largó. Sus andares eran pesados, pero Paul no se enteró.

Trabajó hasta las tres de la tarde y a las ocho le pidió que le ayudase a volver a la silla. Escribió otras tres horas, aunque a las diez de la noche el dolor había empezado a agudizarse. Annie entró a las once. Él le pidió otro cuarto de hora.

—No, Paul, ya es suficiente. Está pálido como la sal.

Lo metió en la cama y, al cabo de tres minutos, se sumió en el sueño. Durmió toda la noche por primera vez desde que había salido de la bruma gris y también por primera vez no tuvo sueños extraños.

Había estado soñando despierto.

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