Misery

Misery


II - Misery » 6

Página 46 de 133

6

EL RETOR

NO DE MISERY

por Paul Sheldo

n

Para A

nnie Wilkes

CAPÍTULO 1

Por u

n mome

nto, Geoffrey

no supo co

n seguridad quié

n era el viejo que estaba e

n la puerta, y

no sólo porque la campa

na le hubiese despertado de u

n adormecimie

nto cada vez más profu

ndo. Lo más irrita

nte de vivir e

n u

n pueblo, pe

nsó, era que

no había ta

nta ge

nte como para que alguie

n resultase u

n perfecto extraño; si

n embargo, había la suficie

nte como para

no reco

nocer de i

nmediato a algu

nos de los aldea

nos. A veces, sólo había que seguir la pista de los rasgos familiares, los cuales

no excluía

n, por supuesto, la i

nsólita au

nque

nu

nca imposible coi

ncide

ncia de los bastardos.

Por lo ge

neral esos mome

ntos podía

n co

ntrolarse, a pesar de que u

no se si

ntiese próximo a la se

nilidad mie

ntras trataba de ma

nte

ner u

na co

nversació

n cualquiera co

n u

na perso

na cuyo

nombre sabía, pero

no recordaba. Las situacio

nes llegaba

n a alca

nzar dime

nsio

nes cósmicas del apuro cua

ndo dos de esas caras familiares llegaba

n al mismo tiempo y u

no se

ntía la obligació

n de hacer las prese

ntacio

nes.

—Espero

no molestarle, señor —dijo el visita

nte, al tiempo que retorcía e

n sus ma

nos co

n i

nquietud u

na gorra de tela; bajo la luz de u

na lámpara que Geoffrey alzaba e

n su ma

no, su cara aparecía arrugada, amarilla y co

n u

na expresió

n terrible de preocupació

n, que hasta podía ser miedo—. Es sólo que

no quería ir a la casa del doctor Booki

ngs,

ni quería molestar a su señoría. Al me

nos hasta que hubiese hablado co

n usted, señor. Ya sabe a qué me refiero…

Geoffrey

no lo sabía, pero i

ntuyó de repe

nte quié

n era ese visita

nte tardío. La me

nció

n del doctor Booki

ngs, el mi

nistro a

nglica

no, lo había logrado. Tres días a

ntes, el doctor Booki

ngs había llevado a cabo las últimas plegarias por Misery e

n el patio de la iglesia, tras la rectoría. Y ese hombre había estado allí, au

nque ocupa

ndo u

na posició

n do

nde pasar i

nadvertido.

Era u

no de los sacrista

nes, y se llamaba Colter.

El visita

nte habló co

n re

nue

ncia.

—So

n los ruidos, señor. Los ruidos e

n el patio de la iglesia. Su señoría

no puede desca

nsar tra

nquilo, señor y temo que…

Geoffrey si

ntió como si le hubiera

n dado u

n puñetazo e

n la boca del estómago. Respiró ho

ndo y u

n dolor calie

nte azotó el costado do

nde las costillas le había

n sido firmeme

nte ve

ndadas por el doctor Shi

nebo

ne, cuyo diag

nóstico pesimista soste

nía que sufriría u

na pulmo

nía después de haber estado toda la

noche bajo la lluvia helada e

n aquella acequia.

No obsta

nte, había

n pasado tres días y

no se había producido

ni

n

n acceso de tos

ni de fiebre. Él sabía que

no se produciría. Dios

no perdo

naba ta

n fácilme

nte a los culpables. Creía que Dios le permitiría vivir para perpetuar por largo tiempo la memoria de su pobre amada perdida.

—¿Está usted bie

n, señor? —pregu

ntó Colter—. Me e

nteré de que la otra

noche se dio usted u

n bue

n trompazo. —Hizo u

na pausa—. Me refiero a la

noche e

n que ella murió.

—Estoy bie

n —repuso Geoffrey le

ntame

nte—, Colter, esos ruidos… sabe que so

n producto de su imagi

nació

n, ¿

no?

Colter pareció sobresaltarse.

—¿Imagi

nació

n? —pregu

ntó—. ¡Señor! ¿Va a decirme que

no cree e

n Jesucristo

ni e

n la vida eter

na? ¿

No vio Du

nca

n Fromsley al viejo Patterso

n dos días después de su fu

neral brilla

ndo como u

n fuego fatuo?

«Probableme

nte —pe

nsó Geoffrey—, el fuego fatuo salió de la última botella del viejo Fromsley».

—¿Y

no ha visto la mitad de esta ciudad —co

nti

nuó— a ese viejo mo

nje papista que cami

na por las alme

nas de Ridgehead Ma

nor? Hasta e

nviaro

n a u

n par de señoras de la maldita Sociedad Psíquica de Lo

ndres para i

nvestigarlo.

Geoffrey sabía de qué señoras estaba habla

ndo Colter, u

n par de brujas histéricas que quizá sufría

n los ciclos depresivos del climaterio, ambas ta

n estúpidas como u

n puzzle i

nfa

ntil de los de Dibújalo y di su

nombre.

—Los fa

ntasmas so

n ta

n reales como usted y como yo, señor —decía Colter muy serio—.

No me importa su existe

ncia, pero esos ruidos so

n ta

n fa

ntasmales que

ni siquiera me gusta acercarme al patio de la iglesia, y te

ngo que cavar u

na tumba maña

na para el pequeño de los, Roydma

n. He de hacerlo, se lo aseguro.

Geoffrey rezó pidie

ndo pacie

ncia. El deseo de i

ncrepar a aquel pobre sepulturero era casi i

nsuperable. Estaba durmie

ndo tra

nquilame

nte fre

nte al fuego, co

n u

n libro e

n el regazo, cua

ndo llegó Colter y lo despertó… Cada vez estaba más despierto y co

n cada segu

ndo que pasaba se

ntía cómo hurgaba e

n él más profu

ndame

nte ese dolor sordo, la co

ncie

ncia de que su amada se había ido. Llevaba tres días e

n la tumba… Pro

nto pasaría u

na sema

na…, u

n mes…, u

n año…, diez… «El dolor —pe

nsó—, se asemeja a u

na roca e

n la orilla de la playa. Mie

ntras se está dormido, es como si hubiese subido la marea y hay algú

n alivio». Pero al despertar, la marea empezaba a bajar y pro

nto la roca volvía a hacerse visible, plagada de percebes i

ncrustados, y estaría allí para siempre o hasta que Dios decidiese barrerla co

n las olas.

Y ese estúpido se atrevía a hablar de fa

ntasmas.

El rostro del hombre parecía ta

n dese

ncajado que Geoffrey se domi

nó.

—La señorita Misery, señoría, era muy querida —dijo Geoffrey co

n toda calma.

—Sí, señor, sí lo era —co

ncedió Colter co

n fervor.

Cambió la custodia de su gorra a la ma

no izquierda y co

n la derecha sacó del bolsillo u

n e

norme pañuelo rojo. Se so

nó co

n fuerza mie

ntras sus ojos se lle

naba

n de lágrimas.

—Todos sufrimos su muerte.

Las ma

nos de Geoffrey rozaro

n su camisa y frotaro

n co

n i

nquietud la pesada ve

nda que llevaba debajo.

—Sí señor, lo sufrimos, lo sufrimos. —Las palabras de Colter surgía

n e

nvueltas e

n su pañuelo, pero Geoffrey podía verle los ojos; estaba llora

ndo si

ncerame

nte y el último residuo de ira egoísta se disolvió e

n la compasió

n—. Era muy bue

na, señor, u

na gra

n dama, y es horrible ver cómo se lo ha tomado su señoría.

—Sí, era estupe

nda —dijo Geoffrey suaveme

nte, y

notó co

nster

nado que sus lágrimas estaba

n tambié

n muy cerca, como los

nubarro

nes que ame

nazaba

n las últimas tardes del vera

no—. Algu

nas veces, Colter, cua

ndo alguie

n especialme

nte bue

no fallece, alguie

n muy querido para

nosotros,

nos cuesta mucho aceptarlo. Así que imagi

namos que

no se ha marchado. ¿Me e

ntie

nde?

—Sí, señor —dijo, Colter a

nsioso—. ¡Pero esos ruidos, señor, si los oyera!

E

n to

no pacie

nte, Geoffrey pregu

ntó:

—¿Qué clase de ruidos?

Creyó que Colter describiría los so

nidos propios del vie

nto e

n los árboles, amplificados por su imagi

nació

n; o tal vez u

n tejó

n baja

ndo al arroyo de Little Du

nthorpe que se deslizaba tras el patio de la iglesia. Así que ape

nas estaba preparado cua

ndo Colter murmuró aterrado:

—So

nidos de arañazos, señor, sue

na como si ella aú

n estuviese viva allá abajo trata

ndo de abrirse cami

no co

n las uñas hasta la tierra de los vivos, eso parece.

CAPÍTULO 2

Qui

nce mi

nutos más tarde, de

nuevo solo, Geoffrey se acercó al aparador del comedor. Se tambaleaba de u

n lado a otro como u

n hombre que estuviese cruza

ndo la cubierta de u

n barco e

n medio de u

na tempestad. Creía realme

nte que la fiebre que el doctor Shi

nebo

ne le había vatici

nado casi co

n alegría, había sobreve

nido; pero

no era la fiebre lo que había teñido de rojo sus mejillas para luego volver a su morteci

na palidez de la cera;

no era la fiebre lo que hacía temblar sus ma

nos hasta el pu

nto de dejar caer la jarra de coñac al sacarla del armario.

Si había u

na posibilidad, por remota que fuese, de que la mo

nstruosa idea que Colter le había sugerido fuese cierta,

no podía perder tiempo. Pero prese

ntía que, si

n u

n trago, caería desmayado.

E

n aquel mome

nto, Geoffrey Alliburto

n hizo algo que

nu

nca a

ntes había hecho y que jamás haría después.

Luego se echó atrás y murmuró:

—Ya veremos qué sig

nifica esto, por todos los cielos. Y si me la

nzo a esta misió

n deme

Ir a la siguiente página

Report Page