Misery
II - Misery » 6
Página 47 de 133
nte sólo para descubrir al fi
nal que
no hay
nada más que la imagi
nació
n de u
n viejo sepulturero, colgaré las orejas de Colter e
n la cade
na de mi reloj, por mucho que haya querido a Misery.
CAPÍTULO 3
Subió al carro y ava
nzó bajo u
n cielo misterioso que aú
nno había oscurecido y e
n el que u
na lu
na e
n cuarto crecie
nte asomaba y desaparecía e
ntre los cúmulos de
nubes que recorría
n el cielo. A
ntes de salir, se puso la primera pre
nda que e
nco
ntró a ma
no e
n el armario de la pla
nta baja y que resultó ser u
n batí
n marró
n, cuyos faldo
nes volaba
n tras él mie
ntras fustigaba a Mary, la vieja yegua que
no estaba acostumbrada a la velocidad que él exigía. A Geoffrey tampoco le gustaba el dolor lacera
nte de su hombro y de su costado, pero
no podía evitarlo.
«¡Ruido de arañazos, señor! —recordó—. Sue
na como si ella estuviese viva allá abajo trata
ndo de abrirse cami
no co
n las uñas hasta la tierra de los vivos».
Esto
no hubiese bastado para aterrorizarlo; pero recordó haber llegado a Calthorpe Ma
nor al día siguie
nte de la muerte de Misery. Ia
n y él se había
n mirado y Ia
n había tratado de so
nreír, a pesar de que sus ojos brillaba
n co
n las lágrimas que
no había derramado.
—Sería más fácil —había dicho Ia
n— si ella hubiese parecido… más muerta. Ya sé que eso podría…
—To
nterías —había dicho Geoffrey trata
ndo de so
nreír—, el hombre de pompas fú
nebres puso e
n práctica todas sus artes.
—¡Pompas fú
nebres! —exclamó Ia
n, y Geoffrey e
nte
ndió por primera vez que su amigo estaba al borde de la locura—. ¡
No llamé a
ni
ngú
n director de pompas fú
nebres
ni permitiré que ve
nga
nadie a pi
ntar a mi amada como si fuera u
na muñeca!
—¡Ia
n! Querido amigo, verdaderame
nte
no deberías… —Geoffrey le había tocado el hombro e
n u
n gesto amistoso y, de algú
n modo eso se había co
nvertido e
n u
n abrazo. Los dos hombres se abrazaro
n como
niños, ca
nsados mie
ntras e
n otro lugar, el hijo de Misery, u
nniño que ahora te
nía casi u
n día de edad y que aú
n carecía de
nombre, despertó y empezó a llorar. La señora Ramage, cuyo bo
ndadoso corazó
n estaba destrozado, empezó a ca
ntar u
na
na
na co
n voz rota y lle
na de lágrimas.
E
n aquel mome
nto, profu
ndame
nte preocupado por la cordura de Ia
n, ape
nas había dado importa
ncia a lo que había dicho si
no a cómo lo había dicho.
Pero ahora, mie
ntras fustigaba a Mary hacia Little Du
nthorpe, a pesar de que el dolor se hacía cada vez más i
nte
nso, las palabras volvía
n a obsesio
narle a la luz del relato de Colter: «Si hubiese parecido más muerta…».
Y eso
no era todo. Aquella tarde mie
ntras las ge
ntes de la aldea subía
n hasta Calthorpe Hill para prese
ntar sus respetos al señor que estaba de duelo, Shi
nebo
ne regresó. Parecía ca
nsado y algo e
nfermo, lo que
no era sorpre
nde
nte e
n u
n hombre que decía haber estrechado la ma
no a Lord Welli
ngto
n, el mismísimo par, cua
ndo él (Shi
nebo
ne, o Welli
ngto
n) era u
nniño. Geoffrey pe
nsaba que la historia de Lord Welli
ngto
n era probableme
nte u
na exageració
n; pero el viejo Shi
nny, como él e Ia
n le llamaba
n de
niños, había ate
ndido a Geoffrey dura
nte todas sus e
nfermedades i
nfa
ntiles y ya e
nto
nces le parecía u
n hombre viejo. Pero el ojo i
nfa
ntil tie
nde a ver como a
ncia
no a cualquiera que sobrepase los vei
ntici
nco años, y creía que Shi
nny debía ro
ndar los sete
nta y ci
nco.
Era viejo, las últimas vei
nticuatro horas había
n sido fre
néticas y terribles… ¿Y
no podía u
n hombre viejo y ca
nsado cometer u
n error, au
nque fuera terrible e i
nnombrable?
Era este pe
nsamie
nto, más que
ni
ngú
n otro, el que le había hecho salir e
n esa
noche fría y ve
ntosa bajo u
na Lu
na que aparecía y desaparecía e
ntre las
nubes.
¿Podía alguie
n cometer u
n error así? U
na parte de él, pusilá
nime y cobarde que prefería el riesgo de perder a Misery para siempre a
ntes que e
nfre
ntarse a los i
nevitables resultados de algo semeja
nte, lo
negaba. Pero cua
ndo Shi
nny llegó…
Geoffrey estaba se
ntado ju
nto a Ia
n; y segú
n los dos, había
n rescatado a Misery de las mazmorras del palacio de Leroux, el loco bizco fra
ncés escapa
ndo e
n u
na carreta de he
no. E
n u
n mome
nto crítico, Misery había distraído a u
no de los guardas saca
ndo de la carreta u
na hermosa pier
na des
nuda y movié
ndola delicadame
nte. Geoffrey trataba de evocar sus propios recuerdos de la ave
ntura, totalme
nte a merced de u
n dolor que ahora maldecía porque para él, y supo
nía que tambié
n para Ia
n, era como si Shi
nny
no estuviese allí.
¿
No había parecido extrañame
nte dista
nte y preocupado? ¿Era sólo ca
nsa
ncio o había algo más, algu
na sospecha…?
«
No, segurame
nte
no», protestaba su me
nte co
n i
nquietud. El carruaje volaba por Calthorpe Hill. La casa solariega estaba a oscuras; pero… aú
n había u
na luz e
n la casita de la señora Ramage.
—¡Arre, Mary! —gritó fustigá
ndola co
n el látigo y hacie
ndo u
na mueca de dolor—. U
n poco más y podrás desca
nsar.
«¡Segurame
nte
no será lo que pie
nsas!», se dijo a sí mismo.
Pero Shi
nny le había exami
nado las costillas rotas y el hombro dislocado de u
n modo completame
nte superficial y ape
nas le había dirigido la palabra a Ia
n, si
n te
ner e
n cue
nta su profu
ndo dolor y sus gritos i
ncohere
ntes.
No, después de u
na visita que ahora parecía haberse limitado estrictame
nte al tiempo que exigía el más mí
nimo respeto a los co
nve
ncio
nalismos sociales, Shi
nny había pregu
ntado e
n voz baja: «¿Está…?».
—Sí, e
n la sala —había respo
ndido Ia
n.
—Mi pobre amor desca
nsa e
n la sala. Dele u
n beso de mi parte, Shi
nny, dígale que pro
nto me e
nco
ntraré co
n ella. —Ia
n había prorrumpido otra vez e
n lágrimas y después de murmurar u
nas palabras de co
ndole
ncia que ape
nas se escucharo
n, Shi
nny pasó al saló
n. Ahora te
nía la impresió
n de que el viejo huesudo estuvo allí demasiado tiempo… Pero al salir, parecía co
nte
nto,
no había duda de eso. Aquella explosió
n de alegría estaba fuera de lugar e
n u
na habitació
n de dolor y lágrimas, e
n la que la señora Ramage ya había colgado las
negras corti
nas fú
nebres.
Geoffrey había seguido al viejo doctor hasta la coci
na, habié
ndole allí co
n cierta re
nue
ncia. Le dijo que Ia
n parecía basta
nte e
nfermo y que esperaba que le recetase algo para dormir.
Shi
nny, si
n embargo, se mostraba muy distraído.
—
No se parece e
nnada a lo de la señorita Evely
n —declaró Hyde—. Me he asegurado.
Y se había vuelto a su calesa si
n respo
nder siquiera a la petició
n de Geoffrey, quie
n volvió a e
ntrar olvida
ndo e
nseguida el extraño come
ntario del médico, achaca
ndo su co
nducta a la vejez, al ca
nsa
ncio y al dolor que, a su modo, sufría. Sus pe
nsamie
ntos había
n vuelto otra vez a Ia
n y había decidido que si
n la receta del médico, te
ndría que echar whisky e
n su garga
nta hasta que el pobre perdiese el co
nocimie
nto.
Olvidar… rechazar.
Ése parecía el proceso de su me
nte para seguir vivie
ndo. Hasta el mome
nto…
«
No se parece e
nnada a lo de la señorita Evely
n-Hyde. Me he asegurado».
¿De qué se había asegurado?
Geoffrey
no lo sabía, pero te
nía la i
nte
nció
n de averiguarlo au
n a costa de su cordura. Y sabía que el precio podía resultar muy elevado.
CAPÍTULO 4
Au
nque ya pasaba
n dos horas de su horario habitual, la señora Ramage aú
nno se había acostado cua
ndo Geoffrey empezó a golpear la puerta de su pequeña casa. Desde la muerte de Misery, pospo
nía cada vez más la hora de meterse e
n la cama. Ya que
no podía evitar las vueltas y sacudidas del i
nsom
nio, retrasaba al me
nos su comie
nzo.
A pesar de que era la más se
nsata y práctica de las mujeres, la súbita explosió
n de los golpes e
n su puerta le arra
ncó u