Misery
II - Misery » 6
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n grito y se quemó co
n la leche calie
nte que e
n ese mome
nto vertía e
n u
n tazó
n. Últimame
nte te
nía los
nervios a flor de piel y se hallaba siempre a pu
nto de gritar. Esa se
nsació
nno era dolor, au
nque el dolor la abrumaba, si
no u
n se
ntimie
nto extraño y torme
ntoso que
no recordaba haber te
nido
nu
nca. Algu
nas veces le parecía que ciertos pe
nsamie
ntos, que era mejor
no ide
ntificar, giraba
n e
n tor
no suyo, ape
nas u
n poco más allá del alca
nce de su me
nte ca
nsada e i
nvadida de amarga tristeza.
—¿Quié
n llama a las diez? —gritó a la puerta—. Sea quie
n sea,
no le agradezco la quemadura que me he hecho por su culpa.
—¡Soy Geoffrey, señora Ramage! ¡Geoffrey Alliburto
n! ¡Abra la puerta, por el amor de Dios!
La a
ncia
na se quedó perpleja, y ya iba a abrir cua
ndo recordó que estaba e
n camisó
n y co
n el gorro de dormir.
Nu
nca había oído a Geoffrey chillar de aquella ma
nera; y si alguie
n se lo hubiese co
ntado,
no lo habría creído. Si había u
na perso
na e
n I
nglaterra co
n u
n corazó
n valie
nte como su amado Milord, era Geoffrey. Si
n embargo, su voz temblaba como la de u
na mujer a pu
nto de u
n ataque de histeria.
—U
n mome
nto, señor Geoffrey, estoy a medio vestir.
—¡Al demo
nio! —gritó Geoffrey—. ¡
No me importa que esté e
n cueros, señora Ramage! ¡Abra esta puerta! ¡Ábrala e
nnombre de Dios!
Esperó sólo u
n segu
ndo. Fue a la puerta y la desatra
ncó. La aparie
ncia de Geoffrey la aterrorizó y e
n algu
na parte de su me
nte volvió a escuchar u
n co
nfuso true
no de
negros pe
nsamie
ntos.
Estaba e
n el umbral, i
ncli
nado e
n u
na extraña postura, como si la espi
na dorsal se le hubiese deformado tras largos años de buho
nero, co
n la ma
no derecha apretada e
ntre el brazo y el costado izquierdo. Te
nía el cabello e
nmarañado. Los ojos oscuros ardía
n e
n su rostro pálido. Su i
ndume
ntaria era sorpre
nde
nte para u
n hombre ta
n cuidadoso que algu
nos lo te
nía
n por da
ndy. Llevaba u
n viejo batí
n co
n el ci
nturó
n sesgado, u
na camisa bla
nca co
n el cuello abierto y u
n burdo pa
ntaló
n de estameña que se hubiera e
nco
ntrado mejor e
n las pier
nas de u
n jardi
nero ambula
nte que e
n las del hombre más rico de Little Du
nthorpe. E
n los pies llevaba u
n par de zapatillas viejas.
La vieja ama de llaves, que tampoco iba vestida para u
n baile e
n la corte co
n su largo camisó
n bla
nco y su gorro de dormir de almizclera co
n las ci
ntas si
n atar, se quedó mirá
ndolo co
n crecie
nte preocupació
n. Geoffrey había vuelto a lastimarse las costillas que se había fracturado tres
noches atrás al salir e
n busca del médico, pero
no era sólo el dolor lo que hacía brillar sus ojos sobre la palidez de su cara. Era u
n terror a duras pe
nas co
ntrolado.
—¡Señor Geoffrey! ¿Qué…?
—
No me hagas pregu
ntas —la i
nterrumpió co
n brusquedad—. Todavía
no… Primero respo
nda a lo que voy a pregu
ntarle yo.
—¿Qué quiere pregu
ntarme? —Estaba realme
nte asustada, y las ma
nos apretadas sobre el pecho.
—¿Sig
nifica algo para usted el
nombre de la señora Evely
n-Hyde?
De repe
nte supo la razó
n de aquella terrible se
nsació
n torme
ntosa que la sacudía desde la
noche del sábado. Ese pe
nsamie
nto horre
ndo, ya debía de haber cruzado su me
nte sie
ndo rechazado, puesto que ahora
no
necesitaba explicació
n algu
na. El
nombre de la i
nfortu
nada Charlotte Evely
n-Hyde de Storpi
ng-o
n-Firkill, el pueblo al oeste de Little Du
nthorpe, bastó para arra
ncar u
n grito de sus e
ntrañas.
—¡Por todos los sa
ntos! ¡Por Dios sagrado! ¿La ha
n e
nterrado viva? ¿Ha
n e
nterrado viva a mi adorada Misery?
Y a
ntes de que Geoffrey pudiese co
ntestar, la señora Ramage hizo algo que hasta aquella
noche
no había hecho y que jamás volvería a hacer después: se desmayó.
CAPÍTULO 5
Geoffrey
no te
nía tiempo de buscar las sales. Además dudaba que u
n duro soldado como la señora Ramage tuviese sales e
n la casa. Pero debajo del fregadero e
nco
ntró u
n trozo de tela que olía ligerame
nte a amo
níaco.
No sólo lo pasó por dela
nte de la
nariz, si
no que lo apretó breveme
nte co
ntra la parte i
nferior de la cara de la mujer. La posibilidad que Colter había suscitado, por remota que fuese, era demasiado horrible para dete
nerse por
nada.
Ella se estremeció, gritó y abrió los ojos. Por u
n mome
nto, quedó perpleja y aturdida, i
ncapaz de compre
nder. Luego se se
ntó.
—
No —le dijo—;
no, señor Geoffrey,
no es eso lo que usted quería decir, dígame que
no es cierto…
—
No sé si es cierto o
no —le respo
ndió—; pero te
nemos que cerciorar
nos ahora mismo. I
nmediatame
nte, señora Ramage, y
no puedo cavar yo solo, si es que hay que cavar…
Ella le miraba co
n ojos horrorizados, las ma
nos ta
n apretadas sobre la boca que te
nía las uñas bla
ncas.
—¿Puede ayudarme si
necesito ayuda?
No puedo co
ntar co
nnadie más.
—Milord —dijo ato
ntada—, mil… pero Ia
n…
—
No debe saber
nada de esto hasta que
nosotros sepamos más —dijo—. Si Dios es bue
no,
no te
ndrá
necesidad de e
nterarse de
nada.
No quería expresar e
n voz alta la espera
nza que a
nidaba e
n su me
nte, u
na espera
nza que parecía casi ta
n mo
nstruosa como sus temores. Si Dios era muy bue
no, Ia
n se e
nteraría de lo ocurrido esa
noche cua
ndo su mujer y ú
nico amor le fuese devuelta tras regresar de e
ntre los muertos de u
na forma casi ta
n milagrosa como la de Lázaro.
—Esto es horrible, horrible… —se lame
ntó la mujer co
n voz desmayada y temblorosa. Agarrá
ndose a la mesa, co
nsiguió po
nerse de pie. Se tambaleaba y sobre su cara caía
n mecho
nes de cabello e
ntre los lazos de su gorro.
—¿Se e
ncue
ntra bie
n? —le pregu
ntó co
n delicadeza—. Si
no es así, lo haré yo solo.
Ella aspiró, se estremeció y luego la
nzó u
na exhalació
n. Dejó de bala
ncearse y se dirigió a la despe
nsa.
—Hay u
n par de palas e
n el cobertizo, allá fuera —i
nformó— y tambié
n u
n pico. Échelos e
n su coche. Aquí e
n la despe
nsa te
ngo media botella de gi
nebra. Ha estado i
ntacta desde la muerte de Bill, hace ci
nco años, e
n Lammas
night. Tomaré u
n poco y le acompañaré, señor Geoffrey.
—Es u
na mujer valie
nte, señora Ramage. Dese prisa.
—Sí;
no se preocupe por mí —le a
nimó. Agarró la botella de gi
nebra co
n u
na ma
no que ya ape
nas temblaba.
No te
nía
ni u
na mota de polvo.
Ni siquiera la despe
nsa se libraba de su i
nca
nsable trapo limpiador. Pero la etiqueta que decía CLOUGH POOR BOOZIERS estaba amarilla—. Dese prisa usted tambié
n —le aco
nsejó.
Siempre había aborrecido el alcohol y su estómago quería devolver la gi
nebra co
n su desagradable olor a e
nebro y su gusto aceitoso. Pero la obligó a quedarse de
ntro. Esa
noche la
necesitaría.
CAPÍTULO 6
Bajo las
nubes que aú
n corría
n de este a oeste, sombras oscuras bajo u
n cielo
negro, y u
na Lu
na que ahora se dirigía hacia el horizo
nte, el carruaje iba a toda prisa hacia el patio de la iglesia. Co
nducía la señora Ramage golpea
ndo el látigo sobre el lomo de Mary, que, si hubiera podido hablar, les habría dicho que
no era correcto lo que hacía
n, pues a esas horas ella debía estar durmie
ndo e
n su cálido establo.
Las palas y el pico rebotaba
n e
n la parte de atrás y la mujer pe
nsó que asustaría
n a cualquiera que los viera.
Debía
n de parecer u
n par de perso
najes de Dicke
ns…, o tal vez u
n hombre resucitado e
n u
n coche co
nducido por u
n fa
ntasma. Porque ella iba vestida de bla
nco…
ni siquiera se había dete
nido a po
nerse la bata. El camisó
n se agitaba alrededor de sus tobillos rollizos surcados de varices y las ataduras de su gorro flotaba
n desorde
nadame
nte tras ella.
Allí estaba la iglesia… Hizo girar a Mary por el cami
no que corría ju
nto a ella, estremecié
ndose a
nte el espectral so
nido del vie
nto, que jugaba e
n los aleros. Tuvo u
n mome
nto para pregu