Misery

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II - Misery » 15

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No volvió a verla hasta última hora de la tarde. Le fue imposible trabajar después de su visita. Hizo un par de intentos inútiles y se rindió. Se había estropeado el día. Atravesó la habitación. Mientras intentaba meterse en la cama resbaló y estuvo a punto de caer. La pierna izquierda aguantó su peso e impidió la caída, pero sintió un dolor insoportable, como si de repente le hubiesen metido veinte tornillos en el hueso. Gritó, asió la cabecera y consiguió auparse hasta la cama arrastrando la pierna palpitante.

«El grito hará que venga —pensó incoherente—. Querrá saber si Sheldon se ha convertido en Luciano Pavarotti o si sólo es que lo imita».

Pero Annie no acudió y no había forma de soportar el horrible dolor de la pierna. Se tumbó torpemente boca abajo, metió un brazo bajo el colchón y sacó una de las cajas de Novril. Tragó dos pastillas y durmió un rato.

Cuando volvió en sí, al principio pensó que aún estaba soñando. Era demasiado irreal, como la noche en que Annie trajo la barbacoa. Estaba sentada al lado de la cama y había puesto en la mesita de noche un vaso lleno de cápsulas Novril. En la mano llevaba una ratonera. Era increíble, surrealista… Había una rata atrapada, una rata grande, con la piel jaspeada de gris y marrón. El cepo le había roto la espalda. Las patas traseras colgaban de los lados de la ratonera con sacudidas espasmódicas. Tenía gotas de sangre en el bigote.

No era un sueño. Era sólo otro día con Annie perdido en la casa de los horrores.

Su aliento olía a cadáver descomponiéndose entre comida putrefacta.

—¿Annie?

Se incorporó mientras sus ojos iban de la mujer a la rata. Fuera había caído una oscuridad extraña acompañada de lluvia, que golpeaba la ventana. Violentas ráfagas de viento sacudían la casa haciéndola crujir.

Si por la mañana su estado era crítico ahora, por la noche, parecía muchísimo peor. Comprendió que tenía ante él a la auténtica Annie, la real, desprovista de máscaras. La piel de su cara, que antes le había parecido tan pavorosamente sólida, colgaba ahora como una masa inerte. Sus ojos estaban vacíos. Se había vestido, pero tenía la falda del revés. Tenía más lamparones, más manchas de comida en la ropa. Cuando se movía, emanaba demasiados olores diferentes para que él pudiese percibirlos. Una manga de su rebeca estaba empapada en una sustancia medio seca que olía a salsa de carne. Levantó la ratonera.

—Entran en el sótano cuando llueve. —La rata chilló débilmente y lanzó un mordisco al aire. Sus ojos negros, infinitamente más vivos que los de su captora, se revolvían—. Les pongo trampas. Tengo que hacerlo. Unto la madera con grasa de cerdo. Siempre cojo ocho o nueve. A veces encuentro otras…

Se interrumpió, perdiéndose en sí misma durante casi tres minutos sosteniendo la rata en el aire. Era sin duda una imagen perfecta y simbólica de la demencia. Paul la miró; luego dirigió la vista a la rata, que chillaba y luchaba, y comprendió que estaba equivocado cuando creyó que las cosas ya no podrían empeorar. «Falso, jodidamente falso», pensó.

Al fin, cuando empezaba a pensar que ella se había perdido para siempre en el mundo del olvido, bajó la ratonera y continuó como si no hubiese dejado de hablar.

—… ahogadas en los rincones. Pobres criaturas…

Dirigió la mirada hacia el roedor y dejó caer una lágrima sobre la piel jaspeada del despanzurrado animal.

—Pobres, pobres criaturas…

La agarró con su fuerte mano y levantó el muelle con la otra. La rata se revolvió torciendo la cabeza para tratar de morderle. Sus chillidos eran agudos y terribles. Paul apretó una mano contra su boca temblorosa.

—Cómo late su corazón. Cómo lucha por escapar. Igual que nosotros, Paul, igual… Creemos que sabemos mucho, pero en realidad no sabemos más que una rata en una trampa, una rata con la espalda rota que aún cree que quiere vivir.

La mano que sujetaba al roedor se convirtió en un puño. Sus ojos no perdían esa cualidad de máscara vacía y distante. Paul quería apartar los suyos, pero no podía.

Se le empezaron a hinchar los tendones del brazo. De la boca de la rata comenzó a manar sangre. Paul oyó cómo crujían los huesos. Sus dedos, gruesos como almohadillas, se hundieron en el cuerpo de su presa desapareciendo hasta la primera falange. La sangre salpicó el suelo. Los ojos apagados del bicho, saltaron. Tiró el cuerpo a un rincón y, con aire distraído, se limpió las manos en la sábana, dejando largas manchas rojas.

—Ahora descansa en paz. —Se encogió de hombros y rió—. Iré a buscar mi arma, Paul, ¿quiere? Tal vez el otro mundo es mejor que éste, para las ratas y para las personas y no es que haya gran diferencia entre unas y otras.

—Hasta que termine, no —dijo, tratando de articular cada palabra cuidadosamente.

Era difícil, porque tenía la impresión de que le hubiesen puesto una inyección de novocaína en la boca. La había visto deprimida, pero nunca de aquella forma. Se preguntaba si era la primera vez que alcanzaba aquel estado, el propio de los depresivos antes de disparar contra los miembros de la familia y, por último, contra sí mismos. Era la desesperación psicótica de la mujer que viste a sus hijos con sus mejores ropas, los lleva a tomar helados y luego se dirige al puente más cercano, coge a uno en cada brazo y se tira con ellos al vacío. Los depresivos se suicidan. Los psicóticos, mecidos en la cuna venenosa de su propio ego, quieren hacer el favor a todos los que les rodean de llevárselos con ellos.

«Estoy más cerca de la muerte que nunca en mi vida —pensó—, porque lo dice en serio. La muy zorra lo dice en serio».

—¿Misery? —preguntó como si fuese la primera vez que pronunciaba la palabra, pero sus ojos se habían encendido con un brillo fugaz.

»Misery… —Pensó desesperadamente en la forma de continuar, pues cualquier posible acercamiento parecía minado—. Estoy de acuerdo en que el mundo es un lugar de mierda la mayor parte del tiempo —dijo, y agregó estúpidamente—: Sobre todo, cuando llueve. —«¡Idiota!, déjate de cháchara», pensó—. Quiero decir que, durante estas últimas semanas he sufrido mucho dolor y…

—¿Dolor? —Lo miró con un desprecio melancólico y oscuro—. Usted no sabe lo que es el dolor, no tiene la menor idea, Paul.

—No… supongo que no. Comparado con el suyo, no.

—Eso es.

—Pero quiero terminar este libro. Quiero saber cómo acaba todo. —Hizo una pausa—. Y me gustaría que usted resistiese también para verlo. ¿Para qué escribir un libro si no hay nadie que lo lea? ¿Me entiende?

Con el corazón palpitando en su pecho miró fijamente aquella terrible cara de piedra.

—Annie, ¿me entiende?

—Sí —suspiró—. Y yo quiero saber cómo sale. Es lo único en el mundo que aún deseo, supongo. —Lentamente, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, empezó a lamer la sangre de la rata que tenía en los dedos; Paul apretó los dientes y se dijo con toda firmeza que no vomitaría—. Es como esperar el final de uno de aquellos seriales.

De repente miró alrededor. La sangre parecía carmín en sus labios.

—Déjeme la oportunidad otra vez, Paul. Puedo buscar mi arma. Puedo hacer que todo esto termine para los dos. Usted no es estúpido. Sabe que no puedo dejarle salir de aquí. Hace tiempo que lo sabe, ¿no es cierto?

«No dejes que tus ojos vacilen —se propuso—. Si ella te ve vacilar, te matará ahora mismo».

—Sí, pero siempre hay un final. ¿No es cierto, Annie? Al final todos la diñamos.

Una fantasmal sonrisa apareció en la comisura de sus labios. Le tocó la cara levemente, con cierto afecto.

—Supongo que a veces piensa en la huida. También lo hace la rata, estoy segura. Pero no va a escapar, Paul. Tal vez podría, si éste fuese uno de sus relatos. Y no lo es. No puedo dejarle aquí… pero podría irme con usted.

De pronto, por un solo instante, pensó en responder: «Está bien, Annie, hágalo. Acabemos de una vez con todo esto». Pero su necesidad y su deseo de vivir (aún le quedaba mucho de ambas cosas) se alzaron ahuyentando aquella debilidad momentánea. Eso era debilidad, debilidad y cobardía. Afortunada o desafortunadamente, él no podía ampararse en la excusa de una enfermedad mental.

—Gracias —le dijo—; pero quiero terminar lo que he empezado.

Ella suspiró y se levantó.

—Está bien. Sabía lo que iba a responder porque, como ve, le traje algunas cápsulas, aunque no recuerdo haberlo hecho. —Volvió a esbozar una sonrisa corta y demente que pareció salir de aquella cara inmóvil como por arte de un ventrílocuo—. Tengo que ausentarme durante un tiempo. Si no lo hago, no importará lo que queramos ni usted ni yo. Porque hago cosas… Tengo un lugar al que acudo cuando me siento así. Un lugar en las montañas. ¿Ha leído los cuentos del tío Remus, Paul?

Asintió.

—¿Recuerda que Brer Conejo le explicaba a Brer Zorra lo de su Casa de la Risa?

—Lo recuerdo.

—Así llamo yo a mi lugar en las montañas. Mi Lugar de la Risa. ¿Recuerda que le dije que venía de Sidewinder cuando lo encontré?

Asintió.

—Bueno, era una mentirilla. Mentí, porque entonces aún no le conocía bien. Realmente volvía de mi Lugar de la Risa. Tiene un letrero sobre la puerta que dice: Casa de la Risa de Annie. Algunas veces sí que me río cuando voy allá arriba. Pero lo que suelo hacer es gritar.

—¿Cuánto tiempo estará fuera, Annie?

Ella se alejaba hacia la puerta como flotando en un sueño.

—No puedo decirlo. Le he traído sus cápsulas. No le pasará nada. Tómese dos cada seis horas o seis cada cuatro horas. O todas a la vez.

«¿Y qué voy a comer? —estuvo a punto de preguntar, pero no lo hizo. No deseaba volver a llamar su atención en absoluto. Quería que se fuera. Estar allí con ella era como estar con el Ángel de la Muerte.

Se quedó tenso en la cama durante mucho rato escuchando sus movimientos, primero arriba, luego en la escalera, después en la cocina. Temía de veras que cambiase de opinión y entrara con un arma. Ni siquiera se relajó cuando oyó una puerta que se cerraba, una llave y sus pasos chapoteando en el exterior. El arma podía estar en el Cherokee.

El motor de la vieja

Bessie zumbó y se encendió. Annie arrancó con furia. Un abanico de luces se aproximó iluminando una brillante cortina de lluvia. Las luces empezaron a ausentarse por el camino, bailaron alrededor, se fueron apagando y Annie ya no estaba. Esta vez no se dirigía colina abajo hacia Sidewinder, sino arriba, hacia la montaña.

—Se va a su Casa de la Risa —gruñó Paul, y también empezó a reír.

Ella tenía una; él ya estaba en la suya. La tromba salvaje de carcajadas terminó cuando sus ojos toparon con el cuerpo destrozado de la rata en el rincón.

Un pensamiento lo golpeó.

—¿Quién ha dicho que no ha dejado nada para comer? —preguntó en voz alta, y rió aún más fuerte.

Las carcajadas de Paul Sheldon sonaban en su Casa de la Risa como en la celda acolchada de un loco.

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