Misery

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II - Misery » 21

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Al principio pensó que estaba soñando con su propio libro, que la oscuridad era la oscuridad onírica de las cuevas tras la gran cabeza de la diosa de los bourkas y el pinchazo, la picadura de una abeja.

—¿Paul?

Murmuró algo ininteligible y que sólo expresaba sus deseos de que Annie se largara.

—Paul.

Ésa no era la voz de un sueño, era la de Annie.

Sintió un atisbo punzante de pánico y se obligó a abrir los ojos. Sí, era ella, y por un momento el pánico se intensificó. Luego, se desvaneció como un fluido corriendo por un desagüe medio atascado.

—¿Qué demonios…?

Estaba totalmente desorientado. Ella seguía allí, en las sombras, como si nunca se hubiese marchado, vistiendo una de sus faldas y uno de sus jerseys desaliñados. Vio la aguja en su mano y comprendió que no había sido una picadura, sino una inyección. La diosa lo había atrapado. Pero ¿qué tenía ella…?

El pánico pugnó por volver, y otra vez se estrelló contra un circuito muerto. Todo lo que podía sentir era una especie de sorpresa académica. Eso y una curiosidad intelectual por saber de dónde había salido ella y por qué en aquel momento. Trató de alzar las manos y subieron un poco… sólo un poco. Sentía como si colgaran de ellas unos pesos invisibles. Cayeron otra vez sobre la sábana con un golpe sordo.

«No importa lo que me inyectó. Es como lo que escribes en la última página de un libro. Es el FIN».

Aquel pensamiento no le dio ningún miedo. Sentía, por el contrario, una especie de sosegada euforia.

«Al menos lo hará de forma piadosa, de un modo…».

—Ah, ¿está aquí? —dijo Annie, y agregó con una sutileza pesada—: Le veo, Paul, sé que está aquí. Veo sus ojos azules. ¿Alguna vez le dije lo bonitos que son? Bueno, supongo que ya se lo habrán dicho otras mujeres… mucho más hermosas que yo y también más cariñosas.

«Volvió… Volvió arrastrándose en la noche y me mató. Eso es, con la aguja o con la picadura de abeja. No hay diferencia. Y adiós al cuchillo bajo el colchón. Ahora no soy más que otro número en la considerable cuenta de Annie. —Y mientras la euforia de la inyección empezaba a extenderse, pensó casi con humor—: O quizá otra muestra en su faja. ¡Menuda mierda de Sherezade soy!».

Pensó que el sueño regresaría al cabo de un momento…, un sueño mucho más definitivo. Pero no fue así. La vio guardar la jeringuilla en el bolsillo de su falda. Luego se sentó en la cama, pero no donde lo hacía siempre, sino a los pies, y por un momento sólo vio su espalda sólida, impenetrable, mientras se inclinaba como para revisar algo. Oyó un crujir de madera, luego un sonido metálico y después un rumor tembloroso que ya había escuchado antes. Al cabo de un momento, logró identificarlo. «Ella sabe que está cumpliendo con su deber, como tú sabes que estás cumpliendo con el tuyo. Está cogiendo las cerillas, Paul».

Sí, cerillas Blue Diamond Tips. Ignoraba qué otra cosa podía hacer al pie de la cama, pero sabía que una de las cosas que había traído y puesto allí mientras él aún dormía, era una caja de cerillas Blue Diamond Tips.

Annie se giró y volvió a sonreír. Su depresión apocalíptica había desaparecido. Se apartó un mechón de cabello con un gesto infantil que, de un modo extraño, se ajustaba al brillo sucio y apagado del mechón.

«El brillo sucio y apagado, muchacho. No lo olvides —pensó—, no está nada mal… Estoy flipado, todo el pasado era el prólogo de esta mierda. ¡Coño! Estoy jodido, pero esta mierda es como flotar en una ola de un kilómetro de altura en un puñetero Rolls, esto…».

—¿Qué quiere primero, Paul? —le preguntó—. ¿Las buenas noticias o las malas?

—Primero las buenas. —Consiguió esbozar una sonrisa amplia y estúpida—. Supongo que la mala noticia es que esto es el final, ¿no? Imagino que el libro no le ha parecido nada del otro mundo, ¿verdad? Qué le vamos a hacer…, lo intenté. Hasta estaba saliendo bien. Empezaba…, ya sabe…, a zambullirme en él.

Lo miró con reproche.

—Me encanta el libro, Paul. Ya se lo dije, y yo nunca miento. Me gusta tanto, que no quiero leer más hasta el final. Siento que tenga que ser usted quien escriba las enes, pero… sería como fisgonear.

Su mueca estúpida se amplió. Pensó que pronto le llegaría a la nuca, compondría el nudo de los enamorados y la tapa de su pobre y vieja cabeza saltaría aterrizando en el orinal que estaba al lado de la cama. En alguna parte profunda y oscura de su mente, a la que aún no había llegado la droga, se desataron timbres de alarma. A ella le encantaba el libro, lo que significaba que no tenía intención de matarle. Pasara lo que pasara, no tenía intención de matarle. Y a menos que el análisis de su personalidad estuviese totalmente equivocado, eso significaba que aún tenía algo para él.

La luz de la habitación ya no parecía turbia, sino maravillosamente pura, llena de su propio encanto gris. En esa luz podía imaginar grullas vislumbradas a través de una niebla de metal, descansando en silencio sobre una pata, junto a los lagos de las tierras altas. Podía imaginar los flecos de mica de las rocas sobresaliendo en los prados de las tierras altas, que brillaban como el cristal helado de una ventana. Y también elfos agitando sus cuerpos para ir a trabajar en fila bajo las hojas de hiedra temprana, empapadas de rocío. En esa luz…

«Vaya, estás realmente flotando», pensó Paul, y emitió una risita apagada.

Annie le devolvió la sonrisa.

—La buena noticia —le dijo— es que su coche ha desaparecido. He estado muy preocupada por su coche, Paul. Sabía que sería necesaria una tormenta como ésta para librarme de él y que tal vez ni siquiera eso lo conseguiría. El deshielo de primavera se encargó de ese sucio pajarraco de Pomeroy, pero un coche es mucho más pesado que un hombre, ¿no es cierto? Aunque ese hombre estuviera tan lleno de mierda como él lo estaba. Pero la tormenta y el deshielo combinados bastaron para que el truco funcionara. Su coche ha desaparecido. Ésa es la buena noticia.

—¿Qué?

Sonaron más timbres de alarma. Pomeroy… Conocía ese nombre, pero no sabía exactamente de qué.

Pero de pronto… ¡Pomeroy! El gran extinto Andrew Pomeroy, veintitrés años, de Cold Harbor, Nueva York, encontrado en la reserva de Grider Wildlife, dondequiera que eso estuviese.

—Vamos, Paul —dijo con aquella voz afectada que él conocía tan bien—, no hace falta que finja. Sé que sabe quién era Andy Pomeroy porque sé que ha leído mi libro. Esperaba que lo leyese, ¿sabe? Si no, ¿por qué tenía que dejarlo a la vista? Pero me aseguré. Yo me aseguro de todo. Los hilos estaban rotos.

—Los hilos… —dijo débilmente.

—Sí. Una vez leí acerca de cómo descubrir con seguridad si alguien ha estado fisgoneando en nuestros cajones. Se pega un hilo muy fino a través de cada uno y si al volver, lo hallamos roto… Bueno, significa que alguien ha estado fisgoneando. ¿Ve lo fácil que es?

La estaba escuchando, pero lo que realmente deseaba era perderse en la maravillosa cualidad de la luz.

Ella volvió a inclinarse para revisar lo que tenía al pie de la cama, y Paul oyó de nuevo un apagado crujido de madera contra un objeto metálico. Annie siguió apartándose el cabello de la cara con gesto ausente.

—Hice eso con mi libro, sólo que no utilicé hilos, ¿sabe?, sino pelos de mi propia cabeza. Los coloqué en el álbum en tres lugares diferentes y cuando llegué esta mañana muy temprano y entré a hurtadillas como un ratón para no despertarle, los tres cabellos estaban rotos, así que me enteré de que había estado ojeando mi libro.

Hizo una pausa y sonrió. Era una sonrisa favorecedora, hasta donde era posible, pero tenía un matiz desagradable que no podía precisar.

—No es que me sorprendiese —continuó—. Sabía que usted había salido de la habitación. Por cierto, ésa es en realidad la mala noticia. Lo he sabido desde hace mucho tiempo, Paul.

Al parecer, ella lo sabía. Casi desde el principio. Suponía que debería sentirse furioso y aterrado, pero sólo sentía una euforia flotante y soñadora y lo que ella estaba diciendo no parecía tan importante como la gloriosa cualidad de la luz, cada vez más intensa a medida que el día flotaba en el borde de la transformación.

—Pero —dijo con el aire de alguien que vuelve a sus asuntos—, estábamos hablando de su coche. Tengo ruedas para la nieve, Paul, y en mi refugio de las montañas guardo un juego de cadenas. Ayer por la tarde me sentí muchísimo mejor. Pasé casi todo el tiempo de rodillas, orando, y la respuesta llegó, como casi siempre, de forma muy sencilla. El Señor devuelve el ciento por uno de lo que se le ofrece en oración, Paul. Así que puse las cadenas y regresé. No resultó fácil, sabía que podía tener un accidente a pesar de los clavos. También de que un accidente leve es algo que no ocurre a menudo en esas carreteras de montaña llenas de curvas. Pero estaba tranquila porque me sentía segura en la voluntad del Señor.

—Eso es muy edificante. Annie —gruñó Paul.

Ella le lanzó una mirada que expresaba sorpresa momentánea y taimada sospecha… Luego, se relajó y sonrió.

—Tengo un regalo para usted, Paul —dijo suavemente, y antes de que él pudiese preguntar qué era (no estaba seguro de querer ningún regalo de Annie), continuó—: Las carreteras estaban terriblemente heladas. Estuve a punto de salirme en dos ocasiones. La segunda vez, la vieja Bessie se deslizó en un círculo y siguió bajando la montaña. —Rió alegremente—. Después, quedé atascada en un banco de nieve alrededor de medianoche; pero un equipo de carreteras del Departamento de Obras Públicas de Eustice vino y me sacó.

—¡Hurra por el Departamento de Obras Públicas de Eustice! —exclamó Paul, con una voz torpe y confusa.

—Ése fue el último tramo difícil, exceptuando el último kilómetro de la carretera del Condado, por la que usted circulaba cuando tuvo el accidente. Habían echado un montón de arena. Paré donde usted derrapó y busqué su coche. Sabía lo que tenía que hacer si lo veía, porque habría preguntas y yo sería la primera a la que se las harían, por razones que creo que ya conoce.

«Soy mucho más listo que usted, Annie. Imaginé ese guión hace unas tres semanas», pensó Paul.

—Una de las razones por las que le traje aquí fue porque parecía algo más que una coincidencia… Era más bien la mano de la Providencia.

—¿A qué se refiere, Annie? —atinó a preguntar.

—Su coche se estrelló casi en el mismo lugar en el que me deshice de Pomeroy, el que decía que era realmente un artista.

Agitó la mano con desprecio, movió los pies y otra vez se produjo un sonido de madera contra metal cuando uno de ellos rozó algo que ella tenía en el suelo.

—Lo recogí en el camino de regreso de Estes Park. Había ido allí a ver una exposición de cerámica. Me gustan las figuritas de cerámica.

—Ya me di cuenta —dijo Paul.

Su voz parecía venir de muy lejos: «¡Capitán Kirk! Nos llega una voz por el subetérico —pensó, y rió débilmente. Ésa parte profunda de sí mismo, la que la droga no podía alcanzar, trató de alertarle para que cerrase la boca, para que simplemente la cerrase; pero ¿qué importaba? Ella lo sabía—. Por supuesto que lo sabe. La diosa abeja de los bourkas lo sabe todo».

—Me gustaba sobre todo el pingüino sobre el bloque de hielo.

—Gracias, Paul, es gracioso, ¿no es cierto? Pomeroy estaba haciendo autostop. Llevaba una mochila a la espalda. Dijo que era un artista, aunque luego descubrí que no era más que un

hippy drogadicto y un pajarraco maloliente que había estado lavando platos en un restaurante de Estes Park durante los últimos meses. Cuando le dije que tenía una casa en Sidewinder, comentó que era una auténtica coincidencia, pues él se dirigía allí. Me contó que le habían hecho un encargo para una revista de Nueva York. Se dirigía al viejo hotel para realizar un dibujo de las ruinas. Sus dibujos acompañarían un artículo que estaban preparando. Era un viejo y famoso hotel llamado Overlook. Se quemó hace diez años. El vigilante lo quemó. Estaba loco, ¿sabe? Todo el mundo lo decía en el pueblo. Pero no importa, ya está muerto. Dejé que Pomeroy se quedase aquí conmigo. Éramos amantes.

Lo miró con los ojos ardiendo en su sólida aunque pastosa cara blanca, y Paul pensó: «Si Andrew Pomeroy podía conseguir que se le levantara contigo, Annie, debía de estar tan loco como el vigilante que incendió el hotel».

—Entonces descubrí que en realidad no tenía ningún encargo de dibujos. Los estaba haciendo por cuenta propia con la esperanza de venderlos. Ni siquiera estaba seguro de que la revista estuviese haciendo un artículo sobre el Overlook. Lo descubrí bastante pronto. Luego fisgoneé en su cuaderno de apuntes. Tenía derecho a hacerlo. Después de todo, él estaba comiendo mi comida y durmiendo en mi cama. Sólo había hecho ocho o nueve dibujos en todo el cuaderno, y eran horribles.

Arrugó la cara y por un momento tuvo la misma apariencia que cuando imitó al cerdo.

—¡Yo los habría hecho mejor! Él llegó mientras yo estaba mirándolos y se enfadó. Me acusó de estar espiándole. Le dije que yo no llamaba espiar a mirar cosas en mi propia casa. Le dije que, si él era un artista, yo era

Madame Curie. Empezó a reír. Se rió de mí. Así que yo…, yo…

—Lo mató —concluyó Paul. Su voz parecía vieja y apagada.

Ella, inquieta, sonrió a la pared.

—Bueno, supongo que fue algo así. No me acuerdo muy bien, sólo de cuando estaba muerto. Eso sí lo recuerdo. Me acuerdo de que le di un baño…

La miró y sintió un horror enfermizo. Vio la imagen: el cuerpo desnudo de Pomeroy flotando en la bañera como un trozo de masa cruda, con la cabeza reclinada en la porcelana y los ojos abiertos mirando al techo.

—Tuve que hacerlo —dijo, apretando los labios—. Usted tal vez ignora lo que puede hacer la policía con un solo hilo o algo de suciedad entre las uñas, hasta con polvo en el cabello de un cadáver. ¡Usted no lo sabe; pero yo he trabajado en hospitales toda mi vida y sí que lo sé! ¡Yo entiendo de medicina legal!

Se estaba metiendo en un «frenesí Annie Wilkes», y él sabía que tendría que decir algo para apaciguarla, al menos temporalmente, pero su boca parecía dormida e inútil.

—¡Van por mí! ¡Todos ellos! ¿Cree que me habrían escuchado si hubiese intentado decirles cómo ocurrió? ¿Lo cree? ¿Lo cree? ¡No! ¡Probablemente dirían algún disparate como que intenté propasarme con él, que se rió de mí, y que por eso lo maté! Sí, seguro que dirían algo así.

«¿Y sabes una cosa, Annie? ¿Sabes una cosa? Creo que eso se acercaría a la verdad», quiso gritar Paul.

—Los malditos buitres de por aquí dirían cualquier cosa para meterme en problemas y manchar mi nombre.

Hizo una pausa respirando hondo, aunque sin jadear, mirándole fijamente, como invitándole a que osara contradecirla.

Luego pareció recuperar el control y siguió con la voz más calmada:

—Lavé…, bueno, lo que quedaba de él… y sus ropas. Sabía lo que tenía que hacer. Estaba nevando. La primera nevada importante del año, y decían que tendríamos treinta centímetros de nieve a la mañana siguiente. Puse sus ropas en una bolsa de plástico, envolví su cuerpo en sábanas que llevé a la lavandería automática de la carretera nueve cuando oscureció. Me detuve a medio kilómetro del lugar en que acabó su coche. Caminé internándome en el bosque y allí lo tiré todo. Quizá crea que lo escondí, pero no fue así. Sabía que la nieve lo cubriría y pensé que, si lo dejaba en el lecho de un arroyo, el torrente se lo llevaría al derretirse en primavera… Y eso fue lo que pasó, aunque no suponía que iba a llegar tan lejos. ¡Imagínese! ¡Encontraron su cuerpo al cabo de un año, y a casi quince kilómetros de distancia! Supongo que hubiese sido mejor que no llegara tan lejos, porque siempre hay autostopistas y ornitólogos en la reserva Grider. Los bosques de por aquí no están tan concurridos.

Sonrió.

—Y allí es donde está su coche, Paul, en alguna parte entre la carretera nueve y la reserva Grider Wildlife, en el bosque. Es imposible verlo desde la carretera. Tengo un foco muy potente en la vieja

Bessie. Miré, pero no vi más que árboles. Creo que iré a pie cuando el agua baje un poco para echar otro vistazo, aunque estoy casi segura de que no hay ningún peligro. Algún cazador encontrará su coche dentro de dos años, de cinco o de siete, oxidado y con ardillas instaladas en los asientos. Para entonces, usted habrá terminado mi libro y estará de regreso en Nueva York, Los Ángeles o donde quiera que decida ir, y yo seguiré aquí viviendo tranquilamente. A lo mejor nos escribimos de vez en cuando.

Le dedicó una sonrisa triste, como una mujer que contempla un hermoso castillo en las nubes. Luego la sonrisa desapareció y continuó su relato:

—Así que volví y tuve tiempo de pensar. Tenía que hacerlo porque su coche había desaparecido y eso significaba que usted podría quedarse, que realmente podría terminar el libro. No siempre estuve segura de ello, ¿sabe? Aunque nunca se lo dije para no inquietarle. En parte, sabía que usted no podría escribir tan bien si lo hacía. Pero le aseguro que eso parece mucho más frío de lo que en realidad sentía, querido. Y es que…, bueno, yo empecé por amar sólo la parte de usted que crea esas historias maravillosas porque era la única que conocía. No sabía nada acerca del resto y pensé que podía ser poco atrayente. No soy una tonta. He leído cosas acerca de escritores famosos y sé que muchas veces son muy desagradables. Ese Scott Fitzgerald, por ejemplo, y Ernest Hemingway y ese palurdo de Mississippi, Faulkner o como se llamara… Esos tipos pueden haber ganado el Pulitzer y cosas así, pero no eran más que

joninos borrachos. Y otros muchos que, cuando no estaban escribiendo historias maravillosas, pasaban el tiempo bebiendo, puteando, drogándose y Dios sabe qué otras cosas. Pero usted no es así y al cabo de un tiempo empecé a conocer el resto de Paul Sheldon y espero que no le importe, pero he llegado a amarlo también.

—Gracias, Annie —dijo desde la cumbre de su brillante nube dorada, y pensó: «Pero me parece que te has equivocado, ¿sabes? Quiero decir que las circunstancias que sirven al hombre de tentación están aquí severamente recortadas. Es difícil ir de copas cuando uno tiene un par de piernas rotas, Annie. En cuanto a las drogas, tengo a la diosa abeja de los bourkas que me las proporciona».

—Pero ¿querría usted quedarse? —continuó—. Ésa era la pregunta que me hacía a mí misma y por más que quisiera poner vendas ante mis ojos, ya sabía la respuesta, la sabía aun antes de ver las marcas en la puerta.

Señaló y Paul pensó: «Apuesto a que ella lo sabía casi desde el principio. ¿Una venda? Tú no, Annie, jamás. Era yo el que ponía vendas por los dos».

—¿Recuerda la primera vez que me marché, después de que tuviéramos aquella estúpida pelea por el papel?

—Sí, Annie.

—Aquel día salió por primera vez, ¿es cierto?

—Sí. —No tenía sentido negarlo.

—Claro. Buscaba sus cápsulas. Debí suponer que haría cualquier cosa por conseguir esas cápsulas, pero cuando me enfurezco… Bueno, ya sabe…

Rió nerviosa. Paul no la acompañó, ni siquiera sonrió. El recuerdo de aquel interludio interminable de dolor con la voz espectral del locutor narrando cada jugada, era demasiado fuerte y horrible.

«Sí, ya sé cómo te pones, maldita bruja». Se dijo en silencio.

—Al principio no estaba muy segura. Descubrí que algunas de las figuritas de la sala habían sido movidas, pero pensé que tal vez lo había hecho yo misma. A veces soy muy distraída. Es cierto que contemplé la posibilidad de que hubiera salido de la habitación, pero luego pensé: «No, eso es imposible. Está muy lastimado; además, yo cerré la puerta». Hasta me aseguré de que aún tenía la llave en el bolsillo de la falda. Entonces recordé que usted estaba en la silla. Así que tal vez… Una de las cosas que una aprende cuando ha sido enfermera diplomada durante diez años es que siempre es conveniente investigar las posibilidades. Así que eché un vistazo a las cosas que guardo en el cuarto de baño. Casi todo son muestras que traje a casa mientras trabajaba. ¡Debería ver las cosas que corren por los hospitales, Paul! Así que, de vez en cuando, cogía algo…, bueno, algunos extras, y no crea que era la única. Pero era lo bastante lista para no coger ninguna droga con base de morfina. Ésas las guardan bajo llave. Las cuentan, las registran, y si sospechan que una enfermera está… «picando», lo llaman, así, la vigilan hasta que se aseguran y entonces… ¡bang! —Golpeó la cama con fuerza—. ¡A la calle! Y la mayoría no vuelve a ponerse la cofia blanca en su vida. Yo era más lista. Mirar esas cajas era lo mismo que mirar las figuritas en la mesa de la sala. Pensé que alguien las había tocado y estaba casi segura de que una de las cajas había cambiado de posición; pero no tenía absoluta certeza. Podía haberlo hecho yo misma cuando estaba… preocupada. Dos días más tarde, cuando casi había decidido olvidar el asunto, vine a darle su medicina de la tarde. Usted aún dormía la siesta. Traté de girar el pomo de la puerta; pero estaba atascado, como si estuviese la llave echada. Luego giró y oí un ruido dentro de la cerradura. Y entonces usted empezó a moverse, así que le di sus cápsulas como si no sospechase nada. En eso soy muy buena, Paul. Luego le ayudé a sentarse en la silla para que pudiese escribir. Y al hacerlo, me sentí como san Pablo en el camino de Damasco. Se me abrieron los ojos. Vi que el color había vuelto a su cara y que estaba moviendo las piernas. Aún le dolían y sólo podía moverlas un poco, pero las estaba moviendo. Y sus brazos se encontraban también fortalecidos. Observé que casi había recuperado la salud. Entonces empecé a darme cuenta de que podía tener problemas con usted aun cuando nadie de fuera sospechase nada. Le miré y comprendí que tal vez yo no era la única que sabía guardar secretos. Esa noche cambié la medicina y le suministré algo más fuerte y cuando me aseguré de que no despertaría aunque alguien lanzase una granada en su cama, saqué la caja de herramientas del sótano y quité la cerradura de la puerta. Y mire lo que encontré…

Sacó algo pequeño y oscuro de un bolsillo de la falda. Se lo puso en la mano. Él se lo acercó a la cara y lo miró fijamente. Era un trozo de horquilla.

Paul empezó a reír. No podía evitarlo.

—¿Qué es lo que le hace tanta gracia, Paul?

—¡El día que fue a pagar los impuestos! Necesitaba abrir la puerta otra vez. La silla, era demasiado ancha y había dejado marcas negras. Quería limpiarlas, si podía.

—Para que yo no las viera.

—Sí, pero ya las había visto, ¿verdad?

—¿Después de encontrar una de mis horquillas en la cerradura? —Sonrió—. Puede apostar lo que quiera a que sí.

Paul asintió con la cabeza y se rió aún más fuerte. Reía tanto que las lágrimas se le salían de los ojos. Todos sus esfuerzos, todas sus preocupaciones…, todo para nada. Parecía deliciosamente cómico.

—Me preocupaba que ese trozo de horquilla me metiera en un lio…, pero no ocurrió. Ni siquiera volví a oírlo. Y por una buena razón, ¿no es así? No sonaba porque usted lo había sacado. ¡Es usted, una engañabobos, Annie!

—Sí —le dijo, y sonrió ligeramente—, soy una engañabobos.

Movió los pies. De nuevo sonó, a los pies de la cama, el ruido de madera.

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