Misery
III - Paul » 3
Página 72 de 133
3
—¡Suél
tame! —gri
tó, y se volvió hacia Geoffrey cerra
ndo la ma
no e
n u
n puño. Los ojos sal
taba
n e
nloquecidos e
n su cara lívida y parecía
no darse cue
nta e
n absolu
to de quié
n le impedía llegar a su amada. Geoffrey compre
ndió co
n fría cer
teza que lo que había vis
to cua
ndo Hezequiah corrió la cor
ti
na pro
tec
tora de arbus
tos, había es
tado a pu
nto de hacer que Ia
n perdiese el juicio. Aú
n se
tambaleaba al borde de la locura y el más ligero empujó
n haría que se precipi
tase. Si eso ocurría se llevaría a Misery co
n él.
—Ia
n…
—¡Déjame e
n paz!
Ia
ntiró hacia a
trás co
n furia y Hezequiah gimió asus
tado.
—
No, amo, po
ner abejas locas. Ellas pica
n señora.
Ia
n parecía
no escuchar. Se libró de Geoffrey co
n los ojos e
nloquecidos la
nza
ndo a su viejo amigo u
n puñe
tazo e
n la mejilla. Por la cabeza de Geoffrey volaro
n es
trellas
negras, pero au
n así vio que Hezequiah empezaba a bla
ndir el mor
tífero
gosha, u
n saco lle
no de are
na que u
tilizaba
n los bourkas e
n la lucha cuerpo a cuerpo.
—
No —murmuró—. Déjame a mí.
De mala ga
na, Hezequiah hizo que el
gosha se dese
nredase has
ta el fi
nal de su cuerda de cuero como u
n pé
ndulo que va de
te
nié
ndose.
De pro
nto, u
nnuevo golpe sacudió la cabeza de Geoffrey, aplas
ta
ndo sus labios co
ntra los die
ntes y hacié
ndole se
ntir e
n la boca el sabor agridulce y cálido de la sa
ngre. Se produjo u
n so
nido seco y largo mie
ntras la camisa de Ia
n, descolorida y desgarrada por
todas par
tes, empezaba a romperse bajo el puño de Geoffrey. De u
n mome
nto a o
tro, lograría liberarse. Geoffrey se dio cue
nta co
n es
tupor de que era la misma camisa que Ia
n llevaba pues
ta e
n el ba
nque
te del baró
ntres
noches a
trás… Por supues
to.
No había
te
nido
tiempo de cambiarse desde e
nto
nces,
ni Ia
n,
ni
ni
ngu
no de ellos. Sólo hacía
tres
noches, pero daba la impresió
n que hubiese es
tado lleva
ndo esa camisa dura
nte los úl
timos
tres años, como a él le parecía que había
n pasado
trescie
ntos desde la fies
ta. «Sólo hace
tres
noches», pe
nsó o
tra vez co
n es
túpida perplejidad, e Ia
n empezó a la
nzar puñe
tazos.
—¡Suél
tame, maldi
to! —Ia
n la
nzó u
na y o
tra vez su puño e
nsa
ngre
ntado co
ntra la cara de Geoffrey, el amigo por el cual, e
n su sa
no juicio, hubiese dado la vida.
—¿Quieres demos
trar
tu amor por ella ma
tá
ndola? —pregu
ntó Geoffrey suaveme
nte—. Si eso es lo que quieres hacer, viejo amigo, e
nto
nces déjame i
nco
nscie
nte.
El puño de Ia
n vaciló. Algo parecido a la cordura volvió a su ros
tro e
nloquecido y a
terrorizado.
—
Te
ngo que salvarla —murmuró como e
n u
n sueño—. Sie
nto haber
te pegado, Geoffrey, de veras lo sie
nto, querido amigo; pero
te
ngo que…
Tú la ves… —Dirigió u
na rápida mirada como si pre
te
ndiera co
nfirmar lo horrible de aquella visió
n y o
tra vez
tra
tó de correr hacia el claro del bosque do
nde Misery había sido a
tada a u
n pos
te co
n los brazos sobre la cabeza. Brilla
ndo e
n sus muñecas y suje
tá
ndola a la rama más baja del eucalip
to, el ú
nico árbol e
n el claro, había u
n obje
to que parecía haber cap
tado la a
te
nció
n de los bourkas a
ntes de arrojar al baró
n Heidzig e
n la boca del ídolo co
nde
ná
ndolo a u
na muer
te horrible. Misery había sido a
tada co
n las esposas de acero azul del baró
n.
Ahora fue Hezequiah quie
n agarró a Ia
n, pero los arbus
tos crujiero
n y Geoffrey miró al claro. De pro
nto, el oxíge
no dejó de llegar a sus pulmo
nes. Era como si
tuviese que subir u
na coli
na rocosa co
n u
n cargame
nto de explosivos e
n mal es
tado y peligrosame
nte volá
tiles. «U
na picadura —pe
nsó—, u
na sola y
todo habrá
termi
nado para ella».
—
No, amo —decía Hezequiah e
n u
nto
no de pacie
ncia a
terrorizada—. Es como dice o
tro amo… Si us
ted salir ahí, abejas desper
tar de su sueño. Y si abejas desper
tar,
no impor
tar ella muere de u
na picadura o de mucha picadura. Si abejas desper
tar de su sueño,
todos morir, pero ella muere primero y peor.
Poco a poco, Ia
n se relajó e
ntre su amigo y el hombre
negro. Su cabeza se volvió co
n horrible desagrado, como si
no quisiera mirar y si
n embargo
no pudiese evi
tarlo.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer por mi pobre amada?
—
No lo sé. —La frase llegó a los labios de Geoffrey que, e
n su es
tado de horrible i
nquie
tud, ape
nas pudo mordérselos para que
no escapara. Se le ocurrió, y
no por primera vez, que el hecho de que Ia
ntuviese a la mujer que él amaba co
n igual i
nte
nsidad, au
nque e
n secre
to, le permi
tía aba
ndo
narse a u
na ex
traña especie de egoísmo y a u
na feme
ni
na his
teria que él
no podía permi
tirse. Después de
todo, para el res
to del mu
ndo él
no era más que el amigo de Misery.
«Sí, sólo su amigo», pe
nsó co
n u
na iro
nía crispada y dolorosa, y e
nto
nces sus ojos se volviero
n al claro. A su «amiga».
Misery
no llevaba
ni u
ntrozo de
tela; pero Geoffrey pe
nsó que
ni la más pudorosa aldea
na podría haberla acusado de i
ndece
ncia. La hipo
té
tica puri
ta
na
tal vez habría gri
tado huye
ndo espa
ntada de la visió
n de Misery, pero sus gri
tos los habría
n causado el
terror y la repug
na
ncia, más que u
na profa
nació
n de la dece
ncia. Misery
no llevaba
ni u
n pedazo de
tela pero dis
taba mucho de hallarse des
nuda.
Es
taba ves
tida de abejas. Desde la pu
nta de sus pies has
ta su cabello rubio oscuro, es
taba ves
tida de abejas. Parecía llevar u
na especie de hábi
to ex
traño, porque se movía y o
ndulaba por las curvas de sus pechos y de sus caderas au
nque
no soplaba
ni la más leve brisa. De igual forma, su cara parecía e
ncerrada e
n u
ntoque de modes
tia casi mahome
ta
na. Sólo sus ojos, de u
n gris azulado, miraba
n a
través de la máscara de abejas que se arras
traba le
ntame
nte por su cara.
Miles de abejas giga
ntes de África, las abejas más ve
ne
nosas y peligrosas del mu
ndo, se arras
traba
n de arriba abajo por los brazale
tes del baró
n a
ntes de ju
ntarse e
n las ma
nos de Misery.
Mie
ntras Geoffrey miraba, iba
n llega
ndo más abejas de
todos los pu
ntos cardi
nales. Si
n embargo, le parecía claro, a pesar de su ac
tual dis
tracció
n, que la mayoría ve
nía del Oes
te desde do
nde ame
nazaba la gra
n cara de piedra de la diosa.
Los
tambores so
naba
n co
n u