Misery

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III - Paul » 3

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n ri

tmo co

ns

ta

nte,

ta

n soporífero como el zumbido de las abejas. Pero Geoffrey sabía lo e

ngañoso que era ese sopor. Había vis

to lo que le había ocurrido a la baro

nesa y daba gracias a Dios de que Ia

n se hubiese librado de prese

nciarlo… El so

nido de ese murmullo adormecedor, aume

ntó de pro

nto has

ta co

nver

tirse e

n u

n zumbido es

tride

nte, que al pri

ncipio apagó y luego ahogó por comple

to los gri

tos de ago

nía de la mujer. Había sido u

na cria

tura frívola y es

túpida,

tambié

n peligrosa. Casi les había cos

tado la vida cua

ndo había liberado al guarda de S

tri

ngfellow; pero es

túpida o

no,

ni

n

n ser huma

no merecía morir así.

E

n su me

nte, Geoffrey repi

tió la pregu

nta de Ia

n: «¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer por mi pobre amada?».

Nada puede hacer ahora, amo; pero ella

no e

n peligro. Mie

ntras sue

ne

ntambores, abejas dormir. Y señora dormir

tambié

n —dijo Hezequiah.

Ahora las abejas la cubría

n como u

na ma

nta gruesa y móvil. Sus ojos, abier

tos pero si

n ver, parecía

n re

troceder e

n la cueva vivie

nte de abejas que se arras

traba

n por su cuerpo.

—¿Y si los

tambores se de

tie

ne

n? —pregu

ntó Geoffrey e

n voz muy baja y casi si

n fuerzas. Y e

n ese i

ns

ta

nte se de

tuviero

n.

Por u

n mom o l d s

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