Misery

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III - Paul » 8

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«También hacías de Scherezade para ti mismo».

No era una idea que él fuese capaz de articular, ni siquiera de comprender, al menos en ese momento. Había sufrido demasiado dolor. Pero de todos modos lo sabía, ¿no era cierto?

«Tú, no —pensó—. Eran los chicos del taller. Ellos lo sabían».

Sí, eso ostentaba el sello de la verdad.

El sonido del cortacésped era cada vez más fuerte. Annie entró por un momento en su campo visual. Le miró, vio que él la miraba y levantó una mano para saludarle. Paul alzó la suya, la que aún tenía el dedo pulgar. Ella volvió a salir de su vista. Estupendo…

Al final había podido convencerla de que el trabajo le ayudaría a salir adelante. Le perseguían la claridad de esas imágenes que le habían sacado de la nube. Pero hasta que fuesen escritas, serían sombras en el aire.

Y aunque ella no le creyó en aquel momento, le había permitido volver a su trabajo de todos modos. No porque él la hubiese convencido, sino porque «tenía» que hacerlo.

Al principio sólo había podido trabajar en cortos estallidos dolorosos; quince minutos, tal vez media hora, si la historia realmente lo exigía. Pero incluso esos estallidos breves eran una agonía. Un cambio de posición hacía que el muñón volviese a la vida, del mismo modo que un tizón casi apagado vuelve a levantar llamas cuando la brisa lo abanicaba. Pero eso no era lo peor. Lo peor ocurría una o dos horas después, cuando el muñón le volvía loco con un picor zumbante como un enjambre de adormecidas abejas.

Él tenía razón, no ella. Nunca acabó de recuperarse, tal vez era imposible en aquella situación; pero su salud mejoró y recuperó algunas fuerzas. Se daba cuenta de que se habían estrechado los horizontes de sus intereses, pero lo aceptaba como el precio de la supervivencia. De cualquier manera, era un auténtico milagro haber sobrevivido.

Sentado delante de aquella máquina que cada vez tenía más mellada, mirando retrospectivamente hacia un pasado que consistía más en su trabajo que en acontecimientos, Paul asintió con la cabeza. Sí, suponía que él había sido su propia Scherezade, del mismo modo que era la mujer de sus sueños cuando lograba controlarse y se lanzaba al ritmo febril de las fantasías. No necesitaba que un psiquiatra le dijese que escribir tenía un componente autoerótico. Utilizaba la máquina de escribir en lugar de utilizar cierta parte de su cuerpo, pero ambos actos dependían del ingenio, manos veloces y un serio compromiso con el arte de lo inverosímil.

Pero ¿no era también aquello una especie de coito, aunque en su variante más seca? Ella no lo interrumpía mientras estaba trabajando, aunque recogía su producción diaria en cuanto la terminaba, en principio para escribir las letras que faltaban, pero de hecho, y él ya lo había descubierto del mismo modo en que los hombres sexualmente agudos saben qué citas saldrán bien al final de la noche y cuáles no, para recibir su pinchazo. Para recibir su «tengo».

«Necesita mi trabajo. Es como uno de esos culebrones de su infancia. Sólo que en los últimos meses va al cine cada día en lugar de los sábados por la tarde, y quien le acompaña es su escritor particular en lugar de su hermano mayor», reflexionó Paul.

Sus períodos en la máquina de escribir se hicieron cada vez más largos a medida que el dolor retrocedía lentamente y volvía parte de su resistencia, pero en los últimos tiempos, no podía escribir lo bastante rápido como para satisfacer sus exigencias.

El «tengo» los había mantenido vivos a los dos, porque sin eso ella seguramente lo habría asesinado, suicidándose después mucho tiempo atrás. También había sido la causa de que perdiese el dedo pulgar. Era horrible, pero también gracioso: «Toma un poco de ironía, Paul, es bueno para tu sangre… Y piensa que pudo haber sido mucho peor».

Podía haber sido su pene, por ejemplo.

«Y de eso no tengo más que uno», se dijo, y empezó a reír como loco en la habitación vacía frente a la odiosa Royal con su mueca mellada. Estuvo riendo hasta que le dolieron las tripas y el muñón. Rió hasta que le dolió la cabeza. En cierto momento, el llanto se convirtió en un sollozo seco y horrible que despertó el dolor en lo que quedaba de su pulgar izquierdo, y entonces pudo al fin parar de reír. Se preguntó de un modo vago si estaría cerca de perder el juicio.

Supuso que, de todos modos, no importaba.

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