Misery

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III - Paul » 11

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A la amputación del dedo pulgar siguió un período oscuro en el que el logro más importante de Paul consistió en llevar la cuenta de los días. Aquello se había convertido en una manía patológica, haciéndole perder a veces mucho tiempo contando para asegurarse de que no había olvidado ninguna fecha.

«Estoy casi tan mal como ella —pensó una vez, y su mente le había respondido, cansada: ¿Y qué?».

Había seguido bastante bien con el libro después de la pérdida del pie, durante lo que Annie llamaba con tanto eufemismo su «período de convalecencia». En realidad, lo había hecho sorprendentemente bien para un hombre que en el pasado no podía escribir si no tenía cigarrillos, si le dolía la espalda o si tenía un ligero malestar de cabeza. Sería satisfactorio creer que se había portado heroicamente, pero sólo era una suposición para escapar del dolor, que había sido verdaderamente horrible. Cuando al fin empezó el proceso de curación, el picor inexplicable del pie que ya no estaba allí le pareció aún peor. Era la base del pie inexistente lo que más le perturbaba. Se despertaba una y otra vez en medio de la noche para rascarse la pierna con el dedo gordo del pie derecho.

Pero aun así, había continuado trabajando.

Fue después de la dactilotomía y de aquella extraña tarta de cumpleaños, como una horca sobrante de

Qué fue de Baby Jane, cuando las bolas de papel descartado empezaron a proliferar de nuevo en la papelera. «Pierdes un pie, casi te mueres, y sigues trabajando. Pierdes un dedo y caes en una extraña y problemática situación. ¿No debería ser al revés?», se cuestionaba.

Bueno, había que contar con la fiebre, a causa de la cual había pasado una semana en cama. Pero era algo intrascendente. La máxima temperatura alcanzada fue de treinta y ocho grados, y eso no parecía poner en peligro su capacidad. Quizá la fiebre hubiese sido causada por su estado general de abatimiento más que por una infección específica, y una triste fiebre no presentaba ningún problema para Annie. Entre otros recuerdos, tenía Keflex y Ampicilina. Ella le había dado el tratamiento y él había mejorado todo lo posible en aquellas circunstancias tan extrañas. Pero algo iba mal. Parecía haber perdido algún ingrediente vital y la mezcla se había vuelto, por ello, mucho menos potente. Trató de culpar a la maldita letra que faltaba, pero ya antes había tenido que luchar con aquello y ¿qué representaba la falta de una tecla comparada con la falta de un pie y con la pérdida de un dedo?

Fuese cual fuese la razón, algo había alterado el sueño, algo estaba recortando la circunferencia del agujero que él veía en el papel. Habría jurado que ese agujero había sido tan grande como la entrada del Lincoln Tunnel. Ahora, apenas tenía el tamaño de un orificio de carcoma en la madera, a través del cual un supervisor de aceras podría echar un vistazo a un edificio en construcción que le interesase. Había que acercarse y estirar el cuello para atisbar algo. Pero las cosas importantes ocurren con frecuencia fuera de nuestro campo visual, lo que no es sorprendente considerando lo estrecho del mismo.

Lo que había ocurrido después de la dactilotomía y del brote de fiebre era justificable en términos prácticos. El lenguaje del libro se había vuelto otra vez florido y exagerado. No llegaba a ser una autoparodia, aunque flotaba constante en esa dirección y él parecía incapaz de evitarlo. Los lapsos de continuidad habían empezado a proliferar con el sigilo de las ratas que criaban en los rincones de los sótanos: por espacio de treinta páginas, el barón se había convertido en el vizconde de

La busca de Misery y había tenido que romperlas y volver atrás.

«No importa, Paul —se dijo una y otra vez en aquellos días anteriores a que la Royal escupiese primero la letra “t” y luego la “e”— esta maldita cosa está casi acabada». Lo estaba. Trabajar en ella era una tortura y terminar la novela iba a suponer el fin de su vida. Que lo último empezase a parecerle ligeramente más atractivo que lo primero, denotaba cuál era el estado de su cuerpo, su mente y su espíritu. Y el libro seguía adelante a pesar de todo, aparentemente al margen de las circunstancias. Las gotas de continuidad eran molestas, pero secundarias. Estaba teniendo más problemas con la ficción de los que nunca antes había tenido. El juego de «¿Puedes?» se había convertido en un ejercicio laborioso más que en una simple diversión. Sin embargo, la obra había seguido avanzando a pesar de todas las cosas horribles a las que Annie lo había sometido y podía bromear sobre el modo en que algo, sus agallas tal vez, se había ido con la sangre que había perdido. Pero aun así, era la mejor novela de Misery hasta el momento. El argumento no podía ser más melodramático, pero estaba bien construido y era, a su modesta manera, divertido. Si alguna vez fuese publicado en algo más que la severamente limitada edición de Annie Wilkes (primera edición: un ejemplar), estaba seguro de que se vendería como rosquillas. Sí, suponía que lograría terminarlo si la maldita máquina seguía tirando.

«Parecía ser tan dura y pesada —había pensado una vez, después de uno de sus compulsivos ejercicios de levantamiento. Sus brazos delgados temblaban, el muñón de su dedo le incordiaba febrilmente, tenía la frente cubierta con una delgada capa de sudor—. Tú eras el joven pistolero que iba a burlarse de la vieja mierda de sheriff, ¿no es cierto? Sólo que ya has vomitado una tecla y pudo ver cómo algunas otras (la “t”, la “e”, la “g”, por ejemplo) empiezan a bailar… unas veces se inclinan hacia un lado, otras hacia otro; en ocasiones marcando muy alto, y en algunos casos un poco más abajo de la línea. Creo que la vieja cagarruta va a ganar, amigo mío. Parece que la vieja mierda se va a vaciar, hasta matarte y podría ser que la perra lo supiese. Puede que por eso me cortase el dedo pulgar. Como dice el viejo refrán, puede que esté loca, pero no es tonta».

Había mirado a la máquina de escribir maldiciéndola.

«Sigue, sigue y rómpete. Terminaré de todos modos. Si ella quiere buscar una de repuesto, se lo agradeceré, pero si no lo hace, seguiré a mano —se propuso—. Lo que no haré será gritar. No gritaré. Yo… no…».

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