Misery

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III - Paul » 12

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—¡No gritaré!

Estaba en la ventana, totalmente despierto, completamente consciente de que el coche de la guardia del estado que estaba en el camino de Annie era tan real como una vez lo había sido su pie izquierdo.

«¡Grita!, ¡maldición, grita!», pensó en silencio.

Quería hacerlo, pero su voluntad de dominarse era demasiado fuerte. Ni siquiera podía abrir la boca. Lo intentaba y veía las gotas marrones de Betadine en la hoja del cuchillo eléctrico. Volvía a intentarlo y sentía el chirrido del hacha contra el hueso y el suave silbido de la cerilla al prender el Bernz-O-matiC.

Quiso abrir la boca y no pudo.

Trató de levantar las manos y no lo consiguió.

Un horrible gemido pasó a través de sus labios cerrados y sus manos provocaban sonidos ligeros, fortuitos, tamborileando a los lados de la Royal, pero eso era todo cuanto podía hacer, todo el control que parecía quedarle sobre su destino. Nada de cuanto había ocurrido antes, exceptuando tal vez el instante en el que se había dado cuenta de que, a pesar de que su pierna se movía el pie estaba en el mismo lugar, fue tan terrible como el infierno de aquella inmovilidad. En tiempo real, no duró mucho, tal vez unos cinco segundos o quizá diez. Pero dentro de Paul Sheldon era como si hubiesen pasado años.

Allí, ante sus ojos, estaba la salvación. Todo lo que tenía que hacer era romper la ventana y el candado que la perra le había puesto en la lengua y gritar: «¡Ayúdeme, ayúdeme, sálveme de Annie! ¡Sálveme de la diosa!».

Al mismo tiempo, otra voz gritaba: «¡Seré bueno, Annie! ¡No gritaré! ¡Seré bueno, seré bueno por amor a la diosa! ¡Prometo no gritar, pero no me corte nada más, por favor!». ¿Lo sabía? ¿Había sabido antes de aquello hasta qué punto lo tenía acobardado y cuánto de su ser esencial, el hígado y las luces del espíritu, le había arrancado? Supo en todo momento que estaba aterrorizado, pero ¿era consciente de hasta qué punto su realidad subjetiva, tan fuerte que la había asumido sin cuestionársela, había sido borrada?

De lo que sí estaba seguro era de que le ocurriría algo mucho peor que la parálisis de la lengua, así como a su obra le iba a suceder algo mucho peor que la falta de una letra, que la fiebre, que los lapsos de continuidad e incluso que la pérdida de sus agallas. La verdad de todo era tan simple en su horror, tan espantosamente simple… Estaba muriendo por etapas, aunque morir de aquella manera no era tan malo como había temido. También se estaba desvaneciendo y eso era lo espantoso, porque era estúpido.

«¡No grites!», siguió ordenando la voz del miedo cuando el guardia abrió la puerta de su coche y salió ajustándose su sombrero de Smokey Bear[14]. Era joven, no tendría más de veintidós o veintitrés años, llevaba gafas de sol, tan negras y de apariencia tan líquida que parecían masas de petróleo crudo. Se detuvo para alisar los pliegues del pantalón caqui de su uniforme. A quince metros de distancia, un hombre con los ojos azules saltando de una cara barbuda de viejo lo miró fijamente desde el otro lado de la ventana, gimiendo a través de sus labios sellados, golpeando con las manos inútiles una tabla y los brazos de una silla de ruedas.

«No grites —susurraba su conciencia—. Grita y habrá terminado todo».

Pero otra parte de sí mismo, más valerosa o quizá desesperada, le decía:

«Paul, Cristo, ¿es que ya estás muerto? ¡Grita, mierda de gallina, chupatetas! ¡Chilla hasta que reviente tu jodida cabeza!».

Sus labios se abrieron con un sonido desgarrado. Llenó sus pulmones de aire y cerró los ojos. No tenía idea de si le iba a salir algo hasta que le salió.

—¡África! —gritó Paul.

Sus manos temblorosas volaron como pájaros asustados agarrándose a su cabeza como para evitar que le explotasen los sesos.

—¡África! ¡África! ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!

¡África!

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