Misery

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III - Paul » 15

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Sólo los abrió cuando oyó la llave en la puerta de la cocina. La de su cuarto estaba abierta. Vio a Annie acercarse por el pasillo con sus viejas botas camperas, su pantalón vaquero con el llavero colgando de uno de los ojales del cinturón y su camiseta de hombre manchada de sangre. Quería decir: «Si me cortas algo más, Annie, moriré, no podré resistir otra amputación». Pero las palabras no le salieron, sólo unos ruidos balbuceantes aterrorizados que le asquearon.

De todos modos, ella no le dio tiempo a hablar.

—Luego vendré a verle —dijo, y cerró la puerta.

Sonó una llave en la cerradura, una nueva Kreig que hubiese vencido al mismísimo Tom Twilford, pensó Paul, y luego volvió a oírla por el pasillo. El ruido de los tacones de sus botas fue disminuyendo misericordiosamente.

Volvió la cabeza y miró por la ventana. Sólo podía ver una parte del cuerpo del policía. Su cabeza aún estaba bajo el cortacésped que, a su vez, se hallaba oblicuo al coche. El cortacésped era un vehículo semejante a un tractor pequeño diseñado para cortar y limpiar prados más extensos de lo corriente. No había sido fabricado para mantener el equilibrio al pasar sobre piedras puntiagudas, troncos caídos o las cabezas de los agentes de Colorado. Si el vehículo no hubiese estado aparcado exactamente en aquel lugar, y si el policía no hubiese estado tan cerca de él antes de que Annie le golpeara, era casi seguro que el cortacésped hubiese volcado.

«Tiene la suerte del mismísimo diablo», pensó Paul con amargura, y observó cómo ella ponía el cortacésped en punto muerto y luego lo empujaba para sacar el cuerpo del policía con un fuerte empellón. El costado de la máquina chirrió contra el del coche y arrancó un poco de pintura.

Ahora que estaba muerto, ya podía mirar al guardia. Parecía una gran muñeca destrozada por una pandilla de niños malos. Sintió una inmensa compasión dolorosa por aquel joven, pero al mismo tiempo, experimentaba otra emoción. Tras meditar un poco, no se sorprendió al descubrir que era envidia. El guardia no volvería jamás a su casa junto a su mujer y sus hijos, si los tenía, pero por otro lado, había escapado de Annie Wilkes.

Ella le agarró una mano ensangrentada y lo arrastró por el camino hasta meterlo en el establo. Cuando salió, dejó las puertas abiertas de par en par. Luego volvió al coche. Se movía con una calma exasperante. Lo puso en marcha y lo introdujo en el establo. Después apareció de nuevo y cerró las puertas casi por completo, dejando un pequeño hueco para entrar y salir.

Fue hasta el centro del camino y miró alrededor con las manos en las caderas. Volvió a ver su expresión de notable serenidad.

El cortacésped estaba lleno de sangre, sobre todo por debajo. El expulsor aún goteaba. Pequeños trozos del uniforme caqui estaban esparcidos por el camino y salpicando el césped recién cortado. Habían manchas y salpicaduras de sangre por todas partes. El arma del guardia, herida con una larga cicatriz de metal brillante en el tambor, yacía en tierra. Un trozo de papel blanco había quedado prendido en las espinas de un pequeño cacto que Annie había plantado en mayo. La cruz astillada de

Bessie estaba en medio del camino como un comentario final sobre todo aquel asqueroso desastre.

Annie salió de su campo visual dirigiéndose otra vez a la cocina. Cuando entró, la oyó cantar.

—Vendrá sobre seis caballos blancos, cuando venga… ¡Vendrá sobre seis caballos blancos cuando venga! ¡Vendrá sobre seis caballos, seis caballos blancos…, vendrá sobre seis caballos blancos cuando venga!

Apareció ante sus ojos con una gran bolsa verde de basura y tres o cuatro más sobresaliendo de los bolsillos traseros del pantalón. Unas enormes manchas de sudor oscurecían su camiseta alrededor del cuello y de las axilas. Cuando se volvió, pudo apreciar otra mancha de sudor que subía por su espalda, con la vaga apariencia de un árbol.

«Son demasiadas bolsas para unos cuantos jirones de tela», pensó Paul; pero sabía que, antes de que terminase, tendría muchas cosas que meter en ellas.

Recogió los trozos de tela del uniforme y luego la cruz. La partió en dos pedazos y la echó en la bolsa de plástico. Y después hizo algo increíble: se santiguó. Recogió el arma, manipuló el tambor y sacó las municiones. Las guardó en el bolsillo y volvió a cerrar el tambor con un experto giro de muñeca, luego metió el arma en el cinturón del pantalón. Cogió el trozo de papel y lo miró pensativa. Fue a parar al otro bolsillo. Volvió al establo, arrojó dentro las bolsas y volvió a la casa.

Caminó por el prado lateral hasta el mamparo del sótano, que estaba justo debajo de la ventana de Paul. Algo más le llamó la atención. Era el cenicero. Lo recogió y se lo dio cortésmente a través de la ventana rota.

—Tenga, Paul.

Él lo cogió, aturdido.

—Después recogeré los sujetapapeles —dijo, como si eso fuera algo en lo que él ya debía de haber pensado. Por un momento se le ocurrió golpearla en la cabeza con el pesado cenicero de cerámica, abrirle el cráneo para que saliera de allí la enfermedad que se hacía pasar por cerebro.

Entonces pensó en lo que podía ocurrirle si sólo resultaba lastimada y puso el cenicero donde había estado con la mano temblorosa y mutilada.

Ella lo miró.

—Yo no lo maté, ¿sabe?

—Annie…

—Usted lo mató. Si hubiese callado, yo le habría convencido para que siguiese su camino. Ahora estaría vivo y yo no tendría que limpiar toda esta porquería asquerosa.

—Sí —le replicó—, él hubiese seguido carretera abajo, ¿y yo qué, Annie?

Estaba sacando la manguera del mamparo y enrollándosela en un brazo.

—No sé lo que quiere decir.

—Sí que lo sabe. —En las profundidades del

shock había alcanzado su propia serenidad—. Él llevaba mi fotografía. Ahora mismo la tiene en el bolsillo.

—No haga preguntas y no le diré mentiras.

Empezó a enroscar la manguera en un grifo situado al lado de la ventana.

—Un guardia del estado con mi fotografía significa que alguien encontró mi coche. Ambos sabíamos que eso ocurriría. Lo que me sorprende es que hayan tardado tanto. En una novela, es posible que un coche salga flotando de la historia. Supongo que podría hacer que los lectores lo aceptasen si tuviese que hacerlo; pero en la realidad, de ningún modo. Sin embargo, nosotros seguimos engañándonos ¿no es cierto, Annie? Usted, por el libro; yo, por mi vida, a pesar de lo desgraciada que se ha vuelto.

—No sé de lo que está hablando. —Se volvió hacia el grifo—. Todo lo que sé es que usted mató a ese pobre chico cuando lanzó el cenicero por la ventana. Está confundiendo lo que puede pasarle a usted con lo que ya le ha pasado a él.

Le sonrió. Había locura en aquella sonrisa, pero él vio además otra cosa que verdaderamente le atemorizó. Vio maldad consciente, un demonio saltando tras sus ojos.

—Perra —le dijo.

—Perra loca, ¿no es cierto? —le preguntó, todavía sonriendo.

—Claro que sí, está loca —le respondió.

—Bueno, tendremos que hablar de ese asunto, ¿no le parece? Cuando tenga tiempo. Tendremos que hablar mucho de ese asunto. Sí, señor. Pero ahora estoy muy ocupada, como puede ver.

Desenredó la manguera y la conectó. Estuvo casi media hora limpiando el cortacésped y el prado lateral.

Cuando terminó cerró el grifo y fue enrollándose la manguera en el brazo. Aún era de día, pero su sombra se alargaba tras ella. Eran las seis de la tarde.

Desenroscó la manguera, abrió el mamparo y tiró dentro la serpiente verde de plástico. Cerró, echó el cerrojo y lanzó un vistazo al camino y al césped sobre el que parecía haber caído un pesado rocío.

Se dirigió otra vez al cortacésped, subió, lo puso en funcionamiento y empezó a retroceder. Paul sonrió. Ella tenía la suerte del demonio y cuando se encontraba presionada casi su inteligencia. Pero la palabra clave era «casi». Había cometido un error y se había salvado por suerte. Ahora volvía a fallar. Había limpiado la sangre del cortacésped, pero se había olvidado de las cuchillas. Tal vez se acordara más tarde, aunque a Paul le pareció improbable. Una vez pasado el momento inmediato, las cosas parecían evaporarse de su mente. Pensó que esa mente y el cortacésped tenían mucho en común. En apariencia, daban la impresión de funcionar correctamente, pero si se les daba la vuelta para observar su estructura, lo que se veía era una máquina de matar manchada de sangre con unas hojas muy afiladas.

Regresó a la puerta de la cocina y entró en la casa. Fue al piso de arriba y él la oyó trajinando por allí durante un rato. Luego volvió a bajar más despacio, arrastrando algo que parecía suave y pesado. Después de pensarlo, Paul impulsó la silla de ruedas hasta la puerta y puso la oreja en la madera.

Escuchó pisadas débiles que iban disminuyendo, ligeramente vacías, y ese sonido de algo arrastrado. Su mente se encendió enseguida con focos de pánico y el vello de sus brazos se erizó de terror.

—¡Cobertizo! ¡Ha ido al cobertizo a buscar el hacha! ¡Otra vez el hacha!

Pero sólo era un atavismo momentáneo y lo rechazó bruscamente. No había ido al cobertizo. Estaba bajando al sótano, donde llevaba algo arrastrando.

La oyó subir otra vez y volvió a la ventana. Mientras el sonido de sus pasos se acercaban a la puerta, mientras la llave se deslizaba en la cerradura, pensó: «Viene a matarme». Y la única emoción que engendró ese pensamiento fue de cansado alivio.

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