Misery

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III - Paul » 16

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La puerta se abrió y Annie se detuvo en el umbral mirándolo pensativa. Se había cambiado la camiseta por otra limpia. De un hombro le colgaba una bolsa caqui, demasiado grande para ser un bolso y demasiado pequeña para ser una mochila.

Cuando entró, él se sorprendió al verse capaz de decir con cierto grado de dignidad:

—Máteme de una vez, Annie, si eso es lo que piensa hacer, pero al menos tenga la decencia de hacerlo rápido. No siga despedazándome.

—No voy a matarle, Paul. —Hizo una pausa—. Al menos, mientras tenga un poco de suerte.

Debería matarle, ya lo sé; pero estoy loca, ¿no es cierto? Y los locos no siempre hacen lo que más conviene a sus intereses.

Fue por detrás y lo empujó a través de la habitación, cruzó la puerta y siguió por el pasillo. Él oía la bolsa golpeando sólidamente su costado y recordó que nunca antes la había visto usar una bolsa así. Cuando iba a la ciudad, llevaba un bolso grande y pesado, el tipo de cartera que las solteronas regalan para la tómbola de la iglesia. Si llevaba pantalón utilizaba una billetera metida en el bolsillo de la cadera como un hombre.

El sol que entraba en la cocina era de un dorado brillante. Las sombras de las patas de la mesa atravesaban el linóleo en franjas horizontales como si fueran los barrotes de la ventana de una cárcel. Según el reloj que había sobre el fogón, eran las seis y cuarto, y aunque no había razón alguna para suponer que ella fuese más cuidadosa con sus relojes que con sus calendarios (el de la cocina había conseguido llegar hasta mayo) aquella hora parecía la correcta. Oyó los primeros grillos de la noche afinando en el campo de Annie. «Escuché ese mismo sonido siendo un niño pequeño e ileso», pensó, y por un momento estuvo a punto de llorar.

Lo empujó al interior de la alacena donde la puerta del sótano estaba abierta. Una enfermiza luz amarilla subía por las escaleras y moría en el suelo. Allí aún persistía el olor de la lluvia que lo había inundado a finales del invierno.

«Ahí abajo hay arañas —pensó—. Ratones. Ahí abajo hay ratas».

—No, no, no… —dijo Paul—. No cuente conmigo.

Lo miró con una impaciencia ecuánime y él notó que, desde que había matado al guardia, parecía casi cuerda. Su cara tenía la expresión decidida, aunque ligeramente preocupada, de una mujer que está haciendo los preparativos para un gran banquete.

—Usted va a bajar ahí —le dijo—. La única cuestión es si va a hacerlo sobre mi espalda o dando tumbos como una cacerola. Le doy cinco segundos para decidirse.

—Sobre su espalda —respondió de inmediato.

—Muy inteligente. —Se volvió para que él pudiese poner los brazos alrededor de su cuello—. No haga ninguna tontería, Paul, como tratar de estrangularme. Fui a clases de karate en Harrisburg. Era muy buena. Lo lanzaría por delante. El suelo es de tierra, pero muy duro. Se rompería la espalda.

Lo levantó con facilidad. Sus piernas, ya desentablilladas, aunque torcidas y grotescas como pertenecientes a un circo de monstruosidades, colgaban inertes. La izquierda, con el bulto anormal donde antes había estado la rodilla, era algunos centímetros más corta que la derecha. Había descubierto que sobre ésta podía sostenerse unos minutos, pero el dolor que le producía no cesaba durante horas. La droga no parecía alcanzar aquella parte de su cuerpo, que era como un profundo sollozo físico.

Lo llevó a cuestas hasta abajo y lo introdujo en el olor espeso de piedra vieja, madera, inundación y vegetales podridos. Había tres bombillas desnudas. Viejas telarañas colgaban como hamacas podridas entre vigas al descubierto. Las paredes eran de piedra mal pulimentada. Parecían el dibujo en una roca hecho por un niño. Estaba fresco, pero no era un frescor agradable. Nunca había estado tan cerca de ella como entonces. Sólo volvería a estarlo en otra ocasión. No era una experiencia grata. Podía oler el sudor de sus últimos esfuerzos y aunque a él le gustaba el olor de la transpiración por asociarlo con el trabajo y el esfuerzo, cosas que él respetaba, aquel olor escondía algo repulsivo, como viejas sábanas acartonadas por eyaculaciones resecas. Y bajo el olor a sudor, yacía el de suciedad vieja. Annie se había vuelto tan «descuidada» con su higiene como con sus calendarios. Atisbó un pegote de cera oscura en una oreja y se preguntó cómo demonios podía oír.

Ahí, junto a una de las paredes de piedra, estaba la fuente del ruido que había escuchado: un colchón, al lado del cual había puesto una bandeja con algunas latas y botellas. Ella se acercó al colchón, se volvió y se agachó.

—Baje, Paul.

Se soltó con cautela y se deslizó sobre el colchón. Luego, se quedó mirándola con cansancio mientras ella buscaba algo en la bolsa.

—No —dijo inmediatamente, cuando vio que la luz amarillenta y cansina brillaba en una aguja hipodérmica—. No, no.

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