Misery

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III - Paul » 32

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Durante los dos días siguientes, la vida fue como antes de la llegada de Duane Kushner. Daba la impresión de que aquel chico no había existido en realidad. Paul escribía casi constantemente. Había abandonado la máquina de escribir. Annie la puso en la repisa bajo la fotografía del Arco de Triunfo, sin hacer comentarios. Llenó tres libretas completas en aquellos días. Sólo le quedaba una. Cuando se le acabó, cogió los blocs. Ella afilaba media docena de lápices Berol Black Warrior, que él usaba hasta embotarlos, y ella los volvía a afilar. Cada vez se encogían más mientras Paul seguía junto a la ventana, inclinado, rascando distraídamente con el dedo gordo del pie derecho el aire donde había estado la planta de su pie izquierdo. Miraba por el agujero abierto en el papel mientras el libro avanzaba hacia su clímax como impulsado por un cohete. Lo veía todo con perfecta claridad: tres grupos corriendo tras Misery en los laberínticos pasajes detrás de la frente del ídolo, dos para matarla, el tercero, Ian, Geoffrey y Hezequiah, tratando de salvarla… Mientras tanto, la aldea de los bourkas ardía y los supervivientes se agolpaban en el único punto de salida, la oreja izquierda del ídolo, para matar a cualquiera que saliera con vida.

Ese estado de absorción hipnótica se vio bruscamente sacudido, aunque no roto, cuando al tercer día de la visita de David y Goliat, una furgoneta color crema con las palabras «KTKA/G Grand Junction» escritas a un lado, entró por el camino de Annie. La parte de atrás estaba ocupada por un equipo de vídeo.

—¡Dios mío! —dijo Paul paralizado entre el humor, el asombro y el terror—. ¿Qué es ese follón de los cojones?

Apenas había parado la furgoneta cuando una de las puertas se abrió de golpe y un tipo vestido con pantalón y camiseta a juego saltó por detrás. Llevaba algo grande y negro en una mano y, por un momento, Paul pensó que era un lanzallamas, pero al echárselo al hombro y enfocarlo hacia la casa vio que era una minicámara. Una hermosa joven estaba saliendo del asiento de pasajeros retocándose el cabello arreglado con secador y deteniéndose en el espejo lateral del vehículo para comprobar su maquillaje antes de unirse a la cámara.

El ojo del mundo exterior, que se había olvidado de la

Dama Dragón durante los últimos años, volvía ahora para vengarse.

Paul se echó hacia atrás rápidamente, esperando que no le vieran.

«Bueno, si quieres estar seguro, mira el noticiario de las seis», pensó, y tuvo que taparse la boca para ahogar las carcajadas.

La puerta metálica se abrió y cerró con un golpe.

—¡Salgan de aquí, coño! —gritó Annie—. ¡Salgan de mis tierras!

—Señora Wilkes, si nos concediese sólo unos…

—¡Les puedo conceder un par de descargas que les anime el

jonino agujero del culo si no se largan de aquí!

—Señora Wilkes, soy Glenna Roberts, de KTKA…

—¡No me importa que sea el Cardenal Cristo del planeta Marte! ¡Salga de mis tierras, o dese por muerta!

—Pero…

—¡Kapau!

«Oh, Dios mío, Annie mató a esa estúpida loca…», temió Paul.

Se echó atrás y miró por la ventana. No tenía alternativa, tenía que mirar. El alivio recorrió su cuerpo. Annie había disparado al aire y parecía haber obtenido excelentes resultados. Glenna Roberts se estaba zambullendo de cabeza en la unidad móvil de la KTKA. El cámara enfocó el objetivo hacia Annie, quien apuntó la pistola hacia el cámara, que decidió que prefería vivir para ver otra vez

Los muertos agradecidos más de lo que deseaba rodar el vídeo sobre la

Dama Dragón. Así que se tiró inmediatamente en el asiento trasero. La furgoneta salía marcha atrás por el camino antes de que consiguiera cerrar la puerta.

Annie se quedó mirando cómo se marchaban con el rifle en una mano y luego volvió lentamente a la casa. Paul oyó el golpe del arma sobre la mesa.

Fue a la habitación de los huéspedes. Su aspecto era preocupante, con la cara desencajada y pálida, moviendo los ojos constantemente de un lado a otro.

—Han vuelto —murmuró.

—Tranquilícese.

—Sabía que esos canallas volverían. Y ahora han vuelto.

—Ya se han ido, Annie. Usted hizo que se marcharan.

—Nunca se rinden. Alguien les dijo que el guardia había estado en la casa de la

Dama Dragón antes de desaparecer. Así que ahí están.

—Annie…

—¿Sabe lo que quieren? —preguntó.

—Claro, he tratado con la prensa. Quieren las dos cosas de siempre, que usted la cague mientras están rodando y que alguien pague los Martinis cuando llega la hora de las copas. Pero Annie, usted tiene que…

—Esto es lo que quieren —dijo, y se llevó a la frente la mano agarrotada.

Volvió a bajarla de repente, abriendo cuatro surcos sangrientos. La sangre corrió hasta las cejas, rodó por las mejillas y a los lados de la nariz.

—Annie, no haga eso.

—Y esto. —Se abofeteó la mejilla izquierda con fuerza suficiente para dejar los dedos marcados—. Y esto. —Se golpeó la mejilla derecha aún más fuerte, hasta el punto de que saltaron gotas de sangre de las cutículas.

—¡No haga eso! —gritó.

—¡Es lo que ellos quieren! —vociferó.

Levantó las manos y presionó las heridas, manchándoselas de rojo. Luego las extendió sangrientas hacia él, por un momento, y salió corriendo de la habitación.

Al cabo de un buen rato, Paul empezó a escribir otra vez. Al principio iba despacio. La imagen de Annie arrancándose la carne se interfería constantemente y decidió que sería mejor dejarlo para mañana. La historia volvió a agarrarlo y otra vez cayó por el agujero del papel.

Como siempre en los últimos tiempos, se lanzó con una sensación de bendito alivio.

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