Misery

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I - Annie » 9

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A la mañana siguiente trajo más sopa y le dijo que había leído cuarenta páginas de lo que ella llamaba su «libro manuscrito». Agregó que no le parecía tan bueno como los demás.

—Es difícil de seguir. Retrocede constantemente hacia el pasado.

—Técnica —le respondió escueto. En aquel momento el dolor le había abandonado y pudo pensar en lo que ella decía—. Técnica, eso es todo. El tema… el tema impone la forma. —Suponía vagamente que quizá le interesarían esos trucos del oficio, que tal vez llegarían a fascinarla, como lo habían hecho, años atrás, a los participantes en talleres de escritores, cuando él daba conferencias—. Verá, la mente del chico es confusa, así que…

—¡Sí! Está muy confundido, y eso lo hace menos interesante. No es que carezca por completo de interés. Usted no podría crear un personaje que no lo tuviera. Pero es menos interesante. ¡Y las palabrotas! Salen a cada momento. No tiene… —Se detuvo para pensar mientras le daba la sopa y le limpiaba la que se derramaba. Parecía una mecanógrafa experimentada que escribe sin mirar. En ese momento él comprendió que aquella mujer había sido enfermera, pero no médico, porque un médico no tendría práctica en dar sopa.

«Si el meteorólogo que pronosticó la dirección de aquella tormenta hubiese hecho su trabajo la mitad de bien de lo que Annie Wilkes hace el suyo, yo no estaría en este puñetero lío», pensó amargamente.

—¡No tiene nobleza! —gritó de repente, y estuvo a punto de derramar la sopa de buey en la pálida cara del paciente.

—Sí —dijo con tolerancia—, entiendo lo que quiere decir, Annie. Es cierto que Tony Bonasaro no tiene nobleza. Es un chico de barrio que trata de salir de un mal ambiente, ¿comprende? Y esas palabrotas…, todo el mundo las utiliza en…

—¡No es cierto! —le interrumpió con una mirada imperativa—. ¿Qué cree que hago yo cuando voy a la tienda de piensos en la ciudad? ¿Qué imagina que digo? «¡Eh!, Tony, dame una bolsa de ese jodido pienso para cerdos, una puñetera bolsa de maíz forrajero y un poco de esa mierda para los hongos de los oídos».

Le miró. Su rostro parecía dispuesto a desatar una terrible tormenta. Él se echó hacia atrás, asustado. El plato de sopa temblaba en las manos de la mujer. Una gota cayó en la colcha, luego dos.

—¿Cree que voy al banco y le digo al señor Bollinger: «Aquí tiene este cheque de los cojones y más vale que me dé cincuenta putos dólares lo más rápido que pueda, coño»? ¿Usted cree que cuando me sentaron en el banquillo en Den…?

Un torrente de sopa inundó la colcha. Ella lo miró atónita y torció el gesto como una sábana sucia.

—Mire, mire lo que me ha hecho hacer.

—Lo siento.

—¡Sí, claro! ¡Seguro que lo siente! —gritó, estrellando el plato contra un rincón y haciéndolo pedazos. La sopa salpicó toda la pared. Él tragó saliva.

Después, la mujer pareció tranquilizarse. Siguió allí sentada durante media hora mientras el corazón de Paul Sheldon parecía haber dejado de latir.

Se fue recobrando poco a poco y de repente sonrió entre dientes.

—Qué genio tengo.

—Lo lamento —se disculpó él con la garganta reseca.

—Lo supongo.

La expresión de su rostro se apagó de nuevo y se quedó mirando la pared, enfurruñada. Paul creyó que volvería a extraviarse en su interior, pero la enfermera suspiró y liberó la cama de su peso.

—En los libros de Misery no debe utilizar esas palabras porque nadie las empleaba en aquella época. No se habían inventado. Los tiempos brutales exigen palabras brutales, pero aquellos tiempos eran mejores. Usted debe seguir con sus historias de Misery, Paul. Se lo digo sinceramente, como su admiradora número uno. —Se dirigió a la puerta y se volvió a mirarlo—. Pondré otra vez en la bolsa su manuscrito y terminaré

El hijo de Misery. Puede que cuando lo acabe vuelva al otro.

—No lo haga si la enfurece —le dijo él, tratando de sonreír—. No quisiera verla enfadada. En cierto modo, dependo de usted, ¿sabe?

Ella no le devolvió la sonrisa.

—Sí, así es, depende de mí. ¿No es cierto, Paul?

Luego se marchó.

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