Misery

Misery


I - Annie » 11

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Soñó con que era devorado por un pájaro. No era un sueño agradable. Hubo un disparo y pensó: «¡Vamos, vamos! ¡Mátelo! ¡Mate a esa maldita cosa!».

Luego despertó sabiendo que se trataba de Annie Wilkes cerrando la puerta de atrás. Había salido a hacer sus tareas. Oyó el crujido lúgubre de sus pasos en la nieve. Pasó ante la ventana llevando un anorak con la capucha levantada. Su respiración era dificultosa y cambiaba la expresión de su cara. No lo miró al pasar, tal vez por estar concentrada en el trabajo de la granja, alimentando a los animales, limpiando los establos, lanzando quizá algunas piedras. Él no se pondría a tiro. El cielo se oscurecía amoratándose. Llegaba el ocaso. Debían de ser las cinco y media o las seis.

La marea estaba alta y podía volver a dormir. Quería hacerlo; pero tenía que meditar sobre aquella extraña situación mientras fuese capaz de algo semejante al pensamiento racional.

Sabía que, aunque debía pensar en aquella situación para librarse de ella, no quería hacerlo, y eso era sin duda lo peor. Desechaba el pensamiento como un niño que rechaza la comida aunque sabe que no podrá levantarse de la mesa hasta que la haya terminado.

Se negaba a pensar en ello ya que era bastante duro tener que vivirlo; porque cada vez que lo intentaba surgían imágenes desagradables: aquella maldita mujer y sus frecuentes lapsus mentales, la manía de relacionarla con ídolos y piedras, como una luna que había estado a punto de estrellarse contra su cara. Pensar en todo eso no iba a cambiar la situación. Era mucho peor que no pensar. Pero cada vez que su mente se centraba en Annie Wilkes y contemplaba la situación en que él se hallaba, esos pensamientos se imponían a todos los demás. El corazón aceleraba su ritmo por el miedo que sentía y también, en parte, por la vergüenza. Veía sus labios en el borde del cubo, el agua sucia con el estropajo y la película de jabón flotando en la superficie; contemplaba todo eso y, a pesar de ello, bebía sin dudarlo un momento. Jamás se lo contaría a nadie, suponiendo que alguna vez lograra salir de allí. Quizá trataría de engañarse a sí mismo sobre lo que había ocurrido, pero nunca lo conseguiría.

A pesar de todo, quería seguir viviendo.

«Piensa en ello, maldición. ¿Es que eres tan cobarde que no puedes ni siquiera intentarlo?», se preguntó.

De pronto, tuvo un pensamiento extraño y furioso: «Mi nueva obra no le gusta porque ella es demasiado estúpida para entender lo que pretende».

Aquella ocurrencia no sólo era extraña. En su actual situación, lo que ella pensase sobre

Automóviles veloces no tenía importancia. Pero analizar las cosas que había dicho abría un nuevo camino, pues sentir furia

contra ella era mejor que sentirse atemorizado

por ella. Así que empezó a pensar en el asunto con un cierto entusiasmo.

¿Demasiado estúpida? Era más bien demasiado obstinada. No sólo se negaba a cambiar, sino que rechazaba el concepto mismo de cambio.

Sí. Ella podía estar loca; pero ¿acaso el análisis que hacía de su obra difería de la de cientos de miles de personas en todo el país, el noventa por ciento de los cuales eran mujeres, que estaban impacientes por que se publicase cada nuevo episodio de quinientas páginas sobre la turbulenta vida de una inclusera que había llegado a casarse con un aristócrata? No, en absoluto. Ellos sólo querían Misery, Misery y más Misery. Cada vez que se había concedido un par de años para escribir otras novelas (lo que él consideraba su obra seria), al principio con certeza, luego con esperanza y finalmente con negra desesperación, había recibido un alud de protestas de esas mujeres. Muchas de ellas se consideraban «su fan número uno». El tono de las cartas que le enviaban iba de la perplejidad, que de algún modo era lo que más dolía, al reproche y a la abierta indignación. El mensaje siempre se repetía: «No era eso lo que yo esperaba, no era eso lo que yo

quería. Por favor, vuelva a Misery, quiero saber lo que está haciendo Misery». Podía escribir un moderno

Bajo el volcán, Tess de los D’Urbervilles, El sonido y la furia… No importaría. Ellas seguirían queriendo a su maldita Misery.

«¡Es difícil de seguir… El protagonista no es interesante…, y las palabrotas!».

La rabia volvió a invadirle, rabia contra su obstinada densidad, rabia por haber sido secuestrado, por mantenerle allí prisionero, obligándole a elegir entre beber agua sucia de un cubo o sufrir el dolor de sus piernas destrozadas. Y por encima de todo, tenía la desfachatez de criticar lo mejor que había escrito en su vida.

—¡Jódete, maldita zorra! —dijo, sintiéndose algo mejor, notando que volvía a ser él mismo, aunque sabía que la rebelión era insignificante, lastimosa y absurda. Ella se hallaba en el establo, y desde allí no podía oírle… La marea cubría los pilotes corroídos. No obstante…

La recordaba entrando en la habitación, reteniendo las cápsulas, coaccionándole para que le permitiese leer el manuscrito de

Automóviles veloces. Un nuevo atisbo de vergüenza y humillación le sofocó, aunque combinados con auténtica furia. La cólera se había convertido en una llama diminuta y escondida. Jamás había mostrado a nadie un manuscrito antes de corregir las pruebas. ¡Jamás! Ni siquiera a Bryce, su agente. Ni siquiera…

Por un instante, su pensamiento se interrumpió por completo. Escuchaba el suave mugido de la vaca.

Recordó que nunca hacía una copia hasta terminar el segundo borrador.

La copia del manuscrito que estaba en poder de Annie Wilkes era, de hecho, la única que existía en el mundo. Incluso había quemado sus propias notas.

Eran dos años de duro trabajo que no significaban nada para aquella chiflada.

Era Misery lo que le gustaba. Mejor dicho, era Misery

la que a ella le gustaba, no un vulgar ratero malhablado del Harlem hispano.

Se acordó de lo que había pensado: «Si quiere, haga gorros de papel con las hojas de ese manuscrito; pero por favor…».

La rabia y la humillación resurgieron en su ser acompañadas del primer latido sordo en sus piernas. Sí… El trabajo, el orgullo de su trabajo, el valor del trabajo en sí mismo…, todas esas cosas se desvanecían en las sombras del olvido cuando el dolor se volvía insoportable. Que una mujer así le hiciese eso,

que pudiese hacérselo cuando él había pasado la mayor parte de su vida creyendo que la palabra «escritor» era la definición más importante de sí mismo, hacía que la viese como algo absolutamente monstruoso, algo de lo cual tenía que escapar. Ella era realmente un ídolo y si no le mataba, sí podría matar todo cuanto llevaba dentro.

Oía el ansioso gruñido del cerdo. Había creído que quizá podría molestarle; pero no, aquel nombre le parecía maravillosamente adecuado para un cerdo. Recordó cómo ella había imitado al animal retorciendo el labio superior hasta tocarse la nariz, mientras sus mejillas parecieron aplastarse. En ese momento parecía verdaderamente un cerdo.

Su voz llegaba desde el establo:

—Marraaano, marrraaaano, cuuuchi…

Se echó hacia atrás, se tapó los ojos con el brazo tratando de aferrarse a su rabia porque le infundía valor. Un hombre valiente podía pensar. Un cobarde, no.

Aquella mujer había sido enfermera, de eso estaba seguro. Pero ¿todavía lo era? No, porque no iba a trabajar. ¿Por qué no ejercía? Era evidente. No estaba en sus cabales. Si

él había podido percibirlo a través de su bruma de dolor, seguramente sus colegas también lo habían notado.

Disponía de un poco más de información para juzgar hasta qué punto estaba chiflada esa mujer. ¿No era así? Lo había arrastrado desde el coche y en lugar de llamar a la policía o a una ambulancia, lo había instalado en la habitación de los huéspedes, le había metido un suero intravenoso y bastante droga en el cuerpo, tanta, que había caído en lo que ella llamaba «depresión respiratoria», por lo menos una vez. No había mencionado a nadie que él estaba allí, y si hasta ahora no lo había hecho, eso significaba que no tenía intención de hacerlo.

¿Se habría comportado del mismo modo si él hubiese sido Joe Blown de Kokomo? No, seguro que no. Le retenía allí porque él era Paul Sheldon y ella…

«Ella es mi admiradora número uno», se dijo, apretando el brazo sobre los ojos.

En la oscuridad, vio brillar un horrible recuerdo. Su madre lo había llevado al zoológico de Boston y él había estado observando un pájaro enorme. Tenía las plumas más hermosas que había visto en su vida, de un rojo púrpura y un azul encendido. Pero sus ojos eran muy tristes. Preguntó a su madre de dónde procedía ese pájaro y al oír decir que de África, comprendió que el ave estaba condenada a morir en aquella jaula, lejos del lugar al que Dios la había destinado. Entonces se echó a llorar. Su madre le compró un helado y él interrumpió el llanto por un rato; pero luego volvió a pensar en ello y comenzó a llorar de nuevo. Mientras volvían a casa en el tranvía que los llevaba de regreso a Lynn, su madre le dijo que era un niño tonto y afeminado.

Aquellas plumas… Aquellos ojos…

Los latidos de las piernas empezaron a intensificarse.

¡No, no, no…!

Aumentó la presión del brazo sobre su cabeza. Podía oír los ruidos desiguales que llegaban del establo. Era imposible distinguir su origen, pero en su cerebro se mezclaba la ficción de los recuerdos:

«su mente, su creatividad…, eso es lo que quise decir».

La imaginaba sacando las balas de heno del desván con el tacón de sus botas y haciéndolas rodar hasta el suelo del establo.

«África. Ese pájaro era de África. De…».

De pronto, cortando el flujo de su pensamiento como un cuchillo afilado, recordó la voz agitada de la mujer:

«—¿Usted cree que cuando me sentaron en el banquillo en Den…?

»¡En el banquillo! ¡Claro! Cuando la sentaron en el banquillo en Denver.

»—¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios?

»No sé de dónde saca tantas historias, decía mi madre. Yo sí lo sé…

»—Diga su nombre.

»Nadie en mi familia tenía una imaginación como la suya, decía mi madre.

»—Annie Wilkes».

Quería que ella dijese algo más, pero no añadió nada.

—Vamos —murmuró con el brazo sobre los ojos, pues aquella postura parecía estimular sus recuerdos, su imaginación. A su madre le gustaba contar a la señora Mulvaney, a través de la verja, qué maravillosa imaginación tenía su hijo, tan vívida, y qué maravillosas historias escribía, excepto cuando le llamaba tonto y afeminado, por supuesto—. Vamos, vamos, vamos…

Podía imaginar el tribunal de Denver, podía ver a Annie Wilkes en el banquillo llevando un viejo vestido de un negro violáceo y un sombrero horrible. La sala del tribunal estaba abarrotada de espectadores, el juez era calvo y llevaba gafas. Tenía, además, un bigote blanco que cubría casi por completo una marca de nacimiento.

—Vamos —susurró.

Pero no pudo seguir adelante. El abogado defensor le preguntaba su nombre y una y otra vez ella afirmaba que se llamaba Annie Wilkes, pero no añadía nada más. Allí estaba, con su cuerpo sólido, fibroso, ominoso, desplazando el aire y repitiendo su nombre… Sólo eso…

Tratando todavía de imaginar por qué habían sentado en un banquillo a la exenfermera que le había hecho prisionero, Paul se sumió en el sueño.

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