Misery

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I - Annie » 15

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Al verla entrar creyó que se trataba de un sueño, pero la realidad, o el puro y brutal instinto de supervivencia, se impuso y empezó a gemir y a suplicar como desde un pozo cada vez más profundo de irrealidad. Sólo vio con nitidez que ella llevaba un vestido azul oscuro y un sombrero floreado, exactamente el mismo atuendo con que él la había imaginado en el banquillo de Denver.

Tenía la cara encendida y los ojos brillantes. Estaba todo lo cerca de la hermosura que Annie Wilkes podía llegar a estar. Cuando más adelante trataba de recordar la escena, las únicas imágenes que podía evocar con claridad eran sus mejillas sonrosadas y el sombrero floreado. Desde el último baluarte de cordura y capacidad de análisis que le quedaban, el Paul Sheldon racional pensó: «Parece una viuda que acaba de follar después de diez años de abstinencia».

Llevaba en la mano un vaso de agua, un gran vaso de agua.

—Tome —dijo sosteniéndole la nuca en la mano, aún fría por la intemperie, para ayudarle a incorporarse. Bebió rápidamente y el agua se derramó en la barbilla y en la camiseta. Ella retiró el vaso.

Gimió suplicante con las manos temblorosas extendidas.

—No —le dijo—. No, Paul. Poco a poco, o vomitará.

Al cabo de un rato, volvió a darle el vaso y le permitió dos sorbos.

—La droga —dijo él tosiendo.

Se relamió los labios y chupó la lengua. Recordaba vagamente cómo había bebido sus orines, lo calientes y salados que estaban.

—Las cápsulas…, el dolor…, por favor, Annie, por favor, por el amor de Dios, ayúdeme, el dolor es horrible.

—Ya sé que lo es, pero debe escucharme —dijo mirándole con su extraña expresión severa y maternal—. Tuve que marcharme a meditar. He reflexionado profundamente, ¿sabe? No estaba muy segura. Mis ideas son a veces confusas; lo sé, lo acepto. Por eso, cuando me preguntaban, no podía recordar dónde había estado todas aquellas veces. Así que recé. Hay un Dios, ¿sabe?, y responde a las oraciones. Siempre responde. Así que recé y dije, querido Dios, Paul Sheldon puede estar muerto cuando regrese. Pero Dios dijo: no estará muerto. Yo le he preservado para que tú puedas enseñarle el camino que debe seguir.

Dijo «empujarle», en lugar de «enseñarle», pero Paul apenas la oía. Sus ojos estaban clavados en el vaso de agua. Le dio otros tres sorbos. Bebió como un caballo, eructó y gritó cuando los escalofríos y los calambres recorrieron su cuerpo.

Mientras tanto, ella lo miraba con benevolencia.

—Le daré su medicina y aliviaré su dolor —dijo—; pero antes tiene algo que hacer. Volveré enseguida.

Se levantó y se dirigió a la puerta.

—¡No! —gritó él.

Pero Annie no le hizo caso. Y se quedó allí, encasillado en su dolor, tratando de no gemir, pero gimiendo.

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