Misery

Misery


I - Annie » 19

Página 22 de 133

1

9

Le obligó a quemar la primera página, la última y nueve pares de páginas de diferentes partes del manuscrito, porque el nueve, según dijo, era un número mágico y el nueve doble daba suerte. Vio que ella había tachado las palabrotas con un rotulador, al menos hasta donde había leído.

—Bueno —exclamó tras quemar el último par—, se ha portado como un buen chico y un buen perdedor. Sé que esto le duele tanto como las piernas, así que no lo prolongaré más.

Quitó la parrilla y metió el resto del manuscrito en la barbacoa aplastando los restos negros y crujientes de las páginas que él ya había quemado. La habitación apestaba a cerillas y a papel carbonizado. «Huele como el vestidor del diablo», pensó delirante. Si hubiese habido algo en la arrugada cáscara de nuez que una vez había sido su estómago, lo habría vomitado.

La mujer encendió otra cerilla y se la puso en la mano. Él se incorporó como pudo y la lanzó en la barbacoa. Ya no importaba. No importaba nada. Se dejó caer y cerró los ojos.

Ella lo agitó suavemente.

Alzó los cansados párpados.

—Se ha apagado.

Encendió otra cerilla y volvió a dársela. De nuevo se las arregló como pudo para incorporarse, despertando un dolor terrible en las piernas. Acercó la llama a los bordes del manuscrito. Esta vez prendió en el papel en lugar de extinguirse.

Volvió a echarse con los ojos cerrados escuchando el crujir de los papeles, sintiendo el calor del fuego.

—¡Dios mío! —gritó ella, alarmada.

Abrió los ojos y vio que grandes pavesas y trozos de papel surgían de la barbacoa flotando en el aire caliente.

Annie salió de la habitación dando tumbos. Paul oyó cómo llenaba un cubo de agua de la bañera. Contempló con indolencia un oscuro trozo de manuscrito que volaba por la estancia y aterrizaba en una de las cortinas de gasa. Hubo una breve chispa, el tiempo justo de preguntarse si se incendiaría la habitación; luego la chispa se extinguió dejando un agujero parecido a la quemadura de un cigarrillo. Cayó encima de la cama y en los brazos. En realidad, no le importaba en absoluto dónde cayese.

Annie volvió. Su mirada trató de abarcar toda la habitación, intentando seguir el trayecto de cada página carbonizada que se elevaba y planeaba en el aire. Las llamas temblaban y surgían del interior de la barbacoa.

—¡Dios mío! —repitió con el cubo en la mano sin saber dónde lanzar el agua o si haría falta hacerlo.

Babeaba con los labios temblorosos. Mientras Paul observaba, sacó la lengua y se los limpió.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Al parecer, era todo cuanto podía decir.

A pesar de hallarse atenazado en las garras del dolor, Paul tuvo un instante de intenso placer. ¡Qué hermoso era ver a Annie Wilkes atemorizada!

Otra página voló flameando aún con zarcillos de fuego azul. Eso la decidió. Con otro «¡Dios mío!», arrojó cuidadosamente el cubo de agua sobre la barbacoa. Hubo un monstruoso chisporroteo y un penacho de vapor. El olor a quemado era húmedo, desagradable y sin embargo cremoso.

Cuando Annie se marchó, consiguió una vez más incorporarse en un codo. Miró dentro de la barbacoa y vio algo que parecía un montón de troncos carbonizados flotando en un charco nauseabundo.

Annie volvió al cabo de un rato.

Era incombustible; pero estaba canturreando.

Lo sentó y le metió las cápsulas en la boca.

Él se las tragó y volvió a echarse, pensando: «La mataré».

Ir a la siguiente página

Report Page