Misery

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I - Annie » 28

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Lo llevó en la silla hasta la ventana. Por primera vez en mucho tiempo, el sol cayó sobre su piel pálida y llagada, y le pareció que murmuraba de placer y agradecimiento. Los cristales tenían un borde de escarcha y al tocarlos, sintió un escalofrío. Era una sensación refrescante y nostálgica, semejante a la carta de un viejo amigo.

Por primera vez desde hacía semanas, que le parecieron años, podía contemplar un panorama distinto al de su habitación con sus realidades inmutables: empapelado azul, fotografía del Arco de Triunfo, el larguísimo mes de febrero simbolizado con un niño corriendo cuesta abajo en un trineo. Supuso que su mente volvería a la cara de ese niño cada vez que enero se convirtiese en febrero, aunque viviera para ver ese cambio cincuenta veces. Contempló el nuevo mundo que le ofrecía la ventana con la misma ansiedad con que había visto su primera película siendo un niño:

Bambi.

El horizonte estaba cerca, siempre lo estaba en las Rocosas, donde sus inclinadas superficies de tierra impedían una visión más amplia del mundo. El cielo lucía un perfecto color azul sin nubes. Una alfombra verde de bosque subía por el flanco de la montaña más cercana. Entre el comienzo del bosque y la casa, habría unas tres mil hectáreas de campo abierto y la nieve que lo cubría era de un blanco inmaculado y radiante. Era imposible distinguir si bajo la nieve había tierra de labranza o prado abierto. Sólo un edificio interrumpía la vista de aquella zona: un establo rojo muy limpio. Cuando ella le hablaba del ganado o cuando la había oído pasar ante su ventana, con la respiración deformando la línea impasible de su rostro, había imaginado el establo como una especie de barraca que podía ilustrar un libro de fantasmas para niños, con el tejado torcido a punto de hundirse, con las ventanas rotas y polvorientas tapadas con trozos de cartón y las puertas desvencijadas y medio derruidas. Esa estructura limpia y cuidada, de un rojo oscuro con bordes de color crema, parecía el garaje para varios coches de un opulento hacendado rural. Frente al establo había un

jeep Cherokee de unos cinco años, pero muy bien conservado. A un lado, un arado Fischer en un soporte de madera. Para adosar el arado al

jeep, ella sólo tenía que conducirlo suavemente hasta el soporte, de modo que sus ganchos encajasen en las argollas y cerrarlas con el seguro desde el coche. Era el vehículo perfecto para una mujer que vivía sola y que no podía llamar a un vecino para que la ayudara, a excepción de los malditos Roydman, por supuesto; y seguro que Annie no aceptaría unas chuletas de cerdo aunque se estuviese muriendo de hambre. El camino de entrada estaba cuidadosamente arado, demostrando que utilizaba su maquinaria. Pero no se veía la carretera, la casa interfería la visión.

—Veo que está admirando mi establo, Paul.

Se volvió a mirarla, sorprendido. El movimiento rápido e imprevisto despertó el dolor en lo que quedaba de sus tibias y en el extraño bulto que había sustituido su rodilla derecha. Se retorció en su jaula de huesos y luego volvió a dormirse ligeramente.

Ella llevaba una bandeja de comida. Comida ligera, de hospital, pero sus tripas gruñeron en cuanto la vio.

—Sí —le dijo—, es muy bonito.

Annie puso la tabla sobre los brazos de la silla de ruedas y la bandeja encima de la tabla. Se acercó una silla y se sentó a su lado, mirándole mientras comía.

—¡Vamos, vamos! «Es bonito, si bonito se conserva», decía mi madre. Lo mantengo así porque, si no lo hiciera, los vecinos me criticarían. Todos están contra mí y siempre andan buscando la manera de desacreditarme. Por eso lo mantengo impecable. Es muy importante guardar las apariencias. En realidad, el establo no me da demasiado trabajo si no dejo que las cosas se acumulen. Lo más jonino es evitar que la nieve hunda el tejado.

«“Lo más jonino” —pensó—, recuérdalo en tus memorias cuando te refieras al léxico de Annie Wilkes, si es que vives para escribir tus Memorias. No olvides lo de pajarraco, hijo de puta…».

—Hace dos años, Billy Haversham instaló cintas térmicas en el techo. Se aprieta un botón, las cintas se calientan y la nieve se derrite. Este invierno ya no las tendré que usar muchas veces. ¿Ve cómo la nieve se derrite sola?

El tenedor que Annie sostenía para darle la comida se detuvo antes de llegar a su boca mientras él miraba el establo. Había una hilera de carámbanos en el alero. Las puntas goteaban deprisa. Cada una de ellas brillaba al caer en el estrecho canal que corría en la base del establo.

—¡Todavía no son las nueve y ya estamos a trece grados! —continuaba Annie alegremente mientras Paul imaginaba el parachoques de su Camaro sobresaliendo de la nieve y brillando al sol—. Claro que todavía nos quedan dos o tres chubascos y probablemente otra tormenta; pero la primavera se acerca, Paul. Mi madre siempre decía que la esperanza de la primavera es como la esperanza del cielo.

Volvió a dejar el tenedor en el plato.

—¿No quiere el último bocado? ¿Ha terminado ya?

—Sí, ya he terminado —respondió y, en su mente, los Roydman venían por la carretera desde Sidewinder y una flecha brillante de luz sorprendía la cara de la señora Roydman haciéndola parpadear… «¿Qué es eso de allá abajo, Ham…? No me digas que estoy loca, hay algo allí abajo. El reflejo casi me ha deslumbrado. Da marcha atrás, quiero echar otro vistazo», decía.

—Entonces, me llevaré la bandeja y usted podrá empezar —dijo, obsequiándole con la más cálida sonrisa—. La verdad, no puedo expresar lo entusiasmada que estoy.

Se fue, dejándole sentado en la silla mirando el agua que caía de los carámbanos que colgaban en el alero del establo.

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