Mila 18

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CUARTA PARTE » CAPÍTULO XI

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Alfred Funk bajó los ojos hacia un desgastado plano del gueto y se frotó las manos con anticipado regocijo. Después cogió una lupa y la movió por encima del plano, parándose en los emplazamientos de tropas, carros blindados y artillería, señalados con alfileres de varios colores. Un par de éstos los cambió de sitio para señalar sendas baterías de reflectores de gran potencia.

Se sentía honrado de que en Berlín hubiese encontrado un tal espíritu de perdón, de que le dieran la oportunidad de reivindicarse a sí mismo. Esta vez no fracasaría.

Su plan era muy sencillo. Cada siete metros, alrededor del muro, alternaría un «observador de raza extranjera» con un policía de los Polacos Azules. Un oficial de las SS estaría de patrulla en cada una de las secciones de doscientos metros, detrás de los ucranianos, para asegurarse de que no vendieran sus armas a los judíos. El círculo de soldados en torno a la pared del gueto imposibilitaría toda salida en grupo de los de dentro, así como que un hombre solo se escabullera, burlando la vigilancia.

Los ingenieros de la ciudad y los del Ejército le aconsejaron que no volase las cloacas. Los enormes tubos del Kanal podían dar lugar a que parte de la ciudad se hundiera en el suelo, al paso que el desagüe hacia el Vístula quedaría interrumpido. Lo que haría sería colocar guardias en todas las bocas de cloaca que condujeran al gueto, al mismo tiempo que haría bajar hacia el fondo acordeones de alambre espino. Con esta medida no se detendría la corriente de aguas sucias, y en cambio se cogería en una trampa a los judíos que tratasen de escapar por las cloacas. Tanto en ellas, como en los refugios del gueto, emplearían, además, velas que daban un gas venenoso.

Una vez cerradas todas las salidas, Kunk metería dentro del gueto al Cuerpo Reinhard, fuerzas de la Wehrmacht y de las SS de Waffen con vehículos acorazados listos para actuar. La mayoría de los cuarenta mil judíos se encontraban en los recintos de las fábricas. Funk los cazaría rápidamente y los pondría en camino de Treblinka.

La lupa se detuvo en un punto del plano del sector ario, cerca de la plaza Muranowski, señalado con una fila de posiciones de reflectores. Funk se elogió a sí mismo diciéndose que el colocar aquellos faros había sido una idea genial. Haciendo actuar dos relevos de tropa día y noche, los judíos no tendrían la posibilidad de descansar ni de cambiar de posiciones. En cuanto estuvieran fuera los trabajadores de las fábricas, metería dentro los perros y detectores especiales de sonidos para descubrir los refugios y limpiarlos con dinamita, lanzallamas o gas venenoso.

La misma noche que sus soldados entraran a ocupar sus emplazamientos respectivos, cortarían el agua y la electricidad.

Era un plan maravilloso, sencillo, eficaz, a prueba de fracasos.

En Treblinka todo estaba a punto para aplicar el «tratamiento especial». El proceso completo ocuparía de tres a cuatro días. A lo sumo, cinco.

«Ahora pensemos en las Fuerzas Judías», se dijo Funk. Quería que fuesen ellos los que disparasen primero y se comprometieran en una batalla. De este modo podría barrerlos en pocas horas. Una vez eliminados los combatientes, la liquidación de los demás sería mucho más fácil. Pero ¿dispararían contra unas tropas copiosamente armadas? No, maldita sea. Se acobardarían.

Si los judíos abrían fuego, el caso le costaría algunos hombres. De diez a veinte bajas. ¿Debería enviar allí a los ucranianos el primer día, a fin de que sufrieran las bajas ellos? No. ¡El honor debía cosecharlo el Cuerpo Reinhard! Era una vergüenza tener que poner al Cuerpo Selecto en el riesgo de derramar su sangre, pero tales son los azares de la guerra. Significaría un insulto para ellos si no entraban los primeros en el gueto.

Funk volvió a recorrer el plano, redistribuyó los tanques de reserva y colocó la artillería en posiciones que le permitiesen lanzar un fuego cruzado más eficaz. Luego dejó la lupa y cogió la lista de tropas que tenía a su disposición.

Unidades de las SS

Plana Mayor y oficiales de las SS, Varsovia.

Cuerpo Reinhard, Varsovia.

SS especiales de Waffen, Trawniki y Poniatow.

Batallón Panzer de Granaderos de las SS.

Batallón de caballería mecanizada de las SS.

Regimiento de Policía de las SS, Lublin.

Compañía de Perros de las SS, Belzec.

Todas las unidades de la Gestapo de Varsovia.

Unidades de la Wehrmacht

Batallón de Infantería.

Compañías independientes de Ingenieros.

Compañías independientes de lanzallamas.

Un batallón y una batería de artillería.

Destacamento especial de unidades de reflectores antiaéreos.

Compañía del Cuerpo de Sanidad.

Unidades locales

Todas las compañías de la Policía Azul Polaca.

Todas las brigadas contra incendios.

Guardias de razas extranjeras.

Un batallón mixto de guardias del Báltico.

Un batallón de ucranianos.

Alfred Funk suspiró de contento. Su brigada especial de ocho mil hombres se concentraba rápidamente. Los que estaban fuera de Varsovia se encontraban ya en camino. Era una bonita combinación de fuerzas. Funk murmuró unas palabras lamentando tener que exponer a los hombres de las SS al primer fuego, pero no había alternativa… Simplemente, no había alternativa.

Horst von Epp regresó de su viaje mensual acostumbrado de cuatro días a Cracovia, sabiendo que el Oberführer Funk estaba en Varsovia desde hacía tres días. En el mismo instante que Horst entró en el despacho del Oberführer, éste se levantó de la mesa como disparado por un resorte, gritando entusiasmado:

—¡Ah, ah! Paso a Nevile Chamberlain, el gran negociador. ¡El gran apaciguador!

—Por los trémolos de gozo de tu voz, diría que te han confiado la misión de aniquilar algo.

—¡Mira! —dijo Funk, señalando, orgulloso, el plano—. Agradezco esta oportunidad de reivindicarme. —Dio una palmada al cogerse las manos por la espalda, y empezó a pasear con aire garboso—. En seguida que llegué de Dinamarca, me llamó Himmler y me dijo: «Basta de tonterías. El Führer le ordena suprimir inmediatamente el gueto de Varsovia. Hay que borrar de la faz de la tierra aquel símbolo de la judería. Usted, Alfred, tiene derecho de preferencia sobre todas las tropas del Área del Gobierno General».

Horst von Epp hizo una mueca y abrió de par en par el armario de los licores.

Funk apoyaba los nudillos en la mesa y se inclinaba adelante con el cuerpo muy tieso y los ojos llameando vehementes.

—Ya sabes, Horst, tú, con tus sedosas palabras, me tuviste unos momentos engañado. ¡Vaya que sí, negociar con los judíos! Fui un tonto al escucharte. Debía cumplir las órdenes al pie de la letra ya en enero.

Un rápido trago de whisky escocés descendió por la garganta de Von Epp. Lo siguió otro al momento, y un tercero fue a llenar el vacío del vaso. Entonces el barón dio media vuelta, se enfrentó con Funk y se puso a reír con una carcajada irónica. La cara del Oberführer se estremeció al pasar de la expresión de cólera a la del asombro.

—«Con los hombres razonables, razonaré… A los hombres humanos les suplicaré… Pero a los tiranos no les daré cuartel…».

—¡En nombre del diablo! ¿Qué estás balbuceando, Horst?

—Como buen propagandista, estudié el arte de otro buen propagandista. Todos deberíamos estudiar a los que nos han precedido, ¿no te parece?

—No recuerdo la frase, ni veo que haya ocasión para tus risas.

—Te estoy recitando a William Lloyd Garrison, genial propagandista americano.

Los músculos del rostro de Funk se contrajeron de cólera.

—Quizá sería más adecuado que citases a Nietzsche.

—¡Ah, sí! Ese gran humanitario de Friederich Wilhelm Nietzsche. Para entrar en una civilización más elevada, una super raza debe destruir implacablemente las civilizaciones inferiores que existen. Hemos de despojarnos, purgarnos, limpiarnos de perversiones judeo-cristianas, a fin de conseguir esa forma suprema de vida. Bien, ¿qué tal te parece esto como cita de Nietzsche, Alfred?

—Sois los hombres como tú (que pactáis con formas infrahumanas de vida) los que impediréis que el pueblo alemán alcance sus metas.

Horst dejó caer las manos.

—Ahí estamos otra vez, subvalorando a los americanos. Una enfermedad nuestra, crónica, incurable, esa de subvalorar a los americanos. —Horst se acomodó en una silla frente a Funk, e inclinó una vez más la botella de whisky—. Yo parafraseo a un americano subvalorado. Los hombres razonables razonan… Los hombres misericordiosos manifiestan misericordia… Los tiranos destruyen. Nosotros destruimos porque debemos destruir, porque tenemos que destruir.

—Estás jugando a juegos peligrosos con cosas primordiales, Horst. Sigue mi consejo. Cambia de tono. En Berlín no están muy contentos con algunas de tus actitudes.

—Ahórratelo, Alfred. Cuando el Tercer Reich caiga aplastado, necesitaréis apologistas como yo para exponer la teoría de las excusas. ¿Qué diré? ¡Ah, sí! Aquí no había nadie sino nosotros, los antinazis. ¿Qué podíamos hacer? Órdenes eran órdenes.

—Tus palabras son una traición a la Madre Patria.

Horst se levantó de la silla de un salto y dio un golpe en la mesa con la botella. Era la primera manifestación de mal genio que Funk había visto en él y se quedó callado de puro asombro.

—¡Maldito seas! —gritó Horst—. No soy ni un tonto de remate, ni bastante cobarde para continuar sonriendo y fingiendo y dando taconazos y doblándome por la cintura en presencia de un desastre total. ¡Dilo, Alfred! ¡Alemania ha perdido la guerra!

A Funk se le salían los ojos de las órbitas de incredulidad.

—¡Hemos perdido la guerra! ¡Hemos perdido la guerra! ¡Hemos perdido la guerra! —bramó Horst.

Funk palideció y se sentó.

—Ahora se nos presenta la oportunidad de amortiguar los golpes de la derrota, si somos bastante inteligentes para reconocer que hemos perdido y nos preparamos cuidadosamente para el desastre. Pero ¿qué hacemos? Intensificamos los asesinatos en Auschwitz. Cinco mil polacos y eslavos más por día… Ante la realidad de la derrota, reaccionamos abriendo de par en par las puertas de nuestra propia destrucción.

Funk sonrió débilmente y se secó la frente. Pensó que sería mejor cambiar de tema. Cuando discutían, invariablemente, Von Epp le enredaba en un laberinto de confusiones. ¡Era el diablo en persona! Un hermoso día, Himmler le ordenaría que le desembarazase de Von Epp. Sería un gran placer, de veras.

Alfred Funk se aclaró la garganta.

—Una de las cosas de que hablé con Goebbels se refiere a ti. La semana próxima hemos de reunimos en Lublin y planear una campaña para minimizar los detalles desagradables que hay en Polonia. Empezaremos por reducir el número de judíos afectados por la solución final. Luego negaremos que los campos de tratamiento especial dispongan de instalaciones para otra cosa que no sea el trabajo. A fin de eliminar las pruebas, estamos instalando máquinas trituradoras de huesos en todos los centros de tratamiento especial. Además, a quienes se les aplicó el citado tratamiento por medio de pelotones de ejecución, los están exhumando para incinerarlos. En la 4B, Eichmann tiene en actividad grupos fijos de personal que sacan una serie duplicada de informes (juicios, epidemias y por el estilo), que explican buena parte de las defunciones. En Theresienstadt, Checoslovaquia, hemos establecido un campo modelo para judíos y hemos invitado a la Cruz Roja a que lo inspeccione…

—¡Cállate, Alfred! ¡Arañamos el suelo como perros, a fin de esconder las defecaciones, mientras procedemos a ahogarnos a nosotros mismos en nuestros propios vómitos!

Alfred Funk volvió a notar en el estómago aquella sensación extraña. Y midió sus palabras cuidadosamente:

—El mundo tiene una memoria corta.

—Yo creo que esta vez no olvidará. Los judíos poseen una memoria larga. Siguen llorando por templos que perdieron hace dos mil años y repiten cuentos de viejas sobre liberaciones y ritos habidos en los albores de los tiempos. ¿Sabes lo que me respondió un rabí anciano cuando le pregunté una vez acerca de la memoria de los judíos?

—¿Qué?

—Que las palabras «yo creo» significan «yo recuerdo». Hasta a Nietzsche le dejaba atónito su capacidad para sobrevivir a todos los que han tratado de destruirles. Yo creo…, yo recuerdo… De modo que, ya lo ves, Alfred, dentro de dos mil años a contar desde hoy, los judíos viejos gemirán acordándose del Faraón nazi que les tuvo cautivos en Varsovia.

Unos pensamientos aterradores cruzaban el cerebro de Alfred Funk. Maldito Eichmann y su manía de acorralar judíos. ¡Maldito Globocnik! ¡Maldito Himmler! ¡Maldito Hitler! Todos ellos habían llevado demasiado lejos el asunto. ¿Qué podía decir él? ¿Qué podía hacer? Miró el plano de encima de la mesa. Dentro de pocos días tendría reunido su ejército. Quizá…, quizá cuando hubiese destruido al último judío pudiera entrar en la forma más elevada de vida que los nazis prometían. Funk recobró la calma. ¡Al diablo con Horst von Epp!

—Te diré una cosa, Alfred —dijo Horst, con los ojos irritados por haber vaciado la botella con demasiada rapidez—. Tú eres un hombre que entiende de matemáticas de los cheques y los saldos. Nosotros, los alemanes, estimamos las matemáticas. El saldo del crimen es, invariablemente, el castigo. Sólo tenemos ochenta millones de alemanes. No es número suficiente para soportar nuestra culpa. Para equilibrar la balanza, transmitimos nuestras sentencias a un centenar de generaciones no nacidas todavía que habrán de cumplirlas.

Alfred Funk empezó a temblar visiblemente. A martillazos le metían en la cabeza palabras para él impronunciables, pero que expresaban pensamientos que no podía acallar.

—Nuestros nombres serán sinónimos de hermandades del demonio. Se nos despreciará y atropellará con furia no mayor ni menor que los desprecios y atropellos que nosotros hemos acumulado sobre los judíos.

Alfred Funk se apartó de la mesa. Trasudaba intensamente. Había de tomar un baño.

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