Mila 18

Mila 18


CUARTA PARTE » CAPÍTULO V

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Piotr Warsinski dejó de golpe el receptor del teléfono y se rascó las escamosas manos. Otra vez había suplicado en vano a Sieghold Stutze que dotasen de armas de fuego a la Milicia Judía. Después del ataque del 18 de enero. Warsinski estaba seguro de que los alemanes volverían al gueto inmediatamente con una fuerza avasalladora. En cambio, habían transcurrido varios días en silencio y la policía judía empezaba a tener miedo de patrullar por las calles.

Warsinski rechazaba malhumorado la idea de que la emboscada de las calles Niska y Zamenhof hubiese sido otra cosa que un gesto demente realizado por un loco. Sabía que no se había planeado de verdad ninguna insurrección, y decidió abandonar los cuarteles e irse a la Prisión Pawiak. Las llamadas Fuerzas Judías Conjuntas no le daban ningún miedo. Hacía unas horas que habían traído a una chica sospechosa de formar parte de ellas. La tomaría un rato por su cuenta, y ello aliviaría la tensión. Acaso pudiera obligarla, a revelar el paradero de Eden, o de Andrei Androfski, o de Rodel. Si lograba presentar a Sieghold Stutze un regalo tan valioso, reafirmaría su prestigio personal.

Pero a medida que transcurría el tiempo, resultaba más difícil cada vez arrancar informaciones a aquella gente mediante el palo, murmuraba para sí Piotr Warsinski. El tormento no conseguía ya despegar los labios de los que quedaban. ¡Qué diablos! Desnudaría a la muchacha de sus ropas y la sacudiría bien. Sería una buena diversión vespertina.

A Piotr no le daba miedo andar solo por las calles. Así se lo decía a sus hombres. Sin embargo, habría sido una estupidez atraer sobre su persona el ataque de otro loco. En consecuencia, llamó a su guardia personal —seis gordos y fieles bravucones— para que le escoltasen hasta la Prisión Pawiak, unas manzanas más allá de los cuarteles.

Cuando llegó a la fea estructura de ladrillo rojizo, le aguardaba una llamada telefónica. La atendió en su despacho.

—Aquí el Sturmbannführer Stutze —dijo el austríaco.

—Diga.

—Warsinski, estuve pensando sobre su petición de armas. Quizá podamos suministrarle algunas para una escuadra especial de sus hombres…, a cambio de imponerles nuevos deberes.

—¿Cuándo podríamos hablar de este asunto?

—Mañana.

—Perfectamente. ¿Debo esperarle en los cuarteles? —preguntó Warsinski.

—No, no, no —apresuróse a responder Stutze—. Nos encontraremos fuera del gueto, en la Puerta Stawki, a las doce.

—A las doce. En la Puerta Stawki.

Warsinski se desabrochó el largo abrigo gris y lo colgó. Luego se quitó la chaqueta y se bajó los tirantes. Su voluminosa barriga, libre de opresión, se derramó por encima de los pantalones. Sentía picazón en las manos, y se las rascó hasta que le dolieron. Entonces abrió el cajón de la mesa y extendió sobre ellas un bálsamo verde, untuoso. El ungüento hizo asomar las lágrimas a sus ojos. Warsinski se tendió sobre el catre, con las manos debajo de la cabeza y la camiseta sucia de sudor debajo de los sobacos.

¿Qué se proponía Stutze? La hinchada cara de Warsinski cambiaba de expresión al compás de los opuestos pensamientos que cruzaban por su cerebro. Tendría que acudir a la cita. ¿Sería una trampa? Stutze quizá fuera un cobarde que no se atrevía a entrar en el gueto, y quería que la Milicia llenase los deberes del Cuerpo Reinhard. ¿Para qué otro fin le daría armas? ¿Había decidido Stutze que un converso como Warsinski no era verdaderamente judío y merecía la confianza de disponer de armas, lo mismo que los ucranianos? Warsinski se cepillaba el mostacho de manillar de bicicleta. ¿Por qué no habían de armarle? Les había sido fiel. Pero… también los Siete Grandes les habían sido fieles.

—¡Crac!

El ruido de algo que se astillaba le empujó a sentarse de un salto. Vio que la puerta se abría con tal violencia que casi saltaba de sus goznes.

Tres pistolas lo apuntaban a la vez. Un hombre cerró la puerta, el segundo fue hasta la mesa y arrancó de un tirón el hilo del teléfono. Warsinski miró por el rabillo del ojo al tercero. Le conocía de alguna parte. Alterman… Tolek Alterman, de los bathyranos.

Warsinski les miró con ceño, sin asomo de miedo.

—Tengo el placer de cumplir la sentencia dictada por las Fuerzas Conjuntas, condenándote a morir como traidor al pueblo judío —dijo Tolek.

Warsinski soltó una carcajada de desprecio.

—¡Guardias! —rugió—. ¡Guardias!

—No te oyen, Piotr Warsinski. Están encerrados. La Prisión Pawiak está en manos de las Fuerzas Judías Conjuntas. En este momento ponen en libertad a los prisioneros.

De la faz de Warsinski desapareció la mueca de burla. Las pistolas que le apuntaban las sostenían unas manos firmes. El jefe de la Milicia cruzó las suyas, cerró los ojos e inclinó la cabeza.

—Yo no suplico como los judíos —dijo—. Adelante. Estoy dispuesto.

—La cuestión no es tan simple —dijo Tolek—. Primero has de contestar una serie de preguntas.

Warsinski les miró con escarnio. Se lo figuraba. Los cobardes judíos eran incapaces de llevar adelante la ejecución.

«Todo es una pantomima… Hablemos…, negociemos…, regateemos…».

La bota de Tolek subió a chocar repentinamente con la barriga de Warsinski, hundiéndose en ella desde la punta hasta el tacón. Un segundo puntapié le dio en la mandíbula, mandando su cabeza contra la pared. Piotr estaba desorientado. Tolek hizo una seña con la cabeza a sus dos camaradas. El primero, Pinchas Silver, arrojó sobre la mesa un tornillo de orejas y unas tenazas. Adem Blumenfield sacó un látigo con púas en la punta.

—Hemos cogido un par de los juguetes que tenías tú en la sala de interrogatorios, Warsinski. Levántate y siéntate a la mesa.

Warsinski no se movió.

El látigo penetró hasta debajo de la ropa interior. Piotr se puso a gatas, arrastróse a toda prisa hasta la mesa y se sentó.

—El pulgar… Preséntanos el pulgar.

El látigo se abatió, esta vez encima del cuello.

—¡El pulgar!

Warsinski extendió una garra cubierta de ungüento Verde. Tolek aprisionó el pulgar de Warsinski dentro del tornillo e hizo girar lentamente el perno superior para someterlo a una presión firme.

—No tenéis reaños para darme tormento —dijo Warsinski, con una mueca de desafío—. No tenéis verdadero valor. ¡Los judíos son demasiado débiles!

Tolek deslizó su pistola dentro del cinturón, cogió el bigote excesivamente grande de Warsinski, encerrándolo dentro del puño, y de un solo tirón se lo arrancó de la cara.

—¡Ayyy! —gritó el otro, llevándose la mano libre al ensangrentado labio superior.

Tolek deslizó las tenazas hasta sujetar una de las sucias y desarrolladas uñas de la mano libre de Warsinski.

—Adam, aprieta el tornillo. Warsinski puede aflojar el perno con sólo que lo coja con la otra mano. El intento le costará una uña.

Adam hizo rodar el perno, clavando el tornillo en el nudillo de la víctima. Éste abrió la boca de dolor. El sudor corrió por su rostro y convirtió su ropa interior en unos andrajos empapados de húmeda sangre. Adam hizo dar al perno otro cuarto de giro.

—¡Aaayyy!

Warsinski trató súbitamente de coger el tornillo, pero Tolek sujetó las tenazas con fuerza y la uña quedó arrancada.

De la nariz de Warsinski salió un chorro de mocos, y sus ojos se convirtieron en un manantial de lágrimas.

—¿Querrás cooperar?

—¡Basta! ¡Basta! ¡Hablaré!

Cuando le dejaron libre el pulgar, Warsinski anduvo a tropezones por el cuarto, gimiendo y chocando contra las paredes hasta que se derrumbó sobre el suelo formando un montón balbuceante, gimiente, una masa de fealdad sudorosa.

Tolek y sus dos compañeros le miraron con disgusto. A Tolek le revolvía el estómago su propia brutalidad, pero comprendía que no podía ceder en presencia de un enemigo que lo habría considerado una prueba de debilidad.

—Ni siquiera ha resistido cinco minutos —dijo Pinchas—. Nunca creí que resistiese.

Los asaltantes arrastraron a Warsinski hasta el catre y lo echaron encima.

A los pocos minutos llegó Alexander Brandel, y después de estremecerse en el primer instante de ver a Warsinski, le amarró por espacio de doce horas a preguntas inspiradas por los datos que figuraban en los archivos del Club de la Buena Camaradería. Piotr Warsinski reveló sus propios crímenes, los perpetrados por sus oficiales, los emplazamientos de almacenes escondidos y dio informes sobre Stutze, Schreiker, Koenig, «Los Ruiseñores» y el Cuerpo Reinhard.

La mañana siguiente, Piotr Warsinski fue ejecutado, según la sentencia de las Fuerzas Conjuntas, mediante una sola bala disparada en la nuca.

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