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-  Podríamos pasar un día très jolie. París está lleno de flores y no hace tanto calor como en Barcelona.

-  No puedo cambiar mis planes, Sophie.

-  Pero Josué, no te pido la luna ni las estrellas.

-  Pero te las mereces

-  Quisiera merecer menos estrellas y un poco más de ti. Te noto distante, Josué. ¿He dicho o hecho algo que te haya molestado?

-  No, para nada. Tú no podrías hacer eso; eres un ángel

-  Tonto. ¿Seguro que no podemos vernos ni una hora? Puedo acercarme hasta donde quieras. Armand se queda con mis padres. ¿Quieres que te acompañe a Lyon? Podría pasar allí el fin de semana contigo.

-  Me encantaría, pero tengo docenas de reuniones. No voy a tener un minuto libre. He de concentrarme, y aunque deseo estar contigo, sé que si estás a  mi lado ya no podré pensar en otra cosa que en ti.

 

He hecho algunas averiguaciones sobre la influencia de los pensamientos en nuestra biología a partir de lo que me explicaba Gabriela hace unos días. Una de las personas que más ha publicado al respecto es un neozelandés, un tal Bruce Lipton, que es doctor en Medicina e investigador en biología celular. Su trabajo es muy interesante y útil para mí. Llevo varios días trabajando sobre mi pensamiento para cambiarme físicamente. La forma es importante. Nunca está de más cuidar la propia imagen. Antes yo buscaba la belleza pero la belleza no me buscaba a mí. Me frustraba. Ahora no busco la belleza, la creo.

Investigando a Lipton he llegado entonces hasta el doctor en biología molecular Estanislao Bachrach. Este último sostiene con sus investigaciones que el pensamiento también modifica al propio cerebro. Ha concluido que el cerebro no diferencia entre realidad y fantasía, dice que lo único que le importa al cerebro son nuestras creencias.

Aquello que creemos nos define y realiza. Cada pensamiento es una elección.

El poder del pensamiento es tal que influye en nuestra biología, en nuestro carácter, en la conformación de nuestro cerebro e incluso en la composición del agua y probablemente de las plantas. El pensamiento es poder, pero quien no cree en su poder  no lo tiene.

Aquello que creemos nos define y realiza. Cada pensamiento es una elección. No debo olvidarlo.

Si el pensamiento individual es poderoso, el pensamiento masivo mueve el mar y el viento, abre la tierra de cuajo, y propicia las guerras. El pensamiento colectivo es la revolución, es el principio y el fin, es el movimiento. El pensamiento en grupo conjura las dudas interiores individuales. No hay contrafuerza salvo la del pensamiento de otro grupo.

La física cuántica nos sugiere en cierto modo lo mismo. Cuanto más lejos llegamos en la observación del universo, más profundo y lejano éste será. Nosotros, con nuestra observación consciente, creamos cada una de las fronteras que se van sucediendo. Creamos las estrellas y el color pues nada hay allí que no sea capaz de generar nuestra fantasía.

A su vez, cuanto más poderoso es el microscopio que somos capaces de pensar, más diminuta es la partícula en la que podemos descomponer la materia. Nosotros creamos la división. Hasta tan lejos como seamos capaces de imaginar.

El pensamiento es la mayor fuerza creadora que existe. Y el pensamiento va a ayudarme ahora a cambiar mí físico, mi apariencia, la manera en que me ven, a curarme si así lo deseo. Voy a crear belleza. Sí, cada pensamiento es una elección.

Ya noto los cambios desde hace varios días. Son sutiles, infinitesimales, pequeños cambios de ángulo en una curva, una casi imperceptible metamorfosis de la textura, la profundidad de la sombra… pero están ahí. Si yo puedo verlos, si yo creo, ellos creerán.

Sostiene Punset que la belleza es la ausencia de dolor. Habría pues que renunciar a la memoria, según crecemos, para conservar entonces el dominio sobre la forma, la graciosa inocencia. Los recuerdos dolorosos marcan nuestra piel, matizan nuestros ojos, gastan nuestros cabellos. Sólo se puede vivir ahora. Sólo se puede ser ahora. El pensamiento debe estar liberado del pasado para ser un pensamiento creador. En el Ahora es donde está la atención de mi cuerpo y mi mente.

Hay que renunciar al cincel de la memoria sin renunciar a nosotros mismos, pues es distinto no recordar que haber olvidado.

 

 

XLVI – El vicio de mi boca

 

 

Sábado por la tarde. Besando delicadamente su boca, me estremezco al ver como separa delicadamente sus labios y me abre camino hacia su alma. Sin preámbulos, en la puerta de la habitación del hotel de Lyon donde vamos a instalarnos, Gabriela me ha ofrecido en sus ojos su cuerpo. Mis besos han caído instantáneamente sobre su boca y mis brazos la han abrazado con tanta ansiedad como torpeza. Me sobraban razones, me faltaban manos para acariciarla, me faltaba boca para besarla y ahora está entre mis brazos mientras sus manos suben por mi espalda recorriendo cada línea, acompasando cada beso, y el calor de nuestros cuerpos acoplados frente a frente nos embriaga. Detrás de nuestra sombra, la puerta de la habitación abierta de par en par, testifica el delirio.

Con mis dedos en su nuca y mi mano en su cuello enredo mi alma subiendo por sus cabellos. Jadeamos, inspiramos y nos miramos de tal suerte vencidos que se acrecienta el deseo. Mientras, mis labios hinchados y ardiendo ya están pellizcando su garganta, y algo más diestros mis dedos desabrochan pausadamente su blusa. Con cada botón se abre una ventana  de la que emergen prohibiciones húmedas y calientes, y con cada uno el dorso de mis dedos va rozando su sensible y blanca piel mientras desciendo. Su respiración entrecortada cuando mis ojos la miran afilados e inclementes. Esta tarde vas a ser mía, y esta noche, y durante mañana también, y cuando te vayas de esta ciudad, cuando yo quede solo con tu sudor sobre  mi piel, aquí quedará tu voluntad.

Su torso se exhibe completamente desnudo cuando la blusa de algodón cae por detrás de su espalda. La redondez del mundo, sensual, describe sus pechos, enmarcados por unos hombros angulosos y firmes. Su pecho es turgente y generoso, y el terciopelo de su piel nacarada encierra dos irresistibles aureolas en las que gobiernan dos juveniles botones del color y el gusto del azúcar moreno. Perdido, pues sólo perdido puede estar un hombre cuando la pasión se le ofrece sin impedimentos, sucumbo ante mi propio deseo. Mis dedos se clavan en su espalda apretándola contra mi vientre, mientras sus manos, por debajo de mis brazos, buscan aferrase entre mi nuca y mis hombros para poder desmayar su cuerpo. Su rostro cae hacia atrás, el mío hacia adelante con mi boca sedienta y mis labios que ya navegan sobre sus pechos. Mis manos nerviosas suben y bajan su espalda, desde su nuca hasta sus pantorrillas, desde sus nalgas hasta sus hombros, desde sus caderas a sus brazos, compartiendo el veneno. 

Enardecidos, nuestras cinturas se aprietan tanto la una contra la otra y, aún temiendo lastimarnos, no cedemos, y el calor es tal que emborracha todo el cuerpo, y aún así seguimos frenéticos, apretando su entrepierna contra la mía, su vientre contra al mío, los muslos entrelazados, la fiebre vaporizada por todas partes.

A nuestra espalda se oyen lejanas, ininteligibles y absurdas las voces  caminantes de otros huéspedes que a esa hora de la tarde deambulan por el pasillo de la planta del hotel donde se encuentra nuestra habitación. No los veo, pero intuyo que en su tránsito sus ojos se colarán vivaces por la puerta aún abierta para observarnos ahí, de pie, revueltos, locos, desesperados. Gimiendo el instante. Ansiando el momento.

Por encima del hombro de Gabriela me parece atisbar a una mucama del hotel que, desde fuera y claramente escandalizada, cierra por nosotros la puerta de la habitación. Me llevo entonces el cuerpo medio desnudo de Gabriela sobre la cama de sábanas blancas soleadas. El sol sobre su piel muestra su sedosa textura que parece irreal. Detenidamente desabrocho sus jeans y, mientras los separo cautelosamente de su cintura, y su respiración hace subir y bajar aceleradamente su ombligo, observo amanecer tímido el encaje semitransparente de su ropa interior de hilo negro que perfecciona, si eso es posible, la silueta de su cadera.

Retiro sus pantalones y los dejo caer en el suelo para seguidamente quitarme la ropa. Subo suavemente mis manos por el costado de sus piernas, desde los tobillos hasta sus caderas y después las desciendo de nuevo acariciándola intensamente. Las llevo de nuevo delicadamente hasta su cintura mientras mis besos sobre sus rodillas y sus muslos trepan con ellas. Gabriela cierra los puños sobre las sábanas mientras su rostro se vuelve hacia un lado y se arquea su espalda. Los músculos de su vientre y sus muslos se tensan. La humedad de su piel se mezcla con la mía y el perfume de su cuerpo me turba llevándome fuera de la razón si es que me quedaba algo de ella.

Mis uñas la rozan sutil e inofensivamente cuando mis dedos se insertan entre el encaje y su suave piel para deslizarlos lentamente hasta sus tobillos. Gabriela expira profundamente y se deshace de la última prenda estirando las puntas de sus pies hacia adelante, lo que tensa aún más los músculos de sus piernas y su vientre, elevando los pechos.

Mis manos y el vicio de mi boca regresan de nuevo. En un interminable y tortuoso ascenso desde sus pies hasta su pubis, hacen el camino de vuelta hasta la línea que esconde la húmeda hendidura que abre su vientre. Inclemente, mi boca cae sobre su monte de Venus mientras mi aliento caliente acaricia su vientre y mis manos sujetan firmemente sus caderas contra el colchón, ahora que mi pecho descansa sobre sus muslos. Este sería también un buen lugar para morir.

Delicadamente separo sus muslos y Gabriela abre tímidamente sus piernas dejándome caer flotando entre ellas.

-¡Dime que lo haga!

Muda y esclava, mordiéndose el labio, ella asiente enérgicamente con la cabeza que sigue tornada hacia un lado, hundiendo el rostro en la almohada.

-¡Dímelo, Gabriela!

-¡Hazlo, hazlo ahora…! –exclama jadeando, mientras su espalda se arquea una vez más y su mano izquierda, con sus dedos separados, se aferra a mi cabeza-. 

Al poner mis labios sobre su carne húmeda y aprisionarla sensualmente en el interior de mi boca, puedo ver como un erizamiento en su piel asciende desde su pubis hasta sus pechos erectos, describiendo una ramificación nerviosa que acaba arqueando todo su cuerpo, emanando gran cantidad de calor en torno a ella. Exhala tan profundamente que con el último aire saliendo de sus pulmones le tiemblan voluptuosamente todos los músculos que alcanzo a ver,  y puedo sentir en sus piernas, alrededor de mi cuello, los calambres que sacuden su alma. Gime y murmura cosas que no entiendo mientras mi boca cruel en su hendidura le provoca continuas sacudidas por todo su cuerpo.

Los suspiros y gemidos se le funden con lo que parecen ganas de llorar. Un espasmo sigue a otro, mientras sus uñas se han clavado y arañan aún mis cabellos. Sus piernas me aprisionan y me empujan hacia su interior. Su cadera se yergue nerviosamente sobre la cama, su espalda se sacude, su respiración se atraganta, y en ese instante Gabriela se hace vapor y todas las partículas de su cuerpo se dispersan explosivamente por toda la habitación, llegando a todos los rincones, y llevando con ella nubes de electricidad que rebotan por las paredes y le vuelven a entrar en el cuerpo, y así durante un largo tiempo en el que pierde la conciencia y la razón y yo con ella, pues su último grito reverbera en mi interior produciéndome una vibración sónica inefable que pone mis ojos en blanco y me fusiona con ella, arrastrándome  a ella, y la acompaño y no volvemos, durante mucho rato, desde allí, desde el otro lado del espejo.

Y allí nos quedamos, y allí volvemos, durante toda una tarde, yendo y viniendo, y ella se dio y yo me he dado, hasta la noche desnuda, hasta aplacar el deseo, mientras se pasan las horas, mientras huimos del tiempo.

XLVII – Entre la Razón y la Mística

 

 

Recostados los dos contra el cabezal de la cama, desnudos aún, la noche nos ha sorprendido, y la tenue luz de la iluminación urbana de Lyon es la que ahora alumbra el techo de la habitación. Uno al lado del otro, con mi mano derecha descansando sobre su muslo, nos vemos en el espejo que nos queda al frente y que nos enmarca como si de un retrato se tratara. Es fácil sonreír.

-Por cierto, bienvenida a Lyon.

-Bien hallado señor de los negocios. Por cierto ¿ya te has comprado el Mundo?

-Ya veo por dónde vas, Ganar el mundo y perder el alma. Marcos, versículo 8:36. Pero para que eso tuviera sentido para mí, Gabriela, primero habría que tener un alma que mereciese ser salvada. Y ese no es mi caso, creo.

-Si tú lo crees así… -dice llevando su mirada hasta la pared, al fondo-.

-¿Qué opinas tú?

-Eso no importa.

-Tan misteriosa como mística.

-¿Misteriosa y mística? Veo que voy ganando atributos en tu mente –desliza mientras sonríe ufana y achina ligeramente sus ojos-.

-Puedes estar segura de ello. Lo de misteriosa no me resulta tan desconcertante como tu inclinación a la mística. Observo que es algo que está afectando a gran parte del mundo científico. No sólo a ti, pero en ti tiene un acento especial. Cuanto más cerca estáis de desmontar la superchería y ofrecer al mundo una visión racional de nuestra existencia, más místicos parecéis.

-Es cierto, en cierto modo.

-Ya ¿Podrías darme alguna explicación más? ¿A qué se debe? ¿Qué está cambiando?

-Ciertamente, tras un largo periodo de racionalidad en todos los ámbitos de nuestras vidas, de nuestro pensamiento racional, es evidente que hemos permitido dar cabida en nuestra existencia a una pequeña pero significativa porción de misticismo. Hemos abierto la puerta a la mística, sí. Me refiero a la humanidad en general, no sólo a los que formamos el reducido círculo científico. Es sólo que nosotros somos un grupo donde esa revelación contrasta más y se hace más evidente ¿Verdad?

-Desde luego. Cuanto más se aproxima la religión a la ciencia, más parece que os aproximáis vosotros a ellos. Sois como dos grandes árboles que habiendo crecido paralelamente erguidos e inflexibles, durante largo tiempo, ahora vuestras copas empiezan a confundirse, allí en lo alto.

-Sí. La racionalidad ha estado presente en todas las esferas de la manifestación humana a lo largo de los dos últimos siglos, especialmente en Occidente. Ha habido racionalidad en la producción, en la economía, en la política…

-Efectivamente, la pauta que nos ha gobernado, o al menos nos ha guiado hasta ahora, en los dos últimos siglos, ha sido la razón. La administración lo más ordenada posible de todos los recursos ¿Qué hay de malo en ello, entonces?

-No, nada malo en sí mismo.

-¿Pues?

-El fin último de la razón es la supervivencia del Yo. Si analizás detenidamente cómo la razón nos conduce a través del catalizador de la racionalidad, observarás que el objetivo que siempre subyace es el de asegurar la supervivencia del Yo. La administración de los recursos, la política, la higiene, las leyes… todo nos lleva a un mismo destino; la conservación y perdurabilidad del Yo.

-¿Y la mística?

-La mística también conduce al mismo fin. Toda religión, toda filosofía está encaminada a la salvación del Yo. Supervivencia y salvación, vienen a ser lo mismo, distintas combinaciones de letras para un mismo significado.

-¿Cuál es entonces la diferencia entre mística y razón?

-La diferencia es que para la “razón” el Yo es un ser individual, separado del resto, aunque sea parte del conjunto. Pero es siempre un individuo. Mientras que para la “mística” el Yo es colectivo y comunitario, está unido y es indivisible. El Yo es la suma de los individuos. Por eso la mística acepta e integra conceptos abstractos mientras que la razón precisa de constataciones empíricas. Esto es porque el individuo necesita hechos probados, circunscritos a su realidad y su conocimiento, hechos que sea capaz de asimilar y hacer propios. Mientras que la mística, desde su naturaleza colectiva, acepta que el conocimiento es compartido y transversal, que reside en toda la comunidad. Hay un proverbio africano que reza algo así como que la verdad no está en una sola cabeza que me parece resume bastante bien ese pensamiento. Internet empieza a ser como el cíberplasma que aglutina esa idea, aunque todavía hay mucho camino por recorrer –añade con una cierta decepción en su mirada-.

-Veo que has usado la palabra pensamiento para referirte al proverbio africano, y sin embargo la palabra “idea” para referirte a Internet ¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia para ti?

-Las ideas son individuales y tienen titularidad. Los pensamientos no. Una idea puede ser propia, un pensamiento no. Como bien sabes, si como me dijiste estás estudiando derecho mercantil, se pueden patentar las ideas pero no los pensamientos. Cuando un pensamiento se expresa, aunque sea en el silencio interior de tu conciencia, deja de ser tuyo para devenir universal, pues, la cámara más profunda y oscura donde habita el eco de tu conciencia es esa una habitación compartida. La mística se nutre de pensamientos, la razón de ideas. Los proverbios y refranes vienen a ser el fruto de la manera de pensar dentro de una comunidad, una nación, una consecuencia cultural que trasciende a varias generaciones. Las ideas, por su parte,  son fundamentalmente la respuesta a una pregunta. El pensamiento, sin embargo, es a la vez la pregunta y la respuesta.

-¿Y tú qué eliges, Gabriela? ¿Mística o Razón?

-No hay por qué elegir, mística o razón, ambas son creaciones humanas. Se complementan. Para la razón, la salvación del grupo reside en la salvación individual de cada uno de sus miembros. Para la mística no es posible salvar al individuo sin salvar al prójimo. Son ambas orillas de un mismo camino. ¿Por qué habría que elegir?

-¿Se puede andar por ambas orillas?

-Lo intentamos, al menos lo intentamos. Y, afortunadamente, cuando nos perdemos y nos sentimos desorientados, sabemos que siempre hay una respuesta científica para todo, y eso nos mantiene focalizados, nos empuja hacia adelante.

En este momento me viene a la memoria el significado de su nombre, Gabriela, la Fuerza de Dios. Y me pregunto cuánta importancia tendrá en nuestra manera de ser la manera en que nos señalan al nacer.

-Mmm…. ya veo. Has conseguido inspirarme Gabriela, como siempre haces. Debiera pues pagarte con algo más que besos. Si me dejas y me acompañas, te llevaré a cenar a un lugar realmente místico desde donde juntos observaremos la racionalidad humana. Así, como tú dices, no tendremos que elegir.

-A ver… ¿Cenar en una ciudad francesa con un hombre tan apuesto? ¿Quién podría negarse, Josué? –dice acabando en una sonrisa irónica-. Por cierto ¿te has hecho algo en el pelo o…? No sé, se te ve mejor que nunca ¿Te andás cuidando? Será el poder que te favorece. Bueno, tengo hambre y es hora de cenar como tú dices. No te pongás presumido ahora y llévame lejos sin alejarnos mucho.

Y con sus últimas palabras salta de la cama y su reflejo enmarcado en la pared de enfrente desparece, dejándome solo en el espejo, en un extraño y desequilibrado encuadre, que no me convence. En realidad, su imagen desapareció unos instantes antes, se hizo borrosa y mi mano descansaba entonces sobre mi muslo, no en el suyo.

Al pasar por delante de la puerta del aseo la veo sentada graciosamente en la taza del wáter, orinando, desnuda, hermosa, carnal, voluptuosa,  con el rubor aún en las mejillas, mientras pícaramente me sonríe con su media sonrisa, y un nudo ahoga mi garganta y un golpe de ingravidez me brota en el pecho. Y ya no me importa nada más que estar a su lado y seguir a su lado y continuar a su lado y que nada me separe, y que la vea todos los días, la oiga, la huela, la sienta… Y entonces me doy cuenta y me pregunto mientras no puedo dejar de sonreír, cuando el ardor del vientre se sube a mis mejillas, cuando la angustia y la melancolía no existen   ¿Así que era esto? ¿Así que esto es la felicidad? Y se me escapa la risa por detrás de la boca.

XLVIII – Dos números y medio

 

 

“No puedo quedarme todo el fin de semana como te había prometido. No te lo dije antes para no estropear nuestra velada. Ha sido maravillosa. Pero debo volver a Barcelona mañana temprano para atender unos asuntos en la universidad que requieren, ineludiblemente, mi atención” Y con la misma insustancial indolencia de sus últimas palabras de ayer, cuando regresábamos al hotel, así hoy ha sido su ausencia en la cama, sin culpa, pero vacía. Más útil hubiera sido tener culpa. Sentirla.

No se ha despedido. Apenas quedaba su calor en las sábanas cuando me he despertado. Resultaría más reconfortante sentirse traicionado, pero ni siquiera eso me ha concedido. Sabíamos que se marcharía, y hacerlo con nocturnidad y alevosía tiene un no sé qué elegante y poético que embellece al huido. 

¿Qué hice? ¿Qué dije anoche? ¿Acaso eso importa? Gabriela se ha revelado como la niebla que va y viene.

Salimos ayer hacia las diez de la noche del Hotel Le Royal, recortando nuestro destino sobre la Place Bellecour. Oscurecía y un aire de tormenta parecía emanar del rio Saona cuando cruzábamos a pie Le Pont Bonaparte para adentrarnos en el Vieux Lyon, el barrio más antiguo de la ciudad, de estilo medieval, con calles serpenteando unas sobre las otras. El Saona se movía espeso como la lava y un impenetrable espejo negro reflejaba sobre su manto un cielo sin estrellas que apuntaba hacia el Norte. El agua y el tiempo deben ser primos hermanos pues cuando el agua se para también lo hace su pariente, y cuando ésta se agita pareciera que te apremia más la vida y no te detienes. La de anoche era una de esas veces, de esas, cuando el lento y pesado discurrir del cauce te susurra que atenúes el paso si no quieres tropezarte con lo absurdo y real de tu existencia. Yo le hice caso, y deambulamos sin rumbo por el adoquinado medieval de la Rue Saint-Jean durante algún tiempo, medio viendo, medio olfateando los escaparates de los restaurantes y sintiéndonos solos en aquel continuo ir y venir de turistas y gentes locales en busca del mejor lugar para hacer el postre, golpeando los hombros o encintando cada envite de los que nos venían de frente, que no eran pocos.

Me esfuerzo en recordarla, con su vestido gris perla de tirantes, sus hombros desnudos y la erguida torre blanca que es su cuello sosteniendo su mirada, perdida, al frente, con su escurridiza sonrisa, y la veo borrosa, distante, incompleta,  como si fuera cosa de muchos años, y el tiempo la hubiera desgastado en mi memoria.

-Tus ojos están tristes esta noche –me dijo ella-.

Yo no quisiera. No lo estaba. O quizás sí, ya no lo recuerdo. Fue ayer, y de eso hace ya mucho tiempo.

Cansados de parecer turistas, o de serlo, tomamos uno de los rojos funiculares que suben hasta la Basílica de la Fourviere, en lo alto de una de las colinas que coronan la ciudad de Lyon. El funicular es espartano siendo generoso con él. Su diseño hubiese resultado aburrido hasta para el más insulso de los padres del diseño soviético. Nos acomodamos, el uno junto al otro y, pese a todo, se nos antojó cómodo y, hasta cierto punto, frágil y elegante. No había nadie más, y eso nos pareció bien.

Como una suerte de brazo divino que desciende desde el cielo y extiende su mano para envolverte y elevarte de nuevo, así nos sentimos cuando el ruidoso y vacío funicular se elevó ladera arriba. No dijimos nada porque no había nada que decir. Era sencillo aceptar la situación y cualquier palabra solo hubiera interrumpido el chirriar de la nocturna carroza roja mordiendo los hierros para trepar la montaña. Nadie quería eso.

La mañana es gris y quiere llover. Aun no lo hace, pero a través de la ventana de mi habitación puedo intuir el aire pesado, húmedo, que lame los cristales, preparando el escenario para la tormenta. El hotel hace esquina entre la Place Bellecour y la Rue de la Charité. La mayor parte de la plaza está cubierta de una tierra rojiza que le otorga carácter, y a un lado quedan unos ordenados parterres, con unas fuentes geométricas que se lo quitan. Demasiado francés para mi gusto. Espero ver caer la lluvia sobre la tierra roja, en grandes goterones que la hiendan, y que lo rojizo se vuelva del color de la sangre.

No he desayunado aún. Mejor. La lluvia es dócil y pierde bravura cuando tienes el estomago satisfecho. Se acomoda y pierde intensidad, te perturba menos, se desaprovecha.

Estoy más delgado, lo acabo de ver en el reflejo de la ventana sobre la que se aplasta mi frente; esperando que la tormenta vengativa golpee en los cristales. 

No se sorprendió al salir de la estación y observar la Basílica de la Fourvière, blanca, majestuosa e iluminada, presidir la ciudad en lo alto del cerro. No lo hizo porque la basílica, en su posición de gobierno, puede verse desde prácticamente todos los rincones de la ciudad y el viajero no se espera ya pues sorprenderse, ni descubrirla, sino que se apresta simplemente a saludarla y rendirle honores. Bueno, por eso, y porque el funicular va rotulado con el nombre de la basílica y hay varios posters en la estación hablando de ella. Así que tampoco dijo nada entonces, ni lo hice yo. Nos dirigimos primero a uno de los balcones que la escoltan a ambos lados y que ofrecen su vista sobre toda la planicie de la ciudad de Lyon, que se presta allá abajo, sola, murmurante y adornada de luces de colores. Gabriela gusta de cuidar los momentos. Estos deben estar siempre en un equilibrio estético insondable. Los silencios y las palabras tienen su lugar preciso, como los gestos, las curvas y los ángulos, que deben ponderar los volúmenes y los vacíos, los colores y los tonos de negro. Gabriela es el delirio en la armonía de los cuerpos en el espacio. Entonces, ahí nos quedamos por unos minutos, cumpliendo con nuestro papel de figurantes, mientras las luces de la ciudad centelleaban en sus ojos negros y hacíamos bueno nuestro lugar en el escenario. Respiró profundamente un par de veces.

-¿Entramos? No nos queda mucho tiempo –le dije-.

Se volvió, asintió lánguidamente y deshicimos nuestros pasos en dirección Oeste buscando la puerta de entrada al templo.

La Basílica Notre-Dame de Fourvière tiene elementos de la arquitectura románica y bizantina y se ubica sobre lo que antaño fue el foro romano de Trajano en la ciudad. Tiene cuatro torres y un campanario donde reina una estatua dorada de la Virgen. A pesar de ello, el exterior es sobrio, especialmente si se le compara con el interior del santuario principal, que está profusamente ornamentado, con mosaicos y vidrieras, en una geografía de dorados y relucientes colores que emborrachan al visitante nada más entrar. Su interior es imponente y, si su posición sobre la ciudad está preñada de osadía, su interior casi ofende por sus excesos.

Gabriela entretuvo la vista y recorrió pausadamente el templo que, excepcionalmente ayer, podía visitarse a tan altas horas. Pero no dijo nada. Su rostro parecía agradecido de reencontrarse con un viejo conocido, pero no mostró la actitud del que visita por primera vez la Fourvière y queda abrumado por su obsceno derroche de ornamentos y culto a la ostentación, sino más bien la pausada complacencia del que comprueba que todo continúa en su lugar, que nada ha cambiado. Me dijo en Barcelona que nunca había estado en Lyon, pero en aquel momento, anoche, lo dudé. 

-¿Mística o razón?

-Es una buena pregunta Josué, pues no todos los templos obedecen a razones de fe, del mismo modo que no toda la ciencia está vacía de ella.

Después que se hubiera entretenido observando detenidamente el techo y hubiera zigzagueado entre las columnas que sostienen una auténtica cúpula dorada y celeste, a gran altura, la tomé de la mano y por una escalera circular a medio esconder, la conduje hacia lo que aventuraba ser el sótano del templo para descubrirle allí un segundo santuario, uno por debajo del otro, una suerte de hermano pobre que carga sobre sus hombros anchos y planos la vanidad y la soberbia del elegido, con todos sus abalorios, aquel que olvida quién lo sostiene. Si el templo superior es de techos altos, oro y relieves, el templo inferior es de techo más bien bajo, y de una sobria decoración que en algún momento te sugiere que estás recorriendo un templo masón, cuyos símbolos han sido torpemente ocultados.  De hecho, los pocos ornamentos que se observan en el templo subterráneo parecen importados desde el piso superior y que hayan sido injertados por la fuerza y sin consideración en el hermano pobre para disimular así la pureza de su alma y su sobriedad.  El resultado, en la mayoría de las veces, es grotesco al agruparse lujosas cruces sobrecargadas de derroche, superpuestas sobre el mármol desnudo y sin pulir que habita en el piso inferior. Gabriela puso aquí sus manos a trabajar. Acarició varias superficies y se entretuvo en leer inscripciones sobre la piedra, recorrer rincones, buscar el reverso de los ángulos e incluso me pareció que mesuraba parte de la estancia contando sus pasos.

Por fin llueve. La mañana ha dejado de ser gris para lucir púrpura. La lluvia ha empezado a caer estrepitosamente y las primeras gotas han sido vapor al golpear sobre el asfalto caliente, y nubes de polvo sobre la arena roja. Como una pisada sobre un hormiguero, la gente ha empezado a acelerar el paso en todas direcciones, y en segundos ya corren a resguardarse bajo los toldos y los salientes de las fachadas, poniendo sus ojos en el cielo como quien espera un espectáculo de fuegos artificiales.

-¿Sigues teniendo hambre, Gabriela?

-Ni te lo imaginas.

-Vamos entonces, pues te quiero desmayada de pasión, no de inanición –le dije mientras la besé en la comisura de los labios al pie del altar, sujetándola por la cintura-.

-Veo que el Ladrón de Besos no descansa nunca –respondió, mientras retiró ligeramente su rostro y me miró con sonrisa acusadora y cómplice al mismo tiempo-.

-Como el viento, Gabriela, como el viento…

Teníamos mesa reservada en el mismo restaurante que linda a la derecha con la Basílica y tiene el mismo nombre. Me aseguré que fuera una mesa apostada sobre la gran vidriera que ofrece unas vistas espectaculares sobre la ciudad. Tienen también terraza, pero ahí en lo alto, empezaba a refrescar para el ligero vestido que ella llevaba, y no quería que nada la incomodara.

No consigo recordar muy bien sus ojos, pero ella volvió a decir que los míos estaban tristes.

-¿Todo bien, Josué?

-No podía estar mejor, Gabriela. Espero que para ti también esté todo como lo imaginabas.

-¿Cómo lo imaginaba? Nada es como lo imaginamos, pero puede llegar a ser mejor.

-¿Sí?

-Los desenlaces, especialmente. Siempre pueden ser mejor de lo esperado.

El local tiene dos docenas de mesas, sobre suelos de madera en dos niveles. Algunas pocas de ellas están arrimadas sobre un gran ventanal que planea la vista hasta el horizonte. Dejé que ella escogiera los platos. Verduras, combinadas con otras verduras y legumbres.

Gabriela se detuvo a observar, iluminada, las cucharas que, junto al resto de cubiertos y un plato vacío, formaban parte del servicio sobre la mesa. Estaban hechas en plata y delicadamente grabadas. Lo más curioso es que teníamos dos cucharas cada uno alineadas horizontalmente frente a nosotros, formando al final una especie de sendero de tablillas horizontales sobre una arena blanca, que nos unía. Tomó una de ellas en la mano y acarició cada uno de los relieves con las yemas de sus dedos. La volvió a colocar sobre la mesa asegurándose que el paralelismo entre ellas fuera perfecto. Corrigió también la posición de las mías para que estuvieran equidistantes. Las miró con satisfacción. Después, perdió su mirada en el horizonte, a través del ventanal.

-Las vistas son realmente lindas, Josué.

-Me alegro de que te gusten. ¿Ves aquel centro urbano de allí? ¿Allí, en el horizonte? ¿Aquel donde se concentran varios rascacielos?

-Sí.

-Es el centro financiero de Lyon. Como te dije, desde la mística, veremos la razón.

-Entiendo.

-¿Sabes que es lo más curioso del barrio financiero de Lyon?

-Dime

-Su nombre…

-¿Cuál es?

-La Part Dieu. La parte de Dios.

No había mucha gente en el restaurante a esa hora, aunque la atmosfera estaba aún cargada de presencia. Seguramente había sido una noche con muchos clientes, si bien ahora sólo quedábamos los más noctámbulos y rezagados. Al fondo un hombre y una mujer de mediana edad que ya andaban en los cafés. Ella, con una blusa azul de manga corta, se frotaba las manos contantemente, como si la conversación que mantenían la inquietara. De él sólo veía su espalda, ancha, e intuía sus gestos parsimoniosos mientras con voz cansada le decía algo en un francés rudimentario. Hacía pausas y tenía la cabeza gacha, con cierta resignación. No lejos de ellos dos hombres de negocios, vestidos con traje, cenaban en silencio sin mirarse. Dos jóvenes novios podía oírlos risotear a mi espalda. Al llegar hasta nuestra mesa, antes de acomodarnos, pude ver someramente sus miradas de mentira. Se habían prometido un amor que no iban cumplir, pero eso ahora no les importaba cuando el romanticismo de celofán se impone. Al fondo, en la penumbra, un hombre de unos cuarenta años, con abundante barba y en mangas de camisa, escribía notas sobre un puñado de papeles mal apilados y con marcas de dobleces mientras apuraba una jarra de cerveza. Sólo a la pareja de novios y a Gabriela y a mí nos interesaban las vistas. Era tarde, así que los camareros empezaban a poner esa cara hostil con la que te sugieren que abandones el barco si no quieres enfrentar su ira. No nos importaba, y hasta nos resultó cómico en más de una ocasión, especialmente cuando me trajeron la cuenta sin haberla solicitado, y aprovechamos de manera cómplice para pedir otro café. Me acuerdo bien de las graciosas diminutas muecas que a ella se le formaban en la comisura de sus labios al intentar contener la risa, pero no consigo recordar sus ojos.

-Ha habido también algo de eso dentro de la misma basílica. No había equilibrio, pero era interesante sentir el peso del oro del santuario superior comprimiendo el cielo sobre la iglesia subterránea.

-Sabía que lo encontrarías interesante. Creo que de día, desde la vidriera del altar inferior, puesto que sobresale sobre la ladera, debería poder verse la Part Dieu. No dejaría de ser curioso ¿No te parece? Desde la iglesia más humilde puedes ver a Dieu pero desde el lujoso y sobrecargado templo de encima no puedes hacerlo.

Sonrió lacónicamente y sin convencimiento, insertándome entre las costillas cierta amargura.

Debería pensar menos en ella. Sí, debería, pero no voy a hacerlo.

-¿Gabriela, crees que puede entenderse a Dios desde la arquitectura? ¿Y desde las matemáticas?

-Seguro que sí. Las matemáticas son la forma más directa y precisa de llegar a Dios.

-Convénceme –le dije, acercando ligeramente mi rostro al suyo-.

-Cuando era chica, mi papá, que era físico, y en general un hombre de postura seria, siempre que le pedía ayuda con las tareas escolares de matemáticas o de física, empezaba contándome la siguiente historia: He estado conversando con dos números y medio. El número Uno me ha explicado que él era único, el original, que estaba primero que los demás. El número Dos me ha dicho que estaba orgulloso de ser el progreso, la evolución lógica, el par, el equilibrio. Pero con quien más me ha gustado hablar ha sido con Medio número. Con su voz pequeña me ha contado que ser medio número era lo mejor, porque significaba ser parte de algo, formar parte de algo más grande que uno mismo. Y ahí, el físico severo que era mi padre, esbozaba una sonrisa amable y empezaba preguntándome si yo me había interrogado sobre qué no entendía y por qué.

-Debía ser un hombre muy interesante.

-Era un ser singular. Realmente único. Me encantaba recurrir a él siempre que tenía la oportunidad de hacerlo. Me ayudó muchísimo en mis tiempos de juventud para adentrarme en el mundo científico. Con dieciséis años sabía más sobre las constelaciones y las propiedades de la fusión del núcleo que mis profesores del secundario.

-¿Definirías las matemáticas como una suerte de religión? ¿Son entonces los números una vía de camino espiritual?

-Fijáte, Josué que en realidad, los números no existen como tal, no son más que un alfabeto, así que pueden ser lo que tú quieras leer en ellos.

-¿Un alfabeto?

-Te lo explicaré descomponiendo primero los números en dos grupos, los pares y los impares ¿Te parece?

-No veo el momento.

-¿Crees en los números impares?

-¿Eh? Bueno, sí ¿no?

-En realidad no existen como tal. Sólo hay un número impar. El uno.

-¿El uno? ¿Y qué pasa con el tres, el cinco…?

-Todo número impar no es más que un número par más un uno ¿Cierto? El tres es el dos más una unidad. El cinco es el cuatro más una unidad… ¿Sí? ¿Me segúis, Josué?

-Sí, te entiendo.

-Bien, pues lo mismo ocurre con los números pares.

-¿Tampoco existen?

-Tampoco como números, sólo como una suerte de alfabeto en la medida que todo par es la suma equilibrada de un conjunto de unidades, de números uno, que era el único número impar ¿Recuerdas? y en realidad el único número. Todos los demás son sólo acumulaciones de “uno” o, lo que es lo mismo, descomposiciones de “uno”, del Todo, de la gran unidad. La existencia de un solo número, la unidad, puede observarse en los códigos binarios que se utilizan en la programación informática, donde sólo existe el uno, o la ausencia de uno en sus desarrollos. Un código binario es otra forma de construir un alfabeto sobre la unidad, el único número que existe.

-Gabriela, yo creía que todo tenía su par. Todo el mundo habla del par, de la contraparte, de que todo tiene su equilibrio ¿Cómo encaja esa idea con la idea del Todo como única entidad?

-Es una idea muy extendida la del contrario, la de las dos partes de la balanza; el Yin y el Yan, el cielo y el infierno, el bien y el mal, …. Pero no hay tal contraparte. Lo que se confunde es el equilibrio con el par.

-¿Y no es lo mismo?

-Tres son los principios que rigen el funcionamiento del Cosmos; Unión, Rotación y Equilibrio. Todas estas leyes son interdependientes entre sí. Su funcionamiento es interdependiente. Esa es la santísima trinidad que todo lo gobierna.

-¿Cómo se manifiesta el equilibrio si no hay par, contraparte?

-Por la propia rotación. Como te decía, cada uno de estos principios dependen del otro. Todo está unido (Unión) en un Todo. Todo gira en torno suyo y, esa Rotación es la que garantiza el Equilibrio ya que el giro sobre el eje pone al sujeto en todas las posiciones posibles alrededor del vértice, se auto balancea. La contraparte a la que tú te refieres, es el mismo Todo que está a la vez ejerciendo su fuerza en varios planos simultáneamente gracias a la rotación, pero no es su contrario, no es un opuesto, es la misma Unidad siendo presencia universal.

-Con dieciséis años ya eras una empollona que sólo pensaba en la fusión del núcleo y sabía más de física que sus profesores ¡Caray! ¿No hubo nunca una Gabriela que quisiera ser Princesa o bailarina? ¿Qué soñara con viajar por los tejados, por los mares o nadar con los delfines?

Sin dejar de mirarme dejó ir unas carcajadas que llenaron todo el local, y que sirvieron para relajar mis músculos por unos momentos. La mujer del fondo, detuvo por unos instantes el nervioso movimiento de sus manos para clavarnos una interrogativa mirada, devolviendo seguidamente su interés al hombre frente a ella que ahora removía un azucarillo entre los dedos. El hombre que escribía en la penumbra se detuvo, sin dejar de mirar las cuartillas frente a él. Tomo aire y continuó escribiendo aún más ensimismado. Ya habían retirado la jarra de cerveza de su mesa y tenía toda la superficie para espaciar sus papeles por todo el mantel.

-Sí, claro que sí, Josué. Al menos mientras viví en Tucumán, hasta los catorce años, hubo una niña princesa, que caminaba descalza por la selva de las Yungas, que soñaba que hablaba con los animales; los guanacos, el jaguar... Sí, yo también soñé con ser princesa, la Princesa de un reino salvaje imaginario en un tiempo de caballeros  y duendes ¿Me ves incapaz de ello? ¿Me ves incapaz de soñar? –dijo haciendo una mueca cómica para invitarme a reír con ella-.

Y así lo hubiera hecho. Si aquel repentino escalofrío no hubiera recorrido mi espalda. Aquellos dos hombres, en silencio, que al entrar había confundido con dos hombres de negocios, eran en realidad los mismos hombres que me habían estado siguiendo en Barcelona. No había duda. El traje, en lugar de la ropa informal a la que me tenían acostumbrado, me había confundido al principio. Pero en aquel momento vi su mirada de soslayo sobre nosotros y los reconocí, al menos a uno de ellos. Sí, seguro. Su mirada gris de cejas pobladas, sus mejillas azules, su cuello sudoroso. Un traje y una corbata no pueden esconder la carne muerta por intoxicación que exhalaban sus poros. Por un momento nuestras miradas se cruzaron y nos reconocimos. Mis músculos se contrajeron, creo que Gabriela lo notó. Encerré la servilleta en mi puño izquierdo  mientras los dedos de mi mano derecha intentaban rozar los suyos sobre la mesa. Ella retiró su mano para mesar los cabellos de su nuca mientras inclinaba su grácil cabeza a un lado y me miraba esperando una reacción a sus últimas palabras. Yo, torpemente, tenía mis ojos clavados, por encima de su hombro, sobre los finos y pálidos labios de uno de aquellos perseguidores que tomaba café en pequeños sorbos, con sus ojos perdidos por encima de la cabeza de su compañero, con su mirada vacía.

-Quiero que me cuentes más de esa Princesa de la que me hablas, Gabriela. Quiero conocerla. Pero debo pedirte que me excuses dos minutos, mientras voy al aseo ¿Me disculpas?

Se me apareció dócilmente. Ella ve lo invisible, pero nunca me juzga, tan sólo ejecuta su papel, su plan. Hizo un pequeño gesto de asentimiento con la cabeza, y antes de que me hubiera levantado de la mesa su mirada ya estaba al otro lado del cristal, en el horizonte, y ella también. En el reflejo del cristal sus ojos aparecían con una línea de lágrima bañando de lado a lado su emoción, pero sus ojos borrosos, porque los recuerdo borrosos, no. Estaban brillantes y cristalinos, estaban serenos y su boca tenía esa leve sonrisa con la que se puede sostener un mundo entero. Y aún recordando los detalles la recuerdo difusa, incorpórea, como si no hubiera estado más que cuando escuchaba su voz, y lejana en la memoria cuando guardaba silencio, muy lejos, muy solo, desamparado.

Llueve rabiosamente contra los cristales de mi habitación y el hambre se ha aferrado a mis tripas con saña, como debe hacerlo. El hambre cumple escrupulosamente su papel estimulante y recrearse en ella se me antoja tan angustioso como gratificante. El dolor es una pregunta que precisa una respuesta, me dijeron ¿Se puede elegir la respuesta? ¿Me puedo mentir? ¿A quién le respondes?

Una familia corre a refugiarse de la lluvia en el hall del hotel, mientras un hombre bajo un paraguas blanco sale corriendo y toma un taxi que consigue detener en la esquina de la Place Antonin Poncet.

El vidrio se ha enfriado y mi respiración forma un vaho que nubla intermitentemente mi vista mientras mi frente y mi mejilla se aplastan dolorosamente contra la ventana. Una pareja de jóvenes adolescentes, con sus brazos entrelazados por la espalda, caminan sin prisa bajo la cortina de agua. Avanzan a tropiezos. Se detienen. Ahora observan un escaparate mientras la lluvia cae inclemente sobre sus cabezas unidas y sus hombros anudados. Su carne es blanca. Vuelven a avanzar. Se detienen mientras él, con toscos movimientos, rebusca algo en sus bolsillos. Se ponen de nuevo en marcha cuando las gruesas gotas de lluvia forman un baile de tambores alrededor de sus pasos. Sobre el asfalto primero, sobre la tierra roja después. 

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