Meta

Meta


Meta

Página 22 de 23

-Creo que debería volver a mi consulta esta misma semana. Está claro que está atravesando usted un importante shock y hemos de abordarlo cuanto antes para cumplir con el objetivo que le trajo de nuevo a las sesiones de psicoanálisis, prepararle para el Adiós.

-Ya no es tiempo para eso, doctor. Ya no es tiempo. Sólo se puede ser feliz ahora.

El desánimo de Vinyals va haciéndose pequeño a mi espalda. El sol de enero brilla y el aire es gélido; nada te hace sentir más vivo. El dolor se disipa en burbujas de aire con cada nuevo paso que doy. Mi compañera trota silenciosa a mi lado con la mirada en el horizonte. Yo no parpadeo. Mis ojos empiezan a enfrentar el espejo. Poco a poco, paulatinamente, el escenario se va agrietando, lenta pero incesantemente. El tráfico es denso y el ambiente despejado y cristalino invita a muchos a deambular por las aceras.

Me cruzo con ellos. Sin mirarlos veo sus ojos, leo su mente. No parpadeo. Progresivamente todos los que se cruzan conmigo someten su atención a mí. Yo los ignoro. Ignoro su atención. Son esclavos de su mente y yo me libero. Apenas respiro.

Mis pasos parecen cada vez más ligeros, siquiera golpean el suelo. Avanzo deprisa, no me detengo en los semáforos, camino en línea recta, en una sola y única línea recta. Cruzo una tras otras todas las intersecciones del Eixample. Cruce tras cruce, sin pausa. Nada me atropella. El tráfico es denso pero en una sincronía perfecta, cuando yo cruzo los cuatro o cinco carriles de cada una de las calles, los coches pasan antes de mí y después de mí, pero nunca cuando yo lo hago, nunca me golpean. No tienen que frenar, todo está sincronizado. No se inmutan los conductores. Yo los miro a los ojos, son momentos fugaces, ellos no me ven pero yo a ellos sí. Veo todos sus órganos desde dentro, sus músculos y sus intenciones y orquesto la danza, paso entre los coches que circulan a gran velocidad. Al cruzar un carril siento el aire que mueve el coche que pasa justo después de que yo lo haya hecho, apenas a unos milímetros de distancia, pero ni siquiera me roza. Mientras cruzo un carril pasan frente a mí coches y motocicletas por el carril que me queda delante. Cuando yo lo atravieso, una brecha natural entre ellos me permite cruzar la calle, sin pensar, sin detener un paso, sin acelerar otro, como si estuviera ensayada una coreografía entre la ciudad y yo. Ni un claxon, ni un gesto, nadie me ve pero todos están atentos a mí. Manzana tras manzana, por más de veinte, sucede igual, estoy sincronizado con todo lo que se mueve a mi alrededor, nada me embiste, nada me atropella, nada me golpea, el flujo pasa detrás de mí, delante de mí, y en apenas unos minutos ya estoy circulando por entre los vehículos de Plaza de les Glories, danzando con ellos, con paso ligero. Ni un solo frenazo, ni un solo paso atrás, ni una sola duda, y Pereza junto a mí. Intactos los dos, como el silencio.

El cansancio debería haberme hecho tardar más de media hora en llegar, pero en apenas diez minutos estamos en casa. Caen mis pestañas sobre los ojos para aliviar mi mente que parece una hoguera que se resiste a apagarse. Intento abrir la puerta. Me tiemblan las manos y me cuesta sostener las llaves. El dolor vuelve. Por fin entramos Pereza y yo, y puedo escuchar el estruendo de mi cuerpo contra la madera del piso cuando me desplomo sobre el suelo del salón. Como sucedió también cuando me desmayé de dolor al entrar por primera vez en la habitación del hotel de Lyon. Ahora lo recuerdo, caí sobre la alfombra. El médico del hotel me atendió, me dio sedantes y se quedó conmigo hasta poco antes de la hora de cenar. Estábamos él y yo solos. Pero también recuerdo a Gabriela desnuda caer en mis brazos mientras yo habitaba aquel sueño. Recuerdo sus lágrimas de placer. Recuerdo sus palabras, su olor y cómo profanamos los cuerpos y rondamos el alma por el precipicio del deseo. Todo eso fue también.

Me duele la vida. Voy a enloquecer. Aprieto los puños. Siento agarrotarse los músculos de mis brazos. Aprieto con fuerza mis párpados. Las fibras de mi espalda se contraen dolorosamente. Mis labios se endurecen. Quiero estallar y quiero contenerme. Gabriela, te echo de menos. Me hace falta tu voz, ahora. No me abandones aquí, en este momento.

Transcurre el tiempo. Súbitamente, en una impulsiva inspiración, atrapo el aire que había olvidado fuera de mí. Vuelvo a respirar y abro los ojos, con mi cabeza aún sobre el parquet. Enfrente, las cajas desordenadas de libros siguen minando toda la estancia, aquí y allá, cajas y cajas aún por desembalar. Algunas abiertas, con algunos libros sembrados alrededor y la mitad de la caja vacía, la mitad llena. Y sin embargo los libros…

Me incorporo con dificultad y gateando torpemente me aproximo a la caja que me queda más cercana. Tengo un presentimiento como una mano helada sobre el pecho. Empiezo compulsivamente a sacar todos los libros de la caja. Escruto los títulos, los autores… Cada verdad, cada mentira y cada promesa en la memoria, pues eso son los libros, a fin de cuentas, verdades, mentiras y promesas.

En el fondo de la caja aparece la primera sentencia. La saco a la luz. Sostengo entre las manos el “Así habló Zaratustra” de Nietzsche.  Después de observarlo por unos segundos, lo dejo con cuidado sobre el suelo. Me acerco a la siguiente caja, y arranco la cinta adhesiva que la cierra. Enseguida aparece el libro de Joaquin Valls sobre grafotrasnformación y la sesión con Gabriela sobre las instrucciones nocturnas me asalta la memoria. Debajo del libro de Valls, un viejo manual sobre meditación trascendental. Mi pulso se acelera, siento la sangre fluir rabiosa entre mi mente y mi corazón. Me acerco a la siguiente caja. Está abierta. Aparto unas viejas agendas y debajo de ellas aparece agazapado “Somos Nuestro Cerebro”, el libro del catedrático de neurobiología Dick Swaab. Mi respiración se torna compulsiva. Lanzo el libro hacia un rincón. Sigo sacando libros de esa misma caja. Al fondo aparece una carpeta llena de apuntes sobre los trabajos de la matemática e investigadora Annie Marquier. Paso los primeros recortes y aparece su trabajo sobre “El cerebro del corazón y sus implicaciones”. Arrojo los apuntes contra la pared y sigo hurgando en las cajas. Enseguida aparecen los trabajos de la doctora en biomedicina Ana María Oliva sobre el biocampo electromagnético. En la portada puedo ver una foto del mismo escáner que Schulze utilizaba conmigo. Paso bruscamente a la siguiente pila. Inmediatamente aparece la “Crítica de la Razón Pura” de Kant, pero por debajo de ésta sólo hay novelas; “La Isla” de Aldous Huxley, “La Náusea” de Sartre y la obra de Rimbaud, y otras encuadernaciones que no me detengo a reconocer. Sé lo que busco.

Me siento, apoyando la espalda contra la pared para reconstruir, aunque sea parcialmente, la intención. Miro las cajas esparcidas por todo el apartamento como bombas de relojería a punto de estallar sobre mí conciencia. Me arrastro hasta la habitación. Allí hay una caja blanca pequeña apoyada contra un mueble. La abro con cuidado. El primer título que aparece es “La biología de la transformación” de Bruce Lipton.  Recuerdo perfectamente cuando Gabriela me hablaba de él, del poder de los pensamientos para cambiar nuestra biología, incluso nuestro físico. Cuando Gabriela me hablaba…

Detrás de éste aparecen dos libros: “Parallel Worlds” y “Física de lo Imposible”, ambos de Michio Kaku. Los arrojo contra la cocina haciendo caer el exprimidor que hace un gran estruendo metálico al rebotar varias veces contra el suelo. En la siguiente caja aparece “El Poder del Agua” de Masaru Emoto. Lo vuelvo a colocar con cuidado dentro, con los demás que no quiero saber qué son. Veo entonces que, fuera, apostados contra una pared hay dos libros que puedo reconocer en la distancia por el color del lomo: “La presencia del pasado. Resonancia mórfica” y “De perros que sabe que sus amos están camino de casa”, los dos escritos por Rupert Sheldrake.

Me siento abatido. Siempre he pensado en las bibliotecas y librerías como en almacenes de palabras, pero ahora no sé si quiero continuar hiriéndome la memoria. Me dejo caer frente al ordenador. Muevo el ratón sin clicar en nada, absorto, concentrado en el ir y venir del cursor en la pantalla, oscilante, errático, como un biorritmo a punto de salir de rango. Finalmente, de forma involuntaria, acabo clicando sobre “mis búsquedas guardadas” en la esquina superior del navegador. En la décima posición aparece un artículo del diario Daily Telegraph, publicado el 28 de enero de 2014, con una noticia relativa a un laboratorio farmacéutico de Bélgica que estaba a la búsqueda de “superhumanos” con el título: Drug company launches global hunt for 'superhumans'  Inevitablemente un escalofrío me recorre la espalda en el recuerdo de Gabriela hablándome de esta noticia hace ya casi un año atrás. Sigo repasando la lista de búsquedas almacenadas. La piel se eriza cuando llego a la posición veintiuno. Me asalta un súbito mareo. La nausea se reinstala en mí. Vuelvo a leer la pantalla, lo escrito en el título: Gottlob Ernst Schulze, filósofo alemán, crítico de la filosofía de Immanuel Kant y maestro de

Arthur Schopenhauer. Mientras mis ojos se funden con la pantalla del ordenador, siento la garganta seca y el tono de los músculos desvanecerse en mí. Apenas sin ánimo, vuelvo mi atención a una caja de cartón que permanece sin desprecintar en el salón, detrás del sofá. Me dirijo hasta ella. Con sumo cuidado rompo el precinto. Extraigo el volumen de “Cartas a Lucilio” de Séneca que había en lo alto del lote. Dos libros más por debajo de éste aparece “Enesidemo”, la obra más conocida de Gottlob Ernst Schulze. Me quedo inmóvil mirando el nombre Schulze grabado en letras doradas sobre la portada, justo cuando se me escurre el libro entre las manos temblorosas y golpea contra el suelo. Ahí se quedará.

Regreso a la pantalla del ordenador. Ya sólo me quedas tú, me digo. Abro la búsqueda veintiséis titulada “Gabriela”. El navegador se dirige automáticamente al “Google académico” donde enseguida aparecen listados todos los trabajos y contribuciones científicas de la doctora Gabriela Zimmermann. La página se actualiza con las últimas entradas disponibles. Ahora, en el primer lugar de la búsqueda, aparece un link titulado únicamente como “Nota de defunción”. Clico sobre el link. Una reseña muy breve reza literalmente “La doctora G. Zimmermann falleció el pasado mes de marzo en un accidente de tráfico ocurrido en Lisboa”.

Los ojos lloran aunque yo no siento nada, no me atrevo a sentir nada. Dentro de la misma búsqueda abro la pestaña que me devuelve a la página habitual del buscador. Ahí tenía otra reseña guardada. Una que recuerdo bien, que me hablaba sobre el significado de su nombre: Gabriela, la fuerza de Dios. No puedo resistirme entonces a buscar el significado de mi propio nombre “Josué”. Cuando aparece en pantalla el resultado, instintivamente y como un espasmo, cierro el navegador como quien da un portazo.

Pierdo los ojos por las paredes, me siento mareado. Me paso las palmas de la mano por la cara intentando serenarme. Al retirar las manos de encima de mis ojos cansados observo el rebujo de una servilleta blanca por detrás del pie del monitor. La tomo en mi mano y siento su peso ligero y el tacto de un cuerpo extraño envuelto en su interior. Giro sobre la silla orientándome hacia la ventana. Tomo entre los dedos la punta de la servilleta y tiro de ella hacia arriba dejando que se desenrolle sobre sí misma. Instantáneamente caen rebotando metálicamente contra el suelo cuatro cucharas que se pierden en cuatro direcciones por las sombras del suelo. Se quedan ahí, brillando como una constelación menuda revelada, mientras mi piel se enfría como si la cubriera la escarcha.

Me dejo caer sobre la cama. Desde ahí miro hacia fuera y observo ventanas en el cielo. El Gran Arquitecto utiliza los libros para hacerme llegar su mensaje. Si Dios existe, es indudable que nos habla a través de la ciencia. Si Dios es el Todo, y todo está en Él ¿hay acaso algo de Dios en todos los libros?

Me encojo mientras mi mano se posa sobre mi vientre. Me hago pequeño, me quiero hacer pequeño para que el dolor no quepa. El dolor es una pregunta que precisa una respuesta...

En esa posición, espero. Espero que llegue la noche y me pregunto si la respuesta es Meta.

LXXIII – Siete días

 

 

Siete días: La cama es mi último refugio. Febrero. Mercedes viene todas las mañanas a verme. Por las tardes, Sophie insiste en quedarse aquí, a mi lado. A veces le acompaña Armand, otras veces viene sola. Se queda a dormir arremolinada junto a mí. En ocasiones lo hace en el sofá del salón. Se marcha temprano a acompañar a Armand a la escuela. Siempre regresa.

 

Seis días: No tengo apetito. Me interesa sólo escuchar música. Ahora suena Avec le Temps, cantada por Henri Salvador.

 

Avec le temps...

Avec le temps, va, tout s'en va

L'autre qu'on adorait, qu'on cherchait sous la pluie

L'autre qu'on devinait au détour d'un regard

Entre les mots, entre les lignes et sous le fard

D'un serment maquillé qui s'en va faire sa nuit

Avec le temps tout s'évanouit

 

Abro los ojos. Veo a Sophie recogiendo los libros que yo había lanzado por todo el apartamento.

-No los recojas por favor, Sophie. Déjalos ahí. No los levantes de donde están. Están en el sitio justo. Déjalos ahí, alrededor mío.

-¿Por qué quieres este desorden?

-No están desordenados, Sophie. Solamente ocupan su espacio. Cada uno de los libros está a la distancia precisa del otro, de aquel otro pensamiento, y todos ellos forman un cosmos perfecto, así, como están. Tal y como están en mi mente. Sí, déjalos ahí, alrededor mío.

Sin mucho convencimiento accede a mi petición. La veo entrar en la cocina con sus pasos lentos y elegantes, pero tan tristes hoy.

-Pero supongo que ya los has leído todos ¿Son buenos?

-Lo malo de leer buenos libros, Sophie, es que se acaban…

-¿El exprimidor? ¿También lo dejo en el suelo?

-¿El exprimidor…? Haz lo que quieras con él, pero que no esté a la vista. No quiero verlo.

La oigo remover en los cajones de la cocina, mover objetos, ordenar cacerolas nerviosamente, enjaulada en una pena a la que no se atreve a renunciar.

-¿Tienes hambre? –pregunta acercándose hasta la cama- ¿Qué te hace falta, Josué? ¿O prefieres un analgésico?

-No, gracias, solo quiero… ¿Puedes poner otra vez esa canción, por favor?

-¿La de Henry Salvador?

-Sí, quiero estar seguro de que no voy a olvidar tu voz.

 

Cinco días: Como cada mañana, temprano, Mercedes ha venido a ponerme al día, repasar la agenda y traer documentos que deben ser firmados. Pereza hace cómicos sonidos mientras sueña estirada debajo de la cama.

-¿Cómo va el nuevo proyecto?

-Bien, la fundación ya está constituida. Entre los tres hemos decidido seguir llamándole Meta, como tú propusiste. Si a ti te parece bien, claro. Hemos podido registrarla así. No ha habido oposición, no existía otra fundación con el mismo nombre. Así que…

-Sí, por supuesto, el nombre es cosa vuestra, Mercedes. Me preocupa que tengáis fondos suficientes ¿Cómo van los preparativos de la salida a bolsa?

-Va todo muy bien, Josué. La fecha prevista es el 26 de marzo. No hemos podido adelantarla…

-Está bien a finales de marzo, ya será primavera. Es una buena fecha…

-Sí, pero nos gustaría poder adelantarlo al máximo para… bueno, ya sabes…

-Mercedes, pasarán muchas cosas apasionantes en el futuro, como han ocurrido en el pasado y están ocurriendo ahora mismo. Uno no puede estar en todos los acontecimientos de la vida, sólo ser presencia en su propia vida. Hay que dejar ir lo que no es puramente uno mismo. Todas las flores se acaban marchitando, incluso las más hermosas, aún cuando pongas todo tu cuidado. Lo que te quiero decir es que no hay ninguna necesidad de que yo llegue a tiempo al lanzamiento a bolsa, lo importante es que lo hagáis bien, que todo salga perfecto.

-Lo será. Tanto el equipo como los inversores están dándolo todo. La valoración estimada se sitúa a día de hoy un veinte por ciento de lo que habíamos calculado previamente. Se ha montado un buen circo así que, no debes preocuparte por los fondos para Meta, habrá de sobra. Juan tiene todos los papeles listos.

-Suena bien. Ya sabes, si hay más dinero del que habíamos calculado, debéis dotar el excedente a la Fundación Bill y Melinda Gates.

-Sí, está ya previsto en el estatuto fundacional de la fundación. Lo verás entre los documentos que deben firmarse.

-¿Te acordaste de…?

-Sí, mañana vendré acompañada del notario para que firmes también el legado. Este es el texto que incluirá. Como puedes ver queda a favor de Sophie el apartamento del Eixample, tal y como me habías dicho. El nombramiento de Juan, Pedro y yo como albaceas testamentarios viene en esta hoja de aquí.

-Gracias, Mercedes. ¿Los libros?

-Sí, la donación a la biblioteca municipal también está incluida en la página siguiente. Aquí lo puedes ver.

-Gracias por todo, Mercedes ¿Cómo están Pedro y Juan, por cierto?

-Bueno, puedes imaginarte. Juan trabaja frenéticamente. Lo hace para no pensar, es evidente. Pedro lo lleva peor. No quiere venir, no se atreve. He tratado de convencerle de…

-No debe venir Mercedes, no debe. Así está bien.

-Como tú digas, Josué. Debo marcharme ahora. Sophie me ha confirmado que no tardará en llegar. ¿Puedo hacer algo más por ti antes de irme?

-Cuando te vayas, sube el volumen de la música, por favor. Gracias…

Cuando cultivas la tierra, esta responde en silencio. Siempre en silencio. No hiere. No te juzga. No dice nada pero te lo da todo. El sol brilla al otro lado de los cristales y unas nubes bajas adornan el cielo. Todo resulta patéticamente poético mientras suena la voz de Stacey Kent cantando Les eaux de Mars.

 

Cuatro días: Armand tiene su atención en un juego que ha descargado en el teléfono móvil de su madre. Sentado en una butaca del salón, a pocos metros de mí, mueve nerviosa y mecánicamente los pulgares sobre la pantalla. Nos ignora a Sophie y a mí, lo cual está bien. El poder es de los niños. Ella se ha estirado en la cama, a mi lado, encogida, mirando hacia mí. Tiene los ojos enrojecidos y cansados, y la piel…, la piel vista así, tan de cerca, está preciosa, como seda hilada con suspiros templados, como siempre. Sophie quiere dormirse pero no puede y en silencio llora.

Esta mañana se fue de aquí el notario con todos los documentos firmados. Todo está atado y bien atado. Suena el Misty de Ella Fiztgerald. Siento el frio instalado en las piernas y los brazos. Mucho frio. Pero no tengo miedo. Al final todo le queda al cuerpo…

 

Tres días: Mercedes me ha traído esta mañana una carta que habían mandado al despacho. Está dirigida a mi atención personal, con mi nombre escrito a mano. El remite reza Paula & James Tracey, desde Los Ángeles. La abriré después. Ahora Armand está sentado en la cama, a mi lado. Escucha música desde el teléfono móvil de su madre. Le pellizco en el brazo.

-¿Qué escuchas, Armand?

-Una canción.

-Ya, pero ¿Qué canción?

Se retira el auricular izquierdo y me lo cede mientras él conserva el otro en su oído derecho. Nos quedamos atados por la distancia del cable, los dos, con los rostros muy próximos, uno frente al otro, sintiéndonos la respiración y compartiendo la música. Creo que Armand nunca había estado tan cerca de mí antes. Observo con detenimiento los suaves rasgos de su cara, su piel casi transparente, su pelo sedoso y brillante y sus ojos inocentes. Es hermoso, inteligentemente hermoso y yo me siento enormemente afortunado de sentir su espíritu tan cerca y de haberlo conocido, aunque sea un poco.

 

Mieux que tous les palais de marbre

L’or des sultans

Quelques branchages qui nous gardent

Des mauvais vent

Je ferai tout ce qu’il te tarde

L’homme ou l’enfant…

 

-¿Qué es? No lo conozco.

-Le reste du Temps. Debo aprenderla de memoria para un trabajo del colegio.

-¿Quién la canta?

-Francis Cabrel –dice leyendo en la pantalla del teléfono-

-Uhm… no lo conozco.

-¿Me ayudas?

-¿Cómo puedo ayudarte yo, Armand?

-Primero debo memorizarla para cantarla en el colegio…

-Ajá.

-Y luego hacer una redacción explicando que quería decir el cantante. Ahí sí puedes ayudarme ¿Tú qué piensas que quería decir?

-Está bien, Armand, vamos a escucharla juntos un par de veces más ¿Te parece?

-Sí

Mientras compartimos los auriculares, observo a Sophie mirándonos desde el sofá del salón, inmóvil y conmovida. El sol de la tarde se desvanece y los últimos rayos son únicamente para iluminar su cabello dorado y la mitad de su gesto.

Escuchamos la canción de F. Cabrel una vez y media más. Armand, inquieto, cree tener la respuesta que buscaba. Se retira hasta la mesa del salón, saca de su mochila una libreta y empieza a escribir con intensidad. Sophie se levanta y se acerca a él, pasa una mano por su cabeza mientras observa su mano escribir con apasionamiento, surcando las hojas de papel con la mina. Lo observa detenidamente, le besa en la cabeza y viene hasta la cama. Se sienta a mi lado. Después se estira apoyando su espalda en mi costado y tira de mi mano para abrazarse con ella, como si mi brazo fuera una bufanda.

-Me gustaría que me hubieran dotado de un backup de emociones, Sophie. Poder revivirlas a voluntad cuando esté fuera del tiempo. Recuperar cada segundo que mi piel ha estado junto a la tuya. Revivir cada momento una y otra vez. Como si visionara un video, pero reviviendo internamente cada emoción. Lo que sentí, momento a momento, aquella vez, cada una de las veces. Quisiera cualquier cosa que me impidiera perder la memoria, olvidar las sensaciones, olvidar que he sido feliz, que me has amado. Esa es la maldición de atravesar el espejo; perder el recuerdo de la vida anterior en cada nueva vida.

-¿Por qué crees que ocurre así, Josué?

-Supongo que si no, si no nos borraran, nos podría el recuerdo, nos ahogaría la melancolía.

-No sé si entiendo lo que quieres decir, Josué.

-Que te quiero, Sophie, profundamente, aunque no te merezca.

 

Dos días:

Querido amigo Josué, confiamos esta carta le encuentre a usted bien, pues nos hace muy felices poderle anunciarle personalmente las siguientes dos grandes noticias. La primera de ellas es que desde que nos conocimos en Aurora, Paula y yo hemos madurado nuestra relación y con gran felicidad e ilusión podemos anunciarle que hemos decidido formalizar nuestro compromiso y casarnos el próximo 23 de abril del presente en la ciudad de San Francisco. Como usted pronosticó, el nuestro fue un amor a primera vista, el cual, sin duda, tiene contraída una infinita deuda con usted. Desde aquel día, como usted podrá imaginar, Paula ha mejorado notablemente su inglés, bastante más de lo que yo he mejorado mi español, pero suficiente en cualquier caso para que, rememorando nuestro primer encuentro en casa del señor y la señora Steinway, Paula y yo nos hayamos dado cuenta de la trascendental importancia que tuvo su “poética” traducción en el impulso y buen curso de nuestra maravillosa y feliz relación. Por ello y por mucho más, el segundo motivo de esta carta es el de proponerle que tenga a bien ser el padrino de nuestro enlace. Nada nos haría más ilusión, nadie más idóneo y oportuno, pues nunca podremos estarle suficientemente agradecidos por lo que hizo por nosotros. Por favor, presumiendo su aceptación y confiando que compartirá con nosotros el que será sin duda el día más feliz de nuestras vidas, encontrará junto a esta misiva dos billetes de avión para las fechas indicadas. Encontrará también al pie de esta carta nuestros datos de contacto. Por favor, no deje de contactarnos a la brevedad para ultimar todos los preparativos y preparar adecuadamente su estancia en la ciudad.

Con una inconmensurable ilusión y felicidad en nuestros corazones, le mandan un afectuoso saludo y quedan a la espera de sus prontas noticias.

Paula y James Tracey.

 

Apenas un día: hoy me encuentro algo mejor, el dolor parece distante, la náusea ausente. El cielo tiene un polvo de nubes que hacen tímida la luz del sol y blanquea el azul haciendo que parezca menos profundo. Pero aún así todo permanece iluminado, suficiente para un 28 de febrero. Mercedes hoy viene acompañada de Juan. Los dos se esfuerzan por sonreír. No saben si mostrarse compasivos o neutrales. Lo entiendo.

-Como puedes ver está todo en marcha, tal y como tú indicaste. Te diré que incluso estamos muy ilusionados con el proyecto. Es algo nuevo para nosotros, es verdad, y seguro cometeremos errores, pero después de hablarlo mucho entre los tres, creemos que podemos hacer un buen trabajo.

-Estoy seguro de ello, Juan. Meta está en las mejores manos, las vuestras. Por cierto ¿Cómo está Pedro?

-Bien, a su manera, ya sabes… -responde Mercedes-.

-Ahora debemos marcharnos –interviene Juan-. Hemos de trabajar aún en el lanzamiento bursátil de Haulap app

-¿Va todo bien en ese frente?

-Sí, no debes preocuparte, pero ya te puedes imaginar, hasta el mismo día del estreno habrá cosas que hacer. Por más que quieras dejarlo todo resuelto con antelación, siempre hay algún número o algún papel que nos pedirán a última hora.

-Irá todo bien…

-La prensa está completamente focalizada en nosotros. Están sumamente interesados.

-Cuidado Mercedes, cuando te alumbran, te deslumbran. Tenedlo presente, por favor, también en lo que respecta a Meta. Sed prudentes. El enemigo es poderoso.

-Puedes confiar, Josué.

-Sabes que lo hago

-¿Hay alguna cosa más que podamos hacer por ti antes de irnos, Josué? Mañana estaré aquí temprano, como siempre, pero si hay alguna cosa que precises ahora…

-Oh, sí, ahora que lo comentas, Mercedes ¿Ves esa carta en la mesilla? Respóndeles de mi parte, por favor. Diles amablemente que agradezco su consideración a mi persona pero que…

-¿Sí?

-Uhm… Diles que me han operado del corazón y que el médico me ha prohibido volar durante al menos un año. Que les deseo toda la felicidad del mundo y esas cosas. Ya sabes. Y… sí, compra algo bonito y mándaselo por favor a la dirección que viene al pie.

-¿Perdón? No sé si lo tengo claro, Josué.

-Cuando leas la carta de Paula y James lo entenderás, Mercedes. Lo verás claro y sabrás lo que has de hacer.

-Vale, no te preocupes, si tengo alguna duda te preguntaré. Sophie está a punto de llegar, me acaba de enviar un mensaje. De todos modos, ya sabes, cualquier cosa que necesites de nosotros me llamas enseguida o que lo haga ella. No lo dudes, Josué, por favor.

-No lo haré. Marchad tranquilos y pronto, o se me ocurrirá más trabajo que daros –respondo con una media sonrisa como las que hacía Gabriela, que consigue erizar mi piel de nostalgia-. Me queda aún mucha guerra por dar –les advierto, sin poder contener la emoción en la voz-.

Definitivamente hoy me encuentro mejor, mucho mejor. Siento nuevas energías, la sensación de un nuevo principio, fuerzas renovadas y una esperanza reconfortante. Por otro lado me aterroriza la idea de una conciencia que nace y muere con cada uno; una conciencia temporal. Quizás por ello, este binomio de pensamiento sea el que me impulse hoy; no acepto la condición de Ser Consciente temporal e intrascendente.

En este momento me viene a la mente aquella joven castellera, de melena pelirroja y el alma serena. Pienso en ella porque yo lo he querido, porque no quiero tener miedo.

Pereza ha aullado esta noche mirando al cielo.

 

Hoy es hoy: En este año bisiesto, en el que se me regala un día para morir. Veintinueve de febrero, hoy es hoy. El cielo está cubierto de plomo. La humedad sube del mar y penetra en todos los lugares, en todos los rincones. Y a pesar de todo, hoy era un buen día para morir. Sophie ha puesto su mano en mi mejilla y ha susurrado “Au revoir mon petit Josué”. Después, desde el techo de la habitación, la he visto cubrirse el rostro con las manos y llorar. En el reproductor suena melodioso el “Crazy” de Patsy Cline, y el dolor ha reventado por fin.  Mi páncreas ha dado cuenta de mí, justamente. Ya no siento dolor. Solo mi cuerpo, pesado e inerte, como arena, cayendo al vacío, quedándose vacío como un reloj de arena y la náusea que aún, discretamente, permanece. Estoy en el lugar donde rige la Muerte. Por aquí han pasado antes tantos, … mis padres, Zacarías… miles de millones de conciencias, miles de millones de voces. Este es el sendero para escapar de la vida. En estos últimos meses he visto cosas del pasado y del futuro, como la antigua zona de juegos en el despacho de Vinyals o los carteles en la autopista, o la entrada frontal del Palau. He estado viviendo fuera del tiempo. Y ahí, los he conocido a ellos. Nuestra alma está preparada para ello pues estar fuera del tiempo es el estado natural del alma, pero el cerebro no sabe estar ahí, necesita el tiempo unidireccional y eso ha resultado confuso, perturbador. Ahora todo es más claro, ahora soy el que soy, quién verdaderamente soy y aún así, la náusea.

LXXIV – Te esperábamos

 

 

Mi cuerpo ha sido llevado al Hospital Clínico de inmediato. Soy donante de órganos y supongo que es mejor no demorarse en estas cuestiones. Yo lo observo todo a cierta distancia. Es algo confuso, pero todos parecen saber lo que han de hacer.

Los dos tipos feos aguardan en la puerta de entrada. Hoy van elegantemente vestidos, con traje oscuro, corbata negra  y camisa blanca los dos. Ellos son mis apóstoles de la muerte. Mi moribunda carne los veía porque ellos se iban acercando a mí según llegaba mi hora, según abandonaba el tiempo, y me escurría por las grietas del espejo. Durante estos últimos meses, mientras moría, ellos se dejaban ver por entre las rendijas de la antesala. Me estaban esperando. Ahora los saludo inclinando la cabeza. Ellos me corresponden de igual modo y empiezan a andar delante de mí, indicándome el camino, hasta un Mercedes-Benz W110 Heckflosse del 66, negro brillante, aparcado en la puerta. No puedo decir por qué sé reconocerlo, pero lo sé, como muchas cosas que antes no sabía y que ahora son claras.  El tipo orondo de las mejillas azuladas se dirige a la puerta del conductor. El otro, el de la oscura y cerrada sombra de barba, con sus enjutas facciones, me abre la puerta de atrás antes de acomodarse él mismo en el asiento delantero, a la derecha de su compañero. Le respondo con un sincero “gracias”. Él asiente con la cabeza. La conversación no es lo suyo, pero agradezco que estén aquí y que me acompañen ellos.

Enseguida encaminamos la calle Villaroel, para seguidamente tomar la Calle Valencia. El vehículo ronronea algo torpe y la suspensión es dura. La tapicería interior es un eskay de color burdeos sobre el que patinas con facilidad de un lado al otro en cada curva. Fuera del hospital, por las calles, no hay nadie, absolutamente nadie. Ni un coche circula, ni un alma camina, salvo nosotros tres. El cielo sigue plomizo y el aire gélido, y se aprecia escarcha en los postes de los semáforos, a los pies de algunos árboles y en los bordillos de las aceras más sombreadas. Yo no siento nada, salvo la náusea. Poco después pasamos frente al taller mecánico donde intenté arreglar mi vieja motocicleta, tras el accidente. El taller está cerrado. Mi motocicleta, abandonada, está en la puerta, medio desvencijada y arrodillada por la horquilla delantera. Le faltan varias piezas que seguro le han robado y, aún así, ha resistido hasta hoy. Darán cuenta de sus restos como en el Hospital lo están haciendo de los míos. Cosas en común. Pienso entonces en las veces que con ella, juntos, hemos surfeado las calles, como desafiábamos el tráfico diario y como siempre, vencíamos. Estuvo bien.

Desde la calle Valencia enlazamos con la Avenida Diagonal en dirección Norte, en la dirección del mar.

-¿Podría encender la radio, por favor? –pregunto con la intención de romper el silencio y medir la realidad de todo lo que me sucede-.

Sin decir palabra, el conductor aprieta uno de los botones cromados de la radio que hay situada entre ellos dos. Empieza a sonar Senza Fine de Gino Paoli.

 

Senza fine,tu trascini la nostra vita,senza un attimo di respiroper sognare,per potere ricordarequel che abbiamo già vissuto...

 

Circulamos muy lentamente por el carril central de la Avenida. Las ventanas de los edificios circundantes están oscurecidas. No se ve nada en ellas ni a través de ellas. Un par de copos de nieve caen sobre el parabrisas. Después le siguen unos cuantos copos más que se quedan petrificados durante unos segundos en el cristal. Me hacen pensar por un momento en “El Poder del Agua”. El conductor pone entonces en marcha unas ruidosas escobillas, que van despejando la magia delante de nosotros, barriendo los copos de nieve, que cada vez caen más copiosamente, a derecha e izquierda del parabrisas.

 

Senza fine,tu sei un attimo senza fine,non hai ieri e non hai domanitutto è ormainelle tue mani, mani grandimani senza fine...

 

Con el mismo lento deambular y el rumor de fondo tomamos entonces la Rambla del Poble Nou. Las calles siguen desiertas. Una fina capa de nieve puede empezar a vislumbrarse sobre los bancos y sobre la acera. Al frente puedo ver el horizonte del mar, gris, como el cielo, plano, como el silencio. El conductor ralentiza la marcha en las rotondas como si debiera ceder el paso a otros vehículos, pero no hay nadie, absolutamente nada en movimiento, salvo nosotros tres.

Unos metros antes del final de la Rambla, el tipo de la sombra de barba se inclina hacia su compañero y le murmura algo casi inaudible que no llego a entender. El rechoncho conductor asiente con la cabeza. Unos metros después detienen el vehículo en el límite donde empieza la playa. Los dos se bajan del coche. Abren mi puerta y me invitan a salir con un discreto ademán. Los copos de nieve caen sobre nuestros hombros. Su silueta es tan grave como frágil a pesar del contraste entre ellos.

-Gracias –les digo con total sinceridad-.

Asienten los dos con la cabeza. El tipo más redondo hace unas extrañas muecas en su ojo derecho, una especie de tic nervioso que sintoniza con el resto de su personalidad, completamente quieta y pesada. Nos quedamos mirando fijamente durante unos segundos, sin ninguna expectativa, liberados cada uno de nuestra responsabilidad. Después, el de las mejillas azuladas, señala con un gesto pequeño hacia la playa que queda unos metros por debajo de nosotros, descendiendo una larga rampa peatonal, desde el Passeig Maritim del Port Olimpic.

-Sí, lo sé –le respondo confiadamente-.

Encamino mis pasos hacia la arena que está blanqueándose rápidamente, cubierta por una fina capa de nieve. El camino de huellas que voy dejando tras de mí son grandes agujeros negros, llenos de sombra. Avanzo hacia la orilla y me detengo a poco más de un metro de donde rompe la espuma de las olas. Miro sobre mi espalda y veo en lo alto las dos sombras oscuras de los dos tipos feos que me observan desde el Paseo. Cuando me giro de nuevo hacia el mar veo a mi derecha la silueta de Schulze, que camina hacia mí, tranquilamente, dando sus habituales grandes zancadas, con los pies descalzos. Lleva una de sus peculiares camisas de cuadros, blancos y rojos, y su imperturbable sonrisa en la cara. Tiene la piel más nítida que nunca y los ojos brillantes y risueños. Ahora sé que él es, en sí mismo, la razón pura.

-Bienvenido, Josué –dice poniéndose frente a mí y estirando la mano-.

-Buenos días doctor Schulze –le respondo estrechándosela-. Me alegro de verle.

-No podíamos dejar de despedirnos ¿No le parece? Después de tanto tiempo…

-Sí, tiene usted razón. Gracias por todo. Me alegro de que estuviera usted ahí.

-Gracias a usted que le dio sentido hasta hoy. Espero que a partir de aquí tenga usted un buen viaje de regreso-.

-¿No viene usted?

-No, mi lugar es este, a este lado del espejo.

Soy consciente ahora, más que nunca antes, de que el naipe negro de Schulze es su incapacidad para entender, desde la razón pura, las razones de Dios. El no tiene lugar al otro lado, él sólo puede ser de las cosas humanas, la razón celosa de la fe.

-Sí, lo sé –le respondo al fin, entre comprensivo y resignado-.

-Ella sí que le acompañará –dice señalando a Pereza, que trae su pelaje canela, al trote, chapoteando por la orilla-.  Hace veinte años ella lo abandonó bruscamente y lo dejó a usted solo y huérfano. Ahora vino de esta forma a buscarlo desde el otro lado, para hacerle más fácil el último tiempo, el último camino.

-Vino a buscarme y me encontró.

-Hay que ser una oportunidad para los demás. Creo que la frase es suya ¿Verdad?

Schulze está vacío de toda arrogancia. En verdad pareciera que somos viejos amigos, dos colegas que sinceramente se aprecian y, ciertamente, ahora, con la prudencia de la distancia, ahora lo siento así. No hay razón para que no sea.

Pereza, con una inusual dulzura, se enreda entre mis piernas y la veo después encaminarse hacia el agua, metiendo sus patas delanteras en la espuma del agua salada. Vuelve su atención hacia nosotros, y nos mira, con sus brillantes ojos color de miel, por detrás de la cortina de copos de nieve que caen abundantemente. Nos observa familiar como nunca, compasiva y extrañamente humana. Retorna después su atención hacia el borroso horizonte y se adentra con una par de saltos en el grisáceo mar. En apenas unos segundos está completamente sumergida, sólo con su cabeza a flote, nadando mar adentro, señalándome el camino a seguir.

-¿Volveré a verle, doctor Schulze?

-¿Volverá usted? –me responde con una liviana sonrisa- Donde va no me necesita.

-Adiós, Doctor Schulze. Gracias por haber sido.

-Adiós, amigo Josué. Gracias a usted por haberme dejado ser.

Estrechamos de nuevo nuestras manos mirándonos a los ojos, vacíos de todo juicio. Me alejo de él metiendo mis pies en el agua. Vuelvo la vista atrás y lo veo con los suyos hundidos entre la nieve y la arena. Detrás de él no están las huellas de sus pisadas. Nunca las hubo.

El agua no tiene temperatura, no la siento. Según me sumerjo compruebo que es un agua densa, plateada y absolutamente opaca. Me sumerjo y empiezo a nadar en la dirección que lo ha hecho Pereza. La nieve cae sólo sobre la arena. Aquí, en esta suerte de mercurio, hay apenas una niebla que cada vez me dificulta más ver el chapoteo de Pereza por delante de mí.

Nado sin esfuerzo pues el esfuerzo no existe. No me falta ni me sobra el aire. Con cada brazada que doy el agua de mercurio alivia toda la angustia y la náusea. Con cada brazada se va liberando el recuerdo de la vida. Según avanzo me libero, la náusea se desprende de mí como el agua deshace el barro seco sobre la piel, pero junto con la náusea se vacía también el recuerdo. Estoy olvidando.

La niebla se hace ciegamente espesa. No veo ya a Pereza frente a mí, aunque sé la dirección que debo seguir. Sigo nadando, y con cada brazada soy más feliz.

Después de un tiempo que no recuerdo, la niebla se va disipando. El mar sigue plano frente a mí y no hay rastro de Pereza. Según avanzo, el agua se va volviendo azul turquesa cuando el sol se abre camino entre la neblina. Al fondo puedo ver al fin el verde intenso de la vegetación de una selva que se levanta ante mí. Voluptuosa, densa,  profunda y salvajemente vital.  Miles de aves se desplazan impredeciblemente alrededor de las copas de los árboles, de unos a otros, miles de ruidos, gruñidos y silbidos se percibe entre la maleza, docenas de movimientos se presiente alrededor. Es una selva alta, ceñida e impenetrable a imagen de las Yungas del Tucumán. Lo sé.

Nado sin pausa hasta la arena caliente y cristalina de la playa. Al salir del mar, estoy completamente seco, limpio y vacío. Sólo siento luz dentro de mí, como un mensaje que llevara acompañándome toda la vida, desde la niñez, pero que hubiera dejado oculto debajo de varias capas de mentiras y falsas creencias. Pero sigue brillando, luce como el primer día, como la sonrisa de un bebé, una vez que todo lo oscuro ha quedado detrás de mí, en el agua de mercurio, debajo de la niebla, fuera de mí. Ahora soy yo, de nuevo, únicamente yo.

Atravieso la jungla. Sé donde debo ir. A poco más de quinientos metros la selva se abre y frente a mí, en un amplio y luminoso claro, aparece una gran pista de aterrizaje, algo gastada, rodeada de selva, y sembrada de algunos matojos verdes dispersos, sobre la que cae un sol invisible pero intensamente luminoso. En la cabeza de la pista hay un avión de pasajeros. No lleva distintivo ni pintura alguna que lo identifique. Es un Súper Constellation del año 47, completamente plateado,  pensado en su día por el efervescente ingenio de Howard Hughes y producido en la factoría Lockheed. Un cuatrimotor de hélices, con tres enormes estabilizadores verticales en la cola, a modo de santísima trinidad. Su fuselaje, con forma de pez y cabeza de delfín, es tan singular como inconfundible y sin embargo, hasta hoy, yo no sabía nada de aviones, ni he sido siquiera un aficionado, pero ahora lo sé, y no sé cómo lo sé, pero sé que lo sé todo. Esas cosas las sé y sin embargo hay cosas que ya no recuerdo. Me estoy olvidando de mí.

Me aproximo hasta el avión caminando por la desierta pista de aterrizaje, observando y sintiendo la frenética actividad de la fauna entre la selva que rodea el envejecido y agrietado asfalto, como si quisiera engullirla. Alrededor de las ruedas del avión veo la sombra de algunos operarios que están preparando el aparato para el despegue. En la puerta trasera del avión hay apostada una escalera rudimentaria, hecha con tubos metálicos y de aspecto frágil, que se sostiene sobre unas gruesas ruedas negras de caucho. Me acerco hasta el pie de la escalera y levanto la vista.

-Hola, Gabriela.

-Hola, Josué –responde con voz suave y su media sonrisa-.

Gabriela está en la plataforma superior de la escalera, con una mano apoyada sobre la portezuela que permanece abierta. Subo sin prisa los peldaños metálicos y temblorosos hasta situarme frente a ella. Gabriela se revela como una santa anciana, su cuerpo es ahora una ermita, con sus ojos cuarteados y su mirada tan dulce como cansada. Están sus rizados cabellos vistiendo cintas de plata y sobre sus hombros descansa un vestido negro que cubre todo su cuerpo. El sol ilumina su piel que sigue siendo nácar, aunque el brillo ha dejado paso a una seda satinada suave como el viento. Me mira tiernamente a los ojos, que siguen siendo profundamente negros, con su traviesa media sonrisa que ahora tiene unos labios menos carnosos pero más verdaderos.

-¿Es este el viaje del no regreso? –le pregunto por hablar de cualquier cosa que me traiga de nuevo el sonido de su voz-

-Ya veremos, Josué –responde encogiendo los hombros-.

-He dejado las cosas lo más arregladas posibles para devolver el fruto de mis súper cualidades a la comunidad, he hecho real Meta y…

-Lo sé, Josué, lo sabemos… –responde ampliando su sonrisa y achinando sus ojos, llena de ternura-.

-Te he echado de menos, Gabriela.

-No había por qué, Josué, siempre he estado ahí…

-Lo sé, ahora lo sé, pero…

Me interrumpe poniendo su mano sobre mi hombro.

-Entrá, Josué, por favor. Estamos a punto de despegar. Te esperábamos –susurra cerca de mi mejilla, ladeando graciosamente su cabeza-.

-Gabriela… -le pregunto antes de entrar- ¿Por fin me aceptas como tuyo?

Ella asiente con un gesto lánguido lleno de compasión. Entro por la puerta de cola y cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra interior de la cabina, compruebo que ésta, a pesar de ser notablemente más pequeña que la de los aviones de pasajeros actuales, tiene una mayor sensación de amplitud al haber muchas menos filas de asientos y tan sólo dos butacas a cada lado de un pasillo mucho más ancho que los de hoy en día. La alfombra es de color azul marino, como la tapicería de gamuza de los asientos. Las paredes interiores son completamente blancas, como la parte posterior de las butacas. Unas filas por delante de donde me encuentro veo asomar una cabeza de mujer. Enseguida reconozco las facciones y los ojos del color de la miel que me han acompañado estas últimas semanas, los ojos de mi madre. Gabriela a mi espalda, sin embargo, me hace un gesto para que ocupe el asiento de pasillo de la fila número siete. Ella se sienta en la misma fila, al otro lado del pasillo, a mi izquierda. Sonrío a mi madre. Ella me devuelve la sonrisa apretando los ojos y los labios, con la emoción desbordada. Después asiente con la cabeza y la veo desaparecer de nuevo detrás del asiento.

-¿Qué sientes? –me pregunta la anciana Gabriela, apoyando sus manos sobre el reposabrazos de la butaca, que ya empiezan a temblar con el avance del avión sobre la pista-.

-Una inmensa sensación de amor, Gabriela, y un profundo sentimiento de gratitud. No podría estar más agradecido, no podría ser más feliz.

 

 

 

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page