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Me levanté de la mesa y me dirigí a los aseos pasando muy cerca de la mesa de aquellos dos tipos. Los miré a los dos a la cara durante todo el tiempo que me dirigí hacia ellos y mientras pasaba a su lado. No me devolvieron la mirada, pero sentí su olor a exceso de loción y a miseria. Al fondo, cuando abría la puerta que daba entrada al cuarto de baño, sentí a mi espalda el sonido de la silla arrastrándose de uno de ellos y sus pasos iniciando el camino detrás de mí. Una vez dentro y dispuesto a enfrentarme con él, me puse de espaldas a la pared de cara a la puerta, esperando que esta se abriera. Tenía el cuerpo en tensión, no sabía cómo abordar el asunto ¿Qué querían? ¿Por qué me seguían? No había duda de que lo hacían, ahora no ¿Debía habérselo comentado a Gabriela? ¿Y si su intención era violenta? ¿Por qué venía hasta el lavabo? Era la primera ocasión en la que podían tenerme en un sitio cerrado, fuera de la vista de los demás ¿Era buena idea esperarlo así? Busqué nerviosamente a mi alrededor, todo lo rápido que pude, algo que pudiera servirme de arma por si fuera necesario defenderme. No vi nada. Sólo mi cara pálida en el espejo y mi respiración acelerándose. Me giré y entré en uno de los dos cubículos con wáter que había. Los dos estaban vacios. Volví a mirarme en el espejo antes de cerrar la puerta y asegurar el pestillo. En el mismo instante que lo hice escuché como se abría la puerta del aseo. La misma puerta que unos segundos antes yo había estado desafiando, esperando que se abriera. Escuché sus pasos de suela de goma ir de un lado al otro frente al lavamanos doble. De repente se oyó un golpe brusco del portazo que dio la puerta contigua del wáter que yo ocupaba. Escuché una suerte de gruñido. Por debajo de la puerta sentí sus pasos situarse delante de la puerta donde yo estaba. Vi su sombra ensancharse y comprendí entonces que estaba agachándose para mirar por debajo de la puerta. Escuché el ruido de sus ropas doblarse mientras mis piernas y mi espalda se tensionaban de auténtico pánico. Tuve la tentación de asir el pomo y abrir, pero me contuve, o no me atreví. Pasados unos segundos volví a escuchar sus pasos dirigirse hacia el comedor. Dejé pasar unos minutos. Abrí silenciosamente la puerta del cubículo mal oliente. Me puse frente al espejo, frente al lavamanos. No era yo, aunque lo parecía, ligeramente. Me lavé las manos y me refresqué la cara y el cuello para recuperar el sosiego. Entonces me decidí. Ahí fuera estarían también el hombre que escribía, el extranjero que hablaba con aquella mujer, la pareja joven y, por supuesto, quedaban aún a la vista unos dos o tres camareros. Decidí salir a interrogar a aquellos dos. Siempre era mejor tener testigos. Tomé aire, apreté los puños y salí decidido hacia el comedor. Los dos tipos ya no estaban. Sus sillas estaban vacías, e incluso su mesa ya estaba preparada de nuevo, con nuevo mantel y un nuevo servicio de cubiertos y platos para los siguientes comensales, que ya seguro esperarían para mañana. No estaban y no habían dejado rastro alguno. Inspeccioné en redondo el comedor. La mujer y aquel hombre ya se levantaban para salir. El hombre que escribía seguía allí. Los dos jóvenes recibían la cuenta de uno de los camareros. Miré a través de la puerta por si los atisbaba fuera, en la calle. Nada.

Gabriela jugaba con las cuatro cucharas entre sus dedos. Al verme, las volvió a colocar en su posición inicial. Alineadas, equidistantes. Llegué hasta la mesa y mientras me sentaba tomé las cuatro cucharas, las envolví en la servilleta y, sin pensarlo, las introduje en el bolsillo de mi pantalón. Gabriela sonrió con los ojos abiertos, fascinada. Vi la cuenta sobre a mesa.

-¿Te apetece un café?

-Mmm…. Sí, claro ¿Por qué no alargar este momento?

-¡Garçon, dos cafés más por favor!

Salimos bastante tarde del restaurante, aunque no fuimos los últimos. Decidimos bajar hasta el Vieux Lyon caminando, serpenteando por las escaleras en zigzag y las callejuelas que descienden la ladera. El funicular seguramente ya no operaba a esa hora, pero ni siquiera nos lo planteamos. Instintivamente echamos a andar.

La temperatura era más cálida que cuando habíamos subido. Sin apenas notarlo ya estábamos frente al monumental Palais de Justice, brillando imponente sobre el Quai Romain Rolland y un par de minutos después sobre la pasarela metálica que cruza de regreso el Saona hasta el Quai dels Celestins. El agua circulaba bajo nuestros pies, impávida, negra, brillante y silenciosa, testimonio mudo y cómplice de la última sentencia de Gabriela,  “No puedo quedarme todo el fin de semana como te había prometido. No te lo dije antes para no estropear nuestra velada. Ha sido maravillosa. Pero debo volver a Barcelona mañana temprano para atender unos asuntos en la universidad que requieren, ineludiblemente, mi atención”

Sobre la tierra roja. Los dos jóvenes entrelazados se detienen de nuevo. Deben tener no más de diecisiete o dieciocho años. Son gruesos, redondos. Miran hacia arriba dejando que la lluvia descargue lágrimas sobre sus rostros. La luz entre las costuras de las grisáceas nubes ilumina sus caras. Tienen las facciones típicas de las personas con síndrome de Down. Los dos. Las de él son más marcadas y sus ojos se achinan hasta el infinito cuando abre inocentemente su boca. Sonríen, despreocupadamente. Ella echa atrás su cabeza, abre su boca y saca la lengua al cielo. Él la imita. Se miran después. Ríen. Caminan unos pocos pasos. Se mojan. Se empapan. Él la pone frene a sí. Se aprietan el uno contra el otro sobre la tierra roja, sanguinolenta. Se besan apasionadamente, con total entrega, obscenamente sin serlo. Intercalando carcajadas. Todos los transeúntes, reptiles y sombras, resguardados de la lluvia bajos los toldos y las cornisas, los miran en silencio y asombro. Comprensión. Resignación. Envidia. Yo también los observo. Dan unos pasos más, torpemente, asíncronos avanzan con dificultad sin pretenderlo ¿Qué más da? Cada gota es parte de la lluvia.

-¿Por cierto Josué, has pensado ya cómo revertir tus súper cualidades en beneficio de tu comunidad? –me preguntó después Gabriela-.

-Mi comunidad eres tú, Gabriela –le dije-.

Me miró con aire severo. El hotel ya estaba cerca. Su alma, no.

-Ya sabes a qué me refiero, Josué.

-Tú también.

-Sabés que no debe haber intersecciones.

-Sabes que no hay marcha atrás, Gabriela. Ya somos casi una pareja ¿Qué lo impide?

-¿Casi una pareja?

-Pues sí, casi todo está dispuesto. Sólo faltas tú.

-¿Casi? ¿Lo has dicho seriamente? De los "casi" no se vive; casi comí, casi respiré hoy…  No es suficiente. La vida no se puede vivir a medias, ni aunque se pretenda. Incluso el sueño es cien por cien vida.  

-¿Pues?

-No alcanza, Josué, no alcanza con robar besos. Lo sabés ¿Verdad? Las expectativas no se sostienen. Las piezas no encajan. El deseo no es suficiente. No deberías insistir.

-No lo haré.

Subiendo en el ascensor hasta nuestra habitación saqué de mi bolsillo el paño que envolvía las cuatro cucharas. Sin mirarlo, y sin mirarla a ella, puse el pequeño obsequio en la palma de su mano. Cuando sus dedos se cerraron para asirlo, rozaron los míos y un escalofrío cálido recorrió desde mi brazo toda mi espalda. En el reflejo del cristal pude ver su mirada, comprensiva y sincera.

-Josué, me encantaría ser Amiga tuya, pero no creo que debiéramos avanzar como pareja.  

-¿Por qué no?

-Porque los dos somos capaces de hacernos daño mutuamente y, más tarde o más temprano, todo poder acaba ejerciéndose. 

La dejé en la habitación sin nada que decir y bajé de nuevo en el ascensor de camino al bar del hotel. En el bar del hotel Le Royal las paredes son rojas, el suelo es rojo, el techo es rojo, e incluso las mesas y las butacas son de un color rojo intenso. Es como habitar dentro de la sangre. Tomé alguna cosa. No recuerdo qué. El barman iba y venía así que salvo esa intermitente y silenciosa compañía, estaba solo. Bueno, sólo yo y la nausea. Cuando volví a la habitación, Gabriela dormía y ya no estaba.

Quizás, todavía esté en Lyon y en realidad no se ha marchado, sólo se ha alejado de mí. Su maleta no era para una sola noche.

No creo que ella pase por esta plaza, pero por si acaso, yo miro.

XLIX – Y sin embargo los Libros

 

 

-No te preocupes por la hora, Josué ¿Qué ha ocurrido?

-Han ido posponiendo nuestro vuelo desde Praga a Roma durante toda la tarde. Finalmente, pasadas las doce de la noche, nos han comunicado que el vuelo no saldría hasta primera hora de la mañana. Sin más disculpa, sin más explicación. Un simple comunicado y las buenas noches. En realidad ni las buenas noches nos han dado. Tengo cosas que hacer así que no sé si me vale la pena buscar un hotel donde sólo pasaría unas tres o cuatro horas. Creo que localizaré un enchufe donde cargar las baterías del ordenador y el teléfono y enviaré algunos correos que tengo pendientes.

-Si puedo hacer algo por ti, dímelo por favor.

-Gracias, Pedro. Cuéntame, ¿Qué ha pasado con Baumberg?

-Están nerviosos. Dice que esperaban una implantación más rápida del proyecto en las principales ciudades del país. Que han hecho una gran inversión y que esperan un retorno rápido de la misma.

-Ya veo, no te preocupes en exceso. Sólo quiere hacernos pagar la manera en que lo acorralamos al negociar su participación. Hay que ser una oportunidad para los demás, y nosotros lo somos.

-Mercedes me ha dicho que la compañía de mudanzas ya ha trasladado todos tus enseres al piso de Diagonal Mar. Han recolocado todo lo que han podido, pero las cajas llenas de libros, que dice son muchas, las han dejado por desembalar pues no sabían cómo querías ordenarlos.

-De acuerdo, entendido, yo me ocuparé.

-¿Qué tal fue la reunión de Lyon de ayer lunes?

-Bien, creo que la Sra. Bocuse y su grupo acabarán invirtiendo.

-Estupendo ¿Pudiste descansar durante los días previos, el fin de semana?

-Sí, todo bien. Propuse a Sophie que me acompañara durante el domingo y la devolví al aeropuerto el lunes por la mañana. Eso me hizo demorar la reunión con Bocuse hasta la tarde, pero valió la pena.

-Me alegro ¿Cómo ha ido con los checos, por cierto?

-Con ellos va a ser algo más lento. Pero creo que la semilla ya está germinando.

-Pedro, tú estás casado ¿Verdad? Hace varios años ¿Cierto?

-Veintidós años hizo en marzo.

-Después de vivir con una mujer durante todo ese tiempo…

-Nada Josué, no preguntes, la respuesta es nada. No sé nada.

 

Cohabitar con Sophie es simple, sólo necesita tiempo. Las cosas hermosas requieren tiempo. Tiempo para observarlas. Tiempo para aprehenderlas. Si quieres poseerla, solo debes acomodarte a unas cuantas reglas y normas. Debes dedicarle tu talento pero puedes reservarte el alma, siempre y cuando, algunas veces, te dediques en espíritu. Puedo ganarla y puedo perderla. Sólo dependo de las reglas. Existir, sin ser ahora es suficiente. Con Sophie puedo estar a solas sin estar con ella mientras estoy a su lado. 

Me ahogo en la humedad de la presencia. Lo empapa todo. Es este calor que no cesa. O es el tedio de la existencia. Y sería tan sencillo... Sophie es un privilegio que puedo cobrarme pero no puedo pagar. ¿Es ser a medias? Ser a medias es no ser. 

Estoy cambiando, rápidamente, lo sé. He perdido cierta inocencia para ganar una pesada consciencia. Los sarcasmos ya no me divierten. Ya no me resulto simpático y a la vez entrañablemente detestable como antes. Mi pensamiento es más profundo, mi existencia más trascendente, pero soy menos espontaneo, menos vital, poco a poco, inexorablemente.

Al frente, la pista de aterrizaje vacía. Inútil como la palma de una mano vuelta hacia el cielo. Solo quedamos unos cuantos neo vagabundos en el aeropuerto de Praga, olvidados. Olvidados por fin.  No queda rastro de la enfermedad del movimiento. De nuevo mañana. La mayoría de las luces se han ido. El sonido seco y huidizo de pasos solitarios adentrándose en las sombras quiere ser. Sentado, no quiero moverme, acompaño a la pista que yace frente a mí, más allá de los cristales, tendida,  mujer, vencida, domesticada, sometida. Sumisa. Mañana la usaran de nuevo.

Negrura que se extiende dentro del edificio, más lejos cuanto más afuera. Al fondo, siempre al fondo. El gozo de la soledad me reconforta. Ya no se oyen pasos. Ya no se oye nada. Todo sobra. Todo es excedente. Yo mismo no tengo razones para estar ahí. Pero me impongo, fuerzo mi existencia. Soy ahora. Y eso está bien. Presiono con la palma de la mano mi vientre hinchado. Sí, todo está bien, todo sigue su curso.

Los libros me esperan. En una mudanza, lo que no se reubica en tres meses, y permanece oculto, es que no se necesita para vivir. Sin embargo, las cajas con mis libros están aún por desembalar, aguardan en la sombra su momento para asaltar mi conciencia. Sin embargo los libros. Los libros, aun cuando ya los has leído, deben ocupar su lugar, pues aun pareciéndolo, su lugar no es el mismo después de haberlos aprehendido. Es el mismo estante, al lado de los mismos compañeros, pero su lugar no es el mismo. Sin embargo, los libros.

Quiero escribir. Quiero decirte algo que no te dije. Quiero darte algo de mí, algo de lo que yo soy ahora. Es ahora. Los pensamientos no le pertenecen a uno, pero si los escribes, lo que has escrito, sí es tuyo.

 

2ª PARTE

 

L – El Ladrón de Besos

 

 

Resignado, como perro sin su ración, tomé la determinación de seguir el consejo de una Amiga y hacer uso del tiempo regalado en algo que valiera la pena. Tomé la computadora y busqué por todo el Aeropuerto de Praga un enchufe que me garantizara autonomía para llegar hasta el final de mi carta o, al menos, hasta la llamada de embarque. Parecía que no iba a encontrarlo pero al final “Dios me marcó el camino” y lo encontré, efectivamente, en el oratorio del aeropuerto. Así que aquí estoy, a oscuras, frente a un altar con la Virgen y sus dos velas y un Jesucristo en la pared con más cruz que chicha. Justo frente a mi tengo uno de esos artilugios para apoyar las rodillas, con su acolchadito de terciopelo y su reposadero a juego. No quisiera dejar de mencionar que por encima del Cristo y la Virgencita corona la sala una maquina de aire acondicionado  último modelo de la marca Carrier, que estimo debe tener la santa misión de aliviar el sofoco de los pecados y facilitar la redención. De vez en cuando alguien, atraído por la curiosidad, estira el cuello dentro de la sala para husmear en su interior y me descubren en una esquina, en la oscuridad, picoteando el teclado. Me pregunto si pensarán que soy el contador de la capilla sacando el haber y el debe de las oraciones y las súplicas.

Determinadas las premisas de trabajo, había que enfocar el tema y ubicar el discurso. Podía uno elegir la descargante y legítima opción de arremeter contra la consabida ineptitud, inoperancia y negligencia de los responsables de nuestras queridas y no siempre bien valoradas aerolíneas europeas de lowcost, aquel lugar donde la conjunción telúrica de fuerzas y la causalidad cósmica, aglutinan sin remedio una plantilla de hombres y mujeres cuyo denominador común es una manifiesta incapacidad para, entre otras cosas, masticar chicle y caminar al mismo tiempo, aspecto, por cierto, que ya ha sido documentado en numerosos estudios clínicos y de los cuales la revista Science se hizo eco mediante la publicación de un artículo en su sección de “casos paranormales y sujetos anormales” si no recuerdo mal hacia el mes de noviembre del pasado año.

Pero no, como nos recuerda siempre que le pedimos consejo nuestro buen amigo y mentor Dale Carnegie, el reproche y el despecho no producen nada realmente positivo ni beneficio alguno, por lo que decidí no adentrarme en el camino de la crítica fácil y utilizar ese “tiempo regalado”  para construir algo que mereciera la pena para alguien que lo mereciera, a fin de cuentas, de por sí, ya le estaba dedicando demasiado tiempo de mi tiempo al mundo de los aeropuertos y los aviones en demora, como para obsequiarles también con “palabras encaminadas” como si enfilar las letras fuera cosa de no ser valorada y dada sin más y puesto que obvio era que nada iba a recibir de quien nada merece, decidí como digo dedicar mis horas a una Princesa que conocí y que en su ternura bien me aconsejó.

¿Cómo podría explicarlo? Sabed que hablo no de princesas corrientes, si no de una Princesa singular. De la que yo hablo es Princesa del Tucumán, un paraíso escondido rodeado de una selva densa, donde habitan animales exóticos y donde durante todo el año florecen flores extraordinarias de colores tan intensos que dicen según me han dicho, que los príncipes y otros nobles pretendientes que hasta el Tucumán se han dirigido para pedir la mano de la Princesa, han quedado vagando perdidos por la selva de las Yungas, hipnotizados según en sus caras se puede ver, porque el color de las flores se ha quedado para siempre en sus ojos, y andan deambulando de un lado al otro sin orientarse y comiendo raíces y vaya usted a saber qué otros espantos. Tal es la belleza de las Yungas del Tucumán que cuentan que no hay en el mundo nada más bello y que solo en hermosura la supera su Princesa, de cuya piel se comenta que es tan sedosa que hasta el viento la envidia, y que son sus besos tan dulces que hasta los dioses se acercan a ella por las noches para rozar sus labios mientras duerme. Dicen que si te toca con las yemas de sus dedos, quedas de tal suerte prendado que pierdes el juicio y la voluntad. Ésta, de la que yo hablo, es la Princesa del Tucumán.

Ocurrió una vez, una de esas infrecuentes veces, que la Princesa, al dar comienzo los rayos de sol más suaves del otoño, decidió salir de su palacio y recorrer sus senderos preferidos de aquel su jardín, como ella llamaba, a la selva que rodea la ciudad del Tucumán. Como era costumbre, ella y su séquito de fornidos y aguerridos guardaespaldas, dejaron el palacio por los secretos túneles que permiten salir del mismo sin atravesar la ciudad y sus gentes. El capitán de la guarnición, Jeremías Azcote, iba al frente de la comitiva cuando abandonaron los túneles y salieron a la luz del cielo y al abrigo de la exuberante vegetación. Tras él iba la Princesa, caminando como gustaba sobre sus delicados y hermosos pies descalzos, vestida solo con un suave y ligero paño de gasa fina de color blanco que apenas tocaba su piel y que insinuaba la perfección de sus proporciones. Su extraordinario cabello, de un reluciente color negro rizado, denotaba su linaje y su excepcional carácter, y enaltecía más si cabe sus tan preciosas y admiradas facciones. Tras ella, el resto del grupo, cuatro de sus soldados personales la seguían y velaban por ella, bajo las órdenes del Capitán Azcote, en ordenada fila y disciplinado silencio.

Caminaron durante un buen rato bajo la suave luz del sol, alejándose cada vez  más de la ciudad y su bullicio. Apenas se divisaban ya a lo lejos los pisos más altos de algunas casas, como una sombra en el centro de la selva. Fue entonces cuando el capitán Azcote tuvo uno de esos instintivos escalofríos que había conseguido interpretar con el paso de los años y que le avisaban de que alguna cosa o alguien los acechaba. Sus sospechas fueron creciendo cuando lo que al principio era una ligera bruma se acabó convirtiendo en una cada vez más densa niebla. En ese momento, el Capitán se volvió con la firme idea de recomendar a la Princesa que regresaran a palacio dadas las circunstancias y al dirigir sus ojos hacia el rostro de la Princesa, por encima de ésta, vio la guarnición de ¡tres soldados!. Sus ojos se clavaron en los ojos de los tres soldados que quedaban, uno tras otro, interrogándolos con la mirada sobre su compañero desaparecido. Al principio los tres se extrañaron de la actitud del Capitán pero cuando volvieron sus miradas y observaron que el cuarto soldado no estaba tras ellos y se había esfumado, ellos también empezaron a mirarse con el mismo asombro. Los soldados de la guarnición real eran leales y bien entrenados, su compromiso estaba fuera de toda duda. Ciertamente algo grave le debía haber ocurrido a aquel que faltaba, pero ¿Cómo era posible que nadie lo hubiera visto u oído? Durante su paseo ninguno de ellos había hablado, tan solo se había escuchado el rumor habitual de la selva. Y así fuera hasta que la niebla hubo hecho acto de presencia. La Princesa miraba al Capitán con la esperanza de que éste ofreciera alguna explicación o diera alguna orden al resto de la guardia que ayudara a aclarar la situación. Esto último era lo que más preocupaba al Capitán; cualquier otro hubiera mandado a algún soldado sobre sus pasos para que encontrara un rastro que explicara lo sucedido; quizás un animal muy sigiloso lo había atacado, quizás un desvanecimiento, aunque ninguna de estas hipótesis convencía al Capitán, o quizás sí, quizás un “animal” muy especial se había fijado en ellos. En cualquier caso, Jeremías Azcote sabía que aquel no era momento de dividir sus fuerzas, así que ordenó que todos volvieran sobre sus pasos, mandando a dos de los soldados que caminaran a diez metros por delante de ellos pero siempre a una distancia tal que siempre estuvieran al alcance de su vista. Tras ellos estaría él, después la Princesa y después Sánchez Herrero, el más fuerte y capaz de los soldados que formaban la reducida comitiva real.

Empezaron a andar y durante algunos metros el Capitán consiguió divisar a los dos hombres que le precedían, pero, al cabo de un instante, la densa niebla se tornó tan espesa que tan solo conseguía ver al segundo. En ese momento, alarmado, llamó al primero para que se detuviera, pero no oyó respuesta por parte de éste. Sin pensárselo, desenvainó la espada y con largas zancadas echó a correr hacia delante convencido de que lo que les acechara estaba ahí, llevándose a otro de sus hombres, pero no había avanzado apenas siete metros que oyó la respuesta del soldado;

-Aquí capitán, estoy aquí, esto está tan espeso que parece que se paran hasta las palabras.

Si no hubiera respondido mientras avanzaba en trompa hacia él poco hubiera faltado para que el capitán no le asestara espada sobre la cabeza mientras aparecía su sombra entre la niebla.

-¿Estáis los dos bien? -preguntó el Capitán- ¿habéis visto algo o a alguien? ¿Habéis oído algo?

Les preguntó todo seguido sin esperar la respuesta. Mientras los soldados intentaban responder a todo a la vez, Jeremías Azcote volvió a sentir un escalofrío premonitorio en su nuca, se giró tan rápido como pudo y allí vio a la Princesa que los observaba inmóvil, sola, completamente sola; Sánchez Herrero había desaparecido y ella lo adivinó al verlo reflejado en la cara del Capitán, se giró con cautela y comprobó que tras ella solo había niebla, solo la niebla rozando sus labios.

El Capitán corrió tras la Princesa y a diestro y siniestro del camino empezó a dar golpes con su espada a la densa vegetación que los circundaba, confiado de que lo que fuera, ahí estaba, agazapado, protegiéndose entra la maleza. Pero no dio con nada. Sus ojos y sus mejillas estaban encendidos de rabia y frustración. La Princesa y los dos soldados lo miraban atónitos, impávidos. Tomando conciencia del momento y la situación, el Capitán ordenó a los dos soldados que se acercaran a él y a la Princesa, de modo que formaran entre los tres un anillo alrededor de ella que la protegiera de aquello, de lo que fuera aquello. Los cuatro empezaron a caminar al unísono. Por sus respiraciones intensas se adivinaba que todos estaban fuertemente impresionados y temerosos de lo que estaba ocurriendo. El Capitán, por su parte, sabía que en realidad todo estaba sucediendo muy rápido,  demasiado rápido y por tanto no tardarían en sucederse nuevos hechos, por lo que ya no volvió a envainar su espada y pidió a los soldados que mantuvieran sus lanzas preparadas para atacar en cualquier instante, ante cualquier situación.

Azcote iba en esta ocasión el primero y apenas a dos pasos le seguía la Princesa flanqueada por los dos soldados. Fue entonces cuando el Capitán adivinó entre las sombras la silueta de un hombre. Se detuvo y apretó con fuerza su empuñadura.

-Sánchez, ¿Eres tú?” -gritó, y después repitió el nombre de los otros dos soldados desaparecidos -¿Ruiz, García? ¿Quién va?” -dijo al fin-.

No hubo respuesta. La silueta se acercó quedándose a unos diez metros frente a ellos y entonces fue cuando pudieron ver su rostro. Ninguno de ellos lo había visto antes, sin embargo, todos supieron al instante quien era; su leyenda le precedía. Al instante aquel hombre volvió a desaparecer, entre la niebla, entre la maleza, quién sabe. Se miraron los unos a los otros buscando respuestas, confirmaciones.

-Sí, era él- dijo al fin el Capitán con el rostro descompuesto, profundamente intrigado -el Ladrón de Besos -añadió-.

Contaba la gente que el Ladrón de Besos era hijo de la niebla y de la selva de las Yungas y, en consecuencia, hermano de los anímales que allí habitaban. Pero su leyenda iba y venía. A veces se contaban sus historias y se le atribuían robos magníficos, y otras, durante años, no se tenía noticias de él, y se tomaban entonces sus fechorías como fábulas y cuentos de viejo. Entonces, en algún tiempo, un robo aquí u otro al otro lado del Océano, desenterraba el mito y los ancianos del lugar recuperaban su leyenda y aseguraban que seguía vivo, que siempre existió, que nunca murió y que el Ladrón de Besos, fiel a sí mismo y a sus orígenes, siempre volvería: a su selva, a gobernar la niebla, a hablar con los animales y a susurrar por un beso que dicen, según me han dicho, que era todo su alimento.

Los más antiguos del lugar habían hablado de él tantas veces, lo habían descrito con tanto detalle e interés que cuando la comitiva vio aparecer el rostro entre la niebla, con aquellos ojos, con aquellos labios, no dudaron apenas que se tratara del legendario ladrón. Su manera sigilosa de moverse, la niebla, el silencio ahogado de todos los animales de la selva, acabaron por confirmar al Capitán su intuición: “aquel animal, aquel al que llaman Ladrón de Besos, es quien los acecha y se lleva  a sus hombres” pensó. Si lo atrapara podría exhibirlo ante todos, ante todos los políticos, marqueses y duques, reyes y emperatrices que habían sufrido durante décadas sus robos y con ello, su fama se haría mundial, más aún que la de él. Sí, eso haría, atraparía a ese “animal” por siempre.

Enardecido de rabia y ambición, el Capitán saltó hacia delante dos pasos gritando al ladrón que diera la cara. 

-Los de tu ralea – añadió- sois animales, bestias incivilizadas sin honor, sin nombre, comerciantes de vuestra propia alma; ¡Da la cara miserable! ¡Enfréntate a mí! 

Entonces todos sintieron tras de sí como se movía la maleza y en apenas un par de movimientos el Capitán Azcote ya se había situado entre aquel rumor y la Princesa, con su espada empuñada, en alto, la cual asía cada vez con más fuerza. De la maleza no apareció ningún hombre, sino un jaguar. El felino surgió de entre las hojas verdes que circundaban el camino, se paró frente a ellos y los miró, los miró sin apenas atención, sereno, compasivo… y acto seguido volvió a adentrarse entre la maleza, por el lado contrario del que había aparecido. Durante unos segundos nadie dijo nada y, de manera instantánea, sin preaviso alguno, comenzó a llover sobre ellos de manera tormentosa. Pareciera que el cielo se derramara sobre ellos, mientras, aún no habían sido capaces de, siquiera, reaccionar a la “visita” del jaguar.

Los arroyos y riachuelos rápido se formaron sobre el camino, las veredas y los márgenes, haciendo muy difícil su tránsito. Azcote le propuso a la Princesa que volvieran rápidamente a Palacio. En la carrera todo lo que quedaba de la guarnición la rodearía y, al cesar la lluvia, el mismo Capitán tomaría nuevos hombres y haría una batida como nunca se había hecho sobre aquellos campos hasta dar con el Ladrón. La Princesa, aún desconcertada asintió, y empezaron entonces a caminar ligero hacia Palacio.

No habiendo avanzado más que trescientos metros, una gran tromba de agua que segaba el camino, se llevó sin que nadie pudiera evitarlo a los dos hombres que precedían a la Princesa, haciéndolos caer por la bárdena que acompaña al río, perdiéndose su pista y cualquier rastro entre la vegetación en apenas un par de segundos. La Princesa estiró sus brazos intentado agarrar al menos a uno de ellos, pero fue inútil, apenas consiguió rozar su ropa con la punta de sus dedos. Se detuvo, miró hacia el valle intentando ver entre el verde a los soldados, pero ni vio ni nada escuchó. Silencio, más allá de la lluvia, tanto silencio que presumió lo peor. Se giró y, atónita, comprobó que tras de sí no estaba el Capitán, no había rastro de él, de él nada sabía.

Dejó de llover. Dejó de llover de la misma manera que empezó a hacerlo, casi instantáneamente, y una luz preciosa, que se abría paso entre nubes de color plata, iluminó entonces el cabello de la Princesa, sus pestañas, sus ojos, su silueta. Apoyó entonces su espalda contra un árbol y se detuvo ahí, a pensar, a admirar, a esperar.

El Ladrón de Besos no tardó en aparecer. A pocos metros de ella su silueta se fue perfilando, mientras se acercaba, hasta quedar a poco más de un brazo de distancia de ella.

Se miraron a los ojos, se miraron durante largo tiempo, aunque a ninguno de los dos aquello les pareciera tiempo, pues el tiempo seguro se había parado.

Se miraron, se observaron, y en ese mirar, sus ojos decían cosas, decían palabras, hacían caricias mientras recorrían cuellos, hombros y manos, hablaban de cosas que habían visto, de cosas que querían contarse, se hablaban de ellos, se hablaban de ellos juntos, se besaban en miradas, se acariciaban con suspiros, se entregaban en un mirarse que era físico, material, intenso como su manera de ser, sin ninguno moverse, en esa distancia. Con la fuerza del sentimiento se rodearon sus cinturas, se amaron, se tomaron el uno al otro, si bien, cualquiera que los hubiera observado por horas no hubiera visto más que dos frente a frente, sin siquiera moverse, sin siquiera hablarse, y en verdad todo aquello hicieron, todo aquello sintieron, todo aquello amaron, y en ese devenir se hizo la noche, y en la noche de luces de luciérnaga hablaron. Viajes de encuentro a lomos de ballenas en distintos mares hicieron, con todos los animales del mar suspiraron, y en mil y un tejados de todos los mundos estuvieron, y en todos se amaron y el uno por el otro, en cien lugares estuvo, y también se hizo el día, y con el día en tren viajaron a ver el final del río, y con el alba, a lo alto del altiplano subieron y pueblos visitaron y gentes conocieron, como la niña de ojos inmensos que rió con ellos, y entre la niebla viajaron, y a la elegante araña negra saludaron, con guanacos corrieron la estepa y con los burros salvajes conversaron, todo aquello hicieron y más aún, que en camas distintas, en una docena de noches, juntos durmieron y en ellas se amaron y en ellas sintieron y con tantas ganas y fe se entregaron que nunca dudaron que aquello era cierto y, en verdad pareciera que ni un paso dieran, ni que hubiera un beso, pero en verdad os digo que todo aquello tuvieron, bajo la sombra de un árbol, sin que importara el tiempo.

Entonces él llevó su mano hacia el bolsillo de la bolsa de piel que llevaba cruzada sobre el pecho y de su interior sacó algo envuelto con un paño. Estiró su brazo y se lo ofreció a la Princesa. Ella dudó durante unos segundos y tomó entonces aquel paño con sus dos manos sin dejar de mirar a sus ojos.

El paño era una suave gasa de color blanco. La Princesa empezó a desplegarla con sumo cuidado, sujetando con una mano su contenido y retirando con la otra poco a poco cada una de las puntas de la tela. Al poco se descubrió su contenido: cuatro pequeñas cucharas talladas a mano. Delicado y singular engarce de plata vieja. Sin lugar a dudas, aquellas eran las cucharas de las cuatro virtudes.

Cuentan que los nuevos misioneros que en el principio de aquel tiempo anduvieron las tierras del Tucumán, hallaron en el interior de una cueva aquellas cuatro cucharas, de las que enseguida pudieron comprobar sus divinos poderes. Parecer ser, según dicen las viejas historias que lo cuentan, que tomando en una de ellas una ración de miel, adquieres por largo tiempo la virtud de la belleza. En la otra, tomando de ella un sorbo de caldo de vieja gallina, adquieres salud y alejas enfermedad de quien lo toma. En la tercera, llenándola de vino antiguo, más antiguo sea, más la virtud de la inteligencia se posa en la persona, siendo la cuarta de las cucharas la de la virtud de la paciencia, con la cual sorbo de té tostado a fuego lento has de tomar. Pero la virtud no yace en el beneficiario por siempre sino que el candidato o candidata virtuosa ha de disponer de las cucharas y tomar de ellas con la primera luna llena de la primavera, gozando de toda virtud hasta la siguiente. Pronto los rumores sobre los beneficios de las cucharas llenaron los rincones del mundo y pronto estas cambiaron de manos, sin saberse a ciencia cierta en poder de quién andaba cada una, ya que los nuevos dueños no gustaban de que se supiera. Se rumoreaba que la de la belleza debía estar en manos del poderosísimo Sultán de Vraslavash, pues a sus noventa y dos años conservaba aún un porte y una belleza en el rostro que no tenían explicación. Al Emperador del Japón se le suponía la cuchara de la salud, pues, a sus ciento veinte años no había caído enfermo ni una sola vez en toda su vida. La Emperatriz de Noruega era sin duda la propietaria de la cuchara de la inteligencia, pues su reino, estando como estaba rodeado de grandes y poderosísimos imperios, no había caído nunca en manos de sus vecinos gracias a su buen hacer, su diplomacia y gran habilidad como estratega. De la cuchara de la paciencia nunca se tuvo noticias y dice la leyenda que la misma nunca salió de los alrededores del Tucumán,  pues de todas ellas, la de la paciencia fue siempre la menos codiciada pues, según dicen, nadie tuvo nunca la paciencia de esperar la primavera.

La Princesa interrogó con la mirada al Ladrón de Besos sobre tan codiciados objetos y por sus ojos supo que él las había robado para ella, pensando en ella.

-¿Qué me ofreces Ladrón a partir de hoy? -Dijo por fin la Princesa continuando sin esperar respuesta- amas mis besos como yo amo los tuyos, busco tus ojos como tú buscas los míos, pero Ladrón, yo soy Princesa ¿Qué clase de amor ofrece quien no tiene cuna ni destino? Dime Ladrón, dímelo.

-Sabed Princesa que en mi juventud recorrí la ancha tierra africana -dijo el Ladrón- …y en ese tiempo me crié y eduqué con la tribu de los Massai. Los Massai Princesa no saben vivir otra cosa que el presente, tan intensa es su existencia que no conciben el mañana y viven cada día como el único día de sus vidas. Sabed Princesa que si los encierran, mueren sin remedio, pues no pueden concebir, siquiera prever, que algún día serán liberados y mueren sin solución de una profunda y solitaria tristeza. Sabed Princesa que yo soy Massai: no me condenéis a la profunda y solitaria tristeza, no me matéis…

-Yo no puedo amaros si no hay mañana -contesto enseguida la Princesa, y sus palabras cayeron como una sombra oscura sobre el rostro del Ladrón. Fuera como si dagas de hielo se hubieran clavado en su pecho. La tristeza que lo cubrió se hizo rostro en su cara.

-Puedo ofrecerte la luz del sol en el altiplano, el rumor de los torrentes de agua que atravesamos, viajar por los tejados,…

-No es suficiente -interrumpió la Princesa-.

-Os entiendo… -dijo el Ladrón pasados unos segundos de aquel eterno silencio- Tenéis derecho a reprocharme, a reprobarme, mi vida está llena de un pasado calamitoso, mi rutina es un accidente continuo, mi vida es solo digna para el jaguar o para el guanaco, dispuesto a morir por un beso, pero no a morir durmiendo. Os entiendo Princesa, aunque ello no es consuelo.

-Sí, entiéndelo -añadió ella- El deseo no alcanza, las expectativas no se sostienen, las piezas no encajan o faltan.

El Ladrón se dispuso a responder pero decidió contener la voz. Meditó. Pensó, y mientras esto hacía miraba a la Princesa, miraba sus labios y se preguntaba cuánto tardaría esta vez en volver a probarlos ¿Los probaría siquiera otra vez?  Y las últimas palabras de ella retumbaban en su cabeza: “El deseo no alcanza, las expectativas no se sostienen, las piezas no encajan o faltan…”  La Princesa añadió entonces,

-Prefiero el vacío -y diciendo esto las lágrimas se posaron en los ojos de él. Lloró-.

No volvió a hablar más. Con sus ojos le dijo por última vez que la comprendía. Con su mirada le dijo que guardaría silencio, que no sería un intruso en su vida, que no la seguiría más por los jardines del Tucumán, que no robaría por ella. Que no tomaría su fruto, que no bebería su piel, que no mojaría sus labios, que no rodearía su cuerpo, que nunca lo haría otra vez. Y ella lloró también y al hacerlo le dijo en silencio que extrañaría sus besos, que recordaría su voz y que la niebla en la cumbre sería su recuerdo.

Él dio un paso atrás. Ella otro. Él se hizo niebla. Ella un suspiro…

 

Esta como veis es la historia de la Princesa del Tucumán, una Princesa que gobernó toda su vida con gran sabiduría, paciencia y bondad y cuya belleza y salud fue por el mundo entero conocida y admirada. Esta de lo que yo os hablo, es la Princesa del Tucumán.

 

Buenos días Princesa.

(sent by email)

LI – La Culpa

 

 

Cuando llorar duele más que el dolor, es melancolía. Así ha sido septiembre. Así es el Mediterráneo cuando se entrega al otoño, melancólico.

Octubre viene despacio. Siempre lo hace despacio, pues nadie pide por él. Confortables entre las lluvias del final del verano, la temperatura cálida y la melancolía, octubre debe abrirse paso con esfuerzo para hacerse sitio. Y con los primeros rayos anaranjados del otoño, como una avalancha de arena, cae sobre uno la Culpa. Sin un peso específico, pero abrumadora.

Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa... La culpa es una debilidad de la personalidad. Una variable inducida. No nacemos con ese sentimiento. Nos lo inculcan. Es un comodín del naipe negro.

Sentado en el muro de un parterre de la Scalinata della Nuova Marina, en Citavecchia, huyendo por unos instantes de las sombras ruidosas de la ciudad de Roma, una gata melosa insiste en enredarse en mis pies. Tomo un sorbo de agua de una botella etiquetada con la palabra “Astucia”. Ahora el agua, las etiquetas y todas las técnicas de Meta viajan conmigo. Miro a lo lejos la línea del horizonte, del horizonte que Zacas insistía en recordarme que no existía y, mientras lo hago, mientras tanto, la culpa intenta echar raíces en las junturas de los músculos, en las articulaciones. La culpa no es algo que te quites con agua jabonosa, ni siquiera con un raspado. Debes expulsarla desde el interior. Con ácido en las raíces, y hacerla salir poros afuera.

¿Gata, qué sabes tú de la culpa? Nada. Los animales, domesticados, pueden llegar a saber de responsabilidad y del castigo, pero nunca de la culpa. Si no hay castigo ni ceños fruncidos, relamen sus bigotes y mueven felices la cola. No hay culpa. Por supuesto. Es un invento humano, tan humano, que no somos capaces ni de exportarlo ¿Qué utilidad tendría?

El pecado no es una cosa buena o mala en sí misma, es un acto que precisa perdón. Yo soy. Yo soy la culpa. Yo pido perdón. Jesús dijo; “Antes de entrar en el templo, perdona”. Perdonar es renunciar al dolor. Perdonar a Dios y a uno mismo.

Las olas al fondo rompen con estruendo, pero no reclaman justicia. Tan solo embisten voluptuosamente la roca. El cielo, añil, está limpio.

Hace casi dos meses que no sé nada de Gabriela. Sus últimas noticias fueron una cama vacía. Mi último intento, un cuento escrito para ella enviado por correo electrónico que no respondió. He tenido desde entonces un encuentro con al alemán en el Palau. Los test y el biocampo siguen retorciendo sus gestos. Levanta una ceja y murmura algo que sólo él sabe. Sin embargo, ahí queda todo. No hay sesión con Gabriela. Ella no está. Entré a ver la sala vacía. Ella no estaba ni había recuerdo de ella.

La culpa no nos pertenece. Sólo la arrastramos como una lata a patadas por toda la calle. Ruidosa en el interior. Enganchada a la suela del zapato. Pegajosa. Impertinente. Cautivadora. Es la mejor excusa para renunciar a la libertad ¡La libertad es tan agotadora! Exige tanto.

¿Sophie? ¿De qué soy culpable? ¿Zacas? ¿Por qué? ¿Acaso yo? ¿Las ausencias de Gabriela? No, Gabriela es diferente. Ella es así. Si no, no sería.

La culpa es una debilidad de la personalidad. Una variable inducida…

En un campanario lejano suenan las siete y las siete pasan a ser una hora más en el olvido. El aire se va enfriando y cada vez quedamos menos pululando por la Scalinata. La luz quiere hacerse gris. Mi vuelo hacia Barcelona despega en tres horas desde Fiumicino. Roma no siente culpa, sólo una gran responsabilidad. La responsabilidad pesada de la piedra y el tiempo. Pero no hay culpa.

Los pocos que quedan se arremolinan alrededor de un pianista ambulante que toca con auténtica inspiración el Nocturno Nº2 de Chopin. Es un hombre joven, de escasa estatura y movimientos precisos y elegantes. Arrastra un piano de pared sobre una suerte de tablero viejo con ruedas, del que tira con una gruesa cuerda. En un lateral ha habilitado unas cintas elásticas, en las que imagino, fija una silla plegable de tela roja cuando se desplaza. Una silla sobre la que ahora se encorva frente al teclado.

El sonido del mar respeta las notas musicales. Entre la gente, por detrás de todos los espectadores accidentales, los dos tipos vulgares que se han convertido en mi sombra, vestidos con americana de pana gris y zapatillas de deporte blancas, intentan escurrir la mirada entre las cabezas atentas a la música. Uno lleva camisa blanca gastada, el otro un polo verde limón. Actúan tan penosamente como visten.

-¿Fuma usted? 

-¿Eh? No, gracias.

Un anciano de mirada profunda y barba de varios días se sienta a mi lado y me ofrece un cigarrillo. Se expresa en un italiano muy claro que, con mi precario conocimiento del catalán, no me resulta difícil entender. Lleva una gorra campesina de color beige y una chaqueta azul de lana fina.

-Empieza a hacer frio ¿verdad?

-Sí, así es. Vamos a echar de menos el verano.

-No, yo no. He aprendido a no echar nada de menos –me responde sin dudar-.

-Bien por usted.

-Pero usted no pensaba en el frio ¿Me equivoco? ¿De dónde es?

-De Barcelona. Y no, no pensaba en el frio; ni en el verano.

Se enciende un cigarrillo blanco prendido en sus labios incoloros y mira en silencio al horizonte al expirar un cono de humo gris que se eleva sin ganas.

-Pensaba en la culpa.

-¿De qué podría sentir culpa un hombre como usted? Y créame, no estaba siendo sarcástico.

-No. De nada en particular. Pensaba en el sentimiento de culpa en general. El concepto en sí. Tengo la idea de que es algo ajeno a nosotros. Aunque un producto nuestro, de eso no hay duda.

-Ese pianista no lo hace mal ¿Verdad?

-Sí, parece inspirado. Es un lujo gozar de su talento aquí. En este entorno.

Hace un asentimiento leve con la cabeza mientras me mira y esboza una ingrávida sonrisa. Sus ojos son negros y achinados. Su piel surcada y grisácea de los ojos hasta el cuello. Su frente, entre las cejas grises y pobladas y hasta donde deja ver la sombra de la gorra, es amplia y dorada y está iluminada por el poco sol horizontal que aún queda a esa hora en el puerto.

-Italia tiene estas cosas. En cada rincón puede usted ver florecer el arte de los hombres. Y en cada rincón puede encontrarse lo peor de ellos.

-Ya –digo sin mucho entusiasmo, volviendo mi atención al pianista, y afinando mi mirada sobre aquellos dos indeseables tipos-.

Nos quedamos en silencio. Él fuma pausadamente. La brisa disipa el humo cuando la gata sale de mis piernas para enredarse en las suyas. Pasa su mano gruesa por el lomo y ella, tierna, se deja agradecida, ralentizando su movimiento.

-Caín no la sintió. Hubo que marcarlo –dice lacónicamente sin dejar de mirar al vacío-.

-¿Eso es la culpa? ¿Una marca?

-¿Qué opina usted?

-Es lo que le decía. Creo que es un invento del hombre. De las religiones particularmente. La Ley entiende la culpa como la vía de adjudicar la responsabilidad sobre los actos, pero yo no me refiero a esa acepción. Yo hablo del sentimiento de culpa, y eso es cosa de la religión, sin duda. Puedes ser culpable sin sentir culpa. Y sentirla sin ser culpable. Si un amigo tuyo muere en un accidente, por ejemplo, y por supuesto uno no tiene nada que ver con su muerte ¿habría de sentir culpa? ¿Sentir remordimientos por el amor de una mujer, por ejemplo, tiene sentido? Son sólo ejemplos. Lo que quiero decir es, si mi obligación es cursar mi vida, darle sentido, experimentar emociones ¿debiera cancelar todo propósito  si ello conllevara remordimientos? ¿Abortar todo el plan por cuestiones meramente subjetivas? No todo el mundo siente igual la responsabilidad…

-¿Experimentar emociones? ¿Darle sentido a la vida? Sí, eso es importante. A mi edad eso es tan importante como conseguir recordarlas. Ya sabe, a veces, la cabeza…

Le sonrío condescendientemente, de lo cual me arrepiento en el acto. La gata, dando unos brincos peldaños abajo, se aleja de nosotros buscando nuevos amigos.

-¿Y no le parece que la culpa es también una emoción? –me dice, interrogándome con la mirada-.

-Bueno, es más bien un sentimiento…

-¿No son las emociones resultado de los sentimientos? ¿Se pueden sentir emociones sin sentimientos? Parece difícil ¿No lo cree así? –acaba diciendo poniendo una sonrisa ladeada, como las que dibuja Gabriela, lo cual me hace estremecer-.

Exhala una gran bocanada de humo que acaba flotando entre el pianista y nosotros. Gotean ahora los acordes de Lent et douloureux, creo que de Éric Satie, que el menudo pianista, enfundado en el cuello alzado de una camisa a rayas, despliega magistralmente.

-No lo sé, realmente. Debería pensar en ello ¿La culpa como una emoción más? ¿Parte del programa? ¿De la representación? ¿Otro ingrediente?

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