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PRIMERA PARTE EN ROSARIO » 1 «Patéala, Leo.» Pero Leo no la patea

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«Patéala, Leo
Pero Leo no la patea

Cada domingo, tonto el último. Leo llegaba cuanto antes a casa de su abuela Celia y, en el asfalto frente a la residencia, hacía unos rondos con sus hermanos Rodrigo y Matías, aunque a aquello no le llamaban rondos. O se competía a fut-tenis. Hasta que llegaban los primos, Maxi, mayor, y Emanuel, chico como él. Bruno, el tercero de los hijos de Claudio y Marcela, llegó al mundo años después.

Esta piedra y esta hacen de arco. A seis goles. Ahí se iniciaba el «picadito».

La abuela, con la ayuda de sus hijas Celia y Marcela, preparaba la pasta que luego iba a servir con salsa. Los maridos, Jorge y Claudio, y el abuelo Antonio pasaban ratos charlando sentados en el sofá del comedor estrecho y pequeño. O fuera, en la calle, echando una ojeada a los chicos. «Cómo la toca éste», «te fijaste la gambeta de Emanuel», «Leo, con lo chico que es y lo que cuesta sacársela». «Buena, Maxi, buena», podía gritar Jorge, quien, hasta el servicio militar, jugó en las inferiores del Newell’s Old Boys.

«¡A comer!». La orden no se cumplía a la primera.

Había que lavarse las manos antes de sentarse en la mesa de aquella casa modesta de dos dormitorios de la que nadie quería marchar, a la que siempre se regresaba y que sirvió durante cientos de domingos de punto de encuentro de los cuñados Claudio y Jorge, de las hermanas Celia y Marcela, de los primos que siempre querían jugar al fútbol. A veces el sofá hacía de cama para alguno de los chicos, el que aquel día insistía más en quedarse. La adoraban a doña Celia, y no era por la pasta buenísima o el arroz que nunca sobraba. Celia era de esas abuelas que no tenía nunca un «no» para sus nietos.

Se comía a toda prisa. Estaba todo bueno, pero había que salir cuanto antes con el balón bajo el brazo, deshaciéndose en la boca todavía el dulce de leche, los cinco chavales camino de la plaza del barrio de La Bajada.

Y ahí se acababa lo que se había dejado a medias, o se empezaba otro partido a seis. A muerte, otra vez. Cuatro horas seguidas o a veces más. Se iban pelando por el asfalto.

Nunca salían partidos desiguales, nunca. A veces los mayores, Rodrigo, nacido en 1980, Maxi, de 1984, y Matías, de 1982, retaban a los peques, Leo, de 1987, y Emanuel, de 1988, que era buen portero. Ni así. Se repartían las patadas más bravas, nada que ver con las que se encontraban a veces en los partidos de las inferiores. Eran peores. A Leo, a Emanuel, se los sacudía de impotencia. Especialmente a Leo. «Matías, hombre, cuidado», debía avisar Jorge.

Y Leo corría como pollo descabezado detrás del balón, lo quería y luego no lo soltaba. Las venas hinchadas, la cara roja como un tomate maduro, así lo recuerda su tío Claudio. Y cuidado que perdiera. Empezaba a llorar y armaba un quilombo. Quería pegar a quien fuera que jugaba en su contra. Así que había que seguir hasta que ganara.

«Terminábamos mal, siempre peleados. Aunque ganáramos nosotros, mi hermano me fastidiaba igual porque sabía que me calentaba. Siempre terminábamos mal, yo llorando y recaliente». Eso dijo Leo a la revista argentina El Gráfico.

A menudo los desafíos eran barriales. Los partidos que acababan en la placita de al lado de la casa de la abuela los domingos podían ser contra cualquiera. Y los Messi-Cuccittini nunca perdían. Lo cuenta Matías: «Al principio no nos querían dejar jugar porque Leo era muy chiquito y Emanuel también, pero terminaban felicitándolo. Leo tenía nueve años y jugaba contra pibes de dieciocho o diecinueve y no lo podían parar».

¿Cómo no iba a salir de ese «picadito» al menos un par de futbolistas?

Rodrigo fue fichado a los once años para los infantiles del Newell’s tras haber militado, como todos los Messi, en el Grandoli. Era un delantero centro con gran facilidad para hacer goles, rápido y habilidoso. Fijo de la selección de Rosario para chicos de su edad. Leo contó su final en el : «Sí, era muy bueno. Por desgracia, tuvo un accidente de coche, se fracturó la tibia y el peroné y, en aquel tiempo, si te pasaba algo así, se terminaba tu carrera». Eso y que quizá le faltara la tenacidad de los que acaban siendo profesionales. Su pasión la descubrió en la cocina, quería ser chef.

Matías fue defensor del Newell’s en sus categorías inferiores durante un año y prefirió no seguir. Pero insistió con el fútbol años después y su último equipo fue el Club Atlético Empalme Central, que participa en la Liga Regional de Rosario, donde jugó hasta los veintisiete años.

Maximiliano, de metro sesenta y cinco, y el mayor de los tres hijos de Marcela y Claudio, juega en un equipo brasileño, el Esporte Clube Vitória, del campeonato brasileño de Serie A, después de haber pasado por Argentina (San Lorenzo de Almagro), Paraguay, México y el Flamengo. En el entrenamiento inaugural con su primer equipo paraguayo, el Libertad, se fracturó el cráneo. Pero es testarudo y persistió. Al día siguiente de nacer su hija Valentina, que fue prematura y tuvo que pasar por la incubadora, Maxi marcó con el Flamengo. Messi hizo un hat-trick con el Barcelona ante el Valencia el mismo día, y le dedicó a Valen los tres tantos. Hoy está goleando habitualmente en el Vitória.

Emanuel, rosarino también e inseparable de Leo de niño desde que compartiera vestuario en el Grandoli, empezó de portero y pasó por el Newell’s, durante un año, antes de dar el salto a Europa. Ahora es mediocentro zurdo. Llegó a Alemania en 2008 para jugar en el reserva del TSV 1860 München y la temporada siguiente subió al primer equipo. Estuvo también en el Girona, de la Segunda División española. Juega ahora en el Club Olimpia de la Primera División paraguaya con su metro setenta y siete. Un día querría formar, en el mismo equipo de los Ñuls, con Maxi y Leo.

Bruno llegó en 1996, se perdió esos partidos de calle pero jugó muchos otros «picaditos» con otros chicos, y fue una de las grandes esperanzas, decían, del Renato Cesarini, de donde salieron Fernando Redondo o Santi Solari, hijo de uno de los fundadores del club. Cuentan que también se parecía a Leo. En el modo de correr, de tocar el balón. Hasta en las celebraciones. Hay que ir con cuidado con las comparaciones. Hoy, en su cuenta de Twitter y de Facebook, pone textualmente: «La vida no es lo mismo sin fútbol» (fechado en febrero de 2012). Lo dejó en su día y hoy está intentando reengancharse a ese tren de alta velocidad que es el balompié.

Leo se fue a Barcelona con trece años y las comidas de los primos fueron, a partir de entonces, menos habituales. Y los «picados», claro, se fueron perdiendo. Los niños se hicieron mayores, la vida los separó.

La abuela Celia murió cuando Leo tenía diez años.

* * *

Un río, el espeso Paraná, el Monumento a la Bandera, dos grandes clubes. Su gente. Sobre todo su gente. Eso es Rosario para el visitante.

¿Qué tiene Rosario?

Rosario está a trescientos kilómetros de la capital, a tres horas de Buenos Aires por una carretera que parece trazada con regla en un folio: es recta y corta un enorme valle sin mucho que contar entre ambas urbes. Parece así alejada del mundanal ruido, aislada, un pequeño país con su orgullo (no son de la provincia de Santa Fe, sino rosarinos) y su derbi, leprosos contra canallas, Newell’s Old Boys contra Rosario Central, la mitad más uno de los habitantes de la ciudad contra la otra mitad más uno, «el partido más pasional de todos», insiste aquel a quien se le pregunta, y muchos prefieren olvidar que, a veces, la pasión se confunde y se transforma en violencia.

Leo es leproso, como admite en el Corriere della Sera: «Sí, claro. Los de Newell’s se llaman así porque hace un siglo fueron invitados a un partido de beneficencia para los enfermos de lepra. Y aceptaron. Los del Rosario se negaron. Desde entonces ellos son canallas».

Llegando desde Buenos Aires por la autopista hay que coger la salida a la circunvalación, una larga «C» flanqueada a su derecha por un barrio de casas de chapa que anuncia, con los colores de Rosario Central, que se está entrando en la ciudad de los canallas. Habrá pronto pruebas que confirmen esto y lo contrario: no, no, es «la ciudad de los leprosos», se leerá en otras paredes pintadas con el rojo y negro del Newell’s Old Boys. Las estadísticas y los muros no se ponen de acuerdo. Esas chapas que guardan a tantas familias a las afueras de Rosario tienen ventanas con vistas a la autopista. Son villas pobres, con suelos de tierra y gente que va en motos antiguas sin casco. Siguiendo la carretera, la pobreza desaparece, reemplazada por fábricas y grandes superficies. El resto de conductores debe andar contemplando el paisaje y tomando notas también, porque nadie lleva el coche entre las líneas que marca el suelo de la circunvalación. Eso o, como dicen algunos argentinos, es que las señales de tráfico se hicieron para estorbar su camino.

Antes de que surja al final de la mirada el perfil de una ciudad bonita, con rascacielos de varios tamaños, se llena el camino de árboles y, de repente, a la derecha, emerge una fábrica gigantesca que parece de cemento, de esas de tubos laberínticos que no se sabe si son horrorosas u horrorosamente hermosas. Se nutre del río Paraná que tiene a su espalda, la primera visión de esa arteria crucial del comercio fluvial, fértil abono y fuente histórica de riqueza. Y, tras los árboles y la fábrica, unos llanos y un cielo enorme son el pie de la ciudad a la que se entra por un nuevo parque antes de que empiecen a salpicarnos casitas de dos plantas a ambos lados que tosen de vez en cuando a un edificio más alto. La circunvalación se convierte en una gran avenida, ya sí flanqueada por el perfil de una ciudad, alta, medio pintada, señorial.

De Rosario, de este puerto de salida de La Pampa que se mueve a la velocidad de un pueblo, proceden el Che Guevara, Fito Páez, el Negro Fontanarrosa, Marcelo Bielsa, César Luis Menotti… retadores de lo establecido. Y miles de millares de inmigrantes europeos. Y aquí nacieron también símbolos argentinos: en Rosario se izó por primera vez la bandera celeste y blanca allá por 1812, diseñada así para distinguirla de la de las tropas españolas a las que combatían.

De camino al centro, aparece el parque de la Independencia que, como describe el periodista Eduardo van der Kooy, es «donde la ciudad empieza a definir un estilo y una personalidad. Desde el parque arranca la elegancia del Boulevard Oroño convertida en postal parisina. Hundido en esa gigantesca fronda de árboles añosos está Newell’s. Las calles se estrechan y en los cruces —y hay muchos, el centro es cuadriculado— no queda claro quién tiene prioridad: debe ser el primero que llega. El blanco grisea en las paredes y las cafeterías tienen techos muy altos, vidrieras grandes y mesas pequeñas. Desde el interior muchos se entretienen mirando a las chicas, muy guapas, y las señoras, también las más mayores, se deleitan mirando los cuerpos de futbolistas de los jóvenes rosarinos».

Son de Rosario, lo dicen todos, las más bellas mujeres de Argentina, esa irresistible mezcla serbia e italiana que las hace rubias, de piel trigueña y ojos claros. Algo tendrá que ver también la buena alimentación: es Santa Fe una de las zonas agrarias más productivas del país, rodeada de campos ideales para producir cereales y aceite, donde crecen niños con una fuerte formación física.

No se ven muchas camisetas de fútbol, ni de Central ni de Newell’s, tampoco de la selección, pero hay canchas en todas partes, en algunas zonas casi cada dos cuadras. Se juegan cinco o seis ligas y los mismos jugadores se ven en varias: acabas un partido, coges la moto y te vas a otro de otra liga. En Rosario, el que no es futbolista, es coordinador, entrenador, árbitro, lo que sea. Incluso ellas.

«Es diferente a otras ciudades por su pasión única por el fútbol y la cultura —cuenta Gerardo Tata Martino, ex entrenador del Newell’s y actual técnico del Barcelona—. La zona aledaña a la ciudad es una usina [factoría] generadora de talentos que tiene en Rosario el objetivo central de sus sueños de fútbol. Son chicos “bien comidos”, como decimos por aquí, y con una enorme pasión por el fútbol. Por eso la cantera rosarina es tan importante y en ella se han forjado estrellas como Valdano, Batistuta y una interminable nómina en la que Messi es la guinda del postre».

Podría haber nombrado también a Mario Alberto Kempes, Abel Balbo, Roberto Sensini, Mauricio Pochettino y tantos otros. De hecho, diez de los futbolistas habituales de Alejandro Sabella durante la fase de clasificación del Mundial de 2014 son de Rosario, entre ellos Javier Mascherano, Ever Banega, Ángel di María, Ezequiel Lavezzi, Maxi Rodríguez, Ignacio Scocco, Ezequiel Garay… y Leo, claro.

En Rosario surgió la «Iglesia Maradoniana», devota (medio en broma, se imagina uno) de Diego, al que consideran el más grande de la historia y en cuyo honor celebra una ceremonia pagana cada 30 de octubre, fecha de su cumpleaños. Maradona tuvo un fugaz paso por Newell’s en 1993. Leo estuvo en su debut.

Fútbol es vida en Rosario, y vida es fútbol. Y por ello el espíritu de la ciudad se refleja adecuadamente en un gol, el más festejado de la historia: lo dice el Libro Guinness de los récords o, como diría el cantautor Javier Krahe, «ese libro de excesos que hay en inglés». Ocurrió bajo un calor sofocante el 19 de diciembre de 1971 y en Buenos Aires, pero fue durante un clásico rosarino, la única vez que un Newell’s-Central se jugó en la Capital Federal, las semifinales del Campeonato Nacional, y ninguno de los dos conjuntos era capaz de encontrar la puerta contraria en un partido que se perdía en la lucha por las pelotas divididas hasta que, a falta de trece minutos para el final, se produjo una falta cerca del área de Newell’s.

El 9 de Rosario Central, el ariete Aldo Pedro Poy, se dirigió al área, ese rectángulo amigo a veces y enemigo otras donde llevaba años ganándose el pan. De camino, una advertencia, o premonición o predicción o lo que fuera, a un reportero gráfico: «Prepara la máquina, que ésta la emboco». Y sí, Poy se codeó con su marcador, se despegó del mismo y voló, cuerpo arqueado, brazos extendidos. Marcó. Cabezazo de palomita. Qué más da que el balón rozara el estómago del central Di Rienzo y despistara al arquero.

Gol.

Tanto definitivo: el eterno rival quedó eliminado de las semifinales. Rosario Central ganó también la final, su primer título de la historia, pero no es eso lo que se celebra, sino la palomita de Poy. Lo monta la Organización Canalla para América Latina, de nombre ambicioso pues, que se reúne desde hace más de tres décadas y todos los 19 de diciembre en el césped del estadio del Central: ese día, alguien centra un balón y éste, puntual, es rematado por Poy, quien se arroja al campo repitiendo su mítica palomita. El problema de Poy ahora, dice él mismo, ya no es tirarse, «sino levantarse».

Eso es Rosario. Eso es fútbol. Messi no surge de la nada. Tampoco lo hicieron Alfredo di Stéfano o Diego Armando Maradona. Quizá no se trate de un gen argentino, pero ciertamente los tres nacieron en un país en el que el fútbol te lleva todos los días a la gloria grande (la fama, el dinero) y la pequeña (el reconocimiento de todos).

Como cuenta el Tata Martino a la revista Panenka, esa materia prima de excelencia y esa pasión que se encuentra en las calles de Rosario hay que canalizarla de algún modo: «Para ello ha sido vital el trabajo de Jorge Griffa. Un hombre que, apenas se retiró como jugador, ya lo tenía muy claro. No tenía por meta ser técnico de Primera, quería ser formador de jugadores y jamás traicionó su idea original. Desde mediados de los años setenta y durante veinte años, dejó una marca indeleble en Newell’s Old Boys. Luego continuó su carrera de técnico juvenil en Boca, pero siempre con la misma idea: ser forjador de futbolistas. Griffa tiene gran capacidad en esa materia y un ojo clínico para encontrar talentos. Y hasta para encontrar colaboradores. Marcelo Bielsa fue uno de sus asistentes en esos gloriosos años. Se recorrió el país de punta a punta, no sólo Rosario y sus alrededores, buscando y buscando perlas perdidas. Bielsa hizo miles de kilómetros a bordo de un pequeño Fiat 147 en esa investigación incansable que tantos frutos dio a los leprosos. Aquel duro trabajo tuvo su premio: Newell’s fue campeón en 1988 con José Yudica y en 1991 y 1992 con Marcelo Bielsa como técnicos del primer equipo». Griffa también supo ver el talento de Messi en un momento crucial de su, entonces, corta carrera futbolística.

Se respira fútbol por todos lados en Rosario, pero curiosamente huele muy poco a Messi. Apenas hay fotos ni imágenes ni publicidad con Leo. Todo el mundo tiene una historia de la Pulga, pero la ciudad santaferina parece no querer regodearse. Como si no hiciera falta tenerlo en todas partes o como si quisiera respetar su bajo perfil.

Pero, para Leo, Rosario sí lo es todo; para empezar, su lugar de origen, de donde procede todo y todos, o los más importantes. Cuando se le pregunta cuál es su recuerdo favorito, no duda: «Mi casa, mi barrio, donde yo nací».

* * *

Los Messi vivieron durante décadas en una casita de la calle Lavalleja, ubicada en un barrio a cuatro kilómetros al sudeste del centro de Rosario que unos llaman La Bajada, otros Las Heras y algunos dicen que no tiene nombre. Es de esos distritos de casas bajas en los que las puertas se dejan abiertas, se oye cumbia en el interior de alguna de ellas y los niños juegan sobre el asfalto porque apenas pasan coches. Donde el reloj parece detenido. En ese refugio de trabajadores de ritmo pausado, en el número 525 de la estrecha calle Estado de Israel, antes Lavalleja, cerca de la avenida Uriburu y el Boulevard Oroño, al final de un laberinto de calles de poco recorrido, que parecen iguales, casi en la esquina, donde sólo cabe un coche y medio, justo ahí es donde está la casa que levantó el propio Jorge Messi.

Su padre Eusebio es albañil de profesión y Jorge aprendió rápido a hacer de todo. Los dos Messi aprovechaban los fines de semana para poner ladrillo sobre ladrillo en un terreno de trescientos metros cuadrados adquirido por la familia. Fue casi siempre de una planta, como el resto de la calle, y con un patio trasero donde se jugó a todo y cuyo muro asomaba a la casa de Cintia Arellano, de la misma edad que Leo, su mejor amiga.

Hoy a la calle se le ha mejorado el asfaltado, el alumbrado público, el alcantarillado, y la residencia tiene una segunda planta, una cerca que no tienen las otras y una cámara de seguridad. Pero casi siempre permanece cerrada.

En esa casa vivieron Jorge Messi, Celia Cuccittini y sus cuatro hijos. Era, como reconoce Leo al Corriere della Sera, «pequeña. Una cocina, una sala de estar, dos dormitorios. En uno dormían mi papá y mi mamá, y en el otro yo y todos los demás hermanos».

La calle de Leo se encuentra a doscientos metros de un terreno irregular vallado, con césped duro y salvaje donde se juega al fútbol; ahí al lado queda también el quiosco en el que trabajó Matías cuando Leo ya estaba en Barcelona, justo al lado de la casa que perteneció al propio Matías y que éste regaló hace un tiempo a un familiar. Subes y por ahí quedaba Grandoli. La abuela Celia vivía aquí al lado y, un poquito más allá, los primos, donde se comieron tantos arroces y milanesas. Y por ahí cerca están todavía los abuelos paternos, doña Rosa María y don Eusebio Messi Baró, que a sus ochenta y seis años, abandonada la construcción, se levanta por la mañana para abrir la modesta panadería que instaló en una habitación de la casa en la que residen desde hace cincuenta años.

Todo empieza y acaba en el barrio. La familia, como se ve, es el abono fértil sobre el que crecen todos los Messi y todos los Cuccittini. Leo siente devoción por sus padres, por sus hermanos, por los primos, los tíos. Por la madre, sobre todo por la madre: tiene tatuado el rostro de Celia en la espalda. «Lo hizo sin decir nada a nadie. Un día llegó a casa y nos lo enseñó. Casi nos desmayamos del susto. No teníamos ni idea de que quisiera hacer eso. Pero es su cuerpo, y poco le podemos decir», relata su padre en Educados para ganar, el libro de Sique Rodríguez en el que hablan los progenitores de los futbolistas más conocidos salidos de La Masía del Barcelona.

De ahí son también los mejores amigos de Leo, con los que se junta todavía. Para Messi, Rosario, La Bajada o como quiera que se llame, son las raíces, es la infancia, «la verdadera patria del hombre» que diría Rilke. El escenario al que quiere volver (al que regresa constantemente) y del que no se hubiera ido nunca; el paraje que ha recreado en Barcelona para que todo se le haga más ligero. Leo vive en Rosario incluso cuando vive en Barcelona.

Por eso vuelve a su ciudad cada vez que puede. Ahí vive su madre la mayor parte del tiempo, dos de sus hermanos, y es donde su padre pasa temporadas. Ahí se escapa cuando hay un parón suficientemente largo, en algún momento del verano, en Navidad. Ya no se le ve tanto en el barrio desde que compró una propiedad mayor a las afueras, pero en otras épocas lo ha visto paseando en bicicleta. Se lo puede encontrar por Rosario o, en ocasiones, por regiones vecinas, como en el verano de 2013 cuando lo descubrieron en un supermercado con un carrito lleno de madalenas, vinos y grisines (panes): estaba pasando el día en Gualeguaychú, en el sur de Entre Ríos, ciudad dormida. Ese día le tocó hacer la compra y, descubierto pese a la capucha, posó para una o diez fotos. Ha tenido que acostumbrarse a las cámaras, a que lo paren por la calle. Nunca va con protección.

Hasta la novia la ha sacado de su ciudad. A Antonella Roccuzzo, rosarina como él y prima de su mejor amigo Lucas Scaglia, jugador del Deportivo Cali en Colombia, la conoció cuando tenía cinco años. Hoy es la madre de su hijo Thiago, pero todo pudo ser diferente: Antonella y Leo dejaron de verse durante un tiempo cuando él era solamente un chaval que quería llamar su atención y ella una niña guapa que no se dejaba engatusar. Leo marchó a Barcelona y, en una vuelta a casa por vacaciones, aquel desigual inicio de romance se transformó en otra cosa.

Fíjense: Roccuzzo, Scaglia, Leo es Messi y, de segundo apellido, Cuccittini. Son, pues, nietos y bisnietos de los emigrantes italianos que llegaron a Rosario procedentes de Recanati y Ancona. Lionel también tiene sangre española. Rosario atrajo a los europeos, mayormente de España e Italia, que llegaron a ser la mitad de la población en las primeras décadas de la ciudad. Una bisabuela de Leo, doña Rosa Mateu i Gesé, procede de Blancafort de Tragó de Noguera, un rincón de los Pirineos de Lleida; emigró a Argentina de niña. Cruzando el océano, conoció a un caballero de Bellcaire d’Urgell, José Pérez Solé. Cuando uno se marcha de casa, las nuevas relaciones nacen fuertes y duraderas, son la boya del emigrante, y ése es el verdadero Nuevo Mundo, las bases de la nueva vida. Rosa y José reconocieron esa necesidad y se apoyaron: acabaron casándose en Argentina y tuvieron tres hijas: una de ellas Rosa María, esposa de Eusebio Messi, padres de Jorge Messi.

Recientemente el Corriere della Sera realizó con Leo un interesante ejercicio, recordándole la procedencia de la rama Messi:

—Eran de Recanati, como Giacomo Leopardi.

—¿Quién era?

—Un gran poeta: «Sempre caro mi fu quest’ermo colle / e questa siepe, che da tanta parte / dell’ultimo orizzonte il guardo esclude».

—Nunca he oído hablar de él. Lo siento.

—Tal vez conozca la Virgen de Loreto. Está cerca…

—No. Lo siento. ¿Dónde está?

—Marca. Italia central. ¿Nunca ha tenido la curiosidad de ir a ver de dónde vienen sus abuelos?

—No. Creo que mi padre conoce el lugar. Ha estado ahí y ha visto a nuestros parientes.

Tal vez un día yo también vaya.

—Habrá visto, al menos, el Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires. Era donde se concentraban los italianos que llegaban al país.

—No, no lo conozco.

En ese momento, el periodista le mostró viejas fotos en blanco y negro de los que buscaron fortuna en La Pampa: «Mujeres austeras con chal y faldas largas y negras. Niños flacos y descalzos. Enormes cacerolas para el rancho. Los hombres con chaqueta oscura, camisa blanca y sombrero de fieltro. Las miradas perdidas en el vacío que se habrían cantado en un foxtrot de nostalgia». Leo las ojeó con curiosidad, poco más.

Todo empieza y todo acaba en Rosario para Leo.

La familia Messi-Pérez se instaló en el barrio de Las Heras. Cerca de allí vivían los Cuccittini Olivera, padres de Celia y también de ascendencia italiana. En el barrio surgió la chispa del amor entre Jorge y Celia, y no perdieron el tiempo: con quince y trece años, identificaron lo que les ocurría y no lucharon contra ello. Cinco años después, a la vuelta del servicio militar de Jorge, se casaron.

Al poco tiempo se plantearon ir a vivir a Australia. ¿Hubiera sido futbolista, o estrella del fútbol, un Leo australiano? Luego recuperaremos la hipótesis, pero los Messi prefirieron continuar en el barrio de sus padres. Celia trabajó durante años en un taller de bobinas magnéticas y, como todos, Jorge hizo de todo cuando se inició en el mundo laboral: tornillos en un taller metalúrgico desde las seis de la mañana o cobrador de mensualidades de un instituto médico puerta por puerta. Pero sabía que, para mejorar, para asegurar el futuro de la familia, debía prepararse bien: no salió lo de convertirse en futbolista tras cuatro años en el Newell’s Old Boys de chico, así que se puso a estudiar por la noche al acabar el trabajo, de cinco a nueve, para ser técnico químico. Le costó ocho años acabar la carrera. Tenía veintidós años y las prioridades en orden: sabía que el esfuerzo tenía su recompensa.

Jorge ingresó en Acindar, uno de los principales productores de acero plano de Argentina, en 1980, el año del nacimiento de su primer hijo, Rodrigo. Para llegar a la fábrica en Villa Constitución, a cincuenta kilómetros de Rosario, había que coger el autobús de la empresa. Se alentaba la competitividad y Jorge fue adquiriendo responsabilidades hasta alcanzar el cargo de gerente. El sueldo daba para mantener sin penuria una familia de tres. Incluso de cuatro: Matías llegó en 1982. «Mi papá —dice el segundo Messi Cuccittini— era obrero; nunca nos faltó nada, pero siempre como ahora, humilde. Siempre la peleamos, mi viejo, mi vieja… y todos los hermanos pudimos estudiar bien, en las mejores escuelas. Nunca nos faltó nada».

Era una casa donde se comía de todo, siempre una buena referencia. Habla Leo al periodista del Corriere della Sera: «Cocina argentina e italiana. Espaguetis, raviolis, bife de chorizo… Mi pasión es la milanesa. Mi mamá la sabe hacer como nadie. Excepcional. Normal o con la salsa, tomate y queso. La nuestra era una familia modesta, pero no pobre. Honestamente, nunca nos faltó nada».

Existe una idea universal y equivocada sobre el origen de los futbolistas argentinos: en una aplastante mayoría, provienen de lo que allí se denomina clase media y que en la Europa Occidental se describiría como clase obrera, pero no baja. Lo mismo que los Messi, pues. No hay demasiados casos de jugadores que hayan salido de familias sin recursos y hayan tenido éxito en el fútbol argentino. Al menos, desde que Maradona, de la villa de Fiorito, al sur de Buenos Aires, irrumpiera en la Argentina de los setenta.

Lo habitual es que los que son pobres de verdad no lleguen a probarse en los clubes, o bien por falta de contactos, o bien por escasez de recursos que les impide viajar a los entrenamientos, comprar ropa, estar debidamente alimentados o entrar en una escuela de fútbol con sus gastos correspondientes: sin ese último paso, casi nadie se convierte en profesional. Y los de clase baja que consiguen entrar en un club no suelen tener continuidad o perseverancia por la falta de una estructura familiar potente, por vivir en villas donde no se alienta la disciplina o el sacrificio, donde la droga los distrae. Son muy raros, pues, los casos de profesionales de la pelota de origen pobre como René Houseman (Mundial’78), Maradona (aunque nunca pasó hambre), Carlos Tévez, tal vez Ezequiel Lavezzi o el Chipi Barijho (un jugador del Boca de Carlos Bianchi de los años dos mil que hoy se dedica a devolver lo que le dio el fútbol: saca pibes de la calle, les da de comer y les entrena en Bajo Flores). Pocos más.

Los futbolistas argentinos son, pues, de clase media, un segmento de la sociedad que, en la última década del siglo XX, iba a experimentar la dificultad de enfrentarse a una inflación que hacía que el peso perdiera valor cada día. Con el mismo dinero, se podían comprar cada vez menos cosas. Argentina dejó de crecer.

Daba miedo imaginarse el futuro más inmediato.

* * *

A Argentina le estaba cambiando la cara en los ochenta. La guerra de las Malvinas en 1982, la reclamación militar de los archipiélagos ocupados por Gran Bretaña, intentaba desviar la atención ante el continuo y progresivo desastre del plan económico de la junta militar que gobernaba el país. La tensión social era palpable y la inflación, imparable. Morían argentinos y esperanzas. Pero el fracaso militar en las Malvinas universalizó la indignación y se convirtió finalmente en el golpe definitivo que iba a derrocar al régimen. En diciembre de 1983 se recuperó la democracia.

Cuatro años después, el país se encontraba al borde de la guerra civil tras el alzamiento de un grupo de jóvenes oficiales conocidos como los carapintadas bajo la dirección del coronel Aldo Rico. Una parte del Ejército no podía soportar lo que entendía como una humillación y pretendía acabar con los procesos judiciales contra el régimen militar, juzgado por violaciones de los derechos humanos. Pese a que los argentinos salieron a la calle para defender la democracia y pese a las huelgas generales que se llevaron a cabo en todo el país, también en Rosario, el presidente Raúl Alfonsín cedió ante la presión y finalmente se aprobó la Ley de Obediencia Debida, que exoneraba a muchos militares de rango medio y bajo de sus crímenes.

Hasta quince artefactos explosivos crearon el caos en varias ciudades y también en Villa Constitución, cerca de la fábrica donde trabajaba Jorge Messi: era la banda sonora de los argentinos avergonzados que no querían aceptar ni la obligación de olvidar el pasado negro ni el chantaje militar. En los meses siguientes, las calles del país se llenaron de protestas en busca también de mejoras salariales y de una política económica más justa.

El 24 de junio de 1987, en medio de la crisis económica y política, casi un año después de que Maradona levantara la Copa del Mundo en México, en plena conmemoración del 52.o aniversario de la muerte de Carlos Gardel, nació Lionel Andrés Messi. Tras un susto.

Se temió que fuera necesario provocar el parto con un fórceps porque se advirtió un sufrimiento fetal agudo. Jorge temía las consecuencias para el bebé, que acabó por nacer de modo natural, aunque un poco más colorado de lo habitual y con una oreja doblada. «No, no será para siempre, veréis como mañana se pone bien», anunció a los padres el ginecólogo Norberto Odetto.

El tercer hijo de Celia Cuccittini, veintisiete años, y Jorge Messi, veintinueve, había visto la luz en la Clínica Italiana de Rosario, pesó 3,600 kilos y midió 47 centímetros.

Leo. Lionel. ¿Leonel? Así decidieron los padres llamar al bebé. Pero no fue Lionel Richie la inspiración, como cuenta la leyenda, aunque el cantante, que gustaba en la casa de los Messi, estaba en plena fama.

Jorge acudió al registro civil tras acordar que Leonel iba a ser su nombre. Sonaba bonito, pero no del todo, pensó. Al llegar preguntó si había otro nombre listado que pudiera utilizarse: no quería que a su hijo le llamaran Leo. La lista incluía Lionel, que era como se decía en inglés. Le gustó. Lionel iba a poner en el registro. Hubo tormenta en casa porque eso no era lo que se había decidido, hombre de Dios. Fue pasajera, pero tormenta al fin y al cabo. A Jorge le castigó, en parte, el destino: casi todo el mundo, y eso es mucha gente, llama Leo a su hijo. Afortunadamente para el padre, en Argentina quedó Lio.

Lio empezó a andar con nueve meses y se le descubría a menudo persiguiendo un balón de fútbol que tenían sus hermanos en casa. A los pocos días de aventurarse a dos patas, el niño se atrevió a salir a la calle. La puerta de entrada solía quedar abierta, no pasaban coches, el suelo no estaba asfaltado; recuerden que vivían en ese tipo de barrio.

Pasó una bici y lo arrolló.

Lio lloró, claro, pero pareció no haberse hecho daño. Mientras dormía, el pequeño hacía ruiditos. Tenía el brazo hinchado. De hecho, más que eso: fisura del cúbito del brazo izquierdo fue lo que le diagnosticaron en el hospital. Primeras señales de un cuerpo débil. Y de una resistencia al dolor extraordinaria.

En su primer cumpleaños cayó la primera camiseta del NOB. Toda la familia es leprosa. Toda menos el más rebelde, Matías: de Central, claro.

Ya jugaba con la pelota de sus hermanos aquel niño que se quedaba prendado viendo fútbol, más a menudo que dibujos animados, y que en su tercer cumpleaños recibió de regalo un balón con rombos rojos. «¡Cuídenle!», gritaba su madre cuando salía a jugar «picaditos» con los mayores, ya con cuatro años. «Mi mamá me dejaba salir a jugar al fútbol, pero, como era el menor de todos, siempre se ponía a un lado a mirarme por si me ponía a llorar. Eso me marcó mucho», cuenta Leo en la revista colombiana Soho.

Lo que sigue les sonará a muchos, a los que crecieron creyendo y queriendo ser futbolistas, especialmente a los que llegaron a serlo.

En la cama, Leo no descansaba bien sin balón, si no lo sentía cerca, a los pies normalmente. Y se desesperaba cuando se lo quitaban mientras dormía. La pelota era para él como el pan en la comida, siempre presente. Cuando su mamá lo enviaba a hacer compras, Leo iba con el esférico. Si no, no iba. Y si no tenía uno disponible, lo montaba con bolsas o medias, lo que tuviera al alcance. «Leo salía de casa con el balón, vivía con el balón y dormía con el balón. Sólo quería el balón», recordó Rodrigo Messi en un vídeo durante la gala de entrega del Balón de Oro 2012. Jorge insiste en que hacía otras cosas con sus amigos, se iba en bicicleta, jugaba a las bolitas (canicas), o a la Play con los vecinos, miraba la tele. Era un chico normal, repite. Pero, como reconoce en la revista Kicker, «desde que tuvo uso de razón, siempre con la pelota».

Jorge, que mostró dotes de centrocampista con visión de juego en las inferiores del NOB pero que no consiguió ser profesional, reconoció a Ramiro Martín, en el libro Un genio en la escuela del fútbol, que, un día, Leo sorprendió a todos.

«Fue durante un rondo que estábamos haciendo con todos mis hijos en la calle… Mi hijo Rodrigo llevaba la pelota en los pies y Leo estaba en el medio, persiguiéndola. En un momento se lanzó a los pies de su hermano y se la quitó. Todos nos miramos, sorprendidos. Nadie le había dicho cómo se hacía eso. Le salió naturalmente».

La mirada de todos se dirigió desde ese momento hacia el niño y su talento. Cayeron elogios, el crío se sentía a gusto haciéndolos disfrutar, quería, como todos los chicos, más: más balón, que era también más atención, más disfrute.

En El Gráfico, Jorge admitió que siempre se acuerda de que «a los cuatro años ya notamos que era distinto. Hacía jueguitos y dormía la pelota en la punta del botín. No lo podíamos creer. Un poquito más grande, jugaba con los hermanos, que le llevan siete y cinco años, y los bailaba. Es un don, es algo que nació con él».

Aquel crío pequeño, que crecía callado, que se la pasaba o en casa o donde su tía Marcela o en lo de su abuela, al que «sólo le gustaba el fútbol», como recuerda su amiga y vecina Cintia Arellano, empezó a llamar la atención muy pronto en la estrecha calle Estado de Israel. Como queda dicho, la casa de Cintia, nacida mes y medio antes que Leo, linda con la de los Messi. Compartió con él el jardín y la primaria, los primeros años de escolarización, pues, y se sentaba a su lado en las aulas o detrás de él si había examen. Con Cintia, el Piqui hablaba más («Sí, lo apodaban así. Un día un chico le gritó “Piqui, vení”, y le quedó», recuerda su mejor amiga, hoy licenciada en Psicología y maestra de niños con deficiencias).

Cintia era la que lo iba a buscar para ir al colegio. La que transmitía a veces lo que él quería decir. La que le pasaba los «machetes» (las chuletas), en la regla o en las gomas. La que rellenaba el papelito que le pasaba Lio en los exámenes. La que le compraba la merienda. La que le decía: «Te vas a arrepentir si ahora no aprendes cosas», y era la que oía: «Sí, me arrepiento, pero es que no me sale». La que excusaba su ausencia si algún día se saltaba la clase, lo que alguna vez pasaba. La que decía que era su prima.

La que, sin embargo, se enteró de que se inyectaba hormonas (o que sufría un déficit de la hormona del crecimiento, lo mismo da) porque, en un viaje de fin de curso, la madre de Lio le pidió a su madre, que los acompañaba en la excursión, que controlara que el pequeño se inyectara cada noche.

«Lionel era chiquitito, siempre andaba descalzo por acá y jugaba a la pelota —cuenta Rubén Manicabale, vecino también—. Muchas veces le metíamos medio bronca y lo agarrábamos y lo tirábamos al suelo y él se levantaba y seguía jugando».

Un integrante de la familia Quiroga, vecinos de enfrente, recuerda que «los chicos no jugaban todo el día a la pelota, pero él sí. Se iban todos y él seguía solo, en el portón. Mi suegra lo retó muchas veces porque era tarde y seguía con los pelotazos, ja, ja».

Se dice que fue Rodrigo el primero que le llamó la Pulga. En realidad, nadie le dio ese nombre en el barrio. La familia cree que fue un comentarista de televisión de fútbol mexicano quien años después le sacó el mote. Se refieren a Enrique Bermúdez, considerado una de las voces más prestigiosas en castellano, adalid del entretenimiento más puro, narrador de lo que Jorge Valdano denomina «lo más importante de lo menos importante». El Perro Bermúdez, que así se lo conoce, fue roquero y jipi, cantante y extra de películas, antes que narrador. Una vida de lo más interesante, creador de cientos de alias (Adolfo Ríos pasó a ser «el arquero de Cristo»; Rafael Márquez, «el Káiser de Zamora»; David Beckham, «el Blue shoes», por sus zapatos color pitufo) y de esta peculiar descripción del estilo futbolístico del Barcelona de Pep Guardiola: «Tuya, mía, tenla, te la presto, acaríciala, bésala, dámela». Pero Bermúdez nunca clamó ser el creador del apodo: queda ese reconocimiento, pues, desierto.

En todo caso, se veía claro que Leo tenía algo especial. «Era un iluminado de Dios. ¿Viste cuando uno dice: “Éste va a ser así”? Él es futbolista desde que nació», cuenta la madre de Cintia, Claudia, que en ocasiones cuidaba de Lionel cuando su madre estaba fuera.

«Se jugaba con una pelota número 5, así de grandota, que picaba por todos lados, y él la controlaba con toda normalidad —recuerda su hermano Matías—. Era algo muy lindo, tenías que verlo y, el que lo veía por primera vez, lo iba a ver siempre». El balón, con un diámetro que le llegaba a la rodilla, parecía pegado a su bota izquierda, nunca demasiado lejos, pequeños toques que le permitían mantener el control, golpecitos ligeros con la punta del pie, la pelota siempre a ras de suelo, evitando que un gesto técnico erróneo le diera a la rodilla o la tibia y se le fuera lejos, donde los mayores podían recuperarla.

Tenía, pues, una extraordinaria coordinación, una estatura que le ayudaba a controlar el balón, velocidad, se retaba con chicos mayores y destacaba. ¿Es eso un don divino, puro talento? Habrá tiempo de discutirlo.

Además (cara roja como un tomate maduro), era un gran competidor. O mejor dicho, muy competitivo. O mejor todavía: tenía un carácter bravío y no le gustaba perder. Detrás de sus silencios, había un niño. Llegaba a menudo a casa con una bolsa llena de canicas que había ganado en la calle. Las contaba y, si alguna vez faltaba una, se ponía hecho una fiera.

Lo cuentan los padres en el «Informe Robinson» que descubría a Leo:

Celia Cuccittini: Cuando era chiquito era muy travieso acá en casa. Jugábamos a las cartas y nadie quería jugar porque sabíamos que él, tarde o temprano, nos iba a hacer una trampa.

Jorge Messi: Él no quería perder a nada.

Celia Cuccittini: Si no ganaba, desparramaba todas las cartas. Él no quería ir al colegio, decía que no, que no quería ir…

Leo (a El Gráfico): Una vez me peleé con mi primo en su casa, estaba mi abuela también. Terminaron todos en mi contra, me echaron y no me dejaban entrar. Entonces empecé a tirarle piedras al portón y a darle patadas.

Celia Cuccittini: Cuando lo dejaba en la puerta empezaba a tirarme piedras, decía que no iba a volver al mediodía, me cascoteaba la casa, entonces yo salía y le decía: “¡Se lo voy a decir a papá!”. Y él se burlaba, era muy consentido… Tiene una personalidad muy fuerte, que creo ha sido adquirida de los dos, pero algo más de mí. Es una persona que expresa lo que siente, lo bueno y lo malo, porque no trata de esconder su fastidio o su alegría. Del padre sacó la responsabilidad y es muy justo.

La fiereza no se puede disimular; si se tiene, se tiene, y sale a pasear y enseña los dientes de vez en cuando.

* * *

La canchita del Club de Fútbol Grandoli está rodeada de monobloques de estilo soviético, de ciudad dormitorio, de barrio periférico y humilde, ahora peligroso y duro, dicen algunos. Si se mira con atención, entre los edificios, se pueden ver los barcos que van río abajo desde el puerto de Rosario. El campo es de pura tierra con jirones verdes en las bandas, el único lugar por el que no corren los críos. Los altos bloques parecen acechar, como gigantes sin aspas, a los pequeños jugadores, porque son muy pequeños, críos de cinco, seis, siete años, y algunos más mayores, hasta doce. Un portón de un color entre el turquesa y el óxido flanquea la entrada, mientras una alambrada desigual rodea el campo para evitar balones fuera. Cuelga un cartel que dice «Lavar aquí los botines». La tribuna tiene sólo tres escalones y en la segunda fila se sientan algunos padres y la abuela Celia, que ha venido de la mano del pequeño Lio a ver a su nieto Matías. Rodrigo, que también había vestido la camiseta rojiblanca del Grandoli, juega ahora en las inferiores de Newell’s.

Lio anda pateando un balón contra la pared.

El grupo lo lleva Salvador Ricardo Aparicio, un tipo flaco y sereno que ha pasado cuatro décadas en el fútbol formativo. Aquel día falta uno para que los de la categoría de 1986 puedan jugar un partido de siete contra siete como corresponde a esa categoría benjamín; pasa en ocasiones. Salvador espera por si aparece uno más.

«Ponlo a él, ponlo a él», dice la abuela refiriéndose al chiquitín de cinco años al que algunos llamaban el Piqui, porque todavía no era el Pulga.

«Es demasiado pequeño, mujer. Le pueden hacer daño», le contesta Aparicio.

«Ponlo, ponlo», insiste Celia.

«Yo te lo pongo acá. Si vos ves que llora o se asusta, lo sacás. Abrís la puerta y lo sacá».

Y el míster lo pone, aunque tiene un año menos que los demás cuando todavía esas diferencias se notan mucho.

Sale el renacuajo. La pelota, cuando se le acerca por primera vez, parece más grande que él.

Y pasa lo que tiene que pasar, lo normal.

El balón le llega a la pierna derecha. Lio lo mira y le pasa de largo. El chiquito ni se mueve.

Aparicio alza las cejas, nada que no esperara.

Leo recibe un nuevo pase. La pelota le llega esta vez a su pierna izquierda; en realidad, le pega en su pierna. Pero da dos pasos y la acomoda, la controla. Y con pequeños toques inicia una carrera de obstáculos en diagonal hacia el centro de la cancha, gambeteando al contrario que se cruza en su camino.

«Patéala, patéala —grita Aparicio—. Lárgala, lárgala, Le».

La abuela sonríe y mira al entrenador con ojos de «ya te lo dije».

Leo no la patea.

Pero desde ese día el entrenador no le volvió a sacar de la cancha. «Jugaba como si lo hubiera hecho toda la vida, él contra los otros trece», recordó Salvador años después. Aquel año participó en el resto de partidos del Grandoli, categoría de 1986. Ganó títulos.

Lio no recuerda nada de aquel día. Su abuela le contó mucho después que había marcado dos o tres goles.

* * *

Lio quería jugar, por supuesto, en la placita, en la calle, solo o con sus primos y con Rodrigo y Matías, pero también con equipación, con una camisola de equipo, en un conjunto, como lo hacían sus hermanos. Así que, con cinco años, y después de aquel día de sorpresas bajo la mirada sonriente de su abuela Celia, incluso antes de iniciar la escuela primaria, empezó a practicar semanalmente lo que llaman baby fútbol (se juega de los cinco a los doce años y siete contra siete) en el club barrial de su localidad natal, el Grandoli, ubicado sobre la calle Laferrere 4700, una institución fundada en febrero del 1980 por un grupo de padres que proporciona formación y competición a los chicos de la zona.

Echad una ojeada a este vídeo:www.youtube.com/watch?v=ojUNSuW6DHg.

Leo tiene cinco años. Ya contaba, salvando las distancias, con la misma facilidad para el dribling y para el cambio de ritmo que tiene hoy. La misma alegría en la celebración. La misma talla menuda con respecto al resto.

El Piqui coge el balón y busca un hueco, conduce, regatea. Le siguen todos los rivales. Y los suyos. Si por ese lado no puede entrar, sigue con la pelota. Busca la otra banda, a su lado los de su equipo y los otros. Hay que entender que en Argentina se considera vulgar eso de marcar; es mejor lo de enganchar, y también dejar atrás contrarios. Por eso, durante mucho tiempo, muchos pensaron que a ese genio había poco que corregirle. Volvió a oír pocas veces más lo de «¡lárgala, Leo!». En algún momento, se abre el camino y Leo lanza un balón ajustado al palo, lejos del portero. Gol.

Hay quien gusta de decir, para provocar seguramente, que habría que ver si Messi sería capaz de funcionar un miércoles por la noche de un invierno helado y mojado en Stoke, Inglaterra. Tendrían que ver los desniveles, las piedrecitas, los pequeños trozos de vidrio del terreno de tierra irregular que fue el primer escenario de su fútbol en equipo, el campo de Grandoli, prestado por la municipalidad y que sólo se puede utilizar de noche porque de día lo usa una escuela. La iluminación era también escasa.

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