Messi

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PRIMERA PARTE EN ROSARIO » 1 «Patéala, Leo.» Pero Leo no la patea

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Las quince cuadras que separan la casa de los Messi de su primer club fueron recorridas por Lionel y su abuela materna desde que el pequeño tenía dos años, agarrado al brazo de Celia, apenas incapaz de andar, pero acompañado de un balón bajo el brazo. Para ver a Rodrigo y Matías. Luego a Matías. Finalmente, ya en el equipo de chicos un año mayores que él, el paseo se hacía para cada entrenamiento, los lunes, miércoles y viernes.

Se jugaba partido los sábados.

«Era demasiado buena. Vivía por nosotros, los nietos. Nos bancaba todos los caprichos, los primos nos peleábamos por dormir en su casa… —recordó Leo a Mundo Deportivo en 2009—. No sé si mi abuela entendía de fútbol, pero era ella la que nos llevaba a jugar. Ella fue mi primer hincha en los entrenamientos, en los partidos. Sus gritos de ánimo siempre me acompañan».

Celia no veía encuentros por la tele, ni se la descubría en el estadio del Newell’s. Para ella el fútbol era allí donde jugaban sus nietos. Y para los nietos, la vida giraba alrededor de la abuela, el referente absoluto de esta unidad matriarcal de origen italiano donde el respeto mutuo y el soporte familiar eran la piedra angular.

A pie iban Lio y su abuela, de casa a Grandoli y de vuelta. Cuando empezó a ir a la escuela; de ahí lo recogía Celia a las cinco de la tarde, tomaban algo y, acompañados de Matías, se iban a entrenar. «La verdad es que fue una etapa muy linda, hemos disfrutado de Lio porque ya pintaba de chiquito lo que era. Después mi abuela falleció pero todo empezó por ella», dice Matías Messi.

Fue la abuela la que convenció a los padres para que le compraran sus primeros botines de fútbol. La que le quitó miedos no al propio Leo, sino a los que jugaban contra él, o con él, incluso a los que lo entrenaban.

«Tocarla a Lionel, tocarla al chiquilín. Él sí que mete goles», gritaba. La abuela sí sabía de fútbol.

Y, por descendencia más directa, tenía todavía más sangre latina que el resto, así que podía contener incluso menos su ímpetu, mostraba sus cartas más a menudo. Grandoli tiene, como todos los clubes del mundo, sus rivales eternos, eternísimos, de mucho antes del principio de los tiempos. Y juegan partidos que no se pueden perder. El Alice es uno de ellos. Eran encuentros de pierna dura y de alguna revuelta que acababa con los padres enzarzados en palabras y algún manotazo. Celia, en uno de esos partidos que se salían de madre, le dio un botellazo, de vidrio, a la cabeza de uno de Alice. «Dejen de liarla», chilló. No lo lastimó mucho. Ese día, por cierto, ganó Grandoli.

Poco después se supo que Celia tenía alzhéimer.

Lo cuenta Toni Frieros en su biografía temprana de Messi, Leo Messi. El tesoro del Barça: «Celia empezó poco a poco a perder la memoria, a tener dificultades con el lenguaje y a confundir a las personas, por eso sus últimos meses de vida no fueron agradables para nadie de la familia, ver cómo se consumía una persona tan vital. A Leo se le fue parte de sí mismo».

Hubo que asumir su muerte anunciada.

Justo antes de cumplir once años, se le fue la abuela a Lio, el 8 de mayo de 1998.

Celia no lo vio jugar en Primera, o en el Barcelona.

«Para todos fue una pérdida muy grande y todos sin excepción sentimos mucho dolor. Sin embargo, aún me emociono recordando a Leo agarrado al ataúd llorando desconsoladamente», rememora la tía Marcela.

«Un golpe terrible», dice ahora Leo. Desde entonces, en la celebración de cada gol, Messi mira al cielo y señala con sus dedos índices hacia allí. «Pienso mucho en ella y le dedico mis goles, querría que estuviera aquí, pero se fue antes de verme triunfar. Eso es lo que más rabia me da», confesó a Mundo Deportivo.

«Pobrecita, no lo vio triunfar, pero fue como una propulsora», explica Alberto Arellano, padre de Cintia y vecino de los Messi.

«Cuando él estaba haciendo su carrera, siempre me decía que él, por las noches, le hablaba a la abuela y le pedía que lo ayudase —recuerda la madre de Lio e hija de doña Celia—. Es una lástima que hoy no pueda verlo. Quién sabe si, desde allá arriba o donde esté, ve en qué se ha convertido y es feliz por ese nieto suyo al que tanto quería».

Leo cree en Dios, aunque no practique, como todos los Messi. Y necesita recordar después de cada gol a la abuela, quien descansa allá arriba, y siente que lo acompaña en su ser más íntimo. Porque seguramente lo acompaña. La única vez que no levantó los dedos justo después de marcar un gol fue cuando se lo dedicó a su hijo Thiago. Para después hacer el gesto hacia el cielo.

Leo salió de su barrio por primera vez con once años. Era sábado, un día de primavera. Cogió el autobús con su amigo Diego Vallejos, hermano de la esposa de Matías, por cierto. Del barrio también. Los dos críos se dirigieron a media hora de distancia, a Villa Gobernador Gálvez, al sur de la ciudad.

A visitar la tumba de la abuela de Lio.

* * *

Lio estuvo en Grandoli de los cinco a los seis, casi siete años. En aquel equipo de 1987, llevaba el diez y su primo Emanuel era el portero. Lo ganaron casi todo y Lionel siempre tenía la pelota.

Antes de cada práctica, de cada encuentro (y cada uno de ellos era siempre el más importante de todos), Lio se preparaba con todo detalle y sin ayuda. Primero las botas, que limpiaba con agua y un trapo, y luego cepillaba. Se vendaba los tobillos. Era como un profesional, menudo y serio.

Salvador Aparicio fue su primer entrenador y en los entrenamientos les hacía trotar, les pedía que se soltaran un poco y pronto incluía el balón. La cosa consistía, a esas edades, en jugar y jugar y jugar. Bonita historia la de Salvador, don Apa, que no fue su descubridor sino el conducto de un talento imparable. Nunca presumió de haber sido nada más que eso aquel ex empleado ferroviario que murió en 2008 a los setenta y nueve años afectado por una fisura cerebral por donde le salía el aire de algunos relatos: «Yo no lo descubrí. Yo fui el primero que lo puso en una cancha. Para mí es un orgullo».

Don Apa, como cientos de entrenadores o coordinadores anónimos del país, convenció a docenas de niños del barrio de cuatro a doce años para que dejaran la calle un rato y se pasaran por el Grandoli, donde recuperaban cierto orden y la alegría. Suyos son los vídeos de un Lio desbocado con la camiseta rojiblanca, regateando rivales, buscando el área contraria desde la suya, marcando y recuperando el balón para dejarlo en el punto central y volver a empezar.

«Hacía seis o siete goles todos los partidos. Se instalaba en el medio de la cancha y esperaba a que el otro arquero pateara la pelota. Pateaba la pelota, la paraba un compañero, él se la quitaba y salía a gambetear. Era algo sobrenatural. —Así recordó a Lio don Apa en varias entrevistas—. Cuando íbamos a una cancha, la gente se amontonaba para verlo. Cuando agarraba la pelota, la rompía. Era terrible, no lo podían parar. Contra el Club de Amanecer metió uno como los de la publicidad. Me lo recuerdo bien: gambeteó a todos, arquero incluido. ¿Que cómo jugaba? Como ahora, libre. Era un chico serio, se ponía siempre al lado de su abuela, calladito. Nunca protestaba. Si le pegaban, algunas veces lloraba pero se levantaba y seguía corriendo. Cada vez que lo veo jugar me pongo a llorar; cuando vi el gol ese, el de Maradona —el que le marcó al Getafe—, me acuerdo de cuando era chiquito».

David Treves, que reemplazó a don Apa, es hoy el presidente del Grandoli que muestra orgulloso los trofeos del club y las fotos de equipo. Messi es el pequeñín al que le queda la camiseta grande. «Era muy raro que un niño de su edad hiciera todo eso, marcharse con tanta facilidad de los rivales —afirma Treves—. Se decía que teníamos al siguiente Maradona y, cuando jugaba, personas que ni siquiera estaban conectadas con el club venían, todo el vecindario quería ver el partido. Su equipo fue campeón de todo. El mejor jugador de fútbol del mundo comenzó aquí y su primera camiseta fue la nuestra».

«Él agarraba la pelota y la jugada terminaba en gol. Marcaba la diferencia aunque le pegaran. Acá es así: si sos chiquito y jugás bien, te rompen todo». Así lo recuerda Gonzalo Díaz, quien jugó con Lio todo el tiempo que estuvo en el Grandoli. Y que lo ganó todo, pues.

Matías Messi tiene facilidad para transportarse de palabra a aquellos días, un pasado en el que él mismo vivía la esperanza de ser futbolista. Y, como el resto de los Messi o el espectador anónimo agudo, creía estar viviendo algo especial: «Muchas veces ha habido problemas por eso, porque jugaba tan bien, tan bien, que algunos técnicos de los demás chicos mandaban a los suyos a bajarlo. Porque, si no le podían sacar la pelota a las buenas, se la sacaban de otra manera. Era algo que lo tenías que ver, porque si te lo contaban no te lo creías; cómo un nene tan chico puede hacer esas cosas que él hacía. Hasta había gente del otro equipo que aplaudía por jugadas que hacía él y la gente de ese equipo rival le decía: “¡¿Qué hacés?!”».

A veces parece que al que se recuerda no es al niño que hacía buen fútbol, al jugador de jugada más que de equipo, pero también goleador incansable, sino al Lionel Messi de hoy; no se habla de un crío, sino de un crío que hoy es el mejor del mundo. No es lo mismo: es fácil endiosar e idealizar al triunfador. Por eso cuesta encontrar a los que se atreven a poner un «pero». «Acá hay muchos que se destacan. Vi a varios que podrían haber sido como Messi, pero no tuvieron constancia para entrenar», declara Gonzalo Díaz.

Ah, la constancia. Sin eso, lo de ser futbolista no sale.

* * *

Jorge Messi, el padre de Leo, también soñó con ser futbolista. Pero a la edad en la que los jugadores empiezan a despuntar, cuando se comienza a llamar a la puerta del primer equipo (en su caso, el del NOB, donde jugaba desde los trece años), Jorge se fue a hacer el servicio militar y, al volver, se casó. A la edad en que los futbolistas alcanzan su plenitud, sobre los veintinueve años, tuvo a Leo.

Jorge siempre tuvo claras bastantes cosas y las expone, más con los hechos que con las palabras: para llegar a donde se quiera llegar, por ejemplo, hay que trabajar duro, hay que ser persistente, hay que ser humilde. Quizá por eso Leo idolatra el trabajo y no el mito, no se deja deslumbrar por las luces de neón de los grandes nombres. Pero para Jorge, poco mitómano también, al igual que para la mayoría aplastante de los argentinos de su generación, existía una percepción: el fútbol tenía el inevitable pero irresistible rostro de Maradona, del que tenía vídeos que puso en ocasiones a sus hijos, una gastada cinta de VHS que se guardaba como oro en paño.

El padre de Leo, pues, legó a los suyos el aprecio por la figura del centrocampista que alza la vista para dirigir a un conjunto, que define cuando hay que hacerlo, que crea con el pie una sinfonía de soluciones. Para Lionel, y para muchos de los de su generación, esa figura se encarnó también en Pablo Aimar, el ex del River. Leo no tenía ídolos, pero le gustaba ver a Aimar. ¿De verdad no idolatraba a nadie? ¿No es cierto que todos tenemos alguna referencia? Cuando le preguntaron a los doce años por su único ídolo, dijo que tenía dos: «Mi padre y mi padrino Claudio». En esa misma entrevista, admitió que la humildad es la mejor de las virtudes. Algo que hubiera firmado su progenitor.

Lio, como sus hermanos, soñó con emular a su padre ex futbolista, un hombre algo distante pero nunca demasiado, buen centrocampista al que el pequeño iba a ver cuando jugaba encuentros con sus compañeros de la fábrica Acindar. Entendedor del fútbol, un deporte que le apasiona. Los Messi acudían todos los fines de semana a Grandoli a ver jugar a Matías y a Lionel, y un día un directivo le propuso a Jorge que se hiciera cargo del equipo de niños de la categoría de 1987. Se convirtió así en el segundo entrenador de Lio. «Formábamos parte de la Liga Alfi, una de las muchas competiciones independientes que se disputan en Rosario y en toda su municipalidad. Había distintas categorías, hasta los doce años, y los niños jugaban siempre en cancha de siete», recuerda Jorge en el libro que Toni Frieros escribió sobre Messi, Leo Messi. El tesoro del Barça.

Practicaba tres veces por semana con sencillos ejercicios de trabajo individual, siempre con pelota para mejorar la técnica, y algún ejercicio táctico que los chicos asimilaban a toda velocidad, pequeñas esponjas que seguían, encantadas, las instrucciones de Jorge. Lio no hizo nunca trabajo específico, nunca se pasaba las tardes dándole con la derecha o regateando piedras con su pierna mala. Nunca se lo pidió su padre tampoco. Simplemente jugaba y Jorge intentaba respetar ese espíritu en los entrenamientos semanales.

Era 1994, Lio tenía seis años.

El equipo de Jorge Messi no perdió nunca en su único año de entrenador: «Ganamos la Liga y todos los torneos que disputamos, así como los amistosos. Quizá esté feo decirlo, pero ese equipo causaba sensación por el nivel tan alto que tenía y, en él, Lio brillaba con luz propia», contó a la prensa argentina. «En ese equipo no digo todo, pero prácticamente todo lo bueno lo hacía él: los goles, las situaciones peligrosas; quien marcó la diferencia fue él, quien sobresalió también fue él. Bueno, soy el padre, es mi hijo, pero no lo digo por eso, sino porque fue así», manifestó a la revista alemana Kicker.

El periodista de esta publicación aborda a continuación un asunto poco banal y tremendamente fascinante: «Lionel futbolista, ¿a quién le hacía más caso, al entrenador Jorge Messi o al padre?». Jorge contesta: «Siempre fue muy ordenado en jugar, siempre cumplía y hacía lo que uno le pedía. Siempre fue de hacerme caso a lo que le dije como entrenador. Incluso hoy día él es así. O cuando Frank Rijkaard en el Barça lo puso por la derecha. Siempre cumplía con lo que le pedía un entrenador, siempre jugaba ahí donde le pidió el entrenador, no importaba quien fuese. Y nunca se quejó en este sentido. Siempre fue así».

«En la vida hay misión, visión y valores, los tres elementos», afirma la prestigiosa psicóloga deportiva Liliana Grabin. La herencia de un padre es el modo en que recorre el camino, la transmisión de valores. Leo lleva a cuestas la fuerte personalidad de su madre y la serenidad, ante todos y ante todo, de su padre: extraña combinación; el yin y el yang, supongamos. También le impartió la humildad, el sacrificio, la tenacidad.

Los hijos son la consecuencia de la mirada y de la visión de los padres. Jorge dijo en una ocasión que oír corear su nombre es lo mejor que le puede pasar a un ser humano. Si eso es su sueño, eso se hereda. Jorge poseía una visión. Cuando vio jugar a Leo y entendió que tenía talento, la mirada era la de un padre orgulloso que destacó a su hijo entre iguales. Y el hijo quiere siempre complacer al padre, busca constantemente seguir complaciéndolo. La visión, la mirada. Todo ello marca el pasaje. Jorge puso luz en el mismo: tú puedes ser futbolista.

«Los valores los tenía la familia, la visión es el futuro, la misión es jugar al fútbol. Jorge tuvo visión, la familia tuvo visión. Evidentemente, él tiene un talento, y un padre y una madre que tienen visión», insiste Grabin.

Después, el padre ayudó a Leo a recorrer el camino, desde su faceta de entrenador, de consejero, de mánager incluso. Lo elogió poco entre tanto elogio universal, le dio perspectiva. Y cuando fue necesario, le corrigió a partir de los valores que considera ideales. En algún momento lo mantuvo en la tierra, cuando el éxito lo confundió.

Jorge, pues, ha sido desde el principio padre, guía, espejo, mentor, contrapeso, su héroe. El hombre al que hay que seguir, contra quien, en algún momento, hay que rebelarse, pero al que hay que reconocer como compañero de camino. A quien Leo le dio una confianza absoluta, una fe que se sospecha inquebrantable.

Fue Jorge el que decidió que se había llegado al final del camino del Grandoli. Toda la familia iba a ver los partidos de Matías y de Leo, pero en una ocasión no pudo pagar los dos pesos de la entrada. Pidió que, por esa vez, le dejaran pasar. Le contestaron que no.

Leo jugó esa tarde, pero no volvió a vestir la camiseta del Grandoli.

* * *

Habla la profesora Mónica Dómina. Tuvo a Leo en su clase del colegio de Las Heras a los seis, siete y ocho años de edad, en primer, segundo, tercer y cuarto grado, los primeros de la enseñanza primaria.

«[…] lo que ocurre es que él fue un niño tranquilo. Yo me doy cuenta de eso con lo que pasa diariamente. Lamentablemente, uno se acuerda mejor de los que se portaban mal, los que traían problemas. Y él era tranquilo, educado, a veces muy introvertido en sus cosas, que no las quería mostrar. Era un niño protegido porque, ya con sus compañeritas, como Cintia, se sentaban juntos, iban al mismo grado y ella era como la mamá, era del doble de altura que él porque él era muy, muy chiquito, parecía un nene de jardín en primer grado. Y era muy risueño, su carita… es lo mismo que ahora, ¡dan ganas de abrazarlo! Y antes, más todavía. Antes la maestra era como la segunda mamá. No es el sentimiento que las maestras tienen ahora… que trabajan, sí, pero estas chicas jóvenes no tienen esta cuestión maternal. Nosotros jugábamos con otras cosas, los sentaba encima de una, en el regazo, y esas cosas ahora no pasan. Y él era uno de esos nenes que daba para tenerlo como un bebé, como un nene chiquito, levantarlo y sentarlo al lado de uno o encima de uno y charlar con él.

»Él se dejaba, pero no hablaba casi nada. Eso sí, recuerdo mucho una cosa: yo trataba de que él hablara. Eso pasaba en las horas libres o especiales, cuando había materias como dibujo. Ahí lo tenía muy cerca, pero él no contestaba nada. Sólo “sí” o “no”, no contaba nada más. Pero cuando le preguntaba de mis áreas, como Matemática y Lengua, él me respondía, y yo me quedaba tranquila.

»Generalmente Lio se sentaba en los primeros bancos de la clase, era muy reservado, callado, le costaba participar en clase, hacía sus trabajos pero no revolucionaba el grado. Le iba bien, hacía los trabajos para aprobar las materias y lo entregaba todo justo a tiempo.

»Nosotros, el profesorado, tratábamos de ayudarlo y él hacía las cosas; pero no era que no podía. No. Era que no quería, porque su interés era otro, sólo quería la pelota. Pero no era mal alumno: era un chico normal, tampoco sobresalía.

»Él era responsable, hacía sus trabajos, pero bueno, hasta ahí. No estudiaba tanto. En séptimo tuvo notas muy buenas. La directora de la escuela le dejó fotografiar a un diario el libro donde apuntan todas las notas y ahí aparecen todas. Era de los mejores en Educación física, le iba bien Plástica y Música. En Lengua y Matemática, lo justo, siete, que era con la nota que ellos pasaban, así que estaba ahí, ahí.

»Pero la primera imagen de él es jugando con la pelota en el patio, con la pelota desde muy atrás, haciendo esas gambetitas. Aunque no siempre tenían pelota, y a veces la fabricaban con lo que podían, ya sea medias que habían atado hechas una bolita, o bolsas de nailon o boligoma, que es una plasticola para pegar. Con lo que encontraban, jugaban en el patio.

»Pero lo normal es que hubiera una pelota. El profesor de Educación física tenía un armario donde ellos iban y buscaban la pelota y la guardaban, la sacaban y a veces se la traían de casa. Ellos ya sabían si estaba o no el profesor y, si no, la guardaba la maestra.

»Se le dejaba una pelota. Ahora no se deja la pelota pero antes la usaban para jugar al fútbol. Ahora la pelota la usan para darle en la cabeza al compañero o lastimarlo. O sea, la cantidad de alumnos que había antes, no afectaba. Ahora, con veinte alumnos, ya se están lastimando, porque ahora son todos violentos. Antes, no. Se cuidaban. Entonces los chicos podían jugar al fútbol.

»Todos los amigos le tenían como un príncipe, eligieron ponerlo a él en el centro de la foto de clase, lo amaban todos, lo amaban. Lo esperaban, lo abrazaban, “¡vamos a jugar!”. Lo admiraban porque él brillaba. Corría de un lado a otro con el balón y nadie se lo arrebataba; era una pulga, un muñeco de juguetería; disfrutaba y hacía disfrutar.

»Jamás hizo una travesura, pero esos ojitos llamaban a que era un hijo que hacía de las suyas. Yo creo que la familia… siempre me quedó por preguntarle a la madre cómo era en casa, porque él se portaba muy bien en el colegio para no perder la posibilidad de jugar al fútbol. Porque en el salón era quietito, pero tocaba la campana y salía corriendo y ¡todos atrás de él! Yo me acuerdo de que todos iban detrás de él. Ya desde ahí era el líder con el que todos querían jugar. Uno veía en la escuela donde está ese SUM (Salón de Usos Múltiples) grande, era todo un campito, con los dos arcos al costado, entonces, los chicos desesperados. El recreo era un campeonato de fútbol.

»Jugaba con la pelotita entre clase y clase. Antes eran todas las clases así: cuarenta minutos, un recreo, cuarenta minutos, un recreo. Ahora hicieron un bloque de una hora y quince minutos. Ellos jugaban en ese recreo grande de quince minutos. Entonces tenían su tiempito para jugar. Eran como minipartidos, a lo mejor hacían un tiempo y, en el otro recreo, hacían el otro.

»Entonces, él salía ese cuarto de hora y los niños también, y era otra persona y, aunque hubiera siete contra siete o lo que fuera, él agarraba la pelota y su juego consistía en llevarlos a todos de arriba abajo. Porque ahí no se jugaba al fútbol, era a regatea. Él ya estaba practicando… como se dice… en la escuelita de fútbol. Entonces, muchos de los chicos que estaban con él también estaban practicando.

»Yo siempre digo que, cuando la mamá venía con todos los trofeos y se paraba en la puerta del salón, orgullosa como todas las madres estarían, él no quería que la madre pasara, no quería contar lo que él hacía. O sea, que de muy chico él no quiso mostrar esta cuestión, porque él jugaba porque le gustaba jugar, tenía pasión, como es ahora… No va a demostrar que él es el mejor porque lo lleva adentro. Él siempre quiso que se lo tratara como uno más, no quería magnificaciones. Y ahora es igual.

»Un ángel. Pero ángel como persona. Yo siempre me la encuentro a la madre acá en el supermercado cerca, porque la mamá anda por la ciudad y no va diciendo “soy la mamá de Messi”. Ella anda como cualquier mujer, vestida lo más modesta, nada vanidosa, porque conozco a las mamás de otros futbolistas, y bueno… algunas son “yo soooooy la madre deeeeee”. Los padres, no tanto, pero las madres… Pero esta señora es muy sencilla, y bueno, así es él. No vive diciendo “tengo tantos millones”, no. Él vive su vida simple, lo más simple posible, supongo. Porque así era él. Tampoco hacía alarde si goleaba o no goleaba… porque hay muchos chicos que “¿vio señorita?, yo…”, y él no, nada que ver. Entonces, la familia, la madre, así le enseñaron y así le dieron normas de convivencia, por eso en el jardín era muy callado, muy introvertido, porque así le enseñó la mamá, que tenía que ser educado, atento».

* * *

No tenía que caminar mucho el pequeño Lionel para llegar a su escuela, la número 66 de Las Heras. Apenas poner un pie en la calle, con la pelota pegada a sus pies, caminaba con ella hasta el muro que encierra los terrenos del ex batallón 121 y cruzaba las canchas (o las rodeaba un poco) para desembocar en pocos minutos en Buenos Aires, justo cuando la larga avenida se encuentra con la plaza Juan Hernández. La escuelita, pintada de blanco con toques verdes, con sus ventanas enrejadas, ocupa un costado de la plaza cuadrada, de esas con árboles y bancos cansados, y baldosas de cemento por cuyas juntas asoman rebeldes espigas de hierba.

Aunque la profesora Dómina quizá no esté de acuerdo, es uno de esos raros colegios de barrio de niños tranquilos, como el distrito, cuando lo habitual, dicen, son críos rosarinos inquietos. Lo más valioso no es el edificio, sino la cultura escolar que desprende. Cuando el niño entra, ya sabe de los modos, los valores que debe aprender o mantener dentro: la pertenencia al barrio, el esfuerzo colectivo, capacitarse. Una buena escuela pública, pues.

El patio al que daban las aulas, con un arco enmarcando la entrada y un árbol justo en el centro, era tan pequeño que apenas alcanzaba para practicar jueguitos o igual jugar a una portería. Por eso los niños preferían explayarse en una zona que hoy es de usos múltiples.

«Algo que recuerdo mucho y que me causa mucha gracia hasta el día de hoy es que todos corrían detrás de la pelota y nadie lo alcanzaba; entonces venían a protestarme, a decirme “¡seño, no nos presta la pelota!”, que es algo que yo rememoro de esa época con mucha alegría. —Habla Diana Torreto, que tuvo de alumno a un Lio de seis años, y a quien a menudo le tiemblan las palabras recordando que por ahí pasó la Pulga—. Me acuerdo de que era un nene muy alegre. Introvertido, sí, pero alegre. Con una familia muy presente, que siempre preguntaba las cosas que hacía en la escuela porque en la casa era bastante travieso, así que la mamá preguntaba cómo era aquí».

Estaba, pues, el Leo con la pelota, el Leo en la casa y el Leo en la escuela. Un Leo dentro del aula y un Leo fuera, libre, en el patio, compitiendo. Sigue la conversación con Diana:

—¿A qué se debe esa necesidad de protegerlo por parte de la familia, de la escuela, de sus compañeros?

—Él genera eso, esa necesidad de estar siempre pendientes de él, por eso era tan amiguero. Los compañeritos lo querían mucho. Cuando creció y se evidenció toda la habilidad que tenía con la pelota, lo admiraban, pero, cuando era pequeño, generaba algo de líder. Contradictorio a la vez, porque en la sala era bastante callado. Pero cuando salía, los compañeros lo seguían. Organizaba el juego y los llevaba a todos a la actividad que a él le gustaba, que era jugar a la pelota.

—Eso es extraordinario, ese salto de la timidez, o mejor, de esa actitud reservada, al liderazgo…

—Sí, eran dos nenes distintos.

—Y si Leo no hubiera sido Messi y, de repente, por esa cosa futbolística, no hubiera sido profesional, ¿dónde estaría ahora?

—Me parece que estaría con su familia. A lo mejor habría formado una familia propia, como la que tiene, de la cual estamos muy orgullosos y esperamos que algún día traiga a su hijo Thiago a que conozca la escuela donde concurrió. Eso siempre lo esperamos todos los maestros. Pienso que sí, que estaría rodeado de toda su familia… Me emociono cuando hablo de él.

»93, seis años, el año del nacimiento de María Sol, la primera niña… mal en adaptación al medio escolar, prácticas de higiene, perseverancia en el esfuerzo, expresión manual, musical, gráfica y física.

»94, bajo tutela de Mónica Dómina. Mal en adaptación al medio escolar, creatividad y perseverancia en el esfuerzo…

»95, ocho años… progresión espectacular. Muy bien en Matemáticas. Muy bien en expresión escrita, bien en expresión oral. Ni un mal. Cintia le echó una buena mano. “Una extensión de él mismo, siempre juntos”, como dice Dómina. Diez en Educación física, conducta muy buena».

Extracto del libro Leo Messi. El tesoro del Barça,

de TONI FRIEROS.

A Leo lo protegían los adultos y los niños. Por ser pequeño. Por ser bueno al balón. Por ser bueno. Por ser hijo, o hijo de los amigos. Por esa sonrisa pícara. Porque era retraído. Nadie se atrevía con él, tenía a todos ganados.

Los niños, en el colegio, pasan por un examen sin papel: el resto del patio les empuja al límite del acoso, pasa siempre. La infancia es cruel. Cuando te toca, asegúrate de que sales bien parado. Leo jugaba muy bien al balón y eso atraía a la gente, le ayudaba a ser respetado, querido, necesitado, protegido. Era pequeño y era consciente de ser pequeño, pero el resto del patio ignoró esa diferencia porque no dejaba de impresionar al que jugaba a su lado, al que le miraba mientras jugaba. A todos, en definitiva. Había peleas para estar en su equipo porque con él se ganaba seguro. Y los partidos del patio era mejor ganarlos que perderlos, porque se arrastraba la derrota todo el día. Incluso, cuando faltaban chicos en otros grados, lo invitaban para que les ayudara a ser campeones. Y Leo cumplía, lideraba, como ahora: por hechos más que por palabras.

Pero el fútbol no podía serlo todo, los profesores no podían dejar que la pasión por la pelota, por el partido del patio, acalorara al alumnado hasta tal punto que olvidaran que se había acabado el recreo. La pelea de los maestros era por desenganchar a Leo del partido. Y por alejarlo del balón; esa conexión invisible, pero tan tangible, acabó por ser una lucha diaria.

«¿Hoy las profesoras citan a Messi como ejemplo de…?».

La pregunta está dirigida a Cristina Castañeira, nueva directora del colegio de Las Heras que no conoció a Leo, y que ve, pues, el fenómeno de su presencia desde cierta distancia y sorpresa.

—No lo sé, no lo sé…, casi todos los que vienen a esta escuela a estudiar saben de Leo, saben que estuvo aquí. No sé si es explícito pero está, circula todo el tiempo. Ahora que estoy yo, vamos a ver si hacemos un rincón de Messi, con todos los recortes… No hay nada en ningún lado.

—¿Es bueno eso para el alumnado, hacerle una esquina especial?

—No sé, pero se hacen tantas cosas que…

—¿Siente que hay que hacer algo para que sirva de ejemplo, de motivación…?

—Qué sé yo…, nosotros tenemos…, la cultura argentina permite estas cuestiones… nosotros somos muy de…

—… la leyenda, el mito…

—Sí, sí. Por supuesto, no va a estar en el currículo el éxito de Messi, pero estaría bien tener algo cuando viene gente de fuera, porque estamos acostumbrados a recibir todo el tiempo visitas. O si algún día regresa él, porque ya ha estado en la escuela alguna vez. Yo tengo treinta años en esta profesión y siempre me mantengo dentro de las normas. Esto es como salirse un poquito, pero bueno, no importa. No hay que ser tan estrictos. No creo que me aplaudan por ello, pero la idea no es ésa; la idea es que un rincón de Messi sirva para recordarlo.

—Leo, el Leo público, representa una serie de valores recomendables.

—Claro, sobre todo eso, porque él es una persona de la que uno puede estar orgulloso. Messi arrasa con todo y está dentro de los valores que uno quiere inculcar.

—Un amigo argentino que es futbolista me dijo que sería una buena idea que el Gobierno pillara a Messi una vez por mes y que dijera cosas del estilo «Lavaos los dientes», porque, de repente, todo el país se los lavaría o… «No seáis malos en la escuela» y, de repente, el país cambiaría. No sé si a tanto llega, pero podría…

—Sí, podría…

Al salir de clase, a eso de las cinco de la tarde, esperaba la abuela Celia o la madre Celia, quienes, después de tomar algo, acompañaban a Leo y a Matías a entrenar al club Abanderado Grandoli, al este de Las Heras. Volvían, seguramente, a cruzar las canchas del cuartel viejo y de lo que en un futuro será, quién sabe, un Parque Tecnológico o tal vez —si, como dicen, ha sido cedido a los Messi— campos preparados para entrenar a jugadores con los mismos sueños que Leo.

Si no había entrenamiento, el chico se juntaba para jugar con unos amigos, entre ellos, Diego Vallejos: «[Frente a la casa de Leo] Aquí compartimos muchos momentos, siempre había algún tecnifutbol, siempre había alguna popa[2] o algo para hacer. Y travesuras, como romper las plantas con la pelota, patear los portones, jugar con las pistoletas de balines…, muchas cosas compartimos con él. Saliendo de su casa a mano izquierda, a doscientos metros, hay un descampado: esto sería el Camp Nou de la Argentina. Acá es donde él tuvo sus primeros pasos en el fútbol, hacíamos picadito, corríamos, la escondíamos…, era nuestro lugar».

En lo de Fragotti, el almacén vecino, Leo tiraba paredes con un balón de trapo o goma para evitar que sus amigos se lo robaran. Era una época en la que no existían el tiempo ni las líneas de cal, había pocos límites al margen de los marcados por la escuela y los padres.

«Cortábamos los alambres [que rodeaban el viejo cuartel] para poder jugar, y cada dos por tres un militar nos sacaba corriendo, porque no podíamos estar ahí dentro —recuerda otro vecino, Walter Barrera—. Pero es que ese campo era perfecto para jugar al fútbol, porque tenía un pasto impresionante que no lo pisaba nadie y se jugaba bárbaro. A veces nos sorprendían jugando a la pelota y nos llevaban para allá dentro, porque tienen un calabozo. Pero no pasaba nada, pues te llevaban y luego te sacaban por la otra puerta; más que nada, para asustar».

Leo hizo la primaria en Las Heras, y la pasó bien, y empezó la secundaria con trece años en el Juan Mantovani, avenida Uriburu 549, también cerca de casa, pero a los cuatro meses lo dejó: estaba pensando en marchar del país. En el Mantovani ya no estaba su inseparable Cintia; hasta el escenario más cotidiano empezaba a cambiar.

Leo es benefactor no de aquélla, sino de la primera escuela de Las Heras: en la pasada década donó el equivalente a dos años de presupuesto. Y la visitó en 2005. Una maestra tenía un hijo que había jugado con él al fútbol y aprovechó el contacto para invitarlo al aniversario del colegio. Había un acto y acudió. No era tan conocido como ahora, pero revolucionó el día. Y una tarde, en el turno vespertino, dos años después, volvió a pasarse para ver a su primo Bruno Biancucchi. Llegó de sorpresa, con la cabeza gacha, escondido tras la presencia de la madre de Bruno, su tía Marcela: se moría de la vergüenza.

Pero, de repente, algo se disparó en su cabeza. Comenzó a conectarse con los otros niños, a conversar. Recorrió todas las aulas, repartió besos y autógrafos y se dejó echar fotos. Tres horas en las que los alumnos y los padres compartieron un rato memorable en esa escuela en la que, quizá excepto durante los ratos de patio, nunca pasa casi nada.

Un chico de primer grado, de no más de cinco años, le dijo a un amiguito de más o menos la misma estatura y edad, con parecidos pantaloncitos cortos y la misma batita: «Pellízcame».

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