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SEGUNDA PARTE EN BARCELONA » 1 ATERRIZANDO EN BARCELONA. BUENO, EN ROSARIO. O SEA, EN BARCELONA

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ATERRIZANDO EN BARCELONA.
BUENO, EN ROSARIO. O SEA, EN BARCELONA

En el vuelo de Rosario a Buenos Aires, Leo Messi llora sin parar. Como si no fuera a volver.

Lo hace en silencio. Se le tuerce la cara y le caen lágrimas a borbotones, pero no emite ni un solo sonido. Hasta que vuelve a tomar el aire que le empieza a faltar y ahí le sale un suspiro profundo de niño perdido. Así lloró los cincuenta minutos de camino a la Capital Federal.

Era el 15 de febrero de 2001. En el aeropuerto de Ezeiza se entablaron conversaciones para olvidar y Messi se tranquilizó. En el segundo avión, de camino a Barcelona, se durmió y, poco a poco, con cada milla que les alejaba de casa, el mar empezaba a ser una magia y las ausencias iban a entristecer otras tardes, que diría Jorge Luis Borges.

La familia Messi-Cuccittini llegó a la Ciudad Condal a media tarde de un día frío, subió a un taxi y se instaló en el hotel Rallye, en la Travessera de les Corts, frente al Camp Nou. El Barça convocó una reunión dos semanas después con el objetivo de firmar todos los acuerdos, aunque extrañamente el club no se ofreció a pagar desde el día de su llegada el tratamiento de Leo. Finalmente, el directivo Joan Lacueva decidió gastarse dos mil euros para que pudiera tener sus primeras dosis.

Y así pasaron quince días de habitación de hotel y de entrenamientos, alimentando la pasión, poniendo orden en el caos de una vida nueva.

El joven Leo Messi firmó su primer contrato de dos años con el Barcelona el 1 de marzo de 2001 en el mismo hotel que estaban a punto de abandonar, en una mesa del comedor, ante la mirada atenta de Lacueva, quien, por su insistencia, soportó el desprecio de muchos directivos. Aquello, pensaban muchos, era una pérdida de dinero. El tiempo, sin embargo, iba a recompensar su esfuerzo, y el de Rexach, Rifé y Minguella.

De hecho, un directivo que los testigos de más memoria prefieren mantener en el anonimato se enfureció al descubrir que existía un acuerdo sin aprobación de la junta. Sin que le hubieran consultado a él en concreto, vamos. ¡Cómo podía ser que un chaval costara al club tanto dinero! No sólo se negó a firmarlo pese a tener ya la rúbrica de los abogados y de un vicepresidente, sino que en pleno arrebato de ira hizo pedazos el documento. El club ignoró su reacción y dio por buena la oficialización del mismo.

«Yo, cuando oigo que alguien dice “yo fiché…” pienso “¡mentira!, tú no fichaste a nadie, el Barça fichó” —comenta el ex presidente Joan Gaspart—. ¿Tú lo pagaste de tu bolsillo? ¿A que no? Por lo tanto, el Barça fichó. Tú fuiste el intermediario que estaba en aquel momento… pero tú no fichaste a nadie. Y dicen que el contrato de Messi se firmó en una servilleta. Bien, pues no. Es muy gracioso, muy anecdótico, pero el contrato con Messi lo firmó el entonces vicepresidente del Barça, Francisco Closa. Y lo firmó porque yo le autoricé a que lo firmara».

Ahora quedaba lo más difícil, la adaptación. El Barcelona había encontrado un piso para la familia en la avenida Gran Vía Carles III, no muy lejos del Camp Nou, y los Messi-Cuccittini se trasladaron a principios de marzo. Era un piso grande, con cuatro habitaciones, un par de baños, la cocina y un balcón que daba a un patio interior desde donde se divisaba una piscina comunitaria que pertenecía a otro edificio, árboles y calma. Lionel podía levantarse un cuarto de hora antes de la práctica y llegar a tiempo al campo de entrenamiento. Así podía dormir un rato más. El portero de la finca (como descubrió en El País Luis Martín, periodista de esos que preguntan lo que a nadie se le ocurre) no se enteró hasta cinco años después de que el chaval que lo saludaba todas las mañanas jugaba en el Barcelona. «Es un portento, ¿no? Es que yo paso del fútbol. No me gusta», llegó a decir.

En Rosario acudía gente de toda la provincia a verlo. En Barcelona no lo conocía ni el portero de su casa.

Y, desde el principio, todo se torció. ¿De verdad quería ser futbolista? Veamos cómo estaba de tesón; el camino iba a ser ciertamente empedrado.

No entendía nada, ¡hablaban todos en catalán! Unos años después de su llegada, Leo recordaba los primeros días en el Barcelona con una mezcla agridulce de emociones. Como ocurre con cualquier recién llegado a un grupo de niños, Messi no sólo se sintió tímido y vergonzoso, sino que fue recibido con un nivel menor de comprensión del que han explicado algunos. Durante los primeros partidos en los entrenamientos no recibió demasiado el balón y algún que otro jugador no sentía la necesidad de protegerlo en exceso; se sintió un outsider. Pero, aun a sus trece años, sabía que era el peaje que tenía que pagar para ser aceptado. En el fondo, le estaba quitando el sitio a un amigo de los otros chicos. Algunos de sus compañeros le dijeron que uno de los entrenadores que estuvo decidiendo su futuro en el Barcelona les pidió a otros chavales que le dieran fuerte, que no se podía quedar. Más tarde, el mismo entrenador le insistía para que se dejase de tanto regate, le incitaba a buscar al compañero. «Pero ni bola le daba, yo hacía lo que quería», recordó Leo en el programa de televisión argentino «Sin Cassette».

Es la misma historia en todo el mundo: tras abrirle la puerta, cuando se confirmó definitivamente que se quedaba, la aceptación fue general y la actitud del resto del grupo cambió. Pero Messi nunca olvidó lo que le costó ganarse su sitio en el club.

Al ser extranjero y no contar con el tránsfer todavía, Leo no podía jugar partidos oficiales con el Infantil A, la categoría que le correspondía por edad. Únicamente tenía permiso para participar en la liga territorial catalana y en amistosos, y además Rodolfo Borrell, entrenador de aquel equipo, prefería no utilizarlo en exceso, respetando la norma no escrita de no tocar nada de un conjunto invicto durante toda una temporada que estaba muy avanzada, con los chavales rindiendo a un nivel tan alto que les había convertido en campeones de liga siete partidos antes del final.

En todo caso, la debilidad física del futbolista argentino era tan obvia que, en los entrenamientos, Borrell pedía a los suyos que fueran con cuidado. «Por favor, no le peguéis ninguna patada —comentó en una ocasión a los defensores cuando Leo había salido ya a entrenar, ya que generalmente el primero en saltar al campo—. Es tan rápido y tan flacucho que lo podríais lesionar». Podía parecer poca cosa, pero era difícil de parar. Y buscaba el segundo regate, el tercero, irse por velocidad. Cesc no podía quitarle el balón en una de esas tardes en las que Leo hacía de las suyas. Y le propinó una buena patada. «Cesc, por favor, cálmate porque el chaval acaba de llegar y no es plan». La siguiente vez que Rodo sugirió que había que ir con cuidado, Piqué lanzó un «pero ¡si no llegamos!», que hizo reír a todos.

«Era increíble, cogía el balón, se ponía a driblarnos a todos y se podía pasar el entreno así, driblando y metiendo goles, daba igual a quien fuera. —Así lo recuerda Víctor Vázquez, compañero suyo en el Infantil y en las siguientes categorías—. Se meneaba a todo el mundo, no habíamos visto nunca nada igual porque nosotros éramos más de pasar y pasar, y él de coger e irse. Decíamos entre nosotros que era más individualista, pero eso fue al principio. Pronto nos dimos cuenta de que lo que había que hacer era estar encantado de tener a un jugador así en nuestro equipo».

Borrell quiso probar a su plantilla, cansada de ganar por seis, siete y ocho goles de diferencia. Pidió al club que aceptara una de las muchas invitaciones a torneos pero con una condición: que los equipos contrarios fueran de una edad mayor que la de sus chicos. Quería que les «calentaran», deseaba multiplicar las dificultades. El Barcelona aceptó su sugerencia y los envió al Torneo de Pontinha, en Portugal, donde iba a disputarse el título con equipos portugueses, uno francés y uno alemán, con niños dos años mayores que la histórica generación de los Piqué, Cesc, Vázquez, Marc Pedraza, Rafael Blázquez y el recién llegado, Messi, que pudo jugar al no tratarse de una competición oficial. Quedaron terceros entre ocho conjuntos y Leo se sintió cómodo. Nueva prueba superada.

A falta del tránsfer internacional que Newell’s no había enviado todavía, Leo recibió una licencia provisional de la Federación Catalana el 6 de marzo y el club, consciente de la fortaleza del Infantil A de Borrell, decidió que el jugador siguiera su trayectoria un poco más abajo, en el Infantil B de Xavi Llorens, la única vez en su carrera en la que la Pulga fue el mayor del grupo.

En Newell’s Messi llevaba hasta el calentamiento; en el Barcelona, todavía no encajaba del todo.

Aunque la situación era compleja y novedosa, nadie discutía su talento. Entrenaba con Llorens cuatro veces a la semana, de seis a nueve de la tarde. Llegaba un rato antes de las seis, recogía la ropa que el club le preparaba, se cambiaba, entrenaba. Y no tenía prisa por volver a casa.

«¿De dónde vienes? ¿De qué juegas?». Cosas así le preguntaron en su primer entrenamiento los pupilos del Infantil B a ese chico un año mayor pero físicamente más pequeño que la mayoría de ellos. «De enganche», dijo él. Nadie tenía claro qué era eso, una expresión muy argentina. Pero, al final de la primera semana, un chico se acercó a Llorens para realizar una pregunta retórica: «¿Jugará con nosotros mucho tiempo?». El niño quería que la respuesta fuera positiva, pero no lo iba a ser, así que el entrenador prefirió dar un paso al lado.

«Siempre me acuerdo de un partido que hicimos en un entrenamiento —cuenta el entrenador del Infantil B—. Había que sacar un córner en contra de su equipo y él se colocó al borde del área para defender, la misión que tenía. Le cae el balón, arranca y se va directo a la portería contraria, cruza todo el campo, el número 3 del Miniestadi, superando a uno o dos jugadores, estaban todos atacando y no había muchos, llega al área rival y, dos pasos después, hace lo que hizo Maradona el día del Estrella Roja: amaga un chute y mete una picadita, una vaselina. Impresionante. Hace el gol y vuelve al centro del campo como si no hubiera hecho nada. Y claro, te lo mirabas como diciendo… vaya, vaya. Y vuelve sin mirar a los lados, por el centro del campo, se abraza a sus compañeros. Cuando los jugadores hacen algo así normalmente te buscan en el banquillo con la mirada, como para saber si lo han hecho bien o qué. Él no, él a lo suyo. Como si no hubiera pasado nada. Es un detalle que siempre recordaré».

Poco después, Xavi escribió un informe que le pidió Quim Rifé, el director del fútbol base, donde afirmó que Leo, con un metro cuarenta y siete y poco hablador, era «un pequeño Maradona con un físico escaso pero con una habilidad y una velocidad supremas».

Leo Messi hizo su debut con aquella licencia provisional en un partido oficial con la camiseta del Barcelona vestido con el nueve en el campo del Amposta. Marcó uno de los tres tantos del Infantil B. Pero en el siguiente encuentro, contra el Ebre Escola Deportiva un 21 de abril, se lesionó de gravedad.

Al participar en aquel partido, el segundo oficial como infantil, Leo superaba el requisito federativo imprescindible que le permitía jugar en categoría nacional a partir de entonces, una norma que el entrenador del Cadete Albert Benaiges descubrió casi por casualidad: de nuevo una prueba más de lo poco cotidiano de la situación e incluso de lo poco preparado que estaba el Barcelona para todo ello. Si, como extranjero que era, no hubiera participado en esos dos partidos, se hubiera visto obligado a saltar de la siguiente categoría, Cadete A —todavía bajo la normativa de la Federación Catalana— al Barcelona B sin pasar por los dos o tres pasos intermedios que son de obligado cumplimiento para los futbolistas de la cantera si se pretende una progresión cuidada.

Esa obligación de jugar con el Infantil era una regla oscura que el club ignoraba y que Benaiges descubrió a tiempo para mantener a Leo en la progresión habitual. Luego sería utilizada con chicos extranjeros llegados a partir de entonces, pero no sirvió, por ejemplo, para salvar la situación del brasileño Gilberto, quien, al no haber jugado en Infantil, tuvo que ser cedido en sus años adolescentes y acabó perdido en competiciones inferiores. A veces los márgenes que permiten triunfar son así de estrechos.

Los beneficios burocráticos de la participación de Leo en aquel segundo encuentro con el Infantil A fueron la única buena noticia del día.

Los equipos desayunaron juntos y se hicieron una foto sobre el césped. Marc Baiges, el diez rival, se colocó para la instantánea detrás de un frágil Leo de metro cuarenta y ocho centímetros. En realidad, la estrella de aquel equipo no era el argentino, recién llegado, sino Mendy, goleador de gran presencia física. A los pocos segundos de iniciarse el partido, el balón llegó a la posición de extremo izquierdo, donde recibió Leo, que perdió el control, y la pelota salió fuera. Baiges recibió el saque de banda y se propuso lanzar un pelotazo arriba, pero Messi puso la pierna para evitarlo: fractura del peroné izquierdo. La primera gran lesión de su carrera, que le impidió jugar hasta el 6 de junio. «¿Qué dices que le rompí? ¡Madre de Dios!», exclamó Baiges años después cuando la revista Líbero le contó la historia. «No es que no supiera que le había roto el peroné a Messi, es que no sabía que le había roto la pierna a nadie». En realidad, no fue ni falta.

«Se lesionó frente al banquillo —recuerda Xavi Llorens—. Nos dimos cuenta de que algo gordo le había pasado y lo enviamos a la clínica para valorar la lesión. Se retorció de dolor en el primer momento, pero al poco rato estaba calmado. Decía que se había hecho daño, pero ni gritaba ni nada. Su padre estuvo en la clínica con él. Yo no pude ir en un primer momento porque teníamos que acabar el partido. Un directivo fue con él. Y el chaval preguntaba: “¿Qué tengo? ¿Estaré fuera mucho tiempo?”. Un futbolista, cuando se lesiona, piensa: “Yo mañana quería ir a correr, y ya no puedo. En unos días tenía un partido, y ahora no puedo…”».

No volvería a pisar el terreno de juego hasta tres meses después. Messi acudía de vez en cuando a los entrenamientos con sus muletas y la pierna escayolada, pero su entrenador Xavi Llorens percibía una fortaleza que sorprendía a sus trece años: «No teníamos que animarlo, se le veía fuerte». Estaba «jodido», recuerdan los que tenía más cerca, aunque lo ocultaba muy bien. Su hermana pequeña, María Sol, no necesitaba que le explicaran qué suponía para Leo alejarse del balón. Algunas tardes, cuando el día se hacía más largo, sin decir nada, le cogía de la mano.

Ya en junio, una semana después de recuperarse, sufrió una distensión de los ligamentos del tobillo izquierdo. Bajando las escaleras. Tres semanas más sin jugar. Su cuerpo no sólo era pequeño, también quebradizo. Al final de aquella temporada aciaga, cuatro meses después de aterrizar en Barcelona, Leo había participado solamente en dos encuentros oficiales y un torneo amistoso.

Tras aquella irregular y corta primera temporada, la familia Messi-Cuccittini iba a pasar el verano en Rosario. De hecho, su madre ya había viajado con antelación a Argentina para estar al lado de su hermana Marcela, que debía someterse a una delicada operación de riñón.

Pero algo había cambiado, un interruptor se había apagado en aquellos primeros meses en España. No estaba claro si Leo, con catorce años, iba a regresar a su nuevo club y su nueva ciudad unos meses después, a mediados de agosto, cuando se iniciaba el siguiente curso futbolístico. Tampoco se sabía a ciencia cierta si la familia iba a volver con él.

¿Valía la pena lo que se estaba haciendo?

* * *

Se ha escrito que Jorge habló con la prima de su madre, que vivía en Lleida, en busca de apoyo, incluso antes de salir de Rosario. En realidad la conocieron cuando ya estaban afincados en Barcelona. Se embarcaron en aquella aventura sin red ni salvavidas o al menos sin un soporte familiar más allá del ofrecido por los cinco que vivían en aquel piso de Carles III. Todo aquello los unió incluso más, con la desesperación del náufrago: compartían los ratos libres, las comidas, los disgustos. En sus primeros días catalanes, frescos y soleados, Leo quería descubrir el mar y paseaban hasta allí. «Fuimos a la playa. Yo vivía en una ciudad con río, sin mar, así que la playa nos atraía mucho. Hacía frío, era también triste, pero nos gustaba». Eso le dijo Messi a Cristina Cubero, del Mundo Deportivo, en 2005.

Jorge intentaba que los tropiezos no afectaran la suerte del grupo, pero Leo no podía jugar. Y el Barcelona no pagaba lo prometido ni agilizaba trámites burocráticos. Ya se notó cierta dejadez y poca prisa tras la prueba de septiembre y, ahora que todo se había firmado, parecía seguir rondando cierta duda, poco cariño. Además, la situación laboral de Jorge tampoco se normalizaba y éste acabó por escribirle una carta al presidente Gaspart explicándole que se sentían abandonados. «Mi situación y la de mi familia es gravísima. He hecho todas las previsiones económicas para sustentarnos hasta el corriente mes, en el que debían ponerse en vigencia definitiva los acuerdos firmados, y hoy me encuentro sin previsiones de nuevos cobros y sin un interlocutor que me informe sobre cuáles serán las acciones a seguir». Esta misiva desesperada fue escrita el 9 de julio de 2001 y publicada mucho después por El Gráfico.

Durante esos primeros meses en Barcelona, la lista de agravios de la familia se fue haciendo pesada y grande. A los Messi los engañaron. No tanto el club como institución, sino algunos de los que prometieron cuidar de la familia, incluyendo algunos de sus representantes. Al F.C. Barcelona le preocupaba principalmente, o únicamente, Leo: lo querían en la escuela, en los entrenamientos, vigilaban que comiera bien, estudiaron su situación física y la hormonización. El futbolista y su padre eran los dos únicos de la familia con NIE o número de identificación de extranjero, el documento necesario para hacer gestiones en España. Por todo ello, Rodrigo no pudo continuar con el fútbol y Matías, que había dejado en Rosario a su novia, se sintió desolado, desubicado. La familia se resquebrajaba.

El club seguía con sus urgencias deportivas en el primer equipo, sin ganar títulos, y Leo Messi era por aquel entonces, tanto dentro del club como para gente ajena al mismo, una especie de experimento. A ver qué tal salía. Era sólo un número, un posible valor económico. Los Messi se sintieron abandonados.

Mientras se hacía obvio que a la directiva del Barcelona le faltaba experiencia o astucia o comprensión para tratar con la situación del argentino, Leo acudía, como todos los cachorros blaugranas, a las clases de la escuela Lleó XIII. No le gustaba ir al colegio y, consecuentemente, no sacaba buenas notas. No era vago, sino un poco disperso y, como muchos, abría un libro por la misma página en la que permanecía hasta el final de la clase. Acudía pero no estaba, cumplía y ya está: entendía que era lo que tenía que hacer para llegar a ser futbolista profesional.

En ocasiones, el autobús de la escuela que recogía a los chicos en la puerta de La Masía, la casa de campo frente al Camp Nou, se marchaba sin él. Entrenar, sí. Descansar, también. Y la PlayStation, a cualquier hora. Lo otro, menos. Aunque destacaba en gimnasia, lo de ser profesor de educación física, ese sueño de chico, quedó bien arrinconado y lleno de polvo. Celia hubiera querido que insistiera por si lo del fútbol no acababa de salir, pero a Leo se le perdonó que no prestara atención en las clases, una fuente de discusiones familiares. Cuando subió al Barcelona B, en 2004, con diecisiete años, ya no tenía mucho tiempo para ir al colegio con tanto entrenamiento y con tantas horas de gimnasio dedicadas a ganar musculatura. Ahora tenía la excusa perfecta. Había cursado el primer año de la escuela secundaria en Rosario pero dejó los estudios, ya en Barcelona, a dos cursos de acabar antes de un hipotético salto a la universidad.

Así que el colegio perdió totalmente su atractivo cuando el objetivo de ser profesional parecía más cercano. Pero es que además, en Barcelona, en el Lleó XIII, era «el distinto»: extranjero, con acento y costumbres diferentes, callado, con problemas de crecimiento. Objeto de burlas. No era suficiente jugar bien a la pelota para ganarse el aprecio y el respeto incondicionales de todos como ocurrió en Rosario; allí había otros que también eran buenos en eso.

Había que endurecerse a marchas forzadas. Leo, en público, se fue convirtiendo en un niño todavía más retraído, con cara de persona mayor, serio, educado. Prefería escuchar, quedarse sentado, mirando. Rodeado de mayores, alejado del balón, no parecía un niño normal, sino uno desactivado. Su padre dice que es más responsable que él mismo, su madre que tiene una personalidad fuerte. Todo eso es verdad, pero Leo era principalmente un niño exiliado.

En Rosario vivía la saludable fantasía de un crío. Hasta llegar a cancha de once, sólo jugaba. Quería ser futbolista, como sus hermanos, como su padre. Luego las prácticas, los encuentros, incluso la seriedad del entrenador de once transmitieron y exigieron un comportamiento más responsable que venía acompañado de una pregunta: «¿Vos querés ser jugador de fútbol de verdad, profesional?». A los doce años tuvo que contestarla con rotundidad, porque surgió la posibilidad de emigrar. Y, desde ese momento, el fútbol dejó de ser solamente un juego.

De repente, todo se convirtió en blanco y negro, síes y noes. Sí, quería ser futbolista. Sí, haría lo que fuera por conseguirlo. No, no le importaba cruzar el charco. Y, como consecuencia, a esa temprana edad, tenía que triunfar, sí o sí, no se podía equivocar. No era una presión que se transmitiera con palabras, que impusieran sus mentores. Pero su padre había dejado su trabajo, su madre se despidió de su familia, los amigos de los hermanos quedaron atrás. Y si no salía bien, ¿qué? Muchos niños a esa edad han sentido tal presión que su progresión ha quedado fatalmente bloqueada.

Hay un truco, casi siempre inconsciente, que suele activarse en la cabeza de estos chavales. A Leo se le ha oído decir, desde la época de cadete, que iba a llegar a la Primera División. A Rodrigo le dijo un Leo de doce años que iba a ganar el Balón de Oro. Aquello ya no era el sueño inocente de los siete u ocho años; aquello era más bien una negación: no le cabía en la cabeza la posibilidad lógica de que o se conseguía ese objetivo o llegaba el fracaso, el final. Rechazaba, inconscientemente, que esa contingencia existiera.

Le ocurre a la gran mayoría de niños que dan el paso de jugar por disfrute a hacerlo para llegar a la Primera División. Pero especialmente a los que lo dejan todo atrás: no aceptan la posibilidad del fracaso. Si se lo plantearan (y no se lo plantean), se les caería el mundo encima. Así pues, no hay espacio para la duda. Leo y muchos otros chicos de doce, trece o catorce años aseguran, cada día de cada semana en medio mundo, con la rotundidad de un adulto, que todo va a salir bien. Y lo raro, en realidad, es que salga bien.

Esta fascinante progresión de los chicos no se queda únicamente en la negación del fracaso, sino que puede venir acompañada de la represión de la sensibilidad. Cuando eso ocurre, no sólo disminuye el «volumen emocional» del dolor ante las ausencias, sino también de otros sentimientos: la presión pesa menos y el dolor físico también, dos consecuencias que, por cierto, son útiles para alcanzar la cima del éxito futbolístico. Recuerden esto cuando lean lo del partido de la máscara, o la final del Mundial Sub-20, dos ejemplos precoces que muestran una cosa tan rara para un niño normal y tan común para el futbolista de élite: no hay dolor, no hay presión, no hay envidia, no hay miedo, no hay, no hay, no hay…

A no ser que una lesión lo aparte de la pelota. O que su hermana llore de camino a la escuela.

Eso sí que no se vive nada bien. Eso reactiva momentánemente su estado emocional.

* * *

Leo Messi llegó a Barcelona en la cumbre del pujolismo, aquel proyecto político de la burguesía catalana, con colaboración de la Iglesia y de gran parte de la intelectualidad, que se inició con Jordi Pujol en la presidencia del Gobierno catalán en 1980 y que se extiende hasta nuestros días. Aquella ideología identificó al catalán de calle, al catalán ideal, como nacionalista, y buscó una cohesión social alrededor de la nación catalana en un período posfranquista. A veces se olvida que hay más de una manera de ser catalán, todas igualmente legítimas.

En todo caso, esa política tenía un reflejo en la calle, en el día a día, entre otras cosas, con el uso del catalán en las escuelas en una muy elogiada política de discriminación positiva. El origen está en la Ley de Política Lingüística, en vigor desde 1983, y la finalidad de la misma perseguía no separar a los alumnos por la lengua, siguiendo la filosofía del pedagogo Alexandre Galí y basándose en las experiencias aplicadas en la enseñanza en Quebec y en Estados Unidos.

Curiosamente, el F.C. Barcelona era uno de los elementos centrales del pujolismo. Un club nacional (una especie de selección catalana para muchos) que fue utilizado por la política como un elemento cohesionador que exportaba el sentimiento nacionalista a la vez que servía para integrar a los recién llegados. El catalanismo utilizó al Barcelona y el club se dejó utilizar hasta tal punto que se generalizó la idea hiriente para los no culés de que un catalán de verdad debe ser del Barça.

En aquella primavera de 2001, llamarse Messi de apellido no tenía, además, ningún peso. Si eras un Messi de los que por aquel entonces llegaron de Rosario tres meses antes de acabar el curso, te tocaba hacer el esfuerzo de adaptarte con urgencia a una escuela pública (el retraso en los pagos y la falta de agilidad en las gestiones del Barcelona no permitieron a los Messi valorar la opción de a un colegio privado), con la dificultad añadida de una lengua que te es ajena.

Las escuelas tienen la obligación de acoger al que llega e integrarlo, pero la mayoría de la enseñanza en las escuelas públicas catalanas es en catalán y se va incorporando el castellano de manera progresiva en el período que va de los cinco a los ocho años. Ésa es la teoría. En la práctica, la adaptación del niño inmigrante depende de muchos factores: desde el origen y extracción social del resto de alumnos al porcentaje de otros chicos inmigrantes, escaso en el colegio que acogió a María Sol. Y, por supuesto, la capacidad de adaptación del propio alumno. El «sudaca» —término despectivo para el emigrante latinoamericano— nunca recibió las mismas bondades y respeto que el visitante blanco de la Europa del norte. En la escuela se hace un esfuerzo consciente para evitar estas situaciones, aunque no siempre se consiga, pero en la panadería, con los vecinos, en la calle… la aceptación del extranjero no siempre es una prioridad.

Los Messi-Cuccittini consideraban que les miraban, como se dice en argentino, «como bicho de otro pozo». Así lo explica Sique Rodríguez en su libro sobre los padres de futbolistas de La Masía culé, a lo que Jorge Messi añade: «Fue un cambio muy fuerte. Las costumbres, la idiosincrasia, los valores, la alimentación…, todo era diferente. Teníamos que empezar de nuevo. Casi desde cero. Hasta el idioma era diferente. Teníamos que adaptarnos al catalán».

El argentino también es orgulloso, respeta y mantiene sus raíces y quizá no hubo tiempo para explicar a los Messi por qué se hablaba catalán, en nombre de qué deficiencia o discriminación previa se había aplicado esta política lingüística. El caso es que la integración no se estaba produciendo con efectividad ni a la velocidad necesaria. Al choque emocional que supone llegar a un entorno social y cultural totalmente nuevo había que añadir las dificultades que estaban encontrando para cobrar, las lesiones, los problemas burocráticos, las sospechas hacia los que les habían traído a España y la falta de sensibilidad hacia sus dificultades por parte del F.C. Barcelona. Todos estos condicionantes hicieron que las cenas familiares en el piso de Carles III se volvieran cada vez más espinosas, que se acumulara cierta tensión.

María Sol cumplió en Barcelona seis años, una edad en la que no se entiende que el mundo no se adapte a tus necesidades, y tanto Celia como Jorge sufrían viendo a su niña llorar cuando tenía que ir al colegio. Se estaba empezando a vivir una situación límite, o así lo sentían los Messi. Leo lo recordó en una entrevista a la revista argentina Para ti en julio de 2005: «[María Sol] no se adaptaba ni a la escuela ni al catalán».

Años después, en 2009, la Pulga dio una entrevista a la cadena de televisión argentina TVR en la que le preguntaron cómo llevaba el aprendizaje del catalán. Messi admitió las dificultades iniciales, pero creía que en el colegio le habían enseñado lo suficiente. Ahora «es fácil», admitió. El presentador le pidió que dijera, en catalán, «Buenas noches, soy Lionel Messi» y Leo se sintió observado, retado, fuera de su zona de confort. Nervioso, dijo, «Bona nit… y…». El público rió ante su dificultad para acabar la frase.

Pero, curiosamente, la primera declaración con sentido político que realizó en público Leo Messi fue una honesta defensa del catalán. El 6 de diciembre de 2012 presenté un acto con su patrocinador Turkish Airlines, compañía aérea que le había nombrado embajador internacional. Como suele ocurrir en estos eventos, pacté con el jefe de prensa de Leo y con el representante del departamento de comunicación del Barcelona los límites y reglas para cuando se abriera el turno de preguntas a los periodistas presentes. Nadie contó con que uno de ellos iba a preguntar sobre los cambios que el ministro de Educación, José Ignacio Wert, pretendía introducir en la Ley de Educación, considerados en Catalunya como un ataque a su lengua. Al respecto, el Fútbol Club Barcelona había decidido emitir un comunicado reivindicando el catalán en el sistema educativo: «La lengua catalana y su enseñanza en las escuelas forma parte de nuestra identidad y es un elemento capital para la cohesión social y la convivencia de nuestro pueblo».

Al oír la pregunta, busqué desde el estrado tanto al jefe de prensa de Leo como al del Barcelona. Se miraron entre ellos. Teníamos un par de segundos para reaccionar antes de que Messi contestara. El primero me hizo un gesto asertivo con la cabeza. Adelante. Leo, experto en regatear todo tipo preguntas, no se había preparado la respuesta. El futbolista aseguró que desde su llegada a Catalunya él mismo había «crecido, estudiado y aprendido en catalán» y que nunca había tenido «ningún problema» con ello, ya que «cuantos más idiomas sepa un chico, mucho mejor para él». Una respuesta considerada ejemplar por los suyos.

Sin embargo, once años antes, el fuerte sentimiento de lejanía y la falta de simbiosis con la cultura en la que acababan de aterrizar propiciaron que la mitad de los Messi se planteara volver a Argentina.

* * *

Como queda dicho, al acabar aquella temporada tan complicada, Leo y su familia se fueron a Rosario a pasar el verano. Cuando se encontraron todos en la casa de Las Heras, ya no se podían retrasar más las decisiones: María Sol se iba a quedar en Argentina. Nadie quería verla llorar más. Leo tenía que decidir lo que quería hacer.

Lo recordó Jorge Messi en «Informe Robinson»: «Entonces un día le pregunto a Leo: “Vos, ¿qué querés hacer? Porque, en definitiva, la decisión es tuya, si vos querés volver, volvemos”». Jorge ofreció a su hijo su amor incondicional, su apoyo absoluto: si quería seguir su carrera en Argentina, adelante. El objetivo estaba claro, Leo deseaba ser futbolista y Jorge quería que las consecuencias derivadas de la decisión, fuera la que fuese, tenían que entenderse no como una pérdida, sino como otro paso más hacia la meta para alcanzar un final feliz.

Pero Leo debía saber que no había garantías de que fuera a triunfar. Ni una. Se encontraba en un cruce de caminos y, a sus catorce años recién cumplidos, debía tomar uno: se volvían todos a Argentina o la familia se partía.

«Leo me miró —continúa Jorge— y me dijo: “No, yo me quiero quedar, yo quiero jugar al fútbol en Barcelona y quiero jugar en Primera División en Barcelona”. Ésa fue decisión de Leo, ésa fue su decisión: nadie le obligó a nada. Por eso me quedé yo con él. Celia se quedó en Rosario con los chicos».

Los Messi-Cuccittini se iban a quebrar.

Sería, querían creer, una separación momentánea, debían tener todos muy claro que se iban a volver a reunir. Cuando uno es consciente de que las cosas son transitorias, adquiere sin duda mayor fortaleza mental. Los abuelos italianos de Jorge y Celia sabían que se alejaban de los suyos para siempre, que dejaban Europa para no volver. Las familias argentinas que emigran a Europa a principios de este siglo se separan sabiendo que harán todo lo posible (no lo imposible, sino lo posible) para volverse a reunir con los suyos. Y los Messi-Cuccittini tenían claro que lo iban a lograr. Hay que intentar comprender el modelo de pensamiento que les llevó a la decisión de separarse: gente así tiene una visión diferente a la de la mayoría de nosotros. ¿Quién se atreve a separarse de su novia de siempre, ahora esposa, y de tres de sus hijos para conseguir que otro vástago triunfe en un deporte que devora ilusiones?

Jorge admitió en ese «Informe Robinson» que su mujer hubiera preferido que se volvieran todos a Argentina y que «los chicos era como que habían cambiado el chip y querían volver. La verdad es que se habían conjurado varios factores negativos, el momento era muy crítico». Celia, Rodrigo, Matías y María Sol se instalarían de nuevo en Rosario. ¿Volvían a Rosario? Era mejor pensar que, como dijo Napoleón en Waterloo, no estaban retrocediendo, sino avanzando en otra dirección. ¿Era Rosario ahora el punto de destino o el punto de partida? En todo caso, en el barrio de Las Heras volvían a sentirse en casa.

Recuerden el origen italiano de la familia, donde todo gira en torno a la mamma. Leo se iba a «quedar sin madre» a los catorce años; Celia planeó visitarlo un par de veces al año y se iban a hablar por teléfono y por Internet. Jorge permanecería en Barcelona para cuidar de Leo. Rodrigo se les iba a unir unos meses después, pero de momento se quedaban solos padre e hijo en el piso de cuatro habitaciones de Carles III.

Leo adora a su madre, se tatuó su rostro años después en su espalda. Su padre es el que le dice sí o no. La relación es diferente, porque también cuida de sus asuntos: un padre que es mánager, un mánager que es padre, con lo que ello comporta. Pese a ello, Leo no olvidará nunca que quien se sacrificó fue su viejo.

«Los hermanos, que teníamos novia, nos quedamos en Argentina —recordó Matías en el mismo excelente documental del Canal Plus—. En eso somos conscientes de que… por ahí lo dejamos un poco solo… Si bien él siempre dice que la familia es lo principal que tiene, que siempre lo ayudamos, es cierto; pero en ese momento, yo particularmente, desde mi punto de vista, pienso que yo lo dejé solo, ¿sabés? Por ahí… no me gusta recordar tanto ese momento…». Y las últimas palabras salieron húmedas de llanto contenido. Por un segundo pónganse en la piel de Matías: él también se había quedado solo, sin figura paterna y sin el hermano pequeño al que adoraba.

Rodrigo fue igual de sincero: «Nosotros no nos adaptábamos mucho. Era un problema, estábamos unidos pero uno hacía algo y los otros no hacíamos nada. Entonces, sufríamos de diferentes maneras. Lamentablemente nos fuimos separando, pero siempre yendo y viniendo. Dos veces por año viajábamos… No fueron fáciles [los primeros meses], nos aburríamos bastante. Eran días tristes, los pasábamos viendo películas o jugando a la Play».

El sueño de Rodrigo, abandonada la idea de ser futbolista profesional por falta de oportunidades pero también de la ambición extrema necesaria para triunfar, era ser cocinero. Cuando regresó a Barcelona acompañado de su novia Florencia para ayudar a su padre y a Leo, empezó a estudiar cocina y llegó a trabajar en El Corte Inglés de Diagonal, donde la Pulga pasaba tardes enteras. Se casó y pronto tuvo un niño que se dormía en los brazos de Leo. A veces Rodrigo parecía el papá y Leo, uno de sus hijos. Los roles cambiados, confusos.

Jorge Messi ha reconocido que, si tuviera que volver a decidir, a revivir toda aquella historia, no permitiría que la familia se separara.

* * *

Por aquellas fechas, Leo Messi estuvo a punto de irse al Real Madrid.

El Barcelona tenía desde aquel mismo verano de 2001 un nuevo director general, Javier Pérez Farguell. En el mes de agosto, y con el argentino de vuelta de Rosario y físicamente listo para la temporada, se volvió a insistir, con urgencia y a través de la comisión del jugador de la FIFA, en el tránsfer que seguía sin llegar y que impedía que Leo pudiera jugar sin limitaciones. Mientras tanto, Farguell echó una ojeada al primer contrato de Leo, el de los cien millones por temporada de unos meses atrás, y creyó que las cifras eran exageradas para un infantil que de momento estaba guardado bajo siete llaves, aunque no por decisión propia.

Se renegoció un nuevo contrato con una recompensa económica menor: el club le pagaría veinte millones de pesetas por temporada (120 000 euros). El Barcelona sentía que se había equivocado con otros juveniles con fichas muy elevadas (en especial, Haruna Babangida, que debutó en el primer equipo con quince años y fue cedido al Terrassa, de la Segunda División, cuatro años después, y el extremo Nano, que cobraban como un futbolista del Barcelona B) y no quería tropezar con la misma piedra. Se le expuso a Jorge Messi que había un límite salarial para los chicos de la cantera que no se podía superar.

Se produjeron varias reuniones para llegar a un acuerdo, pero no era posible encajar la diferencia entre el primer contrato y la nueva propuesta. El club sugirió sentar a todos los que tenían algo que ver con la llegada de Leo, desde Minguella a directivos (Joan Lacueva, Jaume Rodríguez, del departamento de recursos humanos, Joaquim Rifé, el delegado Carles Naval, el gerente Anton Parera), representantes y abogados. Pero ocurrió lo inevitable: las posturas se radicalizaron. Uno de los directivos del Barcelona no entendía por qué no se aceptaba la oferta del club y soltó un «Pero ¿quién se ha creído que es este crío? ¿Maradona? Le finiquitamos y que se vaya a Argentina».

En esa frase se explicaba la actitud de algunos miembros del club y su falta de urgencia en los meses anteriores. A ojos del otro lado de la negociación, esa expresión confirmaba que no se apreciaba el esfuerzo que había hecho la familia y para los Messi no tenía sentido jugárselo todo a una carta.

Parecía que las negociaciones se habían roto definitivamente.

Al otro lado del teléfono Jorge Valdano, por aquel entonces director deportivo del Real Madrid, insistía en que sí, que el club blanco estaba dispuesto a pagar esos veinte millones y algo más. Pero que no quería ir a la guerra con el Barcelona, el jugador debía venir con la carta de libertad.

No hubo oferta oficial del Real Madrid, pero tampoco hacía falta, se conocían las condiciones. «Creo que vamos a ir al Madrid», se escuchó en aquella larga reunión.

Finalmente todo el mundo dio el brazo a torcer y se llegó a un acuerdo, pero en el proceso quedaron dañadas algunas relaciones. Jorge Messi descubrió que personas de confianza le habían estado engañando, una revelación de grandes consecuencias. Lo cuenta Roberto Martínez en el libro Barçargentinos: «Jorge Messi, harto de esperar una comunicación por parte de la entidad que nunca llegaba, efectuó primero un pedido de celeridad para que se solucionara la situación de Leo y la de la familia. Al ver que no obtenía respuesta, se presentó ante el nuevo administrador para definir la continuidad en Barcelona o regresar a Buenos Aires. Se llevó una desagradable sorpresa: Pérez Farguell le contó que la gente que había montado el viaje de Leo desde Rosario le solicitaba al F.C. Barcelona una descomunal suma de dinero, y que la entidad no podía pagar cifra alguna por un chico de doce años. Sobresaltado, el padre de Leo explicó entonces que lo único que le interesaba era tener un trabajo, un lugar donde vivir con su familia y el pago del tratamiento de Lionel».

Los representantes de Leo que gestionaron la llegada a Barcelona le explicaron a Jorge que, tan pronto como aterrizaran, iban a cobrar cien millones al año, y que el propio Jorge iba a tener un trabajo remunerado. Lo primero no se cumplió, lo segundo, tardó varios meses en confirmarse. Jorge se enteró de que esos intermediarios habían pedido una comisión sin su permiso, aunque el Barcelona no llegó a realizar nunca un pago directo por el fichaje de Messi. Se produjo una desconfianza definitiva entre Jorge y los representantes que nunca fue subsanada. Desde ese momento, el padre de Leo decidió hacerse cargo de todos los asuntos de su hijo, una decisión cuya consecuencia fue un proceso legal iniciado por los intermediarios que continúa y que, hasta ahora, ha dado la razón a los Messi en dos ocasiones.

«Entonces Pérez Farguell —continúa Roberto Martínez— se avino al reclamo familiar y formalizó un nuevo acuerdo. Jorge Messi revela que “en realidad ese valor de 3900 euros por mes era por un trabajo para mí. Además, Lionel percibía un fijo más un valor variable por partido, siempre y cuando se ganara o empatara. Y dependiendo de en qué categoría se encontrara, ese número se valoraría más o menos”». El nuevo contrato fue firmado el 5 de diciembre de 2001, nueve meses después del primero. Leo, todavía sin tránsfer, iba a recibir finalmente el límite salarial del Barcelona B y Jorge, un préstamo para reformar la casa, un modo ingenioso de recompensar a la familia.

Por fin los papeleos parecían acabados. No hizo falta devolverle la llamada a Valdano.

* * *

En El Gráfico, Leo contó años después lo que sintió aquel niño de catorce años que se había quedado solo con su padre en Barcelona: «Cuando me fui, lloré mucho, lloraba por todo lo que dejaba en la Argentina, pero al mismo tiempo tenía una ilusión y sabía que era para mejor». A veces, sin hacer ruido, se escondía en la habitación: «Me encerraba en la pieza y lloraba. No quería que mi papá me viera. Extrañaba mucho».

Los cachorros del Barcelona solían hacer un circuito habitual que hoy todavía se repite: un autobús los recogía a la puerta de La Masía, iban a la escuela, luego comían juntos y entrenaban, para luego descansar en sus apartamentos, los pocos, o la mayoría de ellos en la casa rural enfrente del Camp Nou que hospedó a cientos de niños hasta que se inauguró la nueva Masía en 2011. Leo a veces iba del colegio al apartamento de Carles III para comer algo que le había cocinado su padre, para ver un rato la televisión, hacer una Play o una larga siesta y, de ahí, caminando al entreno. Generalmente solo.

Con los años se fue encontrando más cómodo con los compañeros y acabó almorzando en La Masía más a menudo y, en lugar de ir a clase, recibió el apoyo de un profesor que ayudaba a algunos jugadores que, por los viajes y los entrenos, y seguramente la falta de entusiasmo, no se pasaban habitualmente por el Lleó XIII. Pero seguían quedando muchas horas libres.

Tras la marcha de la mitad de su familia, a Leo se le hacían pesados los ratos sin balón. Y Jorge intentaba rellenar los huecos. Retaba a su hijo a la Play y a menudo salían de Carles III a dar paseos hasta El Corte Inglés o por las Corts, un barrio residencial y comercial cruzado por la gran avenida Diagonal, un paraje muy urbano, con escasez de campos de fútbol o parques donde improvisar un partido. Jorge se convirtió en sustituto temporal de los amigos, en apoyo moral, en la columna vertebral de la vida de Leo en Barcelona. En un momento en el que el hijo, con catorce, quince, dieciséis años, debería rebelarse contra su mentor, en esa necesaria ley de vida que finalmente pone a todos en su sitio, Leo, un niño-adulto, un chaval con responsabilidades y experiencias de hombre mayor, debió cobijarse bajo la sombra que ofrecía su padre.

Cuando ocurren esas cosas, cuando el padre multiplica sus labores y la madre está lejos, se produce una confusión de identidades que puede llegar a desequilibrar el crecimiento natural, la maduración del futbolista: es otro de los sacrificios a los que se ven obligados a pasar los que quieren ser profesionales del balón. Cuando el padre es padre, cuando la madre es madre, el hermano mayor es el hermano mayor y el pequeño es el pequeño, los roles generalmente facilitan la estabilidad y la tranquilidad familiar. Cuando la mamá no hace de mamá con uno, pero sí con otro, cuando el papá hace a veces de papá y a ratos de mánager, y en ocasiones el hermano mayor hace de papá, sólo hay una cosa que detenga una crisis de identidad: cuando se duda, cuando se tensa la cuerda, cuando las cosas se hacen pesadas, hay que recordar por qué se ha hecho lo que se ha hecho, hay que tener muy presente que, al final, existe un objetivo. Y es primordial un aprecio incondicional de los que rodean al chaval; eso permite sujetarlo todo.

Jorge, haciendo juegos malabares con sus roles, consiguió que Leo mantuviera el respeto a la autoridad y no olvidara de dónde venía. Si ya es difícil educar a un niño en pareja, cuando la estructura familiar se resquebraja hay además una complicación añadida: intentar que la protección al hijo no se convierta en sobreprotección. Proteger supone cuidar y poner límites. En la sobreprotección ya no se cuida o se ponen límites, es otra cosa: ahí lo que el progenitor intenta es que nadie pueda decir que no se le ha sabido cuidar. Jorge intentó siempre poner límites.

Pero, cuando le dice a su hijo «no te olvides de que los que te piden un autógrafo llevan horas esperándote», como tuvo que hacer en alguna ocasión, ¿es el mánager o el padre quien le habla? Mantener la identidad como padre ha sido la gran lucha de Jorge y de muchos de los padres de los futbolistas. En el peor de los casos, cuando el padre no consigue separar claramente los roles, se puede producir una situación que reconocen muchos psicólogos deportivos: en los ratos en que al padre le toca hacer de mánager, el hijo es huérfano. Y se pone a buscar padres en todas partes. Es mucho peor, insisten los expertos, ser huérfano con padre que sin él, porque, cuando el padre está vivo, el hijo puede convertirse en un huérfano resentido. Y el padre tiene la sensación de que no controla su propia vida, que va a remolque. Y cuando uno no controla la propia vida, dicen los expertos, siente la necesidad de controlar todo lo que tiene alrededor.

¿Y el futbolista cómo vive toda esta situación? Al fin y al cabo es el responsable del desequilibro de roles. Todos los jugadores de éxito no sólo son conscientes del sacrificio de los suyos, sino que sienten un agradecimiento infinito por todo lo que han hecho sus padres y sus hermanos, porque, sin ese esfuerzo, no hubieran llegado a donde han llegado. Pero hay más: al mismo tiempo tienen un sentimiento de culpa muy grande, porque les ha quebrado la vida a los suyos. El hijo, para compensar, les compra casas a sus padres, se convierte en proveedor. Y de nuevo, esos ladrillos confirman que la vida les ha dado a todos un giro excepcional porque lo normal es justamente lo contrario.

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