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SEGUNDA PARTE EN BARCELONA » 4 FRANK RIJKAARD, EL ASCENSO

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FRANK RIJKAARD, EL ASCENSO

«Sabíamos que Messi iba a superar a Ronaldinho. Recuerdo un día, sentados en mi oficina, en el que un diario afirmaba que queríamos a Rafael van der Vaart. Miré a Frank. Acabábamos de ver al Barcelona B, con Messi de estrella. Y Frank dijo: “Noooo, no necesitamos a Van der Vaart”».

(HENK TEN CATE, asistente de Rijkaard)

En la temporada 2004-2005, el Barcelona continuó con su necesaria reestructuración, porque la pelota se dirigía inexorablemente hacia Ronaldinho y se debían crear las condiciones precisas para que su fútbol siguiera progresando. Frank Rijkaard aprobó la marcha de Edgar Davids, Patrick Kluivert, Michael Reiziger y Phillip Cocu, y Luis Enrique y Marc Overmars decidieron retirarse. Era el final previsto de una era y el empuje de la juventud de la directiva de Joan Laporta empezaba a recuperar el optimismo general. Con el dinero que se ahorraron en fichas llegaron jugadores de mucha calidad y personalidad: Deco (del Oporto, que acababa de ganar la Copa de Europa), Giuly (del Mónaco), Belletti (del Villarreal), Edmilson (del Lyon), Larsson (del Celtic), Sylvinho (del Celta) y Eto’o, por el cual el Barcelona tuvo que pagar doce millones al Mallorca y la misma cantidad al Real Madrid.

En esa lista se encontraba la base del nuevo Barcelona, que a partir de ese momento contó en el centro del campo con Rafa Márquez, Xavi y Deco (Iniesta era el refresco) y una delantera habilidosa y goleadora: Giuly, Eto’o y Ronaldinho. Los buenos resultados y el lavado de cara fueron también celebrados a mitad de temporada con el nombramiento de este último como nuevo rey del balón (premio Jugador Mundial de la FIFA, en diciembre de 2004). Pero faltaba un título colectivo para refrendar la sensación de que, ciertamente, se estaba produciendo un cambio tras un lustro en el desierto.

Leo Messi había debutado con el primer equipo en el partido amistoso en Oporto, en noviembre de 2003 pero, tras aquel premio a su vertiginosa ascensión, las puertas del Camp Nou parecieron cerrarse. ¿No le servía a Rijkaard aquel chaval de dieciséis o diecisiete años que daba la impresión de no tener techo? De nuevo surgieron dudas en el club y, lógicamente, en el entorno del futbolista. En una etapa confusa para cualquier adolescente, y más para un jugador a punto de llegar a la élite, el club propuso que Leo fuera visitado por un psicólogo argentino elegido por el director del fútbol base, Josep Colomer.

Es difícil la papeleta de un psicólogo deportivo, quien es visto por los futbolistas como un «chivato» del club, una condición que más de uno ha aceptado para formar parte de una institución de tanto prestigio. Al jugador se le promete total discreción, pero raramente se deja ir, la sospecha perdura, con lo que el trabajo que podría realizar el psicólogo empieza cojo. Inicialmente, la propuesta de Colomer fue respetada por Leo, pero tan pronto como pudo anunció al club que no deseaba seguir conversando con alguien de quien no se fiaba. La confianza se rompió el día en que el terapeuta llevó a unos estudiantes de psicología a ver cómo trabajaba con el futbolista. A Leo aquello no le servía de nada y, si fue dos veces a conversar con aquel doctor, ya fueron muchas. Además, se sentía capacitado para lidiar sin ayuda con la presión que conllevaba estar a un paso del primer equipo.

Su ajuste físico continuaba: de agosto de 2003 a abril de 2004, Leo ganó tres kilos y 700 gramos, principalmente en musculatura. El Lio pequeño se quedaba atrás. Su crecimiento se fortalecía no tanto en el gimnasio como en los entrenamientos y en la continuidad en el once del Barcelona B. Josep Colomer había apostado fuerte por Leo y tenía a Jorge Messi al día. La fe de Colomer y la insistencia de entrenadores como Guillermo Hoyos, Álex García, Tito Vilanova o Pere Gratacós en hacerle subir escalones fueron el impulso que le estaba haciendo progresar. «Cuando se estanque, ahí lo paramos. Pero ¿para qué frenarlo antes de tiempo?», comentó por aquel entonces el director del fútbol base.

En esa época, los futbolistas que aún no tenían barba y bigote no jugaban en el primer equipo. Sin una clara apuesta por la cantera, lo de Oporto había sido más una necesidad que el producto de una estrategia clara. Rijkaard preguntaba por los chicos del B o del C, pero necesitaba ganar partidos y para ello ya tenía una plantilla compensada: de momento, no iba a contar con los canteranos. Leo debía seguir haciéndose un nombre en el Barcelona B de Gratacós.

Y ahí, Leo era la estrella y fue titular habitual. Cuando surgió un único y pequeño halo de luz entre las rendijas de las puertas del Camp Nou, Messi lo aprovechó: como consecuencia de su enorme progresión, le organizaron un tratamiento de preparación física específico y empezó a compaginar entrenamientos con el B, la mayoría de ellos, y alguno con el conjunto de Rijkaard. El holandés comunicó a la familia del futbolista que veía en Leo «unas condiciones extraordinarias», pero insistía en ir «poco a poco y explotarlas a su debido tiempo».

Gratacós entendía que su obligación era inculcarle cosas que todavía no había incorporado a su juego y que eran necesarias en la Segunda B. Pero no resultaba fácil hacerle cambiar de costumbres. En más de una ocasión los futbolistas más veteranos (raramente mayores de veintiún años) se quejaban al entrenador del B de la falta de trabajo defensivo de Messi. «No presiona, míster», le decían. Pere lo sabía y le recordaba al argentino en los entrenamientos que el partido seguía cuando perdía el balón, pero también señalaba en privado a sus pupilos que no debían olvidar las otras cosas que aportaba al equipo: «Ya, no presiona pero, cuando la tiene, ¿qué? Ya lo iremos trabajando».

En todo caso, el salto a Segunda B para aquel joven de diecisiete años estaba siendo arduo. Comparado con la deslumbrante ascensión de las temporadas anteriores, Leo parecía estancarse en los primeros meses de aquella campaña. Pese a jugar todos los minutos en los doce partidos iniciales, Messi solamente goleó en cinco ocasiones, incluida una contra el Girona en la segunda jornada. Le costaba irse de los defensores, marcar las diferencias.

El equipo también renqueaba. En septiembre, el Barcelona B viajó para enfrentarse al Zaragoza B. El cuerpo técnico creía haber dado las instrucciones adecuadas para llevarse un resultado positivo, pero el Barça salió derrotado por un contundente 3-0. Leo salió del campo contrariado y, al llegar al vestuario, se puso a llorar. A Pere Gratacós le sorprendió esa reacción: «Y eso que había jugado muy bien. Lo tuvimos que animar, le dijimos que había que insistir, seguir mejorando, que debíamos convertir aquello en algo positivo». Fue el único joven blaugrana que lagrimeó en aquella quinta jornada de Liga del Grupo III de la Segunda B. Un partido cualquiera para la mayoría de ellos.

Messi empezó juntándose un día a la semana con la plantilla de los grandes. Esa jornada semanal se fue convirtiendo en dos, luego en tres, y las dudas del cuerpo técnico de Rijkaard fueron desapareciendo, aunque el preparador holandés continuaba siendo reticente. «Está yendo bien, está bien, pero hay que mejorar algunos aspectos», respondía cuando se le preguntaba por Leo. No quería prisas. El asistente de Rijkaard, Henk ten Cate, lo veía preparado. Y un día de octubre, Ronaldinho y Deco comentaron a ambos que estaban perdiendo el tiempo: «Míster, éste tiene que estar aquí arriba jugando con nosotros».

* * *

Ten Cate, el eficaz «poli malo» de Rijkaard, era el encargado de meter en vereda a Ronaldinho y, en general, de equilibrar con ruido y látigo la calma con la que su jefe analizaba y tomaba decisiones. El tándem funcionaba. Cuando el Barcelona buscaba laterales de mucho recorrido, y jugadores con personalidad que pudieran mantener el balón, Gio van Bronckhorst fue fichado del Arsenal, primero a través de una cesión. Estaban de moda los futbolistas holandeses, de formación semejante a la del Barcelona. Gio, hoy asistente de Ronald Koeman en el Feyenoord, y Henk, cuyo último puesto como entrenador fue en el Sparta holandés, se encontraron en el verano de 2013 en un restaurante de Róterdam para recordar la llegada al primer equipo de Leo Messi. Gio todavía habla de Leo con la sonrisa del que ha tenido cerca la máxima expresión de su profesión. Ten Cate afirma que dentro de veinte años no mirará su carrera como la de un preparador «que tuvo a Messi». Para nada. Henk fue «entrenador». A secas.

Henk: Le hicimos debutar contra el Oporto en la temporada 2003/2004, cuando era juvenil, incluso antes de que entrenara con nosotros. Lo conocimos en el aeropuerto de camino a Portugal. Nos dijeron que era muy bueno y ese día estábamos cortos de efectivos. Pensamos: ¿por qué no? Luego le empezamos a invitar a participar en los entrenamientos cada vez con mayor frecuencia.

Gio: Ronaldinho me ha contado que, en la primera sesión de entrenamiento de Leo, le comentó a no sé quién, a Deco creo, que ese chaval iba a ser mejor que él. Y la gente se rió. «¡Sí, hombre!», le respondieron. Yo de aquella primera sesión sólo tengo presente una sensación de sorpresa agradable. ¿Y tú?

Henk: Recuerdo una cosa: desde los primeros minutos, los brasileños se lo llevaron, se lo apropiaron. Antes de empezar con los ejercicios siempre hacíamos rondos. En uno estaban los jugadores españoles (Puyol, Oleguer, Xavi, Iniesta), contigo; luego, en un segundo grupo, se juntaban los brasileños y gente como Eto’o y Rafa Márquez. Fue Sylvinho quien dijo «niño, ven para acá». Y se juntó con el rondo de los brasileños. Sylvinho lo abrazó, no literalmente, pero desde aquel momento se convirtió en un padre para él.

Gio: Si ves a un futbolista que destaca por televisión puedes soltar un «¡oh, es un gran jugador!». Pero solamente sabes lo bueno que es cuando entrenas con él. Me pasó con Bergkamp, Henry y Ronaldinho. Si estás jugando con ellos todos los días, descubres lo especiales que son. Con Messi, tras la primera sesión de entrenamiento, ya se podía ver que era uno de esos tipos especiales. Nunca había llegado a esa conclusión con tanta rapidez. Ni con los otros tres, pese a ser superestrellas.

Henk: Y eso que, en aquel momento, había una enorme diferencia entre el primer equipo y los chavales del B, que jugaban dos divisiones por debajo. Contábamos a menudo con algunos jugadores, como Joan Verdú, quizá el mejor de los reservas, pero no suficientemente bueno como para retar a los mayores.

Gio: Unas semanas después jugamos un partido de entrenamiento entre los del B y el primer equipo. Messi, con el B, solía aparecer por el centro, donde defendía Motta, que era el volante de contención. Y Messi lo superó todo el tiempo.

Henk: Pese a que el día del Oporto nos sorprendió su desparpajo y calidad, a pesar de gustarnos en los entrenamientos, pasó un tiempo antes de convencernos de que estaba preparado para debutar en un partido oficial. Casi un año, de hecho. ¿Por qué? Teníamos mucha calidad en la plantilla. Giuly, por la derecha; Eto’o era pichichi; Deco, el líder del centro del campo, y Ronaldinho, por la izquierda, porque había que colocarlo en algún sitio. Lo fichamos de mediapunta del PSG, pero nos mataba cuando no teníamos el balón, porque no defendía, así que lo pusimos en banda. Xavi no jugaba todos los partidos, Iniesta incluso menos, imagínate el nivel. Leo empezó a ser convocado en la temporada 2004-2005, pero pasó muchos partidos en el banquillo.

Gio: El equipo B y los equipos inferiores jugaban con un 3-4-3, y él era el enganche, el 10, el mediapunta. Así que, en el 4-3-3 que usábamos nosotros, no tenía sitio en su posición habitual.

Henk: Era como un segundo delantero con el reserva. Pero el sistema no es importante, es la posición que toma en el campo. Y en el centro no podía jugar. Nuestro ariete debía ser fuerte, para jugar de espaldas a la portería, recibir el balón y girar. No servía para eso.

Gio: ¿Qué se decía entre los técnicos sobre su posición, sobre su evolución?

Henk: Frank era un poco escéptico sobre sus posibilidades, había que esperar, comentaba. Había que cuidarlo. No quería que todo fuera demasiado rápido con él. Tuvimos un problema porque Leo era muy bueno, pero no tenía demasiadas oportunidades con nosotros. Seguía entrenando con el primer equipo, cada vez más, pero no le hacíamos jugar. ¿A quién quitábamos? No había llegado su hora.

Gio: Me tocaba marcarlo a menudo porque le poníais por la derecha. Gracias, por cierto; hacía tiempo que te lo quería agradecer [risas]. Y veías que el niño sentía que cada balón era el último, manifestaba una tremenda motivación en cada entrenamiento, en cada arranque. Era como Ronaldinho cuando venía con ganas de entrenar: se les veía felices, sonrientes. Y, claro, no había manera de detenerlos.

Henk: Mataban al que se cruzaba con ellos cuando estaban así. Leo se mostraba con fuerza cada vez que tenía el balón. Hay muchos jugadores a los que debes empujar para hacer un poco más. A él, hay que ponerle una cuerda alrededor del cuello y retenerlo.

Gio: Los recuerdo como buenos entrenamientos, porque teníamos que detener a dos grandísimos jugadores. A veces calentábamos en el vestuario antes de salir al campo y yo, con ver a Ronnie o a Deco o a Leo hacer maravillas con un balón, me sentía listo para entrenar. ¡Qué placer! Por cierto, ¿tenías que darle muchas indicaciones a Leo? No recuerdo que estuvierais muy encima.

Henk: No muchas, la verdad. Estas personas son talentosas y muy inteligentes, algo que suele ir de la mano. Sólo con una palabra era suficiente para que entendiera aquello que le pedíamos. La mayor parte de lo que hacía sobre el césped lo llevaba dentro. Lo que intentamos fue enseñarle a ser profesional. Cómo cuidarse, cómo entrenar… A veces se juegan tres partidos a la semana y, si se entrena como lo hacía él, no se pueden jugar tres partidos semanales, ni dos. Debía saber equilibrar su entusiasmo y su capacidad física. Cuando empezó a jugar, su nivel de rendimiento subía y bajaba, pero eso no nos importaba, porque se podía ver que este chico tenía cualidades extraordinarias. Es lógico que un jugador de diecisiete años no sea constante.

Gio: Me encantaba que el día previo a los partidos hubiera un buen entrenamiento, era buena señal. Empezábamos con un rondo, luego venía el ejercicio particular dependiendo del rival y, al final, esos once contra once en campo pequeño. Y Leo jugaba como si le fuera la vida. Era imposible no darle la oportunidad tarde o temprano.

Henk: A veces le decía a Frank: «Pero ¿tú has visto eso?». Se colaba entre dos o tres cuando no había huecos. Y chutaba con una fuerza… En un jugador normal se puede ver su intención, el avance de la pierna, el momento de girarla hacia atrás y el tiro, todo en una décima de segundo, pero suficiente para que un defensor pueda bloquearlo. Con él, la pierna no parecía moverse y, sin embargo, el balón salía de su pie con muchísima energía.

Gio: Parece que piense antes que nosotros. O que vea un patrón delante de sus ojos que le permita entender la jugada y el movimiento que toca hacer. Casi como una cosa de ciencia ficción. Yo sólo veo una pelota y muchas piernas. Él, la solución.

* * *

En las categorías inferiores, a menudo pedían a Leo que se colocara por la derecha. Es un recurso común: jugar a pierna cambiada, para poder recortar y chutar; es más difícil de defender para el lateral rival cuando quien ataca usa la misma pierna. Pero no aceptaba con gusto jugar en banda; en esa posición debía esperar a que le llegara la pelota, no participaba tanto como quería. Poco a poco se fue saliendo con la suya y apareciendo por la zona de la mediapunta, detrás del delantero: ahí mejoraba sus prestaciones.

En todo caso, sabía que, al subir al primer equipo, debía aceptar las condiciones que le propusieran: no podía ser enganche porque el peso del ataque debía recaer en Ronaldinho, siempre atacando desde la izquierda. Tampoco se había ganado un puesto en la jerarquía como para pedir nada: la cosa, en ese momento, consistía en llegar y mantenerse con los grandes. Pero once meses después de su estreno en Oporto y de docenas de entrenamientos con Frank Rijkaard y Henk ten Cate, Leo creía estar preparado para dar el salto.

Tras seis jornadas invicto, el Barça era líder con dieciséis puntos, gracias a una defensa sólida, los goles de Eto’o y la magia de Ronaldinho. El siguiente partido era el derbi de la ciudad en el estadio del Espanyol, Montjuïc, un 16 de octubre. Leo sustituyó a Deco ocho minutos antes del final, con el partido todavía por definir, con un 0-1 tenso pese al claro dominio blaugrana; no era, pues, un gesto postizo. «Ve a la banda derecha y busca el desborde, niño —le dijo Ten Cate—. Aprovecha tu velocidad entre el lateral y el central». No le dio tiempo a mucho. El Barcelona venció por la mínima.

Quedó para la memoria que, a los diecisiete años y cuatro meses, se había convertido en el jugador más joven en la historia del primer equipo en estrenarse en un torneo oficial.

Su padre lo llevó de vuelta a casa, a su piso de Carles III, donde seguía viviendo, a tres calles del Camp Nou. «Es lindo porque me levanto diez minutos antes y llego al toque, todo rápido», contó entonces. Como acierta a decir el periodista Roberto Martínez, «se crió a tres calles del griterío, ¿cómo va a tener miedo escénico? Juega en el Camp Nou como si fuera el patio de su casa… sólo que con cien mil personas».

Aquella noche Leo no habló del debut, sino del partido, de nada en especial realmente. No hubo ningún tipo de celebración: esto no había hecho más que comenzar. No había llegado a ningún lado, sino que estaba iniciando el camino. En su habitación, sin embargo, el silencio era ensordecedor, la memoria de un Montjuïc aplaudiendo su salida se le quedó grabada.

Tras jugar veinte minutos en el siguiente encuentro, contra el Osasuna, pasó en el banquillo la totalidad de los siguientes siete partidos, incluida una espectacular victoria contra el Real Madrid por 3-0.

Sentado detrás de Rijkaard, Leo contemplaba cómo Ronaldinho saludaba desde la cima con su gesto surfero.

* * *

«Rijkaard, la manera de llevarme paso a paso, sin apresurarse… yo a veces no entendía por qué no iba convocado o por qué no jugaba. Ahora lo miro fríamente y pienso que me llevó muy bien, sin prisa. Le estoy muy agradecido, porque sabía qué era lo mejor para mí en cada moment».

(LEO MESSI a Barça TV, en 2013)

«Que Leo haya tenido a Rijkaard como entrenador del primer equipo del Barcelona creo que ha sido una gran bendición —explica Sylvinho—. Frank siempre fue un tipo con un corazón enorme, un señor, un caballero, un gentleman, siempre se preocupó por todos». Es difícil encontrar a alguien que, en el plano personal, hable mal del preparador holandés.

Rijkaard es de los que cree que un entrenador sólo ejerce como tal un veinte por ciento del tiempo. El resto lo pasa haciendo lo que toque en cada momento, pero sin apenas parecerlo: a veces de hermano mayor, otras, de padre, o de colega. La vara se la dejaba a Ten Cate. Frank aplicaba su sensibilidad a los doscientos asuntos con los que debe tratar diariamente un entrenador. «Lo veo triste a éste, vamos a ver qué le pasa», podía encargarle a Henk.

Los futbolistas son muy crueles y buscan constantemente la debilidad del que los entrena, pero se dejan manejar con más facilidad cuando éste es capaz de tocar el balón con la misma calidad que ellos y cuando saben que ha pasado por las mismas dudas, envidias y alegrías que ellos: a Rijkaard le ayudaba haber sido monaguillo antes que fraile.

Ese paternalismo lo aplicó muy pronto con Leo. Con un abrazo, un interés por su vida fuera del campo, una broma justo antes de salir del entrenamiento, el técnico fue llegando al argentino. Leo se sentía muy a gusto con Frank. «Rijkaard me largó a jugar y no le importaba nada lo que se dijera», recordó Messi años después. «El club también: “Jugá”. Eso da mucha tranquilidad y ayuda un montón». El entrenador hablaba más con otros, especialmente con Ronaldinho, pero a Leo, tan reservado como siempre, le quiso tener cerca desde bien pronto.

La conexión —y la comprensión del momento por el que estaba pasando Leo— no era fortuita. Frank nació en Ámsterdam, pero era hijo de emigrantes (su padre es de Surinam); él también fue el jugador bueno en el barrio, en el colegio, en las inferiores del Ajax. Entendía a los «diferentes», como Ronaldinho, porque él también lo había sido. Y sabía que el fútbol es de los futbolistas: les recordaba constantemente, en cada gesto, en cada charla, que estaba ahí solamente para ayudarlos. Con ese truco pequeño y honrado, Frank conseguía que hicieran lo que él quería de ellos.

Ronnie, Eto’o y Sylvinho llevaban la voz cantante en las habituales reuniones con el equipo y Leo solía callar. Sólo hablaba si le preguntaban. Y respondía con monosílabos. El Leo que tuvo Rijkaard en los primeros años estaba para cumplir calladamente, y el holandés usaba la empatía que sentían para que el argentino aceptara su progresivo ingreso en la élite.

Desde su debut oficial ante el Espanyol, y tras su período en el banquillo, llegó a jugar cinco partidos más de la competición doméstica con el primer equipo, además de uno de Copa y uno de Champions, pero escasos minutos. En ese período también participó en nueve encuentros con el Barcelona B.

Cuando Rijkaard lo convocaba para un partido en casa, Leo sabía la rutina: debía presentarse a las once en el Camp Nou y hacer un poco de gimnasio, o tenía la opción de hacerse un masaje. Si había tiempo, Leo solía jugar a fútbol-tenis dentro del vestuario.

Todo empezó con Sylvinho y, especialmente, con Ronaldinho, quien a menudo se aplicaba más en ese juego que en el entrenamiento. Los brasileños aprovecharon un espacio amplio rectangular con tres paredes situado en la dependencia de los jugadores, entre la zona de gimnasio y donde se cambiaban. Colocaron una cinta adhesiva en el suelo y, a falta de red, utilizaron una venda. Se jugaba uno contra uno, a un solo bote, tres toques máximos por equipo antes de dirigir el balón al otro campo, y el primero que llegaba a once ganaba. Sylvinho se sentía suficientemente capacitado como para retar a Ronnie; de hecho, había mañanas que parecía mejor que el 10, le ganaba a menudo. A todos, en realidad. Sylvinho era el rey del fútbol-tenis. Hasta que llegó Leo.

Messi se tomó el fútbol-tenis como otro reto. Era un juego, pero se ganaba algo más que una pequeña victoria sin crónica deportiva: había prestigio y hasta jerarquía en juego.

Al principio Messi esperaba su turno para participar, pero muy pronto era él quien exigía rivales: era el mejor. Y el más constante, siempre estaba dispuesto a hacer un partido de fútbol-tenis, o un torneo.

«Jugábamos antes de los partidos o, sobre todo, después de los entrenamientos —recuerda Fernando Navarro—. Al final pusieron paredes de cristal, como si fuera una jaula, y una red de verdad, bien alta; era una cosa muy explosiva y muy intensa. Pero también era bueno, porque mejorabas técnicamente. Messi era el mejor, el tío te la ponía en la columna; había una columna y siempre la ponía allí. Donde no se podía llegar». Gio intentaba retar a Leo: «Nos podíamos pasar la tarde jugando, hasta las seis incluso. Pero era injusto si te tocaba enfrentarte a Messi. Era un animal».

Aunque era un espacio para los futbolistas, un entretenimiento alejado de las obligaciones diarias, los preparadores mantenían un ojo en los partidos de fútbol-tenis: demostraban la competitividad del futbolista, su carácter. Si el jugador siempre participaba al mismo nivel, confirmaba su ambición. Se podía comprobar la habilidad técnica del participante y, al elevar las pulsaciones, su estado mental: si estaba activado, distante, enfadado…

Tras el entretenimiento, en días de partido, el equipo se desplazaba al cercano hotel Princesa Sofía a comer y descansar.

La mañana del encuentro ante el Albacete, en la jornada 34 de Liga de aquella temporada 2004-2005, Messi fue andando desde su piso de Carles III al Camp Nou.

Era mayo y quedaban cuatro partidos de Liga y, aunque el rival era el colista, Rijkaard quería orden y atención. El Madrid, con un Casillas salvador y con el brasileño Ronaldo como su gran goleador, llevaba seis victorias consecutivas y se acercaba a lo más alto de la clasificación, donde el Barcelona había permanecido la mayor parte de la temporada.

El partido fue más complicado de lo esperado: el Albacete se resistía y el Barça, con Xavi sancionado, no acababa de encontrar el ritmo. Iniesta había entrado en su lugar, pero no consiguió darle al equipo la fluidez necesaria para batir a una defensa muy retrasada. Un par de diagonales de Giuly, un remate erróneo de Eto’o y el excesivo barroquismo de Ronaldinho, empeñado en jugar por el centro, definían un Barcelona en tensión. El camerunés, con una hora jugada del encuentro, lanzó un disparo desde la frontal del área al que el portero Raúl Valbuena, acertado toda la noche, no pudo llegar.

A falta de siete minutos para el final y con un estrecho 1-0, Ten Cate le pidió a Leo que calentara. Eto’o miró al banquillo e hizo un gesto indicando que él no estaba para salir. Pero fue el escogido. Messi se acercó a Rijkaard y éste le habló como si el argentino hubiera participado en cien encuentros, sin apenas mirarle a los ojos, pendiente del partido. «Juega como sabes. Colócate a la derecha». Leo siguió erguido, escuchándolo por si había alguna otra instrucción. Pero no la hubo.

En el minuto 42, Eto’o salió del campo enfadado, saludó a Leo sin mirarlo y se dirigió al túnel escuchando la bronca de Ten Cate, quien le recriminaba su comportamiento. Entró en el vestuario dando patadas. A nadie le gusta que lo sustituyan, y menos por un chavalín. Rijkaard declaró luego que no había visto su enfado: «Hemos creído oportuno que entrara un joven como Messi».

El partido debía ganarse. El 1-0 exigía concentración, quedaban tres minutos para el final, más el tiempo añadido. Ronaldinho se acercó a Leo. «Te voy a dar un pase para que marques, mañana sales tú en las portadas», le dijo. Desde la derecha del ataque, el brasileño encontró a Leo, que recibió solo y, con un toque suave y elevado, superó al portero. Valbuena pidió fuera de juego y el árbitro lo concedió. No lo era. El guardameta lo sabía y pasó su mano por la melena de Leo, disculpándose.

«Te la voy a dar otra vez», le insistió Ronnie.

Cuando se cumplía el tiempo reglamentario, Ronnie, en la posición de mediapunta, utilizó el empeine para colocar un balón a la espalda de los centrales del equipo manchego. Messi dejó botar el balón una vez y, de nuevo con delicadeza, superó por alto a Valbuena. Su primer gol con el primer equipo del F.C. Barcelona.

Y, de repente, tuvo lugar algo extraordinario.

Leo salió corriendo con los brazos estirados y aleteando sus manos. Se detuvo y se volvió hacia el campo en busca del abrazo colectivo. Ronnie se le acercó, se dobló delante de él y Leo saltó a su espalda. El brasileño llevó al niño a lomos. El nene había marcado. La Liga estaba a un paso.

El grupo celebró el gol y la victoria en el césped. También lo hizo la afición. Dentro del vestuario se desató la euforia: una victoria en el siguiente partido acompañada por una derrota del Madrid les daría el título de Liga, que no regresaba al Camp Nou desde hacía cinco temporadas. Todo el mundo quiso tocar al goleador. «Felicidades, chaval», le dijeron, y «cuidado con éste, Ronnie. Te va a mover la silla. Que ahora ya marca y todo».

Leo salió a la zona mixta: «Todos en el vestuario me tratan muy bien, pero con Ronnie tenemos una relación especial, de ahí la celebración. Este gol se lo dedico a toda mi familia. A mi madre, que en estos momentos está viajando, y a un sobrinito que está en camino». La mujer de Rodrigo estaba embarazada y esperaba dar a luz en breve.

A su padre Jorge se le pone la piel de gallina recordando aquel día, como hizo en el programa «Informe Robinson»: «Ves a la gente coreando el nombre de Messi, Messi, Messi…, es lo máximo que le puede pasar a cualquier ser humano». Su hijo se había convertido en el jugador más joven de la historia blaugrana en marcar profesionalmente. «Me alegro mucho por él —dijo Rijkaard en rueda de prensa—. Con este gol ha demostrado su talento. Ya un momento antes ha tenido una ocasión similar».

Al portero Valbuena le vacilaron sus compañeros: «Le metes las manos a Ronaldinho y te la tragas con el pequeñín». Se guardó el balón de aquel partido. Presentía algo. Hoy dice que ni lo subastará ni lo venderá. La pelota del primer tanto con el primer equipo del F.C. Barcelona del mejor jugador del mundo está en casa de Raúl Valbuena.

Los Messi regresaron a casa. Hubo alguna risa al recordar que en tres minutos había marcado dos goles y que ambos fueron en jugadas prácticamente calcadas. Cena y a dormir.

Había que seguir caminando.

Al día siguiente, Leo recibió una llamada mientras comía en casa con su familia. Era Diego Armando Maradona. La primera conversación que mantuvieron el diez eterno y el futuro diez que no era diez todavía.

Le felicitó por su gol.

* * *

«Siempre lo he dicho, desde el primer momento en que entré en el vestuario, Ronaldinho y el resto de brasileños —Deco, Sylvinho y Motta— me acogieron y me facilitaron las cosas. Pero sobre todo él [Ronaldinho], porque era el referente del equipo. Aprendí mucho a su lado. Estoy muy agradecido por cómo me trató desde el primer momento, fue una ayuda muy grande para mí, porque nunca había entrado en un vestuario así, y más con la manera de ser mía, y bueno, él me hizo todo más fácil.

»Ronaldinho fue el culpable del cambio del Barça. La época era mala y el cambio experimentado con su llegada fue terrible. En el primer año no ganó nada, pero la gente se enamoró de él. Después llegaron los títulos e hizo felices a todas aquellas personas. Creo que el Barça le debe estar siempre agradecido, por todo lo que hiz».

(LEO MESSI en una entrevista concedida a Barça TV, coincidiendo con el décimo aniversario de la presentación de Ronaldinho como jugador del F.C. Barcelona)

«¡Qué hacés, boludo!», le dijo Ronnie a Leo la primera vez que se cruzaron en el parking del club. El brasileño ya había oído hablar de la Pulga. Unos días después, tras su primer entrenamiento con los grandes, Ronaldinho llamó a su amiga, la periodista Cristina Cubero: «Acaba de entrenar con nosotros uno que va a ser mejor que yo», le contó. «Eres un exagerado», le contestó Cristina.

«¡El primer entrenamiento! Me acuerdo perfectamente —cuenta la prestigiosa periodista—. Me llamó sólo para eso. Muchas veces, con el paso del tiempo, me comentaba: “Es que no sabes lo que hace en los entrenamientos, es que es buenísimo”. Y eso me lo decían Ronaldinho, campeón del mundo, y Deco, que son gente muy competitiva».

No fue Sylvinho, como recordaba Ten Cate, sino Deco quien, en uno de los primeros viajes de Messi con el primer equipo, le dijo: «¡Eh, tú! Ven para acá. Eres el único argentino que se va a sentar en nuestra mesa». A Leo, el extranjero, le hicieron espacio en la mesa de los extranjeros. Messi, conocedor de los códigos de grupo, era consciente del privilegio: Ronaldinho era el líder del nuevo Barcelona, de la selección brasileña, el mejor del mundo, lo decía la FIFA y cualquiera que supiera de esto. Y se iba a sentar en la mesa con él. Y una vez se escoge una mesa, ya no se cambia: así va en el fútbol.

«Leo estaba acostumbrado a estar en La Masía con los catalanes, pero Leo es argentino y se sentía a gusto con nosotros, latinoamericanos: Márquez, Ronnie, Deco, Edmilson, yo… —explica Sylvinho—. Creo que él estaba más cómodo sentado ahí, en una mesa en la que no necesitaba hablar ni nada, como diciendo “aquí me quedo más callado y no hace falta que diga nada a nadie”. Lo captaba todo muy rápido, se divertía».

Aceptado como uno más, Leo, Ronnie y Deco disfrutaban retándose, antes de las sesiones de entrenamiento, a mantener en el aire una pequeña pelota del tamaño de las de tenis. Con una vuelta de tuerca: si Ronnie, por casualidad, le daba al balón de una manera nueva, miraba a Leo con una sonrisa. «Ponía una cara como diciendo: “¿Has visto esto? Tengo un nuevo reto” —recordó años después Messi—. Se ponía a practicar y un par de días más tarde hacía ese toque de nuevo cientos de veces, lo había dominado a la perfección. Yo no soy así, no practico nada. Me da vergüenza si intento cosas nuevas y no me salen».

Conociendo todo esto, se explica mejor el gesto de Ronaldinho, su guardián, su amigo, al subirlo a su lomo tras el gol ante el Albacete. «Cuando llegó a aquel Barcelona, tuvo la ventaja de tener un árbol que lo cobijaba, que le hacía sombra, que era Ronaldinho en su mejor momento —explica el ex directivo Joan Lacueva—. Y ahí creció como una seta, a la sombra de ese árbol. Creció y se endureció. Mientras la gente prestaba más atención a las cosas del gran Ronaldinho, Messi se fue haciendo jugador del primer equipo».

Ronaldinho le enseñó la realidad del fútbol competitivo, la vida en la élite, mecanismos para aplicar en el terreno de juego. En las derrotas, Ronnie salía en rueda de prensa, no quería que nadie desviara la atención hacia el joven argentino. Y si alguien se excedía con él con un fútbol agresivo, ahí estaban el brasileño o Deco para cuidarlo. «Ronaldinho hablaba mucho de fútbol con él —cuenta Cubero—. Le decía cosas como “escóndete en la banda y sal cuando yo te diga”. Le enseñó a seguir la NBA, de la cual es un obseso, y a aprender de ella para aplicar cosas al fútbol. Esas asistencias de Ronnie tienen un punto de NBA. Le enseñó a entender los bloqueos, a leer los partidos. Le educó mucho más en fútbol de lo que la gente sabe».

«Es evidente que Ronaldinho hizo un montón de cosas buenas y también hizo algunas cosas malas —comenta Henk ten Cate—. Pero, si las pones en una balanza, creo que para Leo fue la combinación correcta. Messi aprendió de lo bueno y de lo malo. Fue un buen ejemplo de qué hacer y qué no hacer».

En el fútbol se advierte: «Cuidado con los padrinos». Hay que ir con tiento con el «ya cuido yo del chaval», porque es otra manera de ponerle límites. Sobre el césped hay únicamente un balón y acostumbra a tener un solo dueño. Cuando los compañeros levantan la cabeza, buscan a un futbolista, a una referencia, no a dos. Si hay que escoger es cuando se inicia el conflicto. Por aquel entonces se miraba únicamente a Ronnie, incluso Leo, que no es mitómano pero lo tenía como referencia deportiva. Y eso es, en realidad, otra pequeña castración: contra el ídolo no se suele rebelar nadie.

El gran jugador identifica inmediatamente quién le va a sacar de su sitio y tiene dos posibles reacciones: o mata al que sube (se dice que Juan Román Riquelme representa a este tipo) o lo cuida, como hizo Ronaldinho. Pero con una condición tácita: no me muevas la silla, recuerda que me debes lo que estoy haciendo por ti. La protección de este «padre perverso» iba a permitir que Leo empezara a destacar, pero también servía para controlarlo.

Y para descubrirle lo que había fuera del terreno de juego. Ronnie, Motta y Deco lideraban las risas de ese grupo de futbolistas de excepcional talento. Una vez al mes, la plantilla salía a cenar y, durante esas veladas, a Leo no se lo oía «ni cuando hablaba», cuenta Gio. Pero el Leo de diecisiete años quedó hipnotizado por las ventajas de ser conocido, de ser estrella. Ronaldinho vivía la vida al máximo y se la enseñó a vivir a un adolescente que hasta entonces la pasaba entre un campo de fútbol y su casa.

Ronaldinho disfrutaba estando en la cresta de la ola, fuera y dentro del campo; era fácil caer en su hechizo. Pero empezaban a aparecer las primeras pistas de que el brasileño conducía por una vía rápida, estrecha y al borde del precipicio. En las semanales comisiones delegadas del club, donde estaban presentes los principales directivos, apenas se mencionaba a Messi. Era Ronnie quien ocupaba casi todo el tiempo.

* * *

El Barcelona ganó la Liga por primera vez en cinco años, y Leo, que sólo participó 77 minutos con el primer equipo, incluido su debut en la Liga de Campeones ante el Shakhtar Donetsk, lo celebró al lado de Thiago Motta en el autobús que viajó por la ciudad. Era el peque, saltaba con los brasileños que le habían empezado a llamar irmao, aunque más que un hermano parecía la mascota del grupo. Celebraba todo y por todo. Todo es todo: lo que pasó hasta entonces, lo conseguido.

En el estadio le dijeron que Rodrigo y su mujer Florencia habían tenido que abandonar las gradas del Camp Nou, que su cuñada había sentido dolores. Leo dejó las celebraciones; su hermano iba a regalarle un sobrinito. Ese día nació Agustín.

Y luego se fue a Rosario a descansar.

Con la calma de los primeros días de vacaciones, Rijkaard insistía en que sí, que Leo era especial, competitivo, pero que debía madurar, que no estaba hecho todavía. Messi, por su parte, entendía que había llegado finalmente al nivel que le pertenecía y que no se les ocurriera bajarlo. No sabía de edades. Tenía diecisiete años, pero ya tenía claro que podía aportar cosas, que su lugar estaba con Ronnie, con Deco, con Gio. En esa campaña, Leo había jugado diecisiete partidos con el Barcelona B, que quedó finalmente en séptima posición, cuatro puntos por debajo de los equipos que promocionaron para la Segunda A. Fueron sus últimos partidos con el segundo equipo.

Tras reposar, y con la alegría del debut, del primer tanto, del título de Liga, del sobrino, Leo Messi se fue a Holanda a ganar el Mundial Sub-20.

Se trajo el título. Y le nombraron mejor jugador del torneo.

* * *

Y de repente el mundo se aceleró.

Aquellos meses de verano de 2005 fueron, posiblemente, los más movidos de su carrera. Además de su primer impacto internacional, Leo Messi pudo celebrar un nuevo contrato con el Barcelona, el tercero, firmado en Holanda el día de su cumpleaños.

El primero había sido aquel que oficializaba el famoso acuerdo de la servilleta, con la consiguiente revisión a la llegada del nuevo director general, Xavier Pérez Farguell. El segundo se acordó el 4 de febrero de 2004: contenía una cláusula de rescisión de 30 millones de euros si estaba inscrito en el Barcelona C; de 80 millones, si pasaba al B, y de 150, si tenía ficha del primer equipo. Era, pese a ser juvenil, un contrato de jugador del Barcelona B con vigencia hasta 2012: el primer año cobraba 50 000 euros, más 1600 por partido, y el último, 450 000 euros y 9000 por partido. Contenía una de esas cláusulas habituales poco conocidas por el público: el primer año percibiría 5500 euros como compensación si se le hacía jugar fuera de su posición, una cifra que se iría incrementando hasta llegar a los 50 000 en su última temporada. El Barcelona pagaba cuatro billetes de avión entre Argentina y Barcelona, una ayuda para vivienda de 9000 euros por temporada y le perdonaba los 120 000 euros que, según constaba en el primer contrato, le había prestado el club, una cifra que compensaba algunas de las dificultades con las que se habían encontrado los Messi en sus primeros años.

Leo era, básicamente y como se suele decir en el mundo futbolístico, un «mendigo» en estas negociaciones: aceptó básicamente lo que propuso el Barcelona de Joan Gaspart.

La nueva gerencia de Joan Laporta, consciente tanto de las dificultades por las que había pasado Leo como de su valor, se puso del lado del futbolista. Pero, como en el inicio de toda relación, hubo que poner las primeras piedras a base de conversaciones y confianza. «Intentamos ejercer de interlocutores con varios grupos que se atribuían cierta representatividad de Leo, algunos por haber encarrilado de alguna manera su carrera deportiva cuando tenía doce años —recuerda el ex presidente Laporta—. Además, surgieron problemas burocráticos y tuvimos la oportunidad de gestionar bien esa situación y conseguir que se solventase uno de los temores del padre: que su ficha no fuera tramitada. Todo eso permitió que confiase en nosotros. Defendíamos los intereses del jugador, que en este caso coincidían con la defensa de los intereses del Barça. Así fueron nuestros inicios con Leo, pronto le dimos carácter de tema importante».

En consecuencia, el Barcelona quiso reflejar el peso del futbolista en sus nuevos acuerdos económicos. «Desde el punto de vista de la gestión del jugador, decidimos una actuación proactiva del contrato —explica el entonces vicepresidente deportivo, Ferran Soriano—. Pensamos: cada año nos sentaremos y le pagaremos más. A su padre no le explicamos que le íbamos a subir el sueldo anualmente, pero tanto Jorge como Leo eran conscientes de que cada temporada nos sentaríamos a hablar de todo eso. No queríamos olvidar el valor del futbolista, que se lo fue ganando en el campo, ni tampoco deseábamos que él nos viniera a pedir nada. La gestión era paralela: desde el club le fuimos subiendo escalones, poniéndole retos cada vez más complicados, y a la vez le enviábamos un mensaje claro: “No sufras por el dinero, siempre estarás bien reconocido”».

El tercer contrato se aprobó en Utrecht. El director deportivo Txiki Begiristain viajó a Holanda y se juntó con Leo y su padre antes de la semifinal del Mundial Sub-20 contra Brasil. Messi había cumplido la mayoría de edad y se podía sustituir el contrato laboral firmado por su padre por uno profesional con la rúbrica del futbolista. Pero fue diseñado con cierta prisa. Le hacía jugador del Barcelona hasta 2010, dos años menos que el anterior pero con una mayor retribución económica, como jugador del primer equipo, de donde ya no lo iban a mover (90 000 euros anuales en 2004, 110 000 en 2005 y 450 000 en el último año; si jugaba 25 partidos, cobraría un millón más, y otro si llegaba a 45, además de un premio de 225 000 euros a cobrar en octubre de 2005). La cláusula continuó siendo de 150 millones.

«Nosotros confiamos muchísimo en el jugador; estamos convencidos de que su participación en el primer equipo será muy importante a partir de ahora», declaró entonces Txiki Begiristain, quien creía que Leo podría «cambiar el ritmo y la dinámica de muchos partidos».

Ese contrato iba a perder su validez antes de ejecutarse, y tres meses después Leo firmaría uno nuevo. A esa velocidad se movía el efecto Messi.

* * *

Sylvinho aceptó con naturalidad convertirse en el Grighini, el Ustari o el Víctor Vázquez de Leo en el primer equipo: el confidente, el gran amigo, el guía, el protector. «Hablamos un montón de fútbol, pero Leo no es de contar mucho, es más de escuchar. Y a mí siempre me gustó mucho hablar, de la vida, de lo que nos pasaba, de todo —dice el defensor brasileño, hoy retirado—. Leo no es de conversar mucho ni de contar chistes, pero es rápido, todas las bromas las pilla con mucha rapidez. No es un Sylvinho, como dice él… Siempre me decía: “Bueno, Sylvi, sal tú y habla con la prensa todo lo que tengas que hablar y ya después voy yo, cuando ya no haga falta decir nada más” [risas].»

«Messi sabía que Sylvinho lo quería mucho, que estaba a gusto cuidando de él, era una figura paternal», añade Gudjohnsen. Si Ronaldinho era el angelito travieso en la conciencia de Leo, Sylvi, profundamente creyente, era el bueno. «Sylvinho es un buen hombre, no tiene dobleces. Se ríe como todos y hace bromas, pero es muy religioso, muy de la familia, casero, y tiene muy claro hacia dónde se dirige».

«Leo a los diecisiete años ya sabía lo que quería, tenía una opinión formada de muchas cosas —insiste Sylvinho—. Te acercabas a darle un consejo, a explicarle algo que había sucedido, y te decía que ya estaba al corriente, que ya sabía lo que pasaba. Cómo era el Barça, cómo era el fútbol, cómo era la prensa…». La relación se estrechó en la gira que el Barcelona realizó aquel verano de 2005 por Corea, China y Japón.

Leo participó en aquel viaje de carácter comercial como campeón del mundo, con su primer contrato profesional y con poco descanso. Era la primera temporada que contaba a todos los efectos como miembro del primer equipo y, con la seguridad que da la pertenencia, se puso a seguir a gusto y por todos lados al grupo de brasileños. «No hablaba absolutamente nada de inglés, así que venía con nosotros —comenta Sylvinho, que pasó dos años en el Arsenal y uno en el Manchester City—. Yo sabía suficiente para hacer un cambio de monedas, de dinero, o cosas así, y le hacía las gestiones. Un día le subí el dinero a la habitación, nos quedábamos uno en cada una. Y por el pasillo empecé a oír: “Andate, andate, va, no, no, no…, andate, andate”. Era Leo, nervioso. Y pensé: ¿pero qué pasa aquí? Entré y vi que había un chino que estaba limpiando la habitación y que no entendía qué le pasaba al niño, alterado. Y Leo con un muy argentino “andate, andate”. ¿Cómo le iba a entender el chino? Yo me moría de la risa».

Aquel verano Leo tuvo también una madre. «Cuando fuimos a China yo estaba embarazada y tenía el instinto maternal hiperdesarrollado —recuerda la periodista Cristina Cubero—. En los viajes, Leo pasaba ratos a mi lado y luego Rijkaard me preguntaba: “¿De qué habla contigo?”. “Pues de su casa, de Rosario, del río Turbio, de sus amigos…”. Charlábamos de cosas normales, aún era un niño. Y Rijkaard me dijo: “Es que, con nosotros, no habla”. Tenía problemas para expresarse. Un día le pregunté: “¿Por qué no hablas más?”. Y me dijo: “Porque prefiero escuchar; si no tengo nada que decir, ¿para qué hablar?”. En esa gira descubrí una cosa: cuando coge confianza, te mira a los ojos».

La señal categórica de que se ha entrado en su pequeño mundo.

* * *

«Me conformo con jugar un segundo», había dicho la Pulga la víspera de su debut con la selección absoluta. José Pékerman quiso premiar a Leo su espectacular aportación a la selección Sub-20 de dos meses antes con la convocatoria para un amistoso que Argentina jugó contra Hungría en el estadio Ferenc Puskás, en Budapest.

Habían pasado once minutos de la segunda mitad cuando el seleccionador le pidió al preparador físico Eduardo Urtasún que le indicara a Leo sus obligaciones tácticas. Urtasún le pidió que calentara, le comentó un par de cosas al oído y le dio un beso. En el minuto 64, Pékerman lo llamó. Gabriel Milito se le acercó para animarlo. Entró con el 18 a la espalda, su edad, por Lisandro López; el primer cambio argentino.

Su primera posesión, tras un pase de Scaloni, le dio una velocidad más al encuentro. Con el segundo balón que tocó, inició una carrera por el eje del campo. Llevaba 92 segundos en el campo. El defensor húngaro Vilmos Vanczák intentó detenerlo con una fuerte entrada a la altura del tobillo y le cogió de la camiseta, forcejearon… y ahí Messi reaccionó soltando el brazo, intentando que el rival lo liberara, pero golpeándolo a la altura de la garganta. Vanczák cayó al suelo, las manos cubriendo su rostro.

«Leo Messi tardará en olvidar la cara de Markus Merk, árbitro alemán del Hungría-Argentina que significaba su debut con la selección absoluta», escribe Cristina Cubero en Mundo Deportivo, testigo presencial aquel 17 de agosto de 2005.

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