Messi

Messi


SEGUNDA PARTE EN BARCELONA » 5 FRANK RIJKAARD, LA CAÍDA

Página 34 de 58

A Joan Laporta le llegaban informes médicos que descartaban que la causa fuera el tratamiento hormonal. Así lo explica el ex jefe de los servicios médicos del club, Josep Borrell: «Cuando llegó al Barcelona lo llevamos a la consulta particular de un endocrino y juntos decidimos retirarle de forma paulatina y decreciente el tratamiento hormonal.

Sus lesiones musculares no tenían que ver con aquello. La morfología muscular de Messi es la que es: músculo corto, y en función de eso hay que trabajar con él cada día, de forma muy concienzuda, para evitar que recaiga».

Rijkaard recibió muchas críticas cuando lo hizo descansar en el encuentro anterior ante el Atlético de Madrid en el Calderón y Puyol reaccionó tras la nueva rotura de la Pulga acusando a la prensa. «Vosotros presionasteis para que jugase Messi y ahora se ha lesionado, pero lo que hay que hacer es respetar más las decisiones del entrenador y de los médicos», declaró en rueda de prensa.

El vestuario, con un grupo importante cada vez menos disciplinado y escaso de compromiso, intentaba cerrar filas, pero un jugador no se lesiona por lo que se escriba en los diarios.

Leo había pasado muchas temporadas en las categorías inferiores sin lesiones. Sus desgarros eran una reacción nueva de su cuerpo y un buen reflejo de cómo se trabajaba o de cómo Leo leía su cuerpo. El principal factor de riesgo en estas lesiones eran las recaídas y Messi a menudo precipitaba su regreso. Horacio D’Agostino, jefe médico de la Asociación Argentina de Fútbol, añadía un factor que se prefería ignorar: «Ante la pregunta de por qué son tan recurrentes las lesiones de Messi, eso tiene una difícil explicación, pero para mí la clave está en la exigencia que se impone. Se exige más de lo que da físicamente, corre más de lo que puede aguantar su cuerpo. Es como un ansia por marcar goles. Pero, a un chico de esta edad, ¿cómo se lo vas a hacer entender?».

Jordi Desola, especialista en medicina interna y del deporte, realizó por aquellas fechas una interesante analogía en la emisora de radio catalana RAC1: «Messi es un atleta que está a un nivel altísimo y que mantiene una presión muy alta sobre su cuerpo. Cualquier persona que pusiera su coche a 180, aunque lo hiciera en primera marcha, vería cómo su motor sufriría pero no se rompería y podría utilizarlo al día siguiente. Si se hiciera algo parecido con un motor sofisticadísimo, como el de un Fórmula Uno, se rompería. Messi es parecido a un Fórmula Uno y, aunque tenga un organismo extraordinario, lo lleva más allá de sus límites. Podría afectar una mala alimentación o unos malos hábitos a sus dolencias, pero eso es difícil de determinar. Los músculos que realizan unas tareas tan descomunales son muy vulnerables».

El Barcelona creó un comité integrado por Txiki Begiristain y los vicepresidentes Marc Ingla y Ferran Soriano para intentar buscar una solución. A Leo le dijeron que su masa muscular estaba formada por fibras explosivas similares a las de un sprinter: le daban velocidad, pero corría siempre el riesgo de romperse. Debía cuidarse, y mucho, para que no se convirtiera en un problema crónico.

Habla Marc Ingla: «El problema es que no conseguimos que se estabilizara, tenía siempre esa lesión recurrente en el músculo, así que enfocamos el asunto de una manera integral para hacerle un seguimiento, individualizamos una rutina de estiramientos y le pedimos que adquiriese más musculatura. Tenía que hacerlo todos los días, con mucha disciplina, de modo que trazamos un plan para obtener el máximo de su rendimiento».

Claramente el club respondía a una preocupación generalizada, pero su respuesta estaba siendo demasiado convencional. Contaba con un nutricionista, que le preparaba un batido de vitaminas después del entrenamiento. Odiaba el batido. Juanjo Brau se convirtió en su fisioterapeuta personal, que también lo acompañaba con la selección. Leo recibía un masaje antes de entrenar y los cuidados continuaban al acabar el entreno y los partidos. Aprendió a rebajar poco a poco sus prestaciones durante las sesiones preparatorias para estar listo en los partidos y evitar nuevas lesiones.

«Llegábamos al campo de entrenamiento y a menudo ya le estaban tratando —recuerda Gudjohnsen—. Me recordaba a Michael Jordan: si tienes a un jugador así, hay que cuidarlo a todas horas porque lo vas a necesitar. Nadie tenía la sensación de que era injusto que se le tratara diferente. Otros futbolistas tenían a sus propios ayudantes».

En todo caso, las lesiones musculares, hay que insistir en esto, no son por casualidad. Leo, a sus veinte años, era un joven que comía con cierto desorden: pizzas y hamburguesas, milanesas, demasiada Coca-Cola, a cualquier hora.

Pero, mientras se jugara bien, todo era válido.

O al menos ésa era una de las enseñanzas que podían desprenderse si se tenía en cuenta el comportamiento díscolo de algunos de los profesionales del primer equipo.

* * *

¿Por qué elegiste Castelldefels para vivir?

Después de haber visitado muchos lugares, elegimos Castelldefels. Nos convenció tanto a mí como a mi familia. Su tranquilidad, la playa, la montaña, todo Castelldefels. Además, está cerca de Barcelona y del Camp Nou, donde voy cada día a entrenar.

¿Qué conoces de Castelldefels y adónde vas a comprar o a comer?

Conozco el campo de fútbol del Castelldefels. Fui el día que jugaron contra el Club Vilanova de 3.ª División, donde tengo un amigo argentino jugando. Fui con Zabaleta, del R.C.D. Espanyol. Cuando salgo a comer, voy al restaurante La Pampa, al Ushuaia o algún otro restaurante. Me encanta la carne. Además, mi familia compra productos argentinos en los comercios del pueblo, aunque me gustaría saber dónde puedo encontrar medias lunas dulces.

(Entrevista a MESSI en La Voz, periódico independiente de Castelldefels, del 28 de mayo de 2008)

Messi, tras el contrato que firmó en 2005, se trasladó a Castelldefels con su padre a una casa de dos plantas, cuatro dormitorios, un jardín y una piscina, justo al lado de la de Ronaldinho: Leo quería estar cerca de él.

Su hermano Rodrigo se quedó en Barcelona con su familia. Jorge iba y venía a Argentina, y la Pulga se quedaba sólo a menudo y Pablo Zabaleta, en el Espanyol, le hacía compañía en aquella residencia que, con un solo habitante, se hacía enorme, y el residente, aún más chiquito de lo que era.

«Venite a jugar a la Play», sugería Messi y podían pasarse, acompañados por algún amigo, tres horas o más compitiendo delante de la pantalla. Leo ganaba de calle. En una ocasión, Pablo llegó a la casa costera y vio que en la entrada había ocho cajas de Xbox que le habían dado en una presentación. «Pillate una», le dijo a Pablo; Leo repartía lo suyo con los que lo acompañaban. Otro día, si la Pulga iba a una presentación de zapatos y le regalaban varias cajas, se le oía ofrecer alguna con un «¿querés?» genuino.

Pablo entró un día por casualidad en la habitación de Leo y la vio llena de cajas de cosas.

«Venite y hacemos un asado», le llamaba a Pablo otro día. Y, ya todos en su casa, descubrían que Leo no sabía dónde tenía los platos, ni las cucharas, ni nada, pero igual salía un asado divertido. O si no les apetecía hacer follón, acudían juntos a un restaurante argentino de la zona, La Pampa, para pasar la tarde.

Si hacía calor disfrutaban el día en la piscina.

«Compartimos mucho», cuenta Pablo Zabaleta hoy, también compañero de viaje en vuelos a Argentina para acudir a convocatorias de la selección, un trayecto que para Leo se hizo común muy pronto y que le permitió alimentar los lazos con su tierra. «Yo siempre viví en Barcelona; y él, a treinta kilómetros. Una vez salimos de un boliche y él se durmió en el auto, mientras lo llevaba. Supuse que iba para su casa. Bárbaro. Cuando llegamos, después de una hora de viaje, me dice que debía ir para la casa de su hermano, que estaba a quince minutos de la mía. Lo quería matar [risas]».

Pablo y Martín Posse, delantero argentino también en el rival ciudadano, iban a ver a Messi al Camp Nou y a menudo acababan cenando juntos. «Le decía que se quedara un poquito tranquilo cuando jugaba con él, que no empezara a correr para todos lados», recuerda Pablo.

Leo también se iba haciendo adulto descubriendo lo que le enseñaba su vecino Ronaldinho. El astro brasileño también había debutado en la Primera División a los diecisiete años y, como dijo Messi en una ocasión, «sabía por lo que estaba pasando yo». Pero sus lecciones fueron de todo tipo, buenas y malas.

Ronnie le estaba enseñando lo que tenía que hacer y lo que no tenía que hacer como profesional. «Fue el mejor entrenador para Messi —expone hoy Ten Cate—. El grupo de Ronaldinho, más que ser un mal grupo, era uno con una filosofía de vida diferente». Pero no le convenía y así se lo advirtió Henk en varias ocasiones. También Sylvinho le recordaba que había cosas más importantes, que se estaba saliendo del camino. Leo escuchaba y ponía cara de chiquillo inocente.

El argentino estaba aparcando por un tiempo la focalización que le condujo a lo más alto: se despistó cuando el brasileño le mostró las muchas otras posibilidades que existen más allá de la disciplina, el esfuerzo y el sacrificio. Leo se juntaba con Deco, Motta y Ronaldinho en Castelldefels o en Barcelona. Y al día siguiente, a entrenar.

Y todos ellos coincidían en el rondo. «Hacíamos rondos de ocho contra dos, diez a un lado y diez a otro», recuerda Ten Cate. En una ocasión Messi estaba en el rondo brasileño, como de costumbre, pero extrañamente contaba con once futbolistas. Había, pues, nueve en el otro. Un miembro del cuerpo técnico le pidió a Leo, por ser el más joven, que se pasara al de nueve. Varias veces. Cuatro, cinco, seis veces. Messi prefería ignorarlo, se sentía parte del grupo en el que estaba. Al final fue Sylvinho quien le pidió que se pasara al otro rondo. «Pues si ya es así tan joven…», fue el análisis que dejó un técnico.

De repente, Leo experimentó vivencias completamente nuevas, como el accidente que sufrió contra una camioneta en Barcelona. Al bajar del coche para hablar con el afectado por el choque, éste —que en un principio estaba indignadísimo— llegó a un arreglo con él al descubrir quién era. También se rumorea que tuvo alguna discusión en una discoteca de la Ciudad Condal.

En medio de esa vorágine vital, Leo hasta se enfrentó con su padre. Por fin la rebeldía. Tenía los bríos de un chico de dieciocho años que comenzaba a conocer la vida, que buscaba nuevas emociones.

«Leo era un adolescente —analiza Joan Laporta— que estaba al lado del mejor jugador del mundo. Imagínate, a ti te suben al primer equipo y el mejor jugador del mundo se da cuenta de que tú, el nuevo, eres el mejor jugador del mundo. Tú, que subes con dieciséis años. Era un adolescente que quedó, naturalmente, deslumbrado por la manera de ser de Ronnie. Yo prefiero quedarme con lo positivo. Ronnie, en lugar de aislarlo, lo acogió. Evidentemente, todos somos humanos y todos nos podemos equivocar, pero la manera de acogerlo creo que fue muy positiva en el terreno deportivo, y además Ronnie lo incorporó a su grupo de amigos. Leo era un chico, con hombres de veintisiete o veintiocho años. Creo que son muy importantes las experiencias en directo, para saber lo que te conviene y lo que no, y Leo aprendió mucho de Ronnie, y lo aprendió seguramente en todos los sentidos».

En eso están de acuerdo todos los que fueron testigos de aquella estrecha relación, aunque el brasileño no fuera siempre un buen ejemplo para la Pulga.

Pero la ley del fútbol es implacable. Un día eres el bueno y al siguiente se te ha pasado el arroz. La respuesta del jugador estrella ante el inevitable declive a menudo define su personalidad. El entrenador espera, necesita que se rebele ante la situación para poder extraerle las últimas gotas de sangre. Pero Ronaldinho no se rebelaba.

«Hubo un día en el que el futbolista de la sonrisa eterna, que con la magia de su fútbol había devuelto la autoestima a la afición culé tras cinco oscuras temporadas sin título alguno, se dejó arrastrar por la tentación de largas noches de fiesta, con las correspondientes resacas que dormía en la litera del gimnasio del vestuario. Fue una caída en picado sin retorno», escribe el prestigioso periodista catalán Lluís Canut.

Su decadencia no era normal. Y se estaba acelerando de un modo preocupante. ¿Qué le ocurría a Ronaldinho? Tan sólo un año después de ser nombrado mejor futbolista del mundo por segunda temporada consecutiva, había perdido el amor por su deporte. Que es otra manera de perder el respeto hacia uno mismo.

Pero todo empieza en algún lado.

Algo se quebró en el interior del delantero en el Mundial de Alemania de 2006. Brasil llegaba como gran favorito tras triunfar cuatro años antes en Corea, llevarse la Copa América en 2004 y la Copa Confederaciones en 2005. Quedó, con nueve puntos, primera en la fase de grupos por encima de Croacia, Japón y Australia. Pero el equipo (con Ronaldo, Kaká, Cafú, Roberto Carlos, Lucio y Ronaldinho de estrellas) no jugaba bien.

Ronaldinho, un niño mayor, de inocencia extrema y perenne buscador del placer, se sentía acosado. En una ocasión llamó a un amigo a las tres de la mañana. «Me siento solo», le decía. «Sal, da un paseo, despéjate», le aconsejo éste. «Es que tengo un montón de paparazzi en la puerta. Vente tú, por favor. Vente a verme…».

La plantilla brasileña se tomó el Mundial como una excusa para alejarse de la rutina, para quitarse el corsé de las exigencias, pero era la estrella mundial la que recibía los palos a pesar del pase a los octavos de final, donde Brasil derrotó ampliamente a Ghana. Pese a la victoria, el equipo no corregía desequilibrios tácticos evidentes y eso le impidió superar a Francia en cuartos. Fue una tremenda decepción en un país en el que quedar segundos es un fracaso.

Y ahí la cabeza de Ronaldinho explotó. La presión había sido excesiva, perdió la ilusión por jugar a un deporte al que llegó para disfrutar. Regresó a Barcelona con pocas ganas de fútbol. Amigos que querían mucho a Ronaldinho lo vieron, desde ese verano, triste, alicaído. Ésa es, a menudo, la tragedia deportiva en la élite: en lo más alto se está muy solo. Cuanto más duro y largo es el camino andado, más complicado es mantener el equilibrio, porque, en algún momento y tras tantos sacrificios, el deportista ha de recuperar el tiempo perdido, debe relajarse, debe consolarse… Ronnie, tras el Mundial de Alemania, se había cansado de luchar por seguir en lo más alto.

Para evitar la caída en picado, se le pidió que entrenara por las tardes con un preparador físico propio. Durante los partidos, si se sentía agotado pero creía haber hecho lo suficiente, Ronnie le indicaba a uno de los asistentes de Rijkaard, un amigo cómplice, que tenía un problema muscular para que el entrenador lo cambiara. El mensaje al resto de la plantilla era claro y peligroso.

No fue el único que se despistó: la plantilla blaugrana cayó en la «autocomplacencia» de la que posteriormente habló Joan Laporta. En los dos años posteriores al Mundial de Alemania, la trastienda del Barcelona se transformó en un barco a la deriva. El vestuario estaba lleno de ovejas negras, pero a él se le veía más por ser quien era. «Menos Puyol, que estuvo de diez, porque intentó recuperarlos a todos y estuvo luchando por todos, el resto se había dejado ir», cuenta la prestigiosa periodista catalana Cristina Cubero.

El Barcelona sufrió diez divorcios en aquellas temporadas de descenso al infierno.

Frank Rijkaard es de los que piensan que a un jugador, cuando empieza a subir, a liderar, a marcar, a ganar, a llenar las portadas, no debería hacérsele un contrato de más de tres años. Y que cuando esté en lo más alto de la ola, los acuerdos tendrían que renovarse año tras año. Por respeto al futbolista.

Y cuando éste inicia la curva descendente, debería ser traspasado a pesar de la presión mediática y de los aficionados que, seguramente, lo tienen como ídolo intocable. Para alargar su carrera, para protegerlo de nuevo. En un club que esté un peldaño por debajo en cuanto a exigencia y expectativas será recibido y tratado como un héroe y la bajada de nivel se notará menos. Es la manera de acabar una carrera siendo una estrella y el aterrizaje es menos duro.

Pero Rijkaard no era quien negociaba los contratos en el Barcelona. Y tanto el club que le deja ir como el propio profesional deben ser muy valientes para tomar esas decisiones. Además, Frank, en permanente agradecimiento a los jugadores que le ayudaron a trascender desde su puesto de entrenador y contradiciendo su teoría respecto al declive futbolístico, se sintió obligado a contemporizar con ellos en lugar de impulsar los cambios que tanto se requerían en ese momento.

Samuel Eto’o prefirió marcar distancias con el grupo más díscolo y su enemistad con Ronaldinho fue añadiendo leña al fuego, además de dividir a la plantilla y al club. Las dos estrellas se fueron lanzando puyas en los medios de comunicación hasta que Eto’o explotó en una famosa rueda de prensa al poco de regresar de una lesión.

«Lo que tienen que pensar es que yo siempre me he entrenado incluso lesionado y con golpes», afirmó el camerunés, cansado del comportamiento poco profesional de muchos de sus compañeros. Rijkaard le había acusado públicamente en el partido previo contra el Racing de Santander de no querer disputar los últimos cinco minutos y Ronaldinho había continuado las críticas al camerunés en la zona mixta. Eto’o no pudo aguantarse más: «Si un compañero dice que hay que pensar en el grupo, hay que pensar en el grupo. Pero yo pienso siempre primero en el grupo y luego en el dinero».

El problema de Ronaldinho era doble: por un lado, su rendimiento en el campo había disminuido y, por otro, como líder de vestuario, su comportamiento errante arrastraba a otros. La directiva se preguntaba si era el mejor modelo para Messi, sin duda el heredero del brasileño. «Ronnie se tiene que ir, están arrastrando a este chaval, está viendo cómo se comporta una estrella de fútbol. No debe caer nunca en esto», expuso uno de los directivos clave de aquella junta.

Leo escuchaba a su amigo. Y le veía sufrir. La conexión seguía siendo esencial para ambos. Aunque el equilibro estuviera cambiando imperceptiblemente. Ahora era Ronaldinho el que necesitaba más a Leo.

La fortaleza del grupo había desaparecido del todo. Y Leo seguía, de momento, del lado de sus padrinos brasileños y de Ronnie, su hermano mayor. Otros jugadores prefirieron no seguir la senda marcada por los brasileños y fueron «comidos» por los líderes; fue el caso de Bojan, por ejemplo.

A Leo le dolían las críticas crecientes, y merecidas, que recibía el brasileño. «No es normal lo que debe soportar Ronaldinho —declaraba Leo entonces—. Lo mejor que podríamos hacer es dejarlo en paz. Se habla mucho de él y no siempre por lo que pasa dentro de la cancha. Eso no me gusta. Todos tenemos altibajos, son muchos partidos los que se juegan, muchos minutos encima. Ronnie es un ejemplo, no es fácil ser el mejor jugador del mundo y mantener viva la ilusión como hace él».

En una ocasión, frente al aparcamiento del Camp Nou, un grupo de aficionados esperaba como siempre la salida de las estrellas blaugranas. Pasó Ronaldinho a toda velocidad. Detrás Leo, que también aceleró. Su padre, sentado a su lado, le pidió que, al llegar a la siguiente rotonda, diera la vuelta y regresara, que bajara la ventanilla y firmara a todos los aficionados que se lo pidieran.

¿Quién hablaba así, el padre o el mánager?

Los Messi acudían habitualmente en Barcelona al restaurante argentino Las Cuartetas y la fama de la Pulga empezaba a acaparar la atención de los clientes hasta hacerse incómodo. Un día, al acabar de comer, Jorge salió primero y dejó que su hijo se detuviera en todas las mesas que reclamaban su presencia. «¿Lo rescato?», sugirió uno de los camareros. «No, no, deja que se acostumbre. En esto no tiene que perder lo que es, él debe seguir siendo así», respondía Jorge.

Lo que representaba su padre era una manera de ser.

La adolescencia de Leo Messi, como las del resto de jugadores, había sido robada por su sueño de querer ser futbolista. Apenas la vivió un tiempo, y ése fue el que compartió con Ronaldinho. Pero las lesiones musculares, consecuencia del desorden, le exigían otro tipo de comportamiento. En esa temporada 2007-2008, de fracaso colectivo y desilusiones, tuvo que reconocer que así no podía seguir.

«Ellos se estaban divirtiendo con el equipo que tenían, con el modo cómo jugaban —analiza Joan Laporta—. Había mucha alegría, pero, como se dice, todo lo que sube, baja. Y aquel año todo aquello no funcionó. Podemos encontrar mil y un motivos, pero se trataba de una evolución normal. Y Leo aprendió mucho, porque vivió la gloria, aunque no jugara la final en París, y también el dolor de las lesiones. Ahí se dio cuenta de muchas cosas. Nunca he visto mala intención en Ronnie, al revés, era un tío muy auténtico. Le gustaba pasarlo bien, es verdad, y eso, quieras o no, tampoco es incompatible con el hecho de ser jugador de fútbol, porque antes son personas».

«Después —concluye Laporta— la propia vida te pone en tu sitio. Leo reaccionó a tiempo. Tuvo la inteligencia natural suficiente como para decir: “Ahora esto lo tengo que corregir”. Y lo corrigió. Y dejó de lesionarse».

El cambio de guardia se estaba resolviendo dentro y fuera del vestuario. Para darle la conclusión necesaria, era imprescindible que llegara alguien que hiciera tabla rasa. Solamente de ese modo se podría conseguir que Leo Messi fuera el mejor jugador que pudiera llegar a ser.

Se tenía que liberar. De amigos que confundían, y de ataduras.

* * *

Tras el Mundial de Alemania, en pleno caos disciplinario, se consiguió luchar por la Liga, pero la temporada siguiente (2007-2008) la distancia de puntos con el Real Madrid, campeón ambas temporadas, fue aumentando cada mes.

El equipo se había clasificado para las semifinales de la Liga de Campeones, donde se iba a enfrentar al Manchester United de sir Alex Ferguson, Cristiano Ronaldo, Paul Scholes y Carlos Tévez, pero en Catalunya aquella eliminatoria se interpretaba como el final de una era que podía afectar incluso a la directiva. «Ustedes se dan cuenta de que, si no ganan hoy, lo tienen muy difícil, ¿no?», le preguntaron a Txiki Begiristain en un programa de la televisión catalana TV3, generalmente amistosa con la directiva del club.

Así que, paralelamente a la crisis deportiva, el club vivía una situación política muy tensa. Sandro Rosell, directivo de los primeros años de la era Joan Laporta, dimitió al entender de otro modo la gobernabilidad del club, y trabajaba desde la sombra preparando una moción de censura contra el presidente.

«La oposición había sido capaz de generar tal nivel de estrés y de tensión, con todos los medios a su favor, haciendo ruido y demás, que pusieron al club en una situación histérica», recuerda Ferran Soriano. La tensión no era sólo una percepción: en esa época, mientras el equipo jugaba en el Camp Nou, unos ladrones entraron en las oficinas y robaron el ordenador de Laporta, y más tarde ocurrió lo mismo con la base de datos de los socios. El ataque a Laporta procedía de todos los ángulos.

Y llegaron las semifinales europeas.

Tras el empate a cero en la ida, ya sin Ronaldinho, quien había desaparecido misteriosamente de las convocatorias de Rijkaard, la vuelta se jugó en Manchester. En Old Trafford, de camino a la comida de directivas, Joan Laporta sintió una premonición: «Tengo la sensación de que hoy nos la jugamos, hoy es un drama, hoy es el final». Ese día el presidente mostró sus emociones en el palco como no lo había hecho antes.

Aquella eliminatoria era el primer duelo de Leo con un Ronaldo tímido que decepcionaba en las grandes citas y que tuvo que jugar de nueve contra su voluntad. Messi fue el mejor barcelonista en Manchester, de hecho el impulsor de las principales jugadas de peligro. Pero marcó Paul Scholes a contracorriente. Leo pudo empatar, pero su tiro lo desbarató Van der Sar. El encuentro fue muy igualado, el último coletazo de un equipo que moría.1-0 fue el resultado final.

Eliminados por el Manchester United, el año acabó muy mal. Terceros en la Liga, el Barcelona quedó a dieciocho puntos del Madrid, al que se le tuvo que hacer el pasillo de campeón en el Santiago Bernabéu; al Barça le tocó jugar, por tanto, la fase previa de la Liga de Campeones la temporada siguiente. En la Copa había sido eliminado en semifinales por el Valencia de Ronald Koeman, que acabaría ganando el título.

El debate de la directiva era qué hacer con Frank y cómo superar esa oleada de enemigos, más que «cómo cuidamos de Messi». Pero el testigo debía pasar claramente al argentino, como reconoce Joan Laporta en esta conversación en exclusiva para el libro:

—Me he fijado muchas veces que, cuando le haces un comentario, o una reflexión, Leo piensa, asimila. Hubo un momento en el que él ya era el mejor jugador del mundo y no le dieron los reconocimientos individuales que merecía. En diciembre de 2007, Kaká ganó el Balón de Oro y Leo quedó tercero. Ronaldo segundo. Recuerdo que hablamos en un avión y le dije: «Leo, ya eres el mejor jugador del mundo. Empezarás a obtener títulos individuales el día que el equipo gane». Estaba todavía Ronnie en el club, pero el mismo Ronaldinho se dio cuenta desde el primer día de que estábamos delante de un fuera de serie. Llevábamos dos años sin ganar nada y eso se reflejó en la elección de jugador del año. Y le comenté eso. Creo que hizo suya esa reflexión.

—Había sido una temporada frustrante.

—Y teníamos que tomar, ahora sí, grandes decisiones. Concluimos, junto con los compañeros de la junta y el director general, que se debía renovar el equipo. Y el liderazgo. Hablé con los jugadores de la casa: Xavi, Iniesta, Puyol, Víctor Valdés, que ya habían madurado gracias también a que habían aprendido de Deco y compañía. Ellos debían convertirse en los líderes del vestuario. Y evidentemente, Leo sería el líder por excelencia. A partir de entonces, nadie hace nada sin que haya el visto bueno o la aquiescencia de Leo, que la da a su manera, pero que hay que tener siempre en cuenta.

—Y deciden que el siguiente entrenador tenía que ser José Mourinho o Pep Guardiola. Escogen a Pep por su ascendiente y conocimiento del club. En la famosa comida tras la derrota en las semifinales de la Liga de Campeones donde Pep le dice «no tindràs collon» de elegirlo como sustituto de Rijkaard, ¿se habló de Leo?

—Seguro. Hablamos de jugadores, de los que quería o no quería. Y de Leo, Pep repetía: «Una máquina, una máquina». Pep, cuando hablaba de él, siempre afirmó que era el mejor, una máquina. Salió el tema de Ronnie y Deco. En aquel momento se estaba discutiendo si Eto’o debía seguir, y creo que acertamos en quedárnoslo. Y claro que se habló de Leo. Iba a ser el jugador referencia.

Pep Guardiola le manifestó al mandatario que ojalá hubiera podido reconvertir al brasileño en el jugador que fue, pero que no creía que fuera posible.

Nada más acabar aquella temporada, Joan Laporta se fue en coche a Castelldefels. A casa de Ronaldinho. Ronnie sabía de qué se trataba: el presidente ya le había avanzado que se preveían cambios si el equipo no ganaba nada, como así ocurrió.

Laporta consideró que era el máximo mandatario quien debía comunicar la decisión, cara a cara, al jugador que había cambiado la historia del club. «Ronnie, creemos que ha llegado el momento de acabar tu etapa en el Barça». La de Ronnie y Laporta fue una conversación emotiva. La hermana del futbolista también estuvo presente.

Se habló del Mundial de dos años atrás; Joan sabía que aquello le había dejado tocado en su fuero interno, que nunca asimiló la pésima reacción de la gente tras el fracaso de la selección brasileña. Los tres consideraban que la situación había sido injusta, las críticas exageradas, pero que Ronnie no se había recuperado.

«Ronnie, las expectativas no se han cumplido y, como te dije, ya no podemos seguir juntos. Te quiere el Milán, te quiere el Manchester City, has de decidir dónde quieres ir», le planteó Laporta.

El brasileño le admitió que lo entendía. Que iba a escoger equipo. Que le agradecía que hubiera acudido personalmente a decírselo. Y que no podía olvidar que, ya en Navidad, muchos, dentro y fuera del club, querían desprenderse de él, pero que Laporta los había convencido para que le dejaran acabar la temporada. Por respeto y por agradecimiento, Ronnie lo merecía. Eso creía el presidente, quien se despidió del brasileño con un abrazo que le hizo llorar. Y a Ronaldinho.

Laporta ya había hablado con Roberto de Assis, su hermano y agente, por si el Barcelona tomaba aquella decisión. La salida más interesante económicamente para el Barça era la del City, pero el club que atraía más al jugador era el AC Milan, que finalmente lo fichó por veinticinco millones.

El presidente salió de casa del delantero. Dio un gran suspiro que mezclaba sentimiento y alivio. Cogió el teléfono. Marcó un número conocido. «Oye, ¿estás en casa? Voy para allá. Quiero que seáis los primeros en saber una cosa». Había llamado a Jorge Messi, que se encontraba con su hijo en la casa vecina. Había otra decisión de la junta directiva que quería comunicarles.

Laporta sabía que la relación entre Leo y Ronnie era especial y quiso contarle de primera mano que el brasileño no iba a continuar en el equipo. Y que la junta quería que Messi se integrase plenamente como jugador de referencia del equipo.

«Leo, debes coger el liderazgo y relevo de Ronnie en el club —dijo Laporta en un gesto simbólico y casi cinematográfico—. Asúmelo. Quédate la camiseta con el número diez».

Leo bajó la cabeza mientras se hablaba de su amigo, pero aceptó el reto. Sabía que a nivel profesional era lo que debía hacer. Laporta quiso ilusionar a su nueva gran estrella: si lo conseguía, iba a ganarle para la causa. Le comentó los planes de la secretaría técnica y que se daría protagonismo a los jugadores de la casa. El entrenador iba a ser Pep Guardiola. «Pep te va a entender, conoce la casa muy bien y cree que eres una máquina», comentó Laporta. Se había fichado a Dani Alves y estaban a punto de cerrar a Gerard Piqué.

«A Piqué fichalo, presi, fichalo, que me defendía cuando jugábamos juntos en cadetes», le pidió Leo.

Una cuestión se hizo inevitable al que iba a ser el nuevo líder. «¿A quién más incorporarías?», Laporta recuerda haber preguntado a Leo. Se iba a vender a Deco y a Motta, otros dos amigos. Igual también a Eto’o. El equipo que se estaba formando era, en teoría, sólido, pero necesitaba la aprobación de la nueva referencia.

La familia de Leo participó en la conversación, pero fue un momento de sentimientos encontrados. Sus padres veían la tristeza que afectó a Leo al conocer la marcha inevitable de los compañeros con los que había crecido. Recordaban un partido en el que su hijo marcó mientras Ronaldinho se recuperaba de otra lesión y la Pulga había levantado las palmas de la mano mostrando diez dedos. Era para el diez, su amigo. Pero querían hacerle ver que la vida continuaba y que los nuevos fichajes, la nueva dinámica, le iban a ayudar.

Leo también lo entendió así.

* * *

«Frank al final no pudo enfadarse con los chicos. Cuando tuvo que enfadarse, no pudo, porque los adoraba, porque gracias a ellos ganó dos Ligas, la Copa de Europa».

(TXIKI BEGIRISTAIN)

Frank Rijkaard y Ronaldinho llegaron al club en uno de los momentos más complicados de su historia y devolvieron al F.C. Barcelona al lugar que le correspondía. Los responsables de aquel equipo, directiva incluida, apostaron por un modelo de fútbol que perdurara y la decadencia final no fue más que un cúmulo de malas decisiones producto del éxito, a menudo más difícil de digerir que el fracaso.

Ambos acompañaron a Leo en su paso por la adolescencia, ambos le mostraron maneras de ser profesional, códigos nuevos, y hasta caminos de ida en los que Leo pudo encontrar la vuelta. «Cuando llegué, Leo era un crío —expone Eidur Gudjohnsen—. Dos años después, era un hombre. El número diez le encajaba como un guante. No le veías entrenando en el gimnasio o haciendo muchas horas extras. Pero llevaba encima eso tan complicado de conseguir: sabía que era su momento. Y lo cogió con la dos manos».

En todo caso, a Leo Messi le quedaba una cosa por hacer.

Ronaldinho lamenta hoy no haber podido estar en el Barcelona unos años más para disfrutar del crecimiento de la Pulga. Aunque posiblemente fue su marcha lo que le permitió prosperar.

Cuando se separaron aquel verano, ambos sabían que no iban a volver a verse ni con la misma frecuencia ni bajo las mismas condiciones. Y que la distancia lo enfría todo.

Y sí, después de unos mensajes de teléfono de ida y vuelta entre Barcelona y Milán, donde Ronaldinho fue a buscar la felicidad, los dos amigos perdieron el contacto.

En el estadio de los trabajadores de Pekín, el 19 de agosto de ese verano, el del final de la era Rijkaard, Brasil se enfrentó con Argentina en las semifinales del torneo de fútbol de las Olimpiadas. Ronaldinho con la canarinha, Messi de albiceleste. Ganaron estos últimos, 3-0.

Al final del encuentro, Messi se cruzó a propósito en el camino de un Ronaldinho decepcionado.

Y el abrazo que se dieron dura todavía.

Ir a la siguiente página

Report Page