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17. Adiós, Tres Mosqueteros

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Adiós, Tres Mosqueteros

Leo, nervioso, se detuvo una vez más ante las suntuosas puertas de La Masia y llamó. Esta vez se abrieron para él. Cesc, Piqué y Andrés estaban allí esperándolo.

—Bienvenido a tu nueva casa, Leo —dijo Cesc.

Leo sonrió. Era como vivir en un sueño.

Al cabo de un momento se vio en el lugar con el que había soñado durante toda su infancia. Los otros chicos se lo enseñaron todo: recorrieron los pasillos, se asomaron a los dormitorios, se quedaron un rato en la cocina disfrutando de los aromas de la comida que preparaban los cocineros. Su última parada fue la sala de informática. Y cuando se acabó la visita guiada, Cesc, Piqué y Andrés lo acompañaron de vuelta a la sala de informática.

—Bienvenido a tu nueva familia futbolera —dijo Cesc.

Leo desplegó una sonrisa radiante.

—Vamos a jugar al fútbol —propuso Cesc.

—¿Ahora? —preguntó Leo.

Cesc soltó una risotada.

—¡Al Fifa!

—¡En la pantalla grande! —exclamó Andrés.

Fueron todos a la sala de medios audiovisuales.

—Yo elijo el Barça —dijo Cesc.

—Pues entonces yo elijo el Old Boys —dijo Leo.

—Yo que tú —advirtió Cesc a Leo en broma— elegiría el Arsenal. ¡Son buenísimos!

Al cabo de seis semanas, un mensajero entregó un contrato formal a Jorge y Leo Messi en su hotel, sin saber lo que había llevado en su cartera de cuero.

Jorge Messi examinó el contrato del FC Barcelona y supo que era un acuerdo extraordinario para todos ellos. Nunca más tendrían que preocuparse por el dinero. Pero siempre decidían las cosas en familia, y ésa no sería una excepción.

—No tenemos que quedarnos todos en Barcelona, Jorge —dijo Celia—. Esto es para vos y para Leo. Los chicos y María Sol necesitan estar en casa.

—Extraño a mis amigos, papá —dijo Matías, y su hermano Rodrigo asintió.

—También yo extraño Rosario, mamá, pero tengo que jugar —dijo Leo, y la abrazó—. Hice nuevos amigos aquí.

Jorge abrazó a su mujer.

—No soporto estar sin vos —musitó él.

—Hablaremos todos los días —aseguró ella—. Hacé todo lo posible para que estemos orgullosos de vos. La abuela Celia te sonreirá desde el cielo.

Jorge, Celia, Matías y Rodrigo rodearon a Leo, y una vez más se encontró en medio de un abrazo de grupo. Pese a que sus sueños estaban a punto de hacerse realidad, Leo tenía miedo.

Se apartó de su familia y contempló la ciudad de Barcelona por el ventanal.

—Papá, ¿y si no soy el Pibe? —preguntó.

—Si no lo fueras —respondió su padre—, no estaríamos aquí.

—Acordate de las palabras por las que vivimos y jugamos, Leo —dijo Matías.

Leo las recitó. Eran las palabras que su padre les había inculcado toda su vida.

—Cortesía, integridad, perseverancia, autocontrol y espíritu indomable —enumeró.

Jorge sonrió.

—Tenés todas esas cosas y también ese espíritu, Leo. Lo tenés desde que tocaste el balón por primera vez. No hay ninguna duda, hijo mío: naciste para ganar. Sos el Pibe.

Leo sonrió de oreja a oreja, estrechó a su padre y contempló Barcelona una vez más por la ventana. Ahora ésa sería su ciudad. Su barrio. Su hogar. Ahora dependía de él demostrar su valía al FC Barcelona y al mundo.

Cuando anunciaron por megafonía el embarque del vuelo 7767 a Buenos Aires, Leo dio besos de despedida a su madre, su hermana menor y sus hermanos y los miró mientras se alejaban. Matías se volvió al llegar a la puerta de embarque y levantó la mano como si empuñara una espada. Rodrigo lo imitó, y Leo casi vio las puntas de sus espadas tocarse. Alzó su propia espada imaginaria en dirección a ellos.

—¡Todos para uno! —exclamaron Matías y Rodrigo.

—¡Y uno para todos! —contestó Leo, también a pleno pulmón.

Acto seguido Matías echó un brazo al hombro de Rodrigo y se rió, y ambos se dieron media vuelta y desaparecieron en el interior del avión.

En la terminal, Leo bajó lentamente su espada imaginaria a un costado, y Jorge, rodeándolo con el brazo, lo guió hacia la salida, donde los esperaba el coche.

—Bien, hijo mío. Ahora que jugás con el Barça, ¿cuántos goles meterás en tu primer año?

Leo sonrió.

—Un montón, papá.

Cuando salieron de la terminal, su chófer, Octavio, se apeó inmediatamente del coche y les abrió la puerta de atrás. Jorge subió, y cuando Leo se disponía a seguirlo, Octavio se inclinó y le susurró:

—Yo también soy argentino y catalán. Hay quien dice que eres el Pibe.

Leo le sonrió.

—Papá, ¿puedo ir delante con Octavio? Quiero que me hable de Argentina —dijo. Cerró la puerta de atrás y se volvió hacia el chófer—. Siempre y cuando a usted le parezca bien.

—¡Claro! —exclamó el hombre.

Leo sonrió y subió.

—Mis amigos me llaman Pulga —dijo.

Octavio desplegó una gran sonrisa y cerró la puerta. Leo se relajó en el asiento delantero. Iban a buscar los papeles para formalizar la solicitud de residencia en España, y luego volverían al hotel. Tenían mucho trabajo pendiente antes del primer partido. Corría ya el mes de marzo de 2001.

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