Messi

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14. El final del arco iris

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El final del arco iris

Cuando el ascensor llegó al vestíbulo y se abrieron las puertas con un susurro, Leo se asomó y miró primero a un lado y luego al otro. No había moros en la costa. Se dirigió al trote hacia la puerta del hotel, y ésta se abrió automáticamente. Al cabo de dos segundos estaba fuera, en la plaza España. Después del silencio del hotel, la calle era una sinfonía de coches y camiones, autobuses y motos; el tráfico fluía incesantemente. Leo miró a la derecha, sabiendo que en esa dirección, no muy lejos, estaba el Camp Nou, un estadio inmenso como nunca había visto. Dejó caer el balón, lo pateó y corrió por la acera tras él tan deprisa como pudo, pasándoselo de un pie a otro, fintando entre los transeúntes, haciéndolo rebotar en los árboles alineados a lo largo de la concurrida calle, siempre con un control total.

Cuando Leo estuvo delante del Camp Nou, encontró todas las puertas cerradas. Eso ya lo preveía. Miró al frente, y ahí estaba la tienda del museo del club. Los turistas entraban para comprar suvenires y ver el campo a través de las vidrieras. Se detuvo y sacó una hoja plegada del bolsillo trasero. Era un plano del estadio. Lo examinó con atención, volvió a doblarlo y se lo guardó otra vez en el bolsillo. Ubicó lo que buscaba. Echando a correr, con el balón controlado, zigzagueó entre los turistas que entraban en la tienda del museo. Tras la siguiente curva, desde donde ya no se veía la tienda, se detuvo. Ahí estaba lo que buscaba: una de las entradas de servicio. «Igual que en el plano», pensó. Esperó. Y esperó. Pasaron diez minutos. De pronto lo oyó: el leve zumbido de un motor eléctrico. El sonido fue creciendo en intensidad y finalmente la puerta de servicio se abrió. Un hombre al volante de un carrito eléctrico cargado de cajas salió y se dirigió hacia la tienda del museo. Leo se apretó contra la pared, y cuando el carrito torció a la izquierda, hizo lo que tenía que hacer. Las puertas se cerraron automáticamente. ¡Había conseguido entrar!

Paró en seco. Ahí estaba, justo delante suyo. El terreno de juego del Camp Nou. Las gradas eran descomunales y ascendían hacia el cielo. En ese momento se hallaban vacías, salvo por unos cuantos empleados que barrían el suelo. A Leo le parecieron hormigas. Toda su vida había soñado con estar ahí, y ahora tenía ante los ojos uno de los mayores estadios de fútbol del mundo. Cogió el balón y, respetuosa y cautamente, salió al campo. Se acercó a la línea de banda más próxima a él, pero no se atrevió a cruzarla. «Jugar aquí en el Camp Nou es un honor que hay que ganarse a pulso», pensó. Aún no tenía contrato con el Barça, así que era impensable patear el balón sobre ese césped. Además, no estaba ahí para ver el estadio. Tenía otra cosa en la cabeza.

Sabía adónde ir. Ni siquiera necesitaba el plano. Rodeó el terreno de juego, entró en el túnel situado al otro lado y, al salir, se detuvo.

Justo frente a él había otro campo de fútbol, éste considerablemente menor que el Camp Nou. Se hallaba entre la avenida de Joan XXIII y la calle de la Maternitat, y más allá de este miniestadio estaba lo que buscaba. Reconoció el viejo edificio de inmediato. «¡La Masia!», musitó a la vez que se acercaba.

Leo sabía todo lo que había que saber sobre La Masia. Sabía, por ejemplo, que se construyó en 1702 como alojamiento para los arquitectos que construyeron el campamento militar que existió donde ahora se alza el Camp Nou. Sabía también que cuando el Camp Nou se convirtió en sede del FC Barcelona, La Masia pasó a ser la residencia de los jugadores del fútbol base. Leo lo sabía todo sobre La Masia, excepto una cosa. Ignoraba cómo era por dentro.

Avanzaba hacia las grandes puertas de madera de La Masia cuando de pronto éstas se abrieron y apareció en el umbral un jugador aproximadamente de su misma edad. Enseguida otros dos un poco mayores se unieron a él.

Leo se quedó inmóvil. Deseó echar a correr. Pero no tuvo tiempo. El primer jugador le lanzó una mirada amenazadora y dijo:

—¿Qué haces tú aquí?

Leo, nervioso, contestó con su acento argentino que había entrado por la puerta de servicio desde la calle. Usó la palabra argentina, «potrero», que se parece mucho a la palabra «portero», o sea, guardameta. Los chicos prorrumpieron en carcajadas.

—¿Has entrado desde el «portero»?

Riéndose más aún, se encaminaron hacia él.

—Creo que vamos a tener que echarte de aquí —dijo el de la izquierda, el más alto.

Leo no lo dejó acabar la frase. Se dio media vuelta y corrió cuesta abajo. Los tres chicos lo vieron alejarse y rieron. El alto, que se apellidaba Piqué, se volvió hacia el tercer niño, que era más o menos de la edad de Leo, y dijo:

—Volvamos adentro y acabemos de comer, Cesc.

Los chicos asintieron y volvieron a entrar en La Masia.

Leo no paró de correr hasta que llegó a la puerta de servicio y pisó el sensor en el asfalto. Cuando se abrieron las puertas automáticamente, las atravesó a toda prisa, y una vez más se encontró en la calle, y no paró hasta llegar al hotel.

Jorge permaneció sentado en la silla y, fascinado, oyó contar a Leo sus aventuras de ese día. Pidió a su hijo que le diera todos los detalles, desde las estaturas de los chicos hasta los colores de sus camisetas. Leo, en medio de la habitación, describió a los chicos, y Jorge se limitó a cabecear en actitud de asombro.

—¡Tuviste un día extraordinario! —exclamó, y abrazó a su hijo—. ¡Lástima que no hayás podido ver La Masia por dentro.

—Algún día, papá —dijo Leo—. Algún día.

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