Messi

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15. La espera

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La espera

Jorge, enfadado, lanzó la ropa a la maleta.

—¡Cómo es esta gente! ¡No me lo puedo creer! —protestó, arrojando su último pantalón a la maleta y cerrándola bruscamente. Se sentó encima para comprimirla y luego poder correr la cremallera.

Leo, en el otro extremo de la habitación, sacaba tristemente su ropa de un cajón, prenda por prenda, y la echaba a su maleta, abierta sobre la cama.

—¿Por qué no hicieron una oferta? —preguntó Jorge, acercándose a su hijo para ayudarlo con la maleta—. ¡Dos semanas! ¡Nadie tendría que esperar dos semanas por nada! —Agarró unos calzoncillos de Leo, los miró, hizo una mueca y los metió en la bolsa—. ¿Alguna vez los echás a lavar?

Leo suspiró y asintió.

Jorge había hablado con Gaggioli y Minguella casi a diario. Y cada día le aseguraban que al día siguiente el señor Rexach regresaría de los Juegos Olímpicos de Australia y vería jugar a Leo. Jorge estaba convencido de que su hijo sería admitido en el equipo juvenil del FC Barcelona y el Barça les haría una oferta. Sin embargo, pasaban los días, Rexach no aparecía, y Jorge perdió la paciencia. Tenía ya la impresión de que se volverían a casa con las manos vacías.

Cuando Jorge estaba nervioso, Leo también lo estaba. Era una de esas cosas entre padre e hijo. Al chico le daba pena ver a su padre así y temía que nunca lo superara. Para él, lo más importante era jugar al fútbol. Si no podía hacerlo en Barcelona, lo haría en Argentina.

Por fin Leo acabó de hacer la maleta, y Jorge cogió el teléfono y marcó un número. Cuando Horacio Gaggioli, el agente, contestó, le anunció que ya habían hecho las maletas y estaban listos para volver a Rosario.

—Se lo ruego, señor Messi —dijo Gaggioli, desesperado, al otro lado de la línea—. Quédese un día más. Hemos organizado un partidillo mañana con algunos de los chicos mayores. El señor Rexach ha regresado de Australia y ha prometido venir a ver jugar a Leo. ¿Qué me dice? ¿Un día más?

Jorge se apoyó el auricular en el pecho y miró a su hijo, que, sentado sobre su maleta en el otro extremo de la habitación, intentaba apretujar el contenido lo suficiente para cerrarla. Leo lo miró con expresión suplicante. Jorge dejó escapar un suspiro.

—De acuerdo, señor Gaggioli. Un día más.

Su hijo desplegó la mayor sonrisa que le había visto jamás. Jorge, ya más tranquilo, colgó y Leo se echó a sus brazos.

—Gracias, papá —dijo, y hundió la cara en el pecho de su padre.

—No tenés por qué darme las gracias. ¿De verdad creés que habría dejado pasar esta gran oportunidad para vos? Como suele decirse —añadió Jorge—, a veces hay que jugar duro.

Leo lo abrazó con más fuerza y sonrió de oreja a oreja. Aunque llevaba esperando dos semanas, la espera hasta el día siguiente se le hizo interminable.

A la mañana siguiente Leo fue corriendo hasta el Camp Nou. «Éste es el día», pensó. Era el día que se incorporaría al equipo juvenil. Lo verían jugar. Necesitaba emplearse a fondo en el partido de exhibición de ese día. Nunca se sabía quién podía estar mirando. Su padre caminó a un paso más relajado y disfrutó de las vistas urbanas, orgulloso de sí mismo por haberse mantenido firme ante el FC Barcelona. El partido programado con los chicos de catorce años en el Campo Tres del Miniestadi, el estadio más pequeño contiguo al Camp Nou, empezaría puntualmente a las trece horas.

Cuando Leo se acercó al vestuario, el equipo estaba ya formado en una pequeña extensión de césped. El entrenador lo vio de inmediato y lo llamó.

—¡Leo! ¡Ven aquí!

Leo se aproximó y ocupó un lugar en la alineación. Los tres chicos que lo habían intimidado aquel otro día frente a La Masia, Andrés Iniesta, Piqué y Cesc Fàbregas, estaban ya ahí.

—Chicos, quiero que conozcáis a nuestro nuevo delantero, Leo Messi —dijo el entrenador, rodeando los hombros de Leo con el brazo.

Todo el equipo lo aplaudió. Leo no podía creérselo.

—¡La Masia es para quienes se la ganan! —exclamó Piqué, y los tres se rieron.

Leo, avergonzado, asintió mientras los tres le daban palmadas en la espalda.

El entrenador se acercó corriendo e instó a los chicos a prepararse.

—Tú en la delantera, Leo —ordenó al pasar junto a él.

Minutos después, ya en el campo, Leo ocupó encantado su puesto.

Miró a la izquierda, y Cesc, con una gran sonrisa, le guiñó el ojo. Miró atrás, y ahí estaba Andrés, en el centro izquierda, con Piqué justo detrás de él, en el eje del medio campo.

Leo, plantado en el césped durante una milésima de segundo, rodeado por Piqué, Andrés y Cesc, supo que era capaz de cualquier cosa. La espera había terminado.

Empezó el partido.

Jugaban contra el equipo juvenil de menores de catorce años, y era gente dura. Desde el primer pase, Leo se sintió de maravilla. Sabía que los otros chicos confiarían en él en cuanto lo vieran en acción. Siempre era así. Y tan pronto como se ganara su confianza, le cederían el balón y él haría lo que siempre hacía, dar la última asistencia o culminar una carrera hermosa con un gol. Sabía que todas las piezas encajarían. Era el partido más importante de su vida. Pero estaba tranquilo. Relajado. Estuviera donde estuviera, en cuanto pisaba el campo, se sentía en su medio natural. En su casa.

Leo conocía el tiqui-taca, el sistema de juego del Barça, por los muchos encuentros que había visto en televisión. Lo había aprendido por su cuenta allá en Rosario. Pases cortos con buen ritmo. Recibir. Centrar. Moverse.

Y de pronto ocurrió. Recibió el pase de Andrés y se adentró corriendo en el área con el balón pegado al pie izquierdo. El tiempo se detuvo. Los defensas quedaron rezagados. Eran jugadores del Barça sub-14, y él era dos años más joven y medía un palmo menos, pero eso en realidad daba igual. Leo era un relámpago, y el balón voló hasta el fondo de la red.

El primer gol de Leo en el mundo barcelonista.

En las gradas todos se pusieron en pie y lo vitorearon con delirio. El rugido del público vibró en el pecho de Leo y lo inspiró. Levantó los dedos hacia el cielo y dedicó el gol a su abuela Celia.

Josep Maria Minguella esperaba en las gradas a Rexach, que llegaba con retraso. Por fin Carles (Charly) Rexach apareció, cansado y con jet lag después del vuelo desde Australia. Entró en el Campo 3 desde la parte de atrás, como siempre hacía, y recorrió la banda hasta su asiento. De pronto vio a Leo en el terreno de juego. ¿Cómo no iba a verlo? Era el niño más pequeño de todos. ¿Qué hacía con ese balón? Engañó totalmente a los rivales pasándose la pelota de un pie a otro. De pronto Leo se detuvo en seco, amagó y, tras un giro de ciento ochenta grados, sin vacilar, empujó el balón al frente, manteniendo el control en todo momento. Un cambio de dirección perfecto. ¿Cómo podía alguien de esa edad y de tan baja estatura pensar siquiera una cosa así? Observó a Leo atentamente, sin salir de su asombro.

Minguella vio a Rexach avanzar por la banda y, sorprendido, advirtió que se detenía y se quedaba mirando. Minguella bajó por las gradas en su dirección y lo saludó.

—Estamos sentados allí, Charly —dijo, estrechándole la mano.

Rexach se rió.

—¿Así que éste es nuestro chico? —preguntó.

—Leo Messi —respondió Minguella con orgullo—. El chico de Rosario. El que has venido a ver.

—¡Gracias! —dijo Rexach, sin apartar la mirada de Leo.

Al cabo de quince minutos, cuando Leo había marcado otros dos goles, Rexach, de pie, lo vitoreaba con el resto del público. Entusiasmado, se volvió hacia Minguella y dijo:

—Tenemos que contratarlo.

—Me alegro de que coincidamos —convino Minguella, intentando ocultar su júbilo.

—Este chico es distinto —declaró Rexach. Leo le recordaba a otro genio argentino, uno que ayudó al Barça a conquistar en 1983 la Copa del Rey y la Copa de la Liga: Diego Maradona.

—Más vale que te avise: su padre estaba muy enfadado con nosotros por hacerlos esperar dos semanas. Horacio ha tenido que tranquilizarlo y convencerlo para que se quede. Ya tenían las maletas hechas y estaban a punto de marcharse.

Rexach miró a Minguella y asintió. El chico era un prodigio, de eso no cabía duda. No podía dejarlo escapar. Nunca se lo perdonaría.

—Bueno, Josep, amigo mío —dijo Rexach, echando un brazo a los hombros de Minguella—. Si Leo Messi puede esperar quince días a mi llegada, yo puedo tomar una decisión sobre él en uno solo.

—Sí —contestó Minguella, muy contento.

Rexach cabeceó en un gesto de asombro mientras Leo seguía dominando al equipo de mayor edad.

—Vamos a hablar con su padre —propuso.

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