Merrick

Merrick


Capítulo 23

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23

Lo había dispuesto todo meticulosamente.

Había colocado su ataúd, una espléndida y venerable reliquia, cerca del jardín trasero de la finca urbana de la Rué Royale, un edificio recóndito y rodeado por una elevada tapia.

Había dejado su última carta sobre el escritorio del piso superior, un escritorio que todos nosotros, Lestat, Louis y yo mismo, utilizábamos para escribir importantes misivas. Luego había bajado al patio, había levantado la tapa del ataúd y se había acostado en él para recibir al sol matutino. Su carta de despedida me la había escrito a mí.

Si no he errado en mis cálculos, moriré incinerado por la luz del sol. No soy tan viejo para seguir viviendo con graves quemaduras, ni tan joven para legar un cuerpo ensangrentado a aquellos que acudan a llevarse mis restos. Quedaré reducido a cenizas, al igual que hace tiempo Claudia quedó reducida a cenizas, y tú, mi querido David, debes diseminarlas.

No me cabe ninguna duda de que te encargarás de todos los detalles cuando yo haya dejado de existir, pues cuando acudas a recoger mis restos ya habrás visto a Merrick y conocerás la medida de mi traición y de mi amor. Sí, afirmo que fue el amor lo que me llevó a convertir a Merrick en vampiro. No puedo mentirte en una cuestión como ésta. Por si te interesa saberlo, te aseguro que supuse que sólo pretendía atemorizarla, llevarla a las puertas de la muerte para disuadirla, para que me implorara que lo salvara.

Pero una vez iniciado el proceso, lo llevé rápidamente término, con la ambición y el deseo más puro que jamás he conocido. Y ahora, siendo como soy un incorregible romántico, defensor de acciones dudosas y de escasa duración, incapaz de vivir con el precio de mi voluntad y mis deseos, te ofrezco a mi exquisita pupila, Merrick, a quien sé que amarás con un corazón instruido.

Al margen del odio que sientas por mí, te ruego que entregues a Merrick las escasas joyas y reliquias que poseo Te ruego también que le des todas las pinturas que he ido coleccionando de forma aleatoria a lo largo de los siglos unas pinturas que se han convertido, para mí y para el mundo entero, en unas obras maestras. Todo cuanto posee de valor es suyo, si estás de acuerdo en ello.

En cuanto a mi dulce maestro, Lestat, cuando se despierte dile que me sumí en las tinieblas sin confiar en sus terroríficos ángeles, esperando tan sólo la vorágine, o la nada, las cuales él mismo ha descrito con frecuencia. Pídele que me perdone por no haber aguardado a despedirme de él.

Y ahora pasemos a ti, mi querido amigo. No espero que me perdones. Ni siquiera te lo pido.

No creo que puedas rescatarme de las cenizas para atormentarme, pero si lo consigues, no podré impedirlo. Está claro que he traicionado tu confianza. Por más que Merrick afirme que utilizó conmigo sus potentes hechizos, nada puede disculpar mis acciones, aunque lo cierto es que insiste en haberme hechizado con unas artes mágicas que no comprendo.

Lo único que sé es que la amo, que no concibo la existencia sin ella. Pero la existencia es algo que ya no contemplo. Me dirijo a lo que representa para mí una certidumbre, la forma de muerte que se llevó a mi Claudia: inexorable, ineludible, absoluta.

Esa era la carta, escrita con su arcaica letra sobre un pergamino, los caracteres altos y profundamente impresos en el papel.

¿Y el cuerpo?

¿Había calculado Louis acertadamente y se había convertido en cenizas como la niña que un amargo capricho del destino le había arrebatado hacía tiempo? Sencillamente, no.

En el ataúd sin la tapa, expuesto al aire nocturno, yacía una réplica calcinada del ser que yo había conocido como Louis, aparentemente tan sólido como cualquier momia antigua desprovista de sus vendajes, con la carne firmemente adherida a todos los huesos visibles. Sus ropas estaban chamuscadas pero intactas. El ataúd constituía un marco ennegrecido en torno a la horripilante figura que yacía en él. La cara y las manos, todo su cuerpo, no habían sido tocadas por el viento y contenían hasta el más mínimo detalle.

Y junto a él, arrodillada sobre las frías losas del suelo, estaba Merrick, contemplando el cuerpo carbonizado, retorciéndose las manos de dolor.

Despacio, muy despacio, se inclinó hacia delante y tocó delicadamente con un dedo el dorso de la mano quemada de Louis. La apartó en el acto, horrorizada. No vi que dejara una impresión sobre la carne ennegrecida.

—Está dura como el carbón, David —dijo Merrick—. ¿Cómo puede el viento diseminar estos restos a menos que los saques del ataúd y los pisotees? No puedes hacerlo, David. Dime que no puedes.

—¡No, no puedo hacerlo! —reconocí. Empecé a pasearme arriba y abajo frenéticamente—. ¡Qué legado más ingrato y penoso! —murmuré—. ¡Ojalá pudiera enterrarte tal como estás, Louis!

—Ésa sería una terrible crueldad —dijo Merrick con tono implorante—. ¿Crees que puede seguir vivo bajo esta forma, David? Tú conoces las historias de vampiros mejor que yo. ¿Crees que puede seguir vivo bajo esta forma? Seguí paseándome nerviosamente, sin responder, frente al cuerpo sin vida cubierto con sus ropas chamuscadas. Alcé la vista distraídamente, compungido, hacia las distantes estrellas. Merrick lloraba suavemente a mi espalda, dando rienda suelta a las emociones que bullían en su interior con renovado vigor y que la abrumaban de tal forma que ningún ser humano podía imaginar lo que sentía en esos momentos.

—David —dijo sin dejar de llorar.

Me volví lentamente y la contemplé arrodillada junto a él, suplicándome como si yo fuera uno de sus santos.

—David, si te cortas la muñeca, si dejas que la sangre se vierta sobre él, ¿podrás conseguir que regrese?

—No lo sé, tesoro. Sólo sé que ha cumplido sus deseos y me ha comunicado lo que quiere que yo haga.

—Pero no puedes dejar que desaparezca tan fácilmente —protestó Merrick—. David, te lo ruego… —Se le quebró la voz y no pudo terminar la frase.

Una leve brisa agitó los bananos. Me volví y contemplé aterrorizado el cuerpo. Todo el jardín a nuestro alrededor parecía murmurar y suspirar contra la tapia de ladrillo. Pero el cuerpo permanecía intacto, inmóvil, a salvo en su chamuscado santuario.

Pero quizá soplara otra brisa, más fuerte. Quizá lloviera, como ocurre con frecuencia en las noches tibias de primavera, y el agua destruiría el rostro, con los ojos cerrados, que seguía siendo visible.

No hallaba las palabras adecuadas para aplacar el llanto de Merrick. No hallaba las palabras adecuadas para confesarle lo que sentía.

¿Se había marchado Louis, o persistía aún? Y qué querría que hiciera yo en esos momentos, no la noche anterior, cuando protegido por la madrugada me había escrito su valiente nota, sino ahora, encerrado dentro de su cuerpo en el ataúd de madera calcinado.

¿En qué habría pensado al amanecer al sentir la fatídica debilidad y luego el fuego inevitable del sol? Carecía de la fuerza de otros vampiros más potentes para abandonar su ataúd y enterrarse bajo tierra. ¿Se habría arrepentido de su decisión? ¿Habría experimentado un dolor insoportable? ¿No podría darme alguna indicación mientras yo observaba su rostro y sus manos quemados pero intactos?

Regresé junto al ataúd. Observé que tenía la cabeza apoyada de forma natural, como la de cualquier cadáver que fuera a recibir sepultura. Las manos reposaban unidas sobre el pecho, como habría podido colocárselas el empleado de la funeraria. Pero aún no le había cerrado los ojos. No había tratado de volverle la espalda a la muerte. Estaba absorto en estos ingratos pensamientos, absorto y deseando oír otro sonido que no fuera el de los sollozos de Merrick.

Me acerqué a la escalinata de hierro forjado que descendía en una curva desde la terraza superior. Me senté en el escalón que me resultaba más cómodo y me cubrí la cara con las manos.

—¡Esparcir los restos! —musité—. ¡Ojalá estuvieran aquí los otros!

En el acto, como en respuesta a mi patética súplica, oí rechinar la puerta de la verja. Oí el grave chirrido de sus viejos goznes al abrirse seguido del che al cerrarse de nuevo, hierro contra hierro.

No percibí el olor de un intruso. De hecho, enseguida reconocí los pasos que se aproximaban. Los había oído muchas veces a lo largo de mi vida como mortal y como vampiro. Pero no me atrevía a creer que aquella inesperada visita hubiera acudido a rescatarme de mi desesperación hasta que la figura apareció en el jardín, con su chaqueta de terciopelo cubierta de polvo, su pelo rubio alborotado, sus ojos de color violeta contemplando el macabro y horrendo semblante de Louis. Era Lestat.

Con paso torpe, como si su cuerpo, sin utilizar desde hacía tanto tiempo, se revelara contra él, se acercó a Merrick, que volvió su rostro cubierto de lágrimas hacia él como si viera también a un salvador que acudía en respuesta a sus oraciones, dirigidas a nadie en particular. Merrick se sentó en el suelo y dejó escapar un suspiro.

—¿De modo que las cosas han llegado a este extremo? — inquirió Lestat con una voz tan ronca como cuando le había despertado la música de Sybelle, la última vez que había abandonado su sueño infinito.

Se volvió y me miró. Su rostro carecía de calor y de expresión; la tenue luz de la calle distante iluminaba sus ojos fieros, que volvió a fijar en el cuerpo tendido en el ataúd que descansaba sobre las losas del suelo. Me pareció que sus ojos temblaban. Me pareció que todo su cuerpo temblaba ligeramente, como si el más ligero movimiento le agotara, como si anhelara frotarse los antebrazos y batirse rápidamente en retirada. Pero no estaba dispuesto a abandonarnos.

—Acércate, David —me dijo también con voz ronca—. Acércate y escucha. No puedo oírle. Yo le creé. Escucha y dime si aún sigue ahí.

Me situé junto a él, como me pedía.

—Parece carbón, Lestat —me apresuré a responder—. No me he atrevido a tocarlo. ¿Quieres que lo hagamos? Lenta, lánguidamente, Lestat se volvió para contemplar de nuevo el doloroso espectáculo.

—Tiene la piel firme, os lo aseguro —terció Merrick. Después de incorporarse retrocedió unos pasos, invitando a

Lestat a ocupar su lugar junto al ataúd—. Tú mismo puedes comprobarlo, Lestat —dijo—. Vamos, tócalo. —Su voz denotaba el intenso dolor que trataba de reprimir.

—¿Y tú? —preguntó Lestat, asiéndola por el hombro con la mano derecha—. ¿Qué es lo que oyes, chérie? — preguntó con su voz ronca.

—Silencio —respondió con labios trémulos. Las lágrimas de sangre habían dejado surcos en sus pálidas mejillas—. Pero él me convirtió en vampiro. Yo le hechicé. Le seduje. No podía librarse de mi plan. Y ha terminado así, por haberme entrometido. Oigo a los mortales murmurando en las casas vecinas, pero no oigo ningún sonido procedente de él.

—Merrick —insistió Lestat—. Escucha como siempre has sido capaz de hacerlo. Compórtate como una bruja, si no puedes hacerlo como una vampiro. Sí, lo sé, él te creó. Pero antes de que lo hiciera, ya eras bruja. —Lestat nos miró a ambos, al tiempo que su rostro comenzaba a adquirir una emoción visible—. Pregúntale si desea regresar.

Los ojos de Merrick volvieron a llenarse de lágrimas. Compungida, arrepentida, contempló el cadáver.

—Quizás esté pidiendo a voces que le devolvamos la vida, pero no le oigo —dijo—. La bruja que llevo dentro sólo oye silencio. Y el ser humano que llevo dentro sólo conoce remordimientos. Dale tu sangre, Lestat. Haz que regrese a nosotros.

Lestat se volvió hacia mí.

Merrick le asió del brazo y le obligó a mirarla de nuevo a los ojos.

—Utiliza tus poderes mágicos —dijo con tono quedo pero vehemente—. Utiliza tus poderes mágicos y cree en ellos como yo creía en los míos.

Lestat asintió con la cabeza, acariciándole la mano para tranquilizarla.

—Dime, David, ¿qué es lo que él desea? —preguntó bruscamente—. ¿Hizo esto porque creó a Merrick y pensó que debía pagar por ello con su vida?

¿Qué podía responder yo? ¿Cómo podía ser fiel a todo lo que mi compañero me había confiado a lo largo de tantas veladas?

—No oigo nada —respondí—. Pero tengo la vieja costumbre de no espiar sus pensamientos, de no violentar su alma. Tengo la vieja costumbre de dejar que haga lo que quiera, ofreciéndole muy de vez en cuando mi sangre potente, sin echarle nunca en cara sus debilidades. No oigo nada, pero eso no significa nada. Por las noches recorro los cementerios de la ciudad y no oigo nada. Camino entre los mortales y a veces no oigo nada. Camino solo y no oigo nada, como si yo no poseyera una voz interior.

Contemplé de nuevo su rostro ennegrecido. Vi en él la imagen perfecta de su boca. Y entonces me percaté de que incluso los cabellos de su cabeza seguían intactos.

—No oigo nada —dije—, pero veo espíritus. He visto espíritus en muchas ocasiones. Se me han aparecido muchas veces. ¿Hay un espíritu ahí, entre sus restos? Lo ignoro.

Lestat parecía tener dificultades en sostenerse de pie, como si se debiera a un fallo constitucional, pero se obligó a permanecer derecho. Me sentí avergonzado al observar la capa de polvo gris que cubría las largas mangas de su chaqueta de terciopelo. Me sentí avergonzado cuando observé los nudos y la suciedad en su espesa mata de pelo. Pero esas cosas no le importaban.

Lo único que le importaba era la figura que yacía en el ataúd, y como Merrick no paraba de llorar, le rodeó los hombros con su brazo casi distraídamente, estrechándola contra su poderoso cuerpo y murmurando con voz ronca:

—Tranquilízate, chérie. Hizo lo que deseaba.

—¡Pero su plan se ha torcido! —exclamó Merrick. Las palabras brotaron de sus labios atropelladamente—. Es muy duro que el fuego de un día ponga fin a su existencia. Quizás esté encerrado dentro de esos restos carbonizados temiendo sufrir una suerte atroz. Quizá pueda oírnos en este trance fatal, como suele ocurrir con los moribundos, sin poder responder. —Merrick continuó con tono lastimero —: Quizá nos esté pidiendo ayuda mientras nosotros nos limitamos a discutir y a rezar.

—Y si vierto mi sangre dentro de su ataúd ¿cómo crees que regresará? —inquirió Lestat a Merrick—. ¿Crees que será nuestro amigo Louis quien se alzará de entre esos harapos carbonizados? ¿Y si no lo es, chérie, y si se trata de un monstruo herido al que debemos destruir?

—Elige la vida, Lestat —replicó Merrick. Se soltó de su abrazo, y le suplicó —: Elige la vida, bajo la forma que sea. Elige la vida y haz que regrese. Si él prefiere morir, puede hacerlo más tarde.

—Mi sangre es demasiado potente ahora, chérie —contestó Lestat. Carraspeó para aclararse la garganta y se limpió el polvo que tenía adherido a los párpados. Luego se pasó la mano por el pelo y se lo apartó de la cara—. Mi sangre convertirá en un monstruo al ser que yace en ese ataúd.

—¡Hazlo! —le ordenó Merrick—. Si Louis desea morir, si nos pide que le dejemos morir, yo seré su sierva en ese menester, te lo prometo. —Qué seductores eran sus ojos y su voz—. Prepararé una pócima para que la beba, compuesta por los venenos que tienen algunos animales salvajes en la sangre. Le daré a beber esa pócima para que al amanecer se quede dormido. — Su voz adquirió un tono más apasionado—. Se sumirá en un profundo sueño, y si sobrevive hasta el crepúsculo, yo seré su centinela durante la noche hasta que vuelva a salir el sol.

Lestat mantuvo un buen rato sus ojos color violeta fijos en Merrick, como si reflexionara sobre el deseo que ésta había expresado, su plan, su entrega a Louis. Luego se volvió lentamente hacia mí.

—¿Y tú, querido? ¿Qué quieres que haga? —preguntó. Pese al dolor que sentía, su rostro tenía un aspecto más animado.

—No soy quién para decírtelo —respondí meneando la cabeza—. Has acudido y tienes derecho a tomar tú mismo una decisión, porque eres mayor que yo y te agradezco el mero hecho de que hayas venido. —Tras estas palabras, fui presa de unos pensamientos angustiosos y terroríficos. Contemplé la figura carbonizada que yacía a mis pies, y luego de nuevo a Lestat.

—Si yo lo hubiera intentado y fracasado —dije—, desearía regresar. ¿Qué me impulsó a expresar ese sentimiento? ¿El temor?

No sabría decirlo. Pero era cierto, y yo lo sabía con tanta certeza como si mis labios se lo hubieran dictado a mi corazón.

—Sí, si yo hubiera visto amanecer —dije—, y hubiera sobrevivido a la experiencia, sin duda habría perdido el valor, un valor del que Louis no andaba sobrado.

Lestat parecía estar sopesando estas consideraciones. ¿Cómo no iba a hacerlo? En cierta ocasión, él mismo se había dirigido hacia la luz del sol en, un lugar desierto y, tras sufrir repetidas quemaduras, una y otra vez, sin pausa, había regresado.

Su piel conservaba un tono dorado a consecuencia de esa dolorosa y atroz experiencia. Durante muchos años llevaría la impronta del poder del sol en su carne.

De pronto, se situó delante de Merrick y, ante la mirada de ésta y la mía, se arrodilló junto al ataúd, se aproximó a la figura y luego se apartó. Tocó las manos ennegrecidas con sus dedos, con la misma delicadeza con que lo había hecho Merrick, sin dejar ninguna señal. Lenta, suavemente, tocó la frente, sin dejar tampoco ninguna señal. Lestat se llevó la mano derecha a la boca y se produjo una herida en la muñeca con los dientes antes de que Merrick o yo nos diéramos cuenta de lo que se proponía hacer.

En el acto empezó a manar un chorro de sangre sobre el rostro perfectamente modelado de la figura postrada en el ataúd, y cuando la vena comenzó a cicatrizar, Lestat volvió a mordérsela y dejó que la sangre se derramara sobre Louis.

—¡Ayúdame, Merrick! ¡Ayúdame, David! —exclamó—. Pagaré por lo que he iniciado, pero no dejéis que fracase. Os necesito.

Me acerqué a él de inmediato, arremangándome el puño de la camisa de algodón y clavándome los colmillos en la muñeca. Merrick se arrodilló a los pies del ataúd y observé la sangre que manaba de su frágil muñeca de vampiro. Un humo acre se alzó de los restos que había ante nosotros. La sangre penetraba en cada poro del cuerpo postrado, empapándole las ropas chamuscadas. Lestat las apartó bruscamente y vertió sobre Louis otro chorro de sangre para rematar su frenética acción.

El humo formaba una espesa capa sobre los restos ensangrentados que yacían ante nosotros. No alcanzaba a ver nada a través de él, pero oí un leve murmullo, un terrible gemido de dolor. Dejé que mi sangre siguiera manando al tiempo que mi piel sobrenatural cicatrizaba rápidamente como si quisiera detener la operación, pero volví a clavarme los dientes una y otra vez.

De pronto, Merrick lanzó un grito. A través del humo vi la figura de Louis incorporarse en el ataúd. Su rostro era un auténtico amasijo de pequeñas arrugas. Lestat le cogió la cabeza y la oprimo contra su cuello.

—Bebe, Louis —le ordenó.

—No te detengas, David —dijo Merrick—. Necesita esa sangre, cada átomo de su cuerpo la bebe con avidez. Obedecí, pero de pronto me percaté de que me sentía cada vez más débil, de que estaba a punto de desfallecer, y observé que Merrick también se bamboleaba como si fuera a caerse de bruces, pero no cesó de derramar su sangre.

Vi ante mí un pie desnudo y luego la silueta de una pierna masculina; y a continuación, claramente perceptible en la penumbra, los recios músculos del torso de un hombre.

—Bebe más, sí, toma mi sangre —insistía Lestat con voz grave, expresándose en francés—. Más, bebe más, tómala, toma toda la sangre que pueda darte.

Tenía la vista nublada. Me parecía como si todo el jardín estuviera invadido por un vapor acre. Las dos formas, Louis y Lestat, brillaron unos instantes en la semioscuridad antes de que me tumbara sobre las piedras frías y gratas, antes de sentir a Merrick acurrucada junto a mí, antes de aspirar el maravilloso perfume de su pelo. Volví la cabeza sobre las losas al tiempo que trataba de alzar las manos, pero no pude.

Cerré los ojos. Al abrirlos vi a Louis de pie ante mí, desnudo y restituido, mirándome, con el cuerpo cubierto por una leve capa de sangre, como un recién nacido, y distinguí el color verde de sus ojos y sus dientes blancos. Oí de nuevo la voz de Lestat.

—Más, Louis —dijo—. Bebe más.

—Pero David y Merrick… —protestó Louis.

—No les ocurrirá nada —contestó Lestat.

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