Merrick

Merrick


Capítulo 24

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24

Lo bañamos y vestimos entre los tres en las habitaciones del piso superior.

Su piel presentaba una pátina blancuzca debido a la sangre casi omnipotente de Lestat, que le había restituido la vida, y mientras le ayudábamos a ponerse incluso las prendas más pequeñas comprendimos que no era el mismo Louis del que nos habíamos compadecido en virtud del profundo amor que le profesábamos.

Por fin, cuando estuvo cómodamente vestido con un holgado jersey de cuello vuelto y un pantalón de algodón, los cordones de los zapatos anudados y el espeso cabello negro peinado, se sentó con nosotros en el saloncito trasero, un lugar de reunión que había sido testigo de muchas ásperas discusiones durante mi breve vida sobrenatural. Tenía que cubrirse los ojos con unas gafas de sol pues habían adquirido la iridiscencia que Lestat había tenido que soportar siempre. Pero ¿y el ser interior? ¿Qué tenía que decirnos mientras le observábamos, esperando que compartiera con nosotros sus pensamientos?

Louis se instaló más cómodamente en la butaca de terciopelo oscuro y miró a su alrededor como un recién nacido monstruoso que el mito o la leyenda había depositado, entero e intacto, en nuestras vidas. Lentamente posó sus ojos verdes y perspicaces sobre nosotros.

Después de cepillarse la ropa para eliminar el polvo que le cubría, Lestat había sacado de su armario ropero una chaqueta nueva de terciopelo marrón oscuro y una camisa limpia con el acostumbrado y tupido volante de encaje antiguo y levemente amarillento. Se había sacudido el pelo, se había peinado y se había cambiado de botas. En suma, los cuatro ofrecíamos un aspecto impecable, aunque Merrick mostraba algunas manchas de sangre en uno de los habituales camiseros de seda que vestía. Pero el vestido era de color rojo y las manchas quedaban disimuladas. Alrededor del cuello lucía (y había lucido toda la noche) el regalo que yo le había hecho años atrás, el collar de perlas de tres vueltas.

Supongo que hallé cierto solaz en esos detalles, por eso los describo aquí. Pero el que me produjo el efecto más saludable fue la expresión serena y sorprendida de Louis.

Permítaseme añadir que Merrick había quedado muy debilitada por la sangre que había aportado a nuestro esfuerzo colectivo, y deduje que dentro de poco tendría que deambular por las calles más oscuras y peligrosas de la ciudad en busca de alimento, y decidí acompañarla.

Yo había ensayado demasiadas veces en mi imaginación lo que significaría tenerla junto a nosotros para fingir que mi sentido de la moral había recibido un duro golpe. En cuanto a su belleza, la noble sangre que Louis le había ofrecido hacía unas noches no había hecho sino intensificarla; el color verde de sus ojos era más vivido, aunque todavía podía pasar por una mortal con relativa facilidad.

Daba la impresión de que la resurrección de Louis le había exigido todas las reservas de su corazón. Merrick se sentó en la butaca junto a la atildada figura de Lestat, como si en aquellos momentos sólo deseara quedarse dormida. Qué hábilmente ocultaba la sed que debía de sentir, me dije, pero de pronto Merrick alzó la cabeza y me miró. Había adivinado mis pensamientos.

—Sólo una pincelada —comentó—. No quiero saber más que eso.

Hice un esfuerzo por ocultar lo que sentía, pensando que convenía que todos observáramos esa regla, tal como Louis y Lestat habían hecho antiguamente. Lestat rompió por fin el silencio.

—El proceso no se ha completado —dijo, mirando fijamente a Louis—. Requiere más sangre. —Su voz era enérgica y me resultaba maravillosamente familiar. Se expresaba en su acostumbrado inglés americano—. Es preciso que bebas de mí, Louis, y que yo te devuelva la sangre. Requiere, en suma, que yo te dé toda la fuerza que poseo, sin desperdiciar ni un ápice de la misma. Quiero que la aceptes sin protestar, tanto por mi bien como por el tuyo. Durante unos momentos el rostro de Lestat adquirió de nuevo un aspecto fatigado. Volvía a parecer el sonámbulo de cuando se levantó y acudió a ayudarnos. Pero al cabo de unos segundos recobró la vitalidad, se volvió hacia mí y dijo sin rodeos:

—En cuanto a ti, David, llévate a Merrick e id a alimentaros, para recuperar las fuerzas que habéis perdido. Enséñale lo que debe saber, aunque creo que está bien versada en estas materias. Creo que Louis, en el poco rato que pasó con ella anoche, la ha instruido admirablemente.

Estaba seguro de que Louis rompería su solemne silencio para protestar contra la decisión de Lestat, pero no lo hizo. Por el contrario, detecté en él una manifiesta seguridad en sí mismo que antes no poseía.

—Sí, dame toda la sangre que puedas —dijo con un tono grave y vigoroso—. ¿Y Merrick? ¿Le darás también a ella tu sangre potente?

A Lestat le sorprendió su fácil victoria. Se levantó. Yo tomé a Merrick de la mano, dispuesto a marcharme.

—Sí —respondió Lestat, apartándose unos mechones rubios de la cara—. Daré a Merrick mi sangre si la desea. Nada me complacería más, Merrick, te lo aseguro. Pero tú debes decidir si quieres volver a recibir de mí el Don Oscuro. Si bebes de nuevo mi sangre, serás tan fuerte como David y Louis. Si bebes mi sangre, todos seremos unos dignos compañeros, que es justamente lo que pretendo.

—Sí, lo deseo —contestó ella—. Pero antes debo ir en busca de una presa, ¿no es así?

Lestat asintió con la cabeza e hizo un breve y elocuente gesto para indicar que nos fuéramos y le dejáramos solo con Louis.

Merrick y yo bajamos apresuradamente la escalera de hierro, salimos del edificio y nos alejamos del Barrio Francés. Anduvimos en silencio, acompañados tan sólo por su fascinante taconeo sobre el pavimento. Al poco rato llegamos al viejo y destartalado barrio donde se hallaba el viejo caserón. Pero no entramos en su casa, sino que continuamos adelante.

Al rato se escapó de sus labios una dulce carcajada y se detuvo un momento para depositar un beso en mi mejilla. Quería decirme una cosa, pero no llegó a hacerlo.

Un lujoso automóvil americano pasó lentamente junto a nosotros. A través de sus gruesos cristales oímos el sonido de la radio y la desagradable letra de una odiosa canción. Se parecía a toda la música moderna, un ruido infernal destinado a enloquecer a todos los humanos.

El coche se detuvo a pocos metros de nosotros, y Merrick y yo seguimos adelante. Comprendí que los dos mortales que iban en el coche se proponían lastimarnos, y canté un réquiem por ellos. Quizá sonreí. Por siniestro que parezca, creo que sonreí.

Lo que no esperaba era oír la brusca detonación de una pistola y ver la reluciente trayectoria de una bala ante mis ojos. Merrick soltó otra carcajada, pues también había visto el brillante arco ante nosotros.

Se abrió la puerta del coche y una figura oscura avanzó hacia Merrick. Ella se volvió, extendió afectuosamente sus esbeltos brazos hacia su víctima y la atrapó con el paso cambiado, rápidamente. Vi la expresión estupefacta del hombre cuando Merrick clavó sus dientes en él; la vi sostener en sus brazos el fornido cuerpo de su presa, sin mayores dificultades. Olí la sangre mientras Merrick la succionaba con la pericia de un vampiro. El conductor se apeó del coche, dejando el motor en marcha, furioso de que la violación o el atraco que él y su compañero se habían propuesto cometer hubiera fracasado. Volvió a sonar un fuerte disparo de pistola, pero la bala se perdió en la oscuridad.

Me precipité sobre nuestro agresor y lo atrapé con la misma facilidad con que Merrick había atrapado a su presa. Le clavé en el acto los dientes en el cuello, sintiendo el magnífico sabor de la sangre. Nunca había bebido con semejante voracidad, con semejante apremio. Nunca había hecho que aquellos momentos se prolongaran tanto, escrutando los desesperados recuerdos y sueños de aquel desdichado antes de arrojar en silencio sus restos entre la alta hierba de un solar abandonado.

Rápidamente, Merrick depositó también a su víctima agonizante sobre la hierba del solar.

—¿Has cerrado los orificios de la herida para no dejar ninguna señal que indique cómo murió? —pregunté.

—Por supuesto —contestó Merrick.

—¿Por qué no lo mataste? —inquirí—. Debiste matarlo.

—Cuando beba la sangre de Lestat podré matar a mis presas —respondió—. En cualquier caso, no sobrevivirá. Para cuando regresemos al piso, habrá muerto.

Regresamos a casa.

Merrick caminaba a mi lado. Me pregunté si sabía lo que yo pensaba, que la había traicionado y destruido. Pensaba que le había causado todos los perjuicios que me había jurado evitar. Al volver la vista atrás y pensar en el plan que habíamos tramado de que ella invocaría a un fantasma ante Louis y ante mí, vi las semillas de todo lo que había ocurrido posteriormente. Me sentí hundido; un hombre humillado por su propio fracaso que soportaba con la fría pasividad de un vampiro, la cual coexiste sin mayores problemas con el dolor humano.

Quería decirle lo mucho que lamentaba que no hubiera podido gozar plenamente de su existencia mortal. Quería decirle que quizás el destino le tenía reservadas grandes cosas, y que yo había desbaratado ese destino con mi estúpido egoísmo, con un ego que no podía controlar.

Pero ¿por qué destruir esos momentos tan preciosos para ella? ¿Por qué empañar el esplendor que contemplaba en derredor suyo, saboreándolo todo con sus ojos de vampiro al igual que había saboreado la sangre de su presa? ¿Por qué arrebatarle las pocas noches vírgenes en las que la fuerza y la amenaza le parecían tan sagradas como justas? ¿Por qué tratar de convertirlo todo en tristeza y dolor? No tardaría en experimentar esos sentimientos. Quizás adivinó mis pensamientos. Yo no traté de impedírselo. Pero cuando se puso a hablar, no detecté en sus palabras nada que lo demostrara.

—Toda mi vida he temido cosas —dijo con tono dulce y confidencial—, como es natural en una niña y en una mujer. Por supuesto, no lo reconocía. Me tenía por una bruja y me dedicaba a recorrer calles oscuras para castigarme por mis dudas. Pero sabía lo que significa el temor.

»Y ahora, en esta oscuridad, no temo nada. Si me dejaras aquí sola, no sentiría nada. Seguiría andando. Como hombre, no puedes comprender el significado de lo que digo. No conoces la vulnerabilidad de una mujer. No conoces la sensación de poder que experimento ahora.

—Creo comprenderlo en parte —respondí con tono conciliador—. Ten presente que he sido viejo, y cuando era viejo conocí un temor que no había experimentado de joven.

—Entonces tal vez comprendas los recelos que oculta siempre una mujer en su corazón, tal vez conozcas esa fuerza tan gloriosa que siento ahora.

Le rodeé los hombros con el brazo. La obligué a volverse para besarla y sentí su piel de una frialdad sobrenatural bajo mis labios.

Su perfume parecía ahora ajeno a ella, como si no le perteneciera profundamente, aunque seguía siendo fragante y saturaba sus largos cabellos castaños que yo acariciaba cariñosamente con las manos.

—Quiero que sepas que te amo —dije, y percibí en mi voz los terribles remordimientos, la terrible súplica de penitencia

—¿No comprendes que a partir de ahora estaré siempre junto a ti? —preguntó—. ¿Por qué íbamos a separarnos ninguno de nosotros de los demás?

—Pero ocurre. Al cabo del tiempo, ocurre —respondí—. No me preguntes el motivo. La caminata nos llevó hasta la casa de Merrick.

Entró sola, después de pedirme que la esperara pacientemente, y salió con su acostumbrado bolso de lona. Mis perspicaces sentidos detectaron un extraño olor que emanaba ¿e él, un olor acre, a sustancia química, que no logré identificar?

No di importancia a aquel olor, y cuando reemprendimos juntos nuestro camino me olvidé de él, o me acostumbré a él, o dejé de pensar en él. Los pequeños misterios no me atraían. La tristeza y la dicha que sentía eran demasiado inmensas para preocuparme por nimiedades.

Cuando regresamos al piso, comprobamos que Louis había experimentado un cambio radical.

Estaba tranquilamente sentado en el saloncito trasero con Lestat y presentaba un aspecto tan pálido que más parecía un objeto de mármol que un hombre de carne y hueso. De haber querido caminar por lugares iluminados, habría tenido que triturar un puñado de cenizas con las manos y extenderlas sobre su piel.

Sus ojos despedían un fulgor mayor que el que yo había observado antes.

Pero ¿y su alma? ¿Qué tenía que decirnos? ¿Seguía siendo el mismo en su corazón?

Me senté en una butaca y Merrick hizo lo propio, depositando su bolso de lona en el suelo, a sus pies. Creo que ambos decidimos esperar a que Louis dijera algo.

Al cabo de un rato todos seguíamos en la misma postura, aguardando. Lestat miró una y otra vez a Merrick con comprensible fascinación, hasta que por fin Louis rompió el silencio.

—Os estoy profundamente agradecido por haberme resucitado. — Se expresaba con su acostumbrada cadencia, su acostumbrada sinceridad. Quizá también con su acostumbrada timidez—. Durante toda mi vida entre vampiros buscaba algo que llegué a creer que jamás poseería. Hace más de un siglo viajé al Viejo Mundo en busca de ello. Y al cabo de una década fui a París, buscando lo que anhelaba. — Louis continuó hablando con un tono cargado de sentimiento —: Lo que buscaba era un lugar, un lugar en el que sintiera que formaba parte de algo más grande que yo mismo. Un lugar donde estuviera rodeado por unos seres que me acogieran en su grupo. Pero hasta ahora no lo había encontrado.

Louis me dirigió una mirada cargada de significado y luego miró a Merrick con un amor que dulcificó sus rasgos.

—Ahora soy tan fuerte como tú, David. Y dentro de poco Merrick también lo será. —Louis miró a Lestat sin pestañear—. Soy casi tan fuerte como tú, mi bendito creador. Para bien o para mal, me siento uno de vosotros. Mientras observaba su semblante pálido y reluciente, exhaló un prolongado suspiro, tan característico de él.

—Oigo pensamientos —dijo—. Una música lejana. Sí, la oigo. Oigo a las personas que transitan por la calle. Percibo su olor, dulce y grato. Contemplo la noche y veo muy lejos.

Sentí un inmenso e inesperado alivio que traté de expresar a través de mis gestos y la expresión de mi rostro. Tuve la sensación de que Merrick compartía ese alivio. Su amor por Louis era palpable. Era decididamente más agresivo y exigente que el amor que sentía por mí.

Lestat, más debilitado que nosotros debido a todo lo que había soportado y al largo ayuno de los últimos meses, acogió esas palabras asintiendo con la cabeza.

Miró a Merrick como si tuviera una tarea que cumplir, tarea que yo deseaba que llevara a cabo cuanto antes. No sería fácil para mí ver cómo Lestat estrechaba a Merrick entre sus brazos. Quizá lo haría en privado, como cuando se producía un intercambio de sangre con Louis. Estaba dispuesto a que me pidiera de nuevo que fuera a dar un paseo, acompañado esta vez únicamente por mis pensamientos.

Pero intuí que nuestra pequeña reunión no iba a suspenderse todavía.

Merrick se inclinó hacia delante en la silla para dirigirse a todos nosotros.

—Tengo que comunicaros algo —empezó a decir, mirándome respetuosamente unos instantes antes de dirigir la vista hacia los otros dos—. Louis y David se sienten culpables de que me haya convertido en una de vuestra especie. Quizá tú también tengas ciertas reservas al respecto, Lestat.

»Escuchad lo que voy a deciros, por el bien de todos, y luego, cuando conozcáis los aspectos claves de la historia, pensad lo que queráis. Estoy aquí porque hace tiempo lo decidí.

»Hace años que David Talbot, nuestro respetado Superior, desapareció de los brazos protectores de Talamasca, pero las mentiras sobre el método empleado para poner fin a su existencia mortal no me sirvieron de consuelo. »Como David sabe bien, averigüé los secretos del cambio de cuerpos gracias al cual David se había desembarazado del anciano cuerpo con el que yo le había amado con todo mi corazón. Pero no tuve necesidad de leer un documento secreto escrito por mi amigo Aarón Lightner para averiguar qué había sido del alma de David. »Averigüé la verdad cuando volé a Londres, a raíz de la muerte de aquel cuerpo, el cuerpo de quien llamábamos David Talbot, para presentarle mis respetos, a solas con el cadáver en el ataúd antes de que fuera sellado. Cuando toqué el cuerpo comprendí que David no había sufrido la muerte dentro de él, y en aquel momento extraordinario comenzaron mis ambiciones.

»Poco tiempo después encontré los documentos de Aarón Lightner, los cuales demostraban a las claras que David había sido la víctima complaciente del cambio de cuerpos faustiano, y que algo imperdonable según Aarón había arrebatado de nuestro mundo a David, instalado en el cuerpo del joven.

»Por supuesto, yo sabía que era obra de los vampiros. No necesitaba recurrir a las leyendas populares que enmascaran los hechos para deducir que finalmente Lestat había conseguido transformar a David. »Pero cuando leí esos curiosos folios, repletos de eufemismos e iniciales, yo ya había preparado un hechizo tan potente como antiguo. Lo había preparado para conseguir que David Talbot, bajo la forma que fuera, de un joven, un vampiro o un fantasma, regresara junto a mí, al calor de mis amorosos brazos, para restituirle su sentido de la responsabilidad hacia mí, para gozar del amor que habíamos compartido en otro tiempo.

Merrick guardó silencio y sacó del bolso un paquetito envuelto en un trapo. Percibí de nuevo un olor acre, que no logré identificar. Entonces Merrick abrió el paquete y nos mostró lo que parecía ser una mano humana amarillenta y un tanto enmohecida.

No era la mano ennegrecida que yo había visto en más de una ocasión sobre su altar. Era más reciente, y de pronto me percaté de algo que mi olfato no me había indicado. Antes de ser amputada, la mano había sido embalsamada. Era el líquido de embalsamar lo que producía aquel hedor. Pero el líquido se había secado hacía tiempo y había dejado la mano tal como aparecía en aquellos momentos: carnosa, encogida y crispada.

—¿No la reconoces, David? —me preguntó Merrick con tono grave. Al mirar la mano sentí un escalofrío.

—La tomé de tu cuerpo, David —dijo Merrick—. La tomé porque no quería que desaparecieras.

Lestat soltó una breve carcajada rebosante de ternura y de gozo. Louis estaba tan pasmado que no pudo articular palabra.

En cuanto a mí, me quedé mudo. Sólo fui capaz de contemplar la mano.

En la palma estaban impresas unas pequeñas palabras, escritas en copto, aunque no sabía leer esa lengua. Entonces fue Louis quien esbozó una breve sonrisa divertida.

Lestat se reclinó en la butaca, observando aquel objeto tan singular con una ceja arqueada y una sonrisa de tristeza.

—¡No lo admito! —exclamé meneando la cabeza.

—No podías impedírmelo, David —dijo Merrick—. No tienes culpa alguna, del mismo modo que Louis no tiene la culpa de lo que me ha ocurrido hace poco.

—No, Merrick —contestó Louis con delicadeza—, he conocido suficientes casos de amor auténtico a lo largo de mi existencia para dudar de lo que siento por ti.

—¿Qué dicen esas inscripciones? —pregunté enojado. Merrick contestó a mi pregunta:

—Dicen —respondió Merrick— una ínfima parte de lo que yo he recitado innumerables veces al invocar a mis espíritus, los espíritus que invoqué para Louis y para ti la otra noche. Dicen lo siguiente: «Os ordeno que impregnéis su alma, su mente y su corazón del deseo ardiente de mi persona; que inflijáis a sus noches y días un deseo implacable y atormentado de mi persona; que invadáis sus sueños con imágenes mías; que no permitáis que lo que coma o beba le solace mientras piensa en mí, hasta que regrese a mi lado, hasta que se halle en mi presencia, hasta que yo pueda utilizar todos mis poderes mientras conversamos. No le concedáis ni un momento de respiro; no permitáis que se aleje nunca de mí».

—No fue así —dije.

Merrick continuó con un tono más suave, más amable:

—«Convertidlo en mi esclavo, en el leal servidor de mis designios. No permitáis que rechace lo que yo os he confiado, mis poderosos y leales espíritus. Haced que colme el destino que yo misma elija».

Merrick dejó que el silencio se impusiera de nuevo en la estancia. Durante unos momentos no oí nada salvo la risotada grave y sofocada de Lestat.

Pero no era una risa burlona, sino más bien de asombro.

—Así pues, quedáis absueltos, caballeros —dijo Lestat—. ¿Por qué no lo aceptáis como un inestimable don que Merrick está en su derecho de concederos?

—Nada puede absolverme —replicó Louis.

—Si preferís pensar que soy culpable, allá vosotros —dijo Merrick—. Devolveré a la tierra este residuo de tu cuerpo. David. Pero antes de zanjar el asunto que afecta a vuestros corazones, permitidme agregar que alguien predijo el futuro.

—¿Quién? —pregunté.

—Un anciano —respondió Merrick, dirigiéndose concretamente a mí—, que se sentaba en el comedor de mi casa para escuchar la santa misa por la radio, un anciano que tenía un reloj de bolsillo de oro que me encantaba, un reloj que me aseguró que no marcaba las horas para mí.

La miré atónito.

—El tío Vervain —murmuré.

—Fue lo único que afirmó al respecto —dijo Merrick con humildad—. Pero me envió a las selvas de América Central para hallar la máscara que utilicé para invocar a Claudia. Antes me había enviado, con mi madre y mi hermana, para hallar el perforador con el que corté la muñeca de Louis para obtener su sangre, no para invocar yo a un espíritu, sino para el hechizo que utilicé para hacer que Louis regresara junto a mí.

Los otros no dijeron nada, pero Louis y Lestat la habían comprendido. Y fue esa intrincada historia lo que hizo que aceptara plenamente, en lugar de dudar de ella, la prueba de mi terrible culpa.

Estaba a punto de amanecer. Tan sólo disponíamos de un par de horas. Lestat quería emplear ese tiempo en transmitir su poder a Merrick.

Pero antes de dispersarnos, Lestat se volvió hacia Louis y le hizo una pregunta que nos intrigaba a todos.

—Cuando salió el sol —dijo—, cuando lo viste, cuando te quemó antes de que perdieras el conocimiento, ¿qué viste? Louis se quedó mirando a Lestat con rostro inexpresivo, como suele hacer cuando se halla presa de una intensa emoción. Luego sus rasgos se suavizaron, frunció el ceño y sus ojos se llenaron de las temidas lágrimas.

—Nada —respondió. Agachó la cabeza, pero unos instantes después volvió a alzarla con gesto de desesperación

—. Nada. No vi nada y comprendí que no había nada. Noté que todo era… hueco, incoloro, intemporal. Nada. Me pareció increíble haber vivido bajo la forma que fuera. —Cerró los ojos con fuerza y se tapó la cara para hurtarla a nuestra curiosidad. Rompió a llorar—. Nada —repitió—. Nada en absoluto.

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