Merrick

Merrick


Capítulo 25

Página 30 de 31

25

Por más sangre que Lestat diera a Merrick, no consiguió convertirla en vampiro tan potente como él. Ni a ninguno de nosotros. Pero gracias al constante intercambio de sangre, Merrick mejoró mucho.

Así formamos un nuevo aquelarre, alegre, gozando de nuestra mutua compañía y disculpándonos nuestros pecados anteriores.

A cada hora que pasaba, Lestat se asemejaba más y más a la antigua criatura impulsiva y de acción que yo había amado durante tanto tiempo.

¿Me atrajo Merrick con un hechizo? No. No creo que mi razón sea tan susceptible, ¿pero qué puedo pensar sobre los designios del tío Vervain?

Me esforcé en desterrar el asunto de mis pensamientos y acepté a Merrick sin reservas, aunque tenía que soportar la fascinación que sentía por Louis y la que éste sentía por ella. A fin de cuentas, yo había recuperado a Lestat.

Dos noches más tarde, unas noches en las que no acontecieron hechos ni hazañas memorables, salvo la creciente experiencia que adquiría Merrick, formulé a Lestat la pregunta que tanto me había preocupado sobre su prolongado sueño.

Se encontraba en el elegante saloncito delantero de la Rué Royale, ofreciendo un aspecto espléndido con su chaqueta de terciopelo negro con botones de marfil, nada menos, y su hermoso pelo rubio reluciendo bajo la luz de sus numerosas lámparas.

—Tu prolongado letargo me asustó —confesé—. En ocasiones habría jurado que ya habías abandonado tu cuerpo. Me refiero de nuevo, claro está, a un oído que no poseía cuando era tu pupilo. Pero hablo de un instinto humano que está muy agudizado en mí.

Seguí contándole lo mucho que me había inquietado verle en aquel estado, incapaz de despertarlo, temiendo que el alma le hubiera abandonado y no regresara.

Lestat guardó silencio unos momentos, y por unos instantes creí ver un gesto de dolor que ensombreció su rostro. Luego me sonrió afectuosamente y me indicó que no me preocupara más.

—Puede que una noche te hable de ello —dijo—. De momento sólo te diré que no estás equivocado en tus conjeturas. No siempre estaba dentro de mi cuerpo. —Lestat se detuvo, pensando, murmurando algo que no llegué a captar. Luego prosiguió —: En cuanto al lugar donde me hallaba, no puedo explicártelo. Pero, repito, quizás alguna noche te hable de ello.

Sus palabras habían picado mi curiosidad y durante unos momentos me enojé con él, pero cuando empezó a reírse de mí, guardé silencio.

—No volveré a sumirme en mi sueño —dijo por fin con tono serio y convincente—. Quiero que todos estéis seguros de ello. Han transcurrido muchos años desde que se me apareció Memnoch. Puede decirse que tuve que hacer acopio de todas mis reservas para soportar aquella terrible prueba. En cuando a la época en que la música de Sybelle me despertó de mi letargo, me hallaba más cerca de vosotros de lo que lo estuve más tarde.

—Me intrigas insinuando que te ocurrió algo singular — dije.

—Quizá sea cierto —respondió. Sus vacilaciones y su tono burlón me irritaban—. O quizá no. ¿Cómo quieres que lo sepa, David? Ten paciencia. Volvemos a estar juntos, y Louis ha dejado de ser el emblema de nuestro descontento. Me doy por más que satisfecho, créeme.

Sonreí y asentí con la cabeza, pero el mero nombre de Louis me hizo evocar el horripilante espectáculo de sus restos carbonizados en el ataúd. Era la prueba de que el sereno y omnipotente esplendor del sol cotidiano no volvería a brillar sobre mí. Era la prueba de que podemos perecer con toda facilidad y que todo el mundo mortal constituye un enemigo fatídico durante esas horas entre el amanecer y el crepúsculo. — He perdido mucho tiempo —comentó Lestat con su habitual energía, moviendo los ojos de un lado a otro—. Hay muchos libros que deseo leer, muchas cosas que deseo ver. Vuelvo a encontrarme rodeado por el mundo, donde debo estar.

.Supongo que después de esa conversación habríamos pasado una agradable veladas juntos, leyendo, gozando de esas pinturas impresionistas maravillosamente domésticas, de no haber subido Merrick y Louis apresuradamente por la escalera de hierro forjado y haber atravesado el pasillo a la carrera hasta llegar al saloncito delantero.

Merrick no había renunciado a su afición a los camiseros y ofrecía un aspecto magnífico con su vestido de seda verde oscuro. Ella iba delante, seguida por un Louis más reticente. Ambos se sentaron en el sofá de brocado frente a nosotros.

—¿Qué ocurre? —se apresuró a preguntar Lestat.

—Talamasca —respondió Merrick—. Creo que conviene que nos marchemos enseguida de Nueva Orleáns. Ahora mismo —Tonterías —replicó Lestat de inmediato—. No lo consentiré. —Tenía el rostro rojo de indignación—. Jamás he temido a los mortales. No temo a los de Talamasca.

—Quizá deberías temerlos —terció Louis—. Escucha lo que pone la carta que ha recibido Merrick.

—¿Que ha recibido? —preguntó Lestat enojado—. No habrás regresado a la casa matriz, ¿verdad, Merrick? ¡Sabías que no debías hacerlo!

—Por supuesto que no lo he hecho. Os soy totalmente leal, no lo dudes —contestó airada—. Dejaron esta carta en mi vieja casa aquí en Nueva Orleáns. La encontré esta tarde, y no me gusta. Creo que debemos replantearnos nuestra situación, aunque me culpes a mí de lo ocurrido.

—No quiero replantearme nada —contestó Lestat—. Lee la carta.

En cuanto la sacó de su bolsa de lona, vi que se trataba de una misiva manuscrita de los Ancianos. Estaba escrita sobre pergamino auténtico, capaz de resistir durante siglos, aunque sin duda la había impreso una máquina, ¿pues desde cuándo escribían los Ancianos cartas de su puño y letra?

Merrick:

Hemos averiguado con estupor lo de tus recientes experimentos en la antigua casa donde naciste. Te ordenamos que abandones Nueva Orleáns tan pronto como sea posible. No debes tener más tratos con tus compañeros de Talamasca, ni con esa selecta y peligrosa pandilla por la que te has dejado seducir, y regresa de inmediato a Ámsterdam.

Tienes tu habitación preparada en la casa matriz, y confiamos en que obedezcas nuestras instrucciones.

Por favor, comprende que estamos dispuestos, como siempre, a intentar sacar provecho de tus recientes y temerarias experiencias, pero debes cumplir a rajatabla nuestras órdenes. Tienes que romper tus relaciones con aquellos que jamás obtendrán nuestra aprobación, y reunirte de inmediato con nosotros.

Merrick dejó la carta en su regazo.

—Lleva el sello de los Ancianos —dijo. Efectivamente, llevaba su sello de cera.

—Qué nos importa que lleve su sello o el sello de otros, —dijo Lestat—. No pueden obligarte a ir a Ámsterdam. ¿Cómo se te ocurre pensar siquiera en esa posibilidad?

—Ten paciencia conmigo —respondió Merrick de inmediato—. No he pensado en esa posibilidad. Lo que digo es que nos están vigilando estrechamente. Lestat meneó la cabeza.

—Siempre nos han observado estrechamente. Llevo más de una década haciéndome pasar por uno de mis personajes de ficción. ¡Qué me importa que me vigilen! Desafío a cualquiera que trate de hacerme daño. Siempre lo he hecho, a mi modo, y rara vez me he equivocado.

—Pero Lestat —dijo Louis, inclinándose hacia delante y mirándolo a los ojos—. Esto significa que los de Talamasca han conseguido visualizarnos, según piensan ellos, a David y a mí, en casa de Merrick. Y eso es peligroso, peligroso porque puede crearnos enemigos entre aquellos que creen sinceramente en lo que somos.

—No lo creen —replicó Lestat—. Nadie lo cree. Eso es lo que nos protege. Nadie cree en lo que somos, salvo nosotros.

—Te equivocas —terció Merrick antes de que yo pudiera intervenir—. Creen en ti…

—Y «vigilan y están siempre presentes» —apostilló Lestat, parodiando el viejo lema de la Orden, el lema impreso en las tarjetas de visita que yo llevaba encima cuando caminaba por la Tierra como un hombre normal y corriente.

—No obstante —me apresuré a decir—, no conviene que nos marchemos ahora. Ninguno de nosotros puede regresar a la casa de Merrick, aunque tampoco podemos quedarnos en este piso de la Rué Royale.

—No cederé ante ellos —declaró Lestat—. No permitiré que me obliguen a abandonar esta ciudad que me pertenece. De día dormimos ocultos, al menos vosotros tres preferís dormir ocultos, pero la noche y la ciudad nos pertenecen.

—¿Qué quieres decir que la ciudad nos pertenece? —preguntó Louis con conmovedora inocencia. Lestat le interrumpió con un gesto despectivo.

—He vivido aquí durante doscientos años —dijo con tono grave y vehemente—. No me marcharé porque me lo exija una Orden de eruditos. ¿Cuántos años hace que fui a visitarte en la casa matriz de Londres, David? Nunca te temí. Te desafiaba con mis preguntas. Te exigí que crearas un expediente individual sobre mí entre tus voluminosos archivos.

—Sí, Lestat, pero las cosas ahora son distintas. —Miré a Merrick directamente a los ojos—. ¿Nos lo has contado todo, cariño? —le pregunté.

—Sí —respondió mirando al frente, como si cavilara sobre el problema que había surgido—. Os lo he dicho todo, pero esta carta la escribieron hace unos días. Y la situación ha cambiado. — Por fin alzó la vista y me miró—. Si nos vigilan, como sospecho, ya deben de saber hasta qué punto ha cambiado la situación.

Lestat se levantó.

—No temo a los de Talamasca —declaró recalcando sus palabras—. No temo a nadie. Si los de Talamasca hubieran querido atraparme, habrían podido hacerlo durante todos los años que permanecí dormido sobre el polvoriento suelo de Ste. Elizabeth's.

—Pero de eso se trata justamente —dijo Merrick—. No querían atraparte. Querían vigilarte. Querían permanecer cerca, como siempre, para recabar unos conocimientos que nadie más poseía, pero no querían tocarte. No querían que tu inmenso poder se volviera contra ellos.

—Lo has expresado perfectamente —dijo Lestat—. Me gusta eso de mi «inmenso poder». Harían bien en tenerlo en cuenta.

—Te lo ruego —dije—, no amenaces a los de Talamasca.

—¿Por qué no? —preguntó Lestat.

—No puedes pensar realmente en hacer daño a los miembros de Talamasca —respondí preocupado, con cierta aspereza—. No puedes hacerlo, por respeto a Merrick y a mí.

—Ellos te han amenazado, ¿no es cierto? —replicó Lestat—. Nos han amenazado a todos.

—No lo comprendes —intervino Merrick—. Es demasiado arriesgado tratar de perjudicar a los de Talamasca. Forman una gigantesca organización, una organización muy antigua…

—No me importa —dijo Lestat.

—… y saben lo que eres —acabó ella.

—Vuelve a sentarte, Lestat, por favor —dijo Louis—. ¿Es que no lo entiendes? No se trata simplemente de su considerable antigüedad y poder. No se trata sólo de sus recursos. Se trata de quiénes son. Nos conocen, pueden hacernos la vida imposible. Pueden causarnos graves perjuicios vayamos donde vayamos, en cualquier lugar del mundo.

—Estás soñando, mi viejo amigo —replicó Lestat—. Piensa en la sangre que he compartido contigo. Piensa en ello, Merrick. Y piensa en Talamasca y su torpe forma de actuar. ¿Qué hizo cuando Jesse Reeves abandonó la Orden? Nadie la amenazó.

—Justamente pienso en su forma de actuar, Lestat —contestó Merrick con firmeza—. Por eso creo que debemos marcharnos de aquí. Debemos llevarnos todas las pruebas que puedan utilizar para sus investigaciones. Es preciso que nos vayamos

Lestat nos miró irritado y salió del piso dando un portazo.

Durante aquella larga noche no supimos dónde estaba. Sabíamos lo que pensaba, sí, y comprendíamos y respetábamos sus sentimientos, y decidimos tácitamente hacer lo que él había dicho. Lestat era sin duda nuestro líder. Poco antes del amanecer nos dirigimos a nuestros respectivos escondites. Los tres estábamos de acuerdo en que ya no podíamos ocultarnos entre la multitud.

Al día siguiente, al anochecer, Lestat regresó al piso de la Rué Royale.

Merrick había bajado a recoger otra carta remitida por correo especial, una carta que me infundió pavor, y Lestat apareció en el saloncito delantero del piso antes de que regresara

Merrick.

Lestat tenía el pelo alborotado por el viento y parecía furioso. Empezó a pasearse arriba y abajo con ruidosas zancadas, como un arcángel en busca de una espada perdida.

—Haz el favor de dominarte —dije con tono imperioso.

Lestat me miró irritado, pero se sentó. Nos observó a Louis y a mí con cara de pocos amigos y esperó a que Merrick entrara en la habitación.

Por fin apareció Merrick con el sobre abierto y el pergamino en la mano. Sólo puedo describir su expresión como de asombro. Me miró antes de mirar a los otros, y luego se volvió de nuevo hacia mí.

Merrick indicó a Lestat que guardara silencio y se sentó en el sofá de damasco, junto a Louis. No pude por menos de observar que éste no trató de leer la carta sobre el hombro de Merrick, sino que se limitó a aguardar. Pero estaba tan impaciente por conocer su contenido como yo.

—Es extraordinario —dijo Merrick—. Jamás había visto a los Ancianos adoptar una postura semejante. Jamás había visto a nadie de nuestra Orden mostrarse tan explícito. Conozco su erudición, su capacidad de observación, sus innumerables informes sobre fantasmas, brujería y vampiros, sí, vampiros. Pero jamás había visto nada semejante. Merrick desdobló la hoja y leyó en voz alta, con expresión aturdida:

Sabemos lo que le habéis hecho a Merrick Mayfair. Os advertimos que Merrick debe regresar junto a nosotros. No admitiremos ninguna explicación, excusa ni disculpa. No estamos dispuestos a perder el tiempo con palabras en lo que respecta a este asunto. Merrick Mayfair debe regresar junto a nosotros, y no aceptaremos un no por respuesta. Lestat sonrió.

—¿Pero por quién te han tomado, chérie, para, ordenarnos que te entreguemos? —preguntó—. ¡Ni que fueras una valiosa joya! ¡Esos eruditos de pacotilla son unos misóginos! Ni siquiera yo me he comportado nunca tan toscamente.

—¿Qué más dicen en la carta? —me apresuré a preguntar—. No la has leído toda. Merrick, que parecía haber salido de su estupor, fijó de nuevo la vista en el pergamino.

Estamos dispuestos a abandonar la postura pasiva que hemos mantenido durante siglos con respecto a vuestra existencia. Estamos dispuestos a declararos nuestros enemigos y a exterminaros a toda costa. Estamos dispuestos a utilizar nuestro considerable poder e importantes recursos con tal de destruiros.

Si accedéis a nuestra petición, toleraremos vuestra presencia en Nueva Orleáns y sus inmediaciones. Reanudaremos nuestras inofensivas observaciones. Pero si Merrick Mayfair no regresa de inmediato a la casa matriz llamada Oak Haven, tomaremos las medidas necesarias para perseguiros en cualquier lugar del mundo donde tratéis de refugiaros. El rostro de Lestat abandonó su expresión de furia y desdén y adoptó una actitud reflexiva, tranquila, lo cual no interpreté como una señal halagüeña.

—En realidad es muy interesante —comentó, arqueando las cejas—. Muy interesante.

Mientras Merrick guardaba silencio, Louis me hizo algunas preguntas sobre la edad de los Ancianos y su identidad, abordando unos temas que yo desconocía y sobre los que tenía serias dudas. Creo que logré convencerle de que nadie dentro de la Orden sabía quiénes eran los Ancianos. En ocasiones, sus comunicaciones habían sido falsificadas, pero en general eran ellos quienes dirigían la Orden. Era un gobierno autoritario y siempre lo había sido desde sus nebulosos orígenes, sobre los que conocíamos muy poco, incluso los que habíamos vivido toda la vida entre los muros de la Orden.

Merrick rompió por fin su silencio.

—¿No comprendéis lo que ha pasado? —preguntó—. He estado tan enfrascada en mis egoístas tejemanejes, que sin querer he desafiado a los Ancianos.

—No sólo tú, tesoro —me apresuré a añadir.

—No, por supuesto —respondió Merrick, asombrada todavía por lo ocurrido—, pero soy culpable en la medida en que yo realicé los conjuros. Estas últimas noches hemos ido tan lejos que no pueden pasar por alto nuestras acciones. Hace tiempo fue Jesse. Luego David, y ahora Merrick. ¿No lo entendéis? Sus prolongados y eruditos devaneos con los vampiros les han conducido al desastre, y ahora están obligados a hacer algo que jamás habían hecho, al menos que nosotros sepamos.

—No harán nada —dijo Lestat—. Os lo aseguro.

—¿Y los otros vampiros? — inquirió Merrick suavemente, sin apartar la vista de Lestat—. ¿Qué dirán vuestros «Ancianos» cuando averigüen lo que hemos hecho? Novelas con cubiertas vistosas, películas de vampiros, música siniestra… Esas cosas no provocan las iras del enemigo humano. Por el contrario, nos procuran un disfraz cómodo y flexible. Pero lo que hemos hecho ahora ha provocado las iras de Talamasca, y no sólo nos ha declarado la guerra a nosotros, sino a nuestra especie, lo cual comprende a los otros.

Lestat se mostraba desconcertado y furioso. Casi me parecía ver las ruedecillas girando en su cerebro. Su expresión traslucía una hostilidad y una malicia que ya había observado en otras ocasiones.

—Por supuesto, regresaré junto a ellos —dijo Merrick—, si me entrego a ellos…

—Eso es impensable —replicó Lestat—. Ellos mismos lo saben.

—Eso es lo peor que podrías hacer —intervine.

—¿Entregarte a ellos? —preguntó Lestat sarcásticamente—. ¿En esta era en que probablemente utilizarían los avances tecnológicos para reproducir las células de tu sangre en un laboratorio? No. Es impensable. Ni hablar.

—No quiero estar en sus manos —dijo Merrick—. No quiero estar rodeada por quienes comparten una vida que yo he perdido por completo. No era ése mi plan.

—Y no ocurrirá —declaró Louis—. Te quedarás con nosotros. Nos marcharemos enseguida. Ya deberíamos haber empezado a prepararlo todo, a destruir las pruebas que puedan utilizar para reforzar las instrucciones que transmitan a sus acólitos.

—¿Comprenderán los miembros veteranos por qué no regresé junto a ellos cuando comprueben que un nuevo tipo de erudito ha invadido su paz y soledad? —preguntó Merrick—. ¿Es que no veis lo complicado que es esto?

—No nos subestimes —respondí con calma—. Pero creo que debemos pasar nuestra última noche en este piso. Quiero despedirme de todas las cosas que me han proporcionado solaz, como creo que deberíamos hacer todos. Nos volvimos para mirar a Lestat, que tenía una expresión furiosa y crispada. Por fin rompió su silencio.

—Supongo que sabes —dijo dirigiéndose a mí— que no me costaría nada eliminar a los miembros que nos han estado vigilando y que ahora nos amenazan.

Merrick y yo protestamos de inmediato con gestos desesperados. Luego me apresuré a suplicar:

—No lo hagas, Lestat. Marchémonos. Matemos su fe, no a ellos. Como un pequeño ejército que se bate en retirada, quemaremos todas las pruebas que podrían convertirse en sus trofeos. No soporto la idea de atacar a los de Talamasca. ¿Qué más puedo decir?

Merrick asintió con la cabeza, pero guardó silencio.

—De acuerdo —dijo por fin Lestat con tono enérgico y airado—. Me someto a vuestra voluntad porque os amo. Nos marcharemos. Abandonaremos esta casa que ha constituido mi hogar durante tantos años. Abandonaremos esta ciudad que amamos todos. Dejaremos todo esto y buscaremos un lugar donde nadie nos reconozca entre la multitud. Lo haremos, pero no me gusta, y por lo que a mí respecta, los miembros de la Orden han perdido, por estas misivas que nos han remitido, cualquier escudo protector que hayan podido poseer.

El asunto quedó zanjado.

Nos pusimos manos a la obra rápidamente, en silencio, asegurándonos de no dejar nada que contuviera la potente sangre que los de Talamasca tratarían de analizar tan pronto como pudieran.

Tras vaciar el piso de todo rastro de pruebas, nos dirigimos los cuatro a la casa de Merrick, donde llevamos a cabo otra minuciosa limpieza, quemando el vestido de seda blanco que Merrick había utilizado durante la terrible sesión de espiritismo y destruyendo sus altares.

Acto seguido visité mi antiguo estudio en Ste. Elizabeth's para quemar mis numerosos diarios y ensayos, una tarea que me disgustó profundamente.

Era un trabajo cansado, ingrato y desmoralizador. Pero lo hice.

La noche siguiente decidimos partir de Nueva Orleáns. Mucho antes del amanecer, Louis, Merrick y Lestat se pusieron en marcha.

Yo me quedé en la Rué Royale, sentado ante el escritorio del saloncito trasero, para escribir una carta a aquellos que tiempo atrás había estimado y habían merecido toda mi confianza.

La escribí de mi puño y letra, para que comprendieran que esa carta tenía un significado especial no sólo para mí, sino para ellos.

A mis estimados Ancianos, quienesquiera que seáis:

Fue una imprudencia por vuestra parte remitirnos unas cartas tan cáusticas y beligerantes, y temo que una noche algunos de vosotros paguéis cara vuestra temeridad.

Os ruego que no lo interpretéis como un desafío. Me marcho, y cuando recibáis esta carta por medio de vuestros dudosos procedimientos, ya no podréis dar conmigo.

Pero debéis saber que vuestras amenazas han herido el frágil orgullo del más poderoso de nosotros, un ser que durante mucho tiempo os consideraba prácticamente intocables.

Con vuestras imprudentes palabras y amenazas habéis destruido el imponente santuario que os protegía. Ahora estáis expuestos a la ira de aquel a quien creíais poder atemorizar como si se tratara de un vulgar mortal. Habéis cometido otro grave error, y os aconsejo que recapacitéis antes de tramar otro plan con respecto a los secretos que ambos compartimos.

Os habéis convertido en unos adversarios interesantes para alguien a quien le encantan los desafíos, y tendré que utilizar toda mi influencia para protegeros a nivel individual y colectivo de la ávida sed de sangre que habéis provocado estúpidamente.

Leí la carta atentamente, y cuando me disponía a estampar en ella mi firma sentí la gélida mano de Lestat en mi hombro, oprimiéndolo con firmeza.

Repitió las palabras «adversarios interesantes» y soltó una risa burlona.

—Por favor, no les hagas daño —murmuré.

—Vamos, David —dijo con tono decidido—, es hora de marcharnos. Vamos. Pídeme que te cuente mis etéreos periplos, o que te relate otra historia.

Me incliné sobre el papel para firmar y rubricar la carta. Había perdido la cuenta de la cantidad de documentos que había escrito para, y en, Talamasca, y se me ocurrió que acababa de estampar mi firma en uno que sin duda iría a parar a sus archivos.

—De acuerdo, viejo amigo, estoy preparado —dije—. Pero debes darme tu palabra.

Nos encaminamos juntos por el largo pasillo hacia la parte posterior del piso. Lestat apoyó su mano pesada pero grata sobre mi hombro; su ropa y su cabello olían al viento.

—Hay muchos relatos que escribir, David —dijo—. Confío en que no te opongas a que lo hagamos. Nada nos impide proseguir con nuestras confesiones y conservar al mismo tiempo nuestro nuevo escondite.

—Por supuesto —respondí—. Nada nos lo impide. La palabra escrita nos pertenece, Lestat. ¿Te basta con esto?

—Te diré lo que haremos, amigo mío —dijo, deteniéndose en la terraza posterior para echar un último vistazo al piso con el que tan encariñado estaba—. Lo dejaremos en manos de Talamasca, ¿qué te parece? Me convertiré para ti en un santo de paciencia, te lo prometo, a menos que nos provoquen. ¿Qué opinas?

—De acuerdo —contesté.

Con estas palabras concluyo el relato de cómo Merrick Mayfair se convirtió en una de nosotros. Así termino el relato de cómo abandonamos Nueva Orleáns y nos perdimos en el ancho mundo.

Esta historia la he escrito para vosotros, mis hermanos y hermanas en Talamasca, y para muchos otros.

Cuatro y media de la tarde del domingo 25 de julio de 1999.

Ir a la siguiente página

Report Page