Merrick

Merrick


Capítulo 3

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Apenas echamos a andar cedimos a unos abrazos tan frecuentes como apasionados. El perfume favorito de Merrick, una antigua fragancia de Chanel, me hacía recordar viejos tiempos; pero el olor de sangre que exhalaban sus venas vivas constituía el mayor aliciente.

Mis deseos se fundían en un tormento. Cuando llegamos a la Rué Decateur, a menos de una manzana y media del café, comprendí que teníamos que tomar un taxi. Una vez dentro del vehículo, empecé a besar a Merrick en toda la cara y el cuello, deleitándome con el aroma a sangre que emanaba de su interior y el calor de sus pechos. Ella había alcanzado también el punto álgido de excitación y me preguntó insistentemente, entre gemidos y murmullos confidenciales, si todavía era capaz de hacer el amor como un hombre normal y corriente. Le dije que era imposible, que tuviera presente que, borracho o sobrio, yo era por naturaleza un depredador, y nada más.

—¿Nada más? —inquirió, deteniendo aquellos gloriosos preámbulos para beber otro largo trago de la botella de ron—. ¿Qué ocurrió entonces en las selvas de Guatemala? Responde. Seguro que no lo has olvidado. La tienda de campaña, la aldea, ¿recuerdas? No me mientas, David. Sé lo que llevas dentro. Quiero saber en qué te has convertido.

—Calla, Merrick —pedí, pero no podía contenerme. Con cada beso le rozaba la piel con los dientes—. Lo que ocurrió en las selvas de Guatemala —dije no sin esfuerzo— fue un pecado mortal.

Le cubrí la boca, besándola y devorándola con la lengua pero sin dejar que mis dientes malévolos la lastimaran. Sentí que me enjugaba el sudor de la frente con un paño suave, posiblemente su chal o un pañuelo, pero le aparté la mano.

—No lo hagas —le dije. Temía que aparecieran unas gotas de sudor de sangre. Ella siguió besándome y murmurando palabras seductoras contra mi piel.

Yo estaba desesperado. La deseaba. Sabía que incluso el más pequeño sorbo de su sangre era demasiado arriesgado para mí, pues sentiría que la había poseído, y ella, a pesar de su presunta inocencia en el tema, acabaría siendo mi esclava.

Unos vampiros mayores que yo me había advertido sobre todos los aspectos de lo que podía ocurrirme. Y Armand y Lestat habían insistido en que no debía creer que el «pequeño trago» era inofensivo. De pronto me enfurecí. Alargué la mano y le arranqué el pasador de cuero que sujetaba su espesa cabellera castaña en la parte posterior de la cabeza, dejando que el pasador y la varilla que lo sujetaba cayeran al suelo. Deslicé los dedos sobre su cuero cabelludo y la besé de nuevo en los labios. Ella cerró los ojos.

Sentí un gran alivio cuando llegamos a la espaciosa entrada del hotel Windsor Court. Ella bebió otro trago de ron antes de que el portero la ayudara a apearse del taxi y, como la mayoría de bebedores habituales, daba la impresión de estar sobria cuando no lo estaba.

La conduje directamente a la suite que había alquilado para ella, abrí la puerta con la llave y la deposité sobre la cama.

Era una suite magnífica, quizá la mejor de la ciudad, amueblada con unas piezas tradicionales de exquisito gusto y unas luces amortiguadas. Había pedido además que la llenaran con jarrones de flores.

Era una suite digna de un miembro de Talamasca. Nunca reparábamos en gastos cuando viajábamos. Mis numerosos recuerdos de ella me rodeaban como una nube de vapor, atrapándome.

Merrick parecía no percatarse de nada. Apuró la botella de ron sin contemplaciones, se tumbó sobre las almohadas, y sus ojos verdes se cerraron casi de inmediato.

Durante largo rato me limité a contemplarla. Parecía como si alguien la hubiera arrojado sobre la gruesa colcha de terciopelo y el nido de almohadas. Observé sus ropas blancas de algodón, livianas y delicadas, sus largos y esbeltos tobillos, sus pies calzados en unas sandalias de cuero de aire un tanto bíblico, su rostro de marcados pómulos y exquisita mandíbula, que el sueño parecía haber suavizado.

No me arrepentía de haber trabado amistad con ella. No podía arrepentirme. Pero reiteré mi promesa: David Talbot, no lastimarás a esta criatura. De algún modo, Merrick se beneficiará de esto; la experiencia la enriquecerá; su alma triunfará pese a que Louis y yo hayamos fracasado.

Luego, después de echar un vistazo por la suite y comprobar que las flores que había ordenado habían sido colocadas sobre la mesita de café delante del sofá del saloncito, sobre el escritorio y sobre el tocador; que el baño contenía una abundante provisión de cosméticos; que en el armario había un grueso y esponjoso albornoz y unas zapatillas de rizo; y que el bar estaba bien surtido de botellines de licor, junto con una botella de cuarto de litro de ron que había enviado yo, la besé, dejé un juego de llaves sobre la mesita de noche y me fui.

Me detuve brevemente ante el mostrador de recepción, con la obligada propina, para asegurarme de que nadie la molestaría durante el tiempo que ella permaneciera en el hotel y que le proporcionarían cuanto pidiera. Hecho esto, decidí regresar andando a nuestro apartamento en la Rué Royale.

No obstante, antes de abandonar el vestíbulo del hotel, maravillosamente iluminado y bastante concurrido, me sorprendió un leve mareo, acompañado por la extraña sensación de que todas las personas que estaban allí me estaban mirando, y no precisamente con simpatía.

Me detuve inmediatamente, rebuscando en el bolsillo como si me dispusiera a encender un cigarrillo, y eché una ojeada a mi alrededor.

No observé nada raro en el vestíbulo ni en la gente que estaba allí. Sin embargo, al salir volvió a invadirme la sensación de que las personas que se hallaban frente a la entrada me miraban, que habían descubierto mi identidad bajo mi disfraz de mortal, cosa nada fácil, que sabían quién era yo y los desmanes que quizá me disponía a cometer. Eché de nuevo un vistazo a mi alrededor. Estaba equivocado. Es más, los botones me dirigieron unas sonrisas cordiales.

Eché a andar hacia la Rué Royale.

Experimenté de nuevo aquella extraña sensación. No sólo me parecía que todo el mundo se fijaba en mí, sino que la gente salía de los portales y se asomaba a las ventanas de las tiendas y los restaurantes para mirarme; y el mareo, que rara vez me acometía desde que me había convertido en un vampiro, aumentó.

Me sentía francamente incómodo. Me pregunté si sería el resultado de haber compartido unos momentos de intimidad con un ser mortal, porque jamás me había sentido tan vulnerable. Lo cierto era que gracias a mi bronceada piel podía moverme por el mundo de los mortales con total impunidad. Todos mis atributos sobrenaturales quedaban velados por mi oscura tez, y mis ojos, aunque excesivamente brillantes, eran negros.

No obstante, durante todo el trayecto hasta casa tuve la sensación de que la gente me observaba subrepticiamente. Por fin, cuando me encontraba a unas tres manzanas del apartamento que compartía con Louis y Lestat, me detuve y me apoyé contra una farola negra de hierro forjado, como había visto hacer a Lestat cuando salíamos por las noches, años atrás, cuando todavía era capaz de moverse. Tras observar a los viandantes, me convencí de que mis sospechas eran infundadas. Por supuesto que no era Merrick, pero la solidez de la aparición era terrorífica. De pronto me llevé tal sobresalto que me puse a temblar violentamente. Vi a Merrick, en la puerta de una tienda, con los brazos cruzados. Me miró fijamente, con expresión de reproche, y luego desapareció.

Me seguía una sombra. Me volví bruscamente y vislumbré de nuevo a Merrick, vestida de blanco. Después de dirigirme una prolongada y sombría mirada, la figura se fundió en las sombras del portal de un comercio. Me quedé estupefacto. Era cosa de brujería, sin duda alguna, ¿pero cómo era posible que turbara los sentidos de un vampiro? Y yo no era un simple vampiro, sino David Talbot, quien en su juventud había sido un sacerdote del candomblé. Como vampiro, yo había visto numerosos fantasmas y espíritus y estaba al tanto de los trucos que suelen hacer, y conocía bien a Merrick, pero jamás había experimentado un conjuro como éste.

Vi de nuevo a Merrick dentro de un taxi que atravesaba la Rué Royale, mirándome a través de la ventanilla abierta, con la melena suelta, tal como la había dejado. Y cuando me volví, convencido de que me seguía, divisé su inconfundible figura en el balcón de un piso alto.

La postura de la figura me pareció de lo más siniestra. Yo no paraba de temblar, lo cual me disgustaba. Me sentía como un imbécil.

No aparté los ojos de la figura. De hecho, nada podía haberme obligado a alejarme. Al cabo de unos momentos se desvaneció la figura. De pronto, el Barrio Francés me pareció desolado, aunque estaba atestado de turistas y oía una música procedente de la Rué Bourbon. Nunca había visto tantas macetas derramando sus flores sobre los balcones de hierro forjado. Nunca había visto tal cantidad de hermosas plantas trepadoras decorando las fachadas de las viejas paredes estucadas.

Intrigado y ligeramente molesto, me dirigí a la Rué Ste.

Anne para echar un vistazo al café en el que Merrick y yo nos habíamos reunido. Tal como sospechaba, estaba lleno de clientes cenando o tomando copas, y el flaco camarero parecía agobiado.

Merrick estaba sentada en el centro, con su blanca y amplia falda, rígida, como si fuera de cartón; luego, como era de prever, la aparición se desvaneció al igual que las otras.

Pero lo que me llamó la atención fue que en esos momentos el café estaba abarrotado, como lógicamente debía de estar cuando nosotros estuvimos allí. ¿Cómo había Merrick ahuyentado a la gente durante nuestra reunión? ¿Y qué estaba haciendo ahora?

Me volví. El cielo tenía un color azul, como suele presentar el cielo sureño al atardecer, tachonado de estrellas casi imperceptibles. Por doquier se oían conversaciones animadas y alegres risas. Ésta era la realidad de las cosas, una dulce noche primaveral en Nueva Orleáns, cuando las aceras enlosadas parecían mullidas al pisarlas y los sonidos dulces al oído.

Sin embargo, volvía a tener la sensación de que toda la gente a mi alrededor me observaba. La pareja que dobló la esquina rápidamente lo hizo sin disimulo. Entonces vi a Merrick frente a mí, a cierta distancia, y en esta ocasión su rostro mostraba una expresión decididamente desagradable, como si gozara con mi ansiedad. Cuando se desvaneció la aparición, respiré hondo.

— ¿Pero cómo es posible que haga esto? —murmuré en voz alta—. ¿Y por qué lo hace?

Apreté el paso en dirección a nuestra casa, aunque no estaba seguro de si debía entrar en ella mientras me hallara bajo la maldición, pero al aproximarme a la entrada —un amplio portal en arco enmarcado por un muro de ladrillos desde el que arrancaba el camino de acceso al edificio—, contemplé una imagen pavorosa.

Detrás de la reja de la puerta estaba la niña Merrick de antaño, vestida con el mismo vestido liviano color lavanda, con la cabeza ligeramente ladeada al tiempo que asentía y murmuraba unas palabras en tono confidencial al oído de una anciana que no era otra que su difunta madrina, Gran Nananne, fallecida hacía muchos años. En los labios delgados de Gran Nananne se dibujaba una leve sonrisa mientras hablaba y asentía con la cabeza. La presencia de Gran Nananne me inundó en el acto de recuerdos y viejas sensaciones. Mi terror dio paso a la furia. Me sentía desorientado y comprendí que necesitaba recobrar la compostura.

—¡No desaparezcáis, no os alejéis! —grité, apresurándome hacia el portal, pero las figuras se desvanecieron como si mis ojos se hubieran nublado de pronto, como si me fallara la visión.

Alcé la vista, exasperado. En nuestra casa había unas luces encendidas y percibí el sonido encantador de una música de clavicémbalo, Mozart, si no me equivocaba, sin duda procedente del pequeño tocadiscos que Lestat tenía junto a su lecho de columnas. Esto significaba que esta noche había decidido hacernos una visita, aunque lo único que haría sería permanecer postrado en la cama escuchando discos hasta poco antes del alba.

Sentí unos deseos imperiosos de subir, de entrar en nuestra casa, de dejar que la música calmara mis nervios, de ver a Lestat y ocuparme de él, de encontrarme con Louis y referirle lo ocurrido.

Pero era preciso que regresara de inmediato al hotel. No podía entrar en nuestro apartamento mientras me hallara bajo este «conjuro», y debía eliminarlo de raíz.

Me dirigí apresuradamente a la Rué Decateur, paré un taxi y me prometí no mirar nada ni a nadie hasta que me hubiera encarado con Merrick. Mi furia iba en aumento.

Absorto en mis pensamientos, empecé a murmurar unos ensalmos protectores, invocando a los espíritus para que me protegieran en lugar de lastimarme, pero tenía escasa fe en esas viejas fórmulas. En lo que sí creía era en los poderes de Merrick, que había presenciado hacía tiempo y que jamás olvidaría.

Subí rápidamente la escalera hacia la suite que ocupaba Merrick e introduje la llave en la cerradura de la puerta. Tan pronto como entré en el saloncito, distinguí el resplandor oscilante de una vela y percibí un grato olor que asociaba con la Merrick de antaño. Era el aroma a agua de colonia de Florida, rebosante de naranjas recién cortadas, un aroma muy apreciado por Ezili, la diosa del vudú, y por una diosa del rito candomblé de nombre similar. En cuanto a la vela, estaba colocada sobre una elegante cómoda situada frente a la puerta.

Era una vela votiva, que ardía dentro de un vaso de agua, al abrigo de cualquier corriente de aire, y detrás de ella, observándola, había una hermosa estatuilla en yeso de san Pedro sosteniendo las llaves del cielo, una figurita de unos treinta centímetros de altura. La estatua tenía la tez oscura y unos ojos de cristal de color ámbar pálido. Estaba cubierta con una suave túnica verde ribeteada de oro y un manto púrpura cuya orla dorada era aún más vistosa. No sólo sostenía las proverbiales llaves del reino de los cielos, sino también un voluminoso libro en su mano derecha.

Yo no salía de mi estupor. Se me puso la piel de gallina.

Por supuesto sabía que esta estatuilla no sólo era san Pedro, sino Papá Legba del rito vudú, el dios de las encrucijadas, que debía abrir los dominios espirituales para que uno obtuviera el resultado deseado con sus artes mágicas.

Antes de iniciar un conjuro, tenías que recitar una oración u ofrecer un sacrificio a Papá Legba. Y la persona que había confeccionado la estatuilla era quien llevaba a cabo el rito. ¿Cómo explicar sino la tez deliberadamente oscura del santo, que parecía ser un hombre de color, o el libro misterioso que sostenía en su mano derecha? Papá Legba tenía su homólogo en el rito candomblé que yo conocía tan bien. Era el orisha, o dios, llamado Exu. Y cualquier templo del candomblé habría iniciado sus ceremonias saludando primero a ese dios. Mientras contemplaba la estatuilla y la vela, evoqué los olores de esos templos brasileños con sus suelos de tierra. Oí los tambores. Percibí los olores de la comida preparada ofrecida al dios. Me dejé invadir por esas sensaciones. Entonces evoqué también otros recuerdos, unos recuerdos de Merrick.

—Papá Legba —musité en voz alta. Estoy seguro de que incline ligeramente la cabeza mientras me ardía la cara—. Exu —murmuré—, no te ofendas por nada de lo que yo haga aquí.

Recité una breve oración, más formularia en el portugués que había aprendido hacía tiempo, rogando al dios que fuera cual fuere el dominio que acababa de abrir, no me negara la entrada, puesto que mi respeto por él era tan profundo como el de Merrick.

La estatuilla permaneció inmóvil, por supuesto, con sus ojos pálidos de cristal fijos en los míos, pero yo nunca había contemplado un objeto que ofreciera un aspecto animado de forma tan sutil e inexplicable.

«Estoy perdiendo la razón», pensé. ¿Pero no había acudido a Merrick para pedirle que hiciera un conjuro? ¿Y acaso no sabía de qué era capaz? ¡Pero no había sospechado que recurriría a esos trucos!

Vi de nuevo en mi imaginación el templo de Brasil, donde me habían instruido durante meses en las distintas hojas utilizadas en los ritos de sacrificio, aprendiendo los mitos de los dioses.

Al cabo de muchos meses de esfuerzo aprendí a bailar con los otros en sentido contrario a las manecillas del reloj, hasta alcanzar el frenesí, hasta sentir que la deidad me penetraba, me poseía… Luego me despertaba, sin recordar nada de lo ocurrido, y los otros me decían que había sido poseído por el dios, tras lo cual caía en un agotamiento sublime.

Por supuesto. ¿Qué había creído yo que íbamos a hacer aquí sino invocar esos viejos poderes? Merrick conocía mejor que nadie mis viejos puntos fuertes y los débiles. Yo no podía apartar la vista del rostro de la estatuilla de san Pedro. Pero al fin lo conseguí.

Retrocedí como hacen los fíeles al abandonar un templo, y entré sigilosamente en el dormitorio. Aspiré de nuevo la intensa fragancia cítrica del agua de colonia de Florida y un olor a ron.

¿Dónde estaba el Chanel 22, su perfume favorito? ¿Es que había dejado de utilizarlo? El olor a agua de colonia de

Florida era muy fuerte.

Merrick yacía dormida en la cama.

No daba la impresión de que se hubiera movido. En esos momentos me percaté de la semejanza que guardaban su blusa y su falda blancas con la vestimenta clásica de las mujeres que practicaban el candomblé. Sólo le faltaba un turbante en la cabeza para completar la imagen.

La nueva botella de ron, de la que había consumido una tercera parte, estaba abierta sobre la mesita de noche. No observé ningún otro cambio evidente. El olor era intenso, lo cual significaba que ella lo había pulverizado por el aire a través de los dientes, ofreciéndoselo al dios.

Dormida presentaba unos rasgos perfectos, como suele ocurrir cuando una persona se relaja por completo. Se me ocurrió entonces que si la convertía en vampiro, conservaría ese rostro sin tacha.

Sentí un profundo horror y repugnancia. Y por primera vez en muchos años comprendí que yo, sin ayuda de nadie, podía conceder esta magia, transformar a Merrick en una vampiro, no sólo a ella sino a cualquier ser humano. Por primera vez comprendí la monstruosa tentación que encerraba esa perspectiva.

Por supuesto, nada de esto le ocurriría a Merrick. Merrick era mi niña. Merrick era mi… hija.

—¡Despierta, Merrick! —dije bruscamente, tocándola en el hombro—. Tienes que explicarme esas visiones.

¡Despierta!

No respondió. Parecía estar borracha como una cuba.

—¡Despierta, Merrick! —repetí, muy enojado. La alcé por los hombros con ambas manos, pero su cabeza cayó hacia atrás. Su cuerpo exhalaba el perfume de Chanel. ¡Ah, eso era precisamente lo que me encantaba!

Me fijé en sus pechos, que el escote de su blusa de algodón dejaba a la vista. La dejé caer sobre las almohadas.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté al cuerpo inerte de la hermosa mujer postrada en el lecho—. ¿Qué te propones? ¿Acaso crees que lograrás atemorizarme y ponerme en fuga?

Pero era inútil. No fingía. Estaba inconsciente. No adiviné en ella ningún sueño ni pensamiento subterráneo. Al examinar brevemente el minibar del hotel, que estaba mojado, comprobé que se había bebido un par de botellines de ginebra. —Típico de Merrick —dije con cierta irritación.

Siempre había sido propensa a beber en exceso en determinados momentos. Después de trabajar duro en sus estudios o en el ámbito de su especialidad vanos meses seguidos, anunciaba que se «iba a la Luna», según decía ella, y se sumía en una borrachera que se prolongaba durante noches y días. Sus bebidas favoritas eran los licores dulces y de sabor intenso, como el ron de azúcar de caña, el brandy de albaricoque, el Grand Marnier, etcétera. Cuando bebía y se replegaba en sí misma, se dedicaba a cantar, a escribir, a bailar, y exigía que la dejáramos tranquila. Si nadie se metía con ella, todo iba bien. Pero una discusión podía desembocar en histerismo, náuseas, desorientación, un intento desesperado de recobrar la lucidez y, por último, en un sentimiento de culpabilidad. Pero esto sucedía rara vez. Por lo general, bebía durante una semana, sin que ninguno de nosotros la importunáramos. Entonces se despertaba una mañana, pedía el desayuno con café bien cargado y a las pocas horas reanudaba su trabajo, sin repetir su breve vacación hasta al cabo de seis o nueve meses.

Pero incluso cuando bebía en algún acontecimiento social, lo hacía para emborracharse. Ingería ron o algún licor dulce en unos exóticos combinados. No le gustaba beber con moderación. Cuando organizábamos una fastuosa cena en la casa matriz, cosa que hacíamos con frecuencia, ella se abstenía de beber o lo hacía hasta perder el conocimiento. El vino la ponía agresiva.

En esos momentos estaba inconsciente. Y aunque yo consiguiera despertarla, me exponía a que nos enzarzáramos en una encarnizada batalla.

Me acerqué para contemplar de nuevo la figurita de san Pedro, o Papá Legba, en el improvisado altar dedicado al rito vudú. Tenía que eliminar el temor que me inspiraba aquella pequeña entidad, imagen sagrada o lo que fuera. Al examinar la estatuilla por segunda vez me quedé atónito. Mi pañuelo de bolsillo se hallaba extendido debajo de la estatua y la vela, y junto a él estaba mi anticuada pluma estilográfica. No me había fijado en ellos hasta entonces.

—¡Merrick! —grité furioso.

¿No me había enjugado ella la frente en el taxi? Al observar indignado el pañuelo vi unas manchitas de sangre, el sudor de mi frente, que ella había utilizado para su encantamiento.

—No contenta con arrebatarme una prenda de vestir, mi pañuelo, te apoderaste también de los fluidos de mi piel. Regresé al dormitorio, la zarandeé de forma muy poco caballerosa para despertarla de su letargo etílico, dispuesto a pelearme con ella, pero fue en vano. La deposité de nuevo sobre las almohadas, apartándole suavemente el pelo de la frente, y observé, pese a mi indignación, lo bonita que era.

Su piel cremosa realzaba sus exquisitos pómulos, y sus pestañas eran tan largas que arrojaban unas sombras diminutas sobre su rostro. Tenía los labios oscuros, sin pintar. Le quité las sencillas sandalias de cuero y las deposité junto a la cama, pero en realidad era otra excusa para tocarla, no un rasgo de generosidad.

Luego me aparté de la cama y, tras echar un vistazo a través de la puerta hacia el altar instalado en el salón, me volví en busca de su bolso, el enorme bolso de lona.

Lo había arrojado sobre una silla y estaba abierto. Tal como yo esperaba, contenía un abultado sobre con la inconfundible letra de Aarón.

Me había robado el pañuelo y la pluma. Se había apoderado de mi sangre, nada menos que de mi sangre, que jamás debía caer en manos de los de Talamasca. No era para la Orden, no. La había robado para ella y sus conjuros, pero el caso es que la había robado. ¡Y yo la había besado como un escolar enamorado!

Por tanto, tenía todo el derecho de examinar el sobre que contenía su bolso. Además, ella misma me había preguntado si quería aquellos papeles. De modo que decidí tomarlos. ¿No iba a entregármelos ella? Cogí rápidamente el sobre, lo abrí, comprobé que en su interior estaban todos los informes de Aarón sobre mi persona y mis andanzas, y decidí llevármelo. El bolso de Merrick contenía además un diario, que yo no tenía ningún derecho a leer, y que seguramente estaba escrito en una clave en francés imposible de descifrar, un revólver con la empuñadura de madreperla, una billetera llena de dinero, un cigarro Montecristo de los caros y una botellita de agua de colonia de Florida.

Supuse que el puro no era para ella, sino para el diminuto Papá Legba. Merrick había traído consigo la estatua, la colonia de Florida y el puro. Al pensarlo me puse furioso, pero ¿qué derecho tenía a protestar? Regresé al salón y, evitando los ojos de la estatuilla y su taimada expresión, recogí mi pluma estilográfica del improvisado altar. Localicé el papel de cartas del hotel en el cajón central de un elegante escritorio francés, me senté y escribí una nota:

De acuerdo, querida, estoy impresionado. Veo que has aprendido otros trucos desde la última vez que nos vimos. Pero debes explicarme los motivos de este conjuro, ríe tomado los folios escritos por Aarón. De paso, he recuperado mi pañuelo y mi pluma estilográfica. Puedes quedarte en el hotel el tiempo que quieras.

DAVID

Era breve, pero no me sentía particularmente efusivo después de aquel pequeño contratiempo. Por lo demás, tenía la desagradable sensación de que Papá Legba me miraba enojado desde su altar violado. En un ataque de irritación, añadí una posdata:

«¡Fue Aarón quien me regaló esta pluma estilográfica!».

Fin del asunto.

Acto seguido me acerqué de nuevo al altar con profunda aprensión.

Primero me expresé rápidamente en portugués, luego en latín, saludando de nuevo al espíritu de la estatuilla, revelador del dominio espiritual. «Abre mi comprensión, le rogué, y no te ofendas por lo que haga, pues sólo deseo saber, no pretendo mostrarme irrespetuoso. Te aseguro que comprendo tu poder. Te aseguro que soy un alma sincera».

Exploré mi memoria en busca de sensaciones además de datos. Dije al espíritu de la estatua que estaba dedicado al orisha, o dios, llamado Oxalá, señor de la creación. Le expliqué que siempre había sido leal a esta deidad, aunque no había hecho todas las pequeñas cosas que otros afirmaban que debían hacerse. No obstante, amaba a este dios, amaba sus historias, su personalidad, todo cuanto conocía de él.

Experimenté una sensación negativa. ¿Cómo era posible que un vampiro fuera leal al señor de la creación? ¿Acaso el acto de chuparle la sangre a un mortal no constituía un pecado contra Oxalá?

Reflexioné sobre ello. Pero no retrocedí. Mis emociones pertenecían a Oxalá, al igual que hacía muchas décadas en Río de Janeiro. Oxalá era mío, y yo suyo.

—Protégenos en nuestra empresa —musité. Entonces, antes de que pudiera desmoralizarme, apagué la vela, levanté la estatua y, tras rescatar el pañuelo, la deposité de nuevo con cuidado en el altar.

—Adiós, Papá Legba —dije a la estatua, y me dispuse a abandonar la suite.

Pero permanecí inmóvil, de espaldas al altar, frente al pasillo. No podía moverme. Mejor dicho, me pareció que no debía moverme.

Lentamente, vacié mi mente. Concentrado en mis sentidos físicos, me volví y dirigí la vista hacia la puerta del dormitorio que acababa de atravesar. Era la anciana, por supuesto, la arrugada y diminuta Gran Nananne, con la mano apoyada en la manija de la puerta, mirándome fijamente, moviendo su boca de finos labios como si murmurara para sus adentros o a alguien invisible, con la cabeza ladeada.

Respiré hondo y la miré. La minúscula aparición, aquella diminuta anciana que me contemplaba directamente sin dejar de mover los labios, no dio muestras de debilitarse. Llevaba un holgado camisón de franela lleno de manchas desteñidas de café, o quizá de sangre. No sólo no se debilitó, sino que observé que su imagen adquiría una mayor solidez y precisión.

Iba descalza, y las uñas de sus pies tenían el color de un hueso amarillento. Su pelo canoso se veía con toda nitidez, como si sobre ella brillara una luz; vi las venas moviéndose en sus sienes, y las venas en el dorso de una mano que descansaba a su costado. Sólo las personas muy viejas tienen el aspecto que ella ofrecía. Tenía el mismo aspecto que cuando yo había visto su fantasma en la entrada de mi casa hacía un rato, y exactamente el mismo que el día de su muerte. Recordaba su camisón. Recordaba las manchas. Recordaba que cuando cubría su cuerpo moribundo estaba manchado pero limpio y planchado.

Mientras la observaba empecé a sudar y no podía mover un músculo, sólo hablar.

—¿Piensas que voy a lastimarla? —murmuré.

La figura no mudó de postura. Siguió moviendo su pequeña boca, pero sólo oí un leve y seco murmullo, como el de una vieja que reza el rosario en la iglesia.

—¿Piensas que voy a hacerle algo malo? —insistí.

La figura desapareció. Desapareció mientras yo hablaba.

Di media vuelta y miré furioso la estatuilla del santo. Parecía tan sólo un objeto material. Se me ocurrió romperla en mil pedazos, pero no tenía claras mis intenciones y sus implicaciones. De pronto oí unos golpes ensordecedores en la puerta de la suite.

Al menos, a mí me parecieron ensordecedores. Sospecho que no tenían nada de particular, pero me llevé un susto tremendo. No obstante, abrí la puerta.

—¿Qué demonios quieres? —pregunté enojado.

Ante mi asombro y el suyo, mi exabrupto iba dirigido a uno de los empleados del hotel.

—Nada, señor, discúlpeme —respondió el hombre con el tono pausado característico de las gentes del sur—, sólo quería entregarle esto a la señora. —Me mostró un pequeño sobre blanco, que cogí de sus manos.

—Espera un momento —dije rebuscando en mi bolsillo hasta encontrar un billete de diez dólares. Había metido vanos en el bolsillo de la chaqueta para propinas y le di uno, que el empleado aceptó encantado.

Cerré la puerta. El sobre contenía las dos piezas del pasador de cuero que yo le había quitado bruscamente a Merrick, es decir, la pieza ovalada de cuero y la varilla forrada de cuero con que se había sujetado el cabello. Me eché a temblar de pies a cabeza. Esto era espantoso.

¿Cómo demonios había llegado ese objeto hasta aquí? Me parecía imposible que lo hubiera traído el taxista. Pero ¿qué sabía yo? En aquellos momentos sólo pensé que debía recogerlo del suelo y guardármelo en el bolsillo, pero me hallaba bajo una fuerte tensión.

Me acerqué al altar y deposité el pasador ante Papá Legba, evitando mirarlo a los ojos. Luego abandoné la suite, bajé la escalera, atravesé el vestíbulo y salí del hotel.

Esta vez me juré no observar nada, no mirar nada, y me dirigí directamente a nuestra casa.

Si me tropecé con unos espíritus durante el trayecto, no los vi, pues mantenía los ojos fijos en el suelo y avanzaba lo más rápidamente posible procurando no llamar la atención de los mortales. Atravesé el portal de entrada, me dirigí hacia el jardín trasero, subí por la escalera de hierro forjado y entré en el piso.

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