Merrick

Merrick


Capítulo 6

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Salimos juntos y echamos a andar rápidamente, dejando atrás las manzanas iluminadas de la Rué Bourbon y la Rué Royale.

Nueva Orleáns no tardó en abrirse para nosotros: penetramos en un barrio derruido, parecido a aquel en el que yo había conocido hacía tiempo a Gran Nananne, la madrina de Merrick. Pero si esa noche había alguna bruja merodeando por los alrededores, yo no vi rastro de ella.

Permítanme decir aquí unas palabras sobre Nueva Orleáns y lo ^ que representaba para nosotros.

En primer lugar no es una ciudad monstruosa como Los Ángeles o Nueva York. Y aunque posee un nutrido inframundo marginal de individuos peligrosos, es una población pequeña.

No soporto la sed de tres vampiros. Y cuando un gran número de vampiros se sienten atraídos por ella, la feroz sed de sangre que se desata crea un desagradable barullo.

Eso era lo que había ocurrido recientemente, a raíz de que Lestat publicara sus memorias de Memnoch el Diablo y muchos de los vampiros más ancianos acudieran a Nueva Orleáns, junto con otros vampiros errantes, criaturas de poderoso apetito y escasa consideración hacia la especie y las sendas subterráneas que debemos seguir a fin de sobrevivir en el mundo moderno.

Durante esos días en que nos habíamos reunido aquí, yo había conseguido convencer a Armand para que me dictara la historia de su vida, y había publicado, con su consentimiento, los folios que la vampiro Pandora me había entregado tiempo atrás.

Esas historias habían atraído a un mayor número de vampiros rebeldes, unos seres sin amo que se dedicaban a difundir mentiras sobre sus orígenes, que a menudo persiguen y atormentan a sus presas mortales de una forma que nos crea graves problemas a todos. La inquietante convocatoria no duro mucho tiempo.

Pero aunque Marius, hijo de dos milenios, y su consorte, la hermosa Pandora, no aprobaban el estilo de esos vampiros jóvenes, se negaban a levantar una mano contra ellos para matarlos o ponerlos en fuga. No era propio de ellos reaccionar ante esta catástrofe, por más que les indignara la conducta de esos colegas de baja estofa. En cuanto a Gabrielle, la madre de Lestat, uno de los personajes más fríos y fascinantes que he conocido jamás, la situación le tenía sin cuidado, mientras nadie perjudicara a su hijo.

Pero era imposible que nadie perjudicara a su hijo. Que yo sepa, Lestat es inmune a todo daño. Mejor dicho, y para expresarlo más claramente, sus correrías le han perjudicado infinitamente más de lo que pudiera hacerlo cualquier otro vampiro. Su viaje al cielo y al infierno con Memnoch, ya fuera una fantasía o un viaje sobrenatural, le ha causado un perjuicio espiritual de tales proporciones que es incapaz de reemprender sus andanzas y convertirse en el Príncipe Mocos que todos habíamos adorado.

No obstante, cuando unos sórdidos y viciosos vampiros se pusieron a derribar todas las puertas de Ste. Elizabeth's y llegaron a la escalinata de hierro forjado de nuestra casa en la Rué Royale, fue Armand quien logró despertar a Lestat y obligar le a asumir el control de la situación.

Lestat, que se había despertado para escuchar la música de piano de una vampiro novata, se culpabilizó de la escandalosa invasión. Él fue quien creó la «Asamblea de Eruditos», como nos denominábamos. Así pues nos aseguró, en voz baja y con escaso o nulo entusiasmo por entrar en combate, que se encargaría de enderezar las cosas. Armand, que de un tiempo a esta parte se había dedicado a encabezar asambleas de vampiros y a destruirlas, ayudó a Lestat a exterminar a los vampiros errantes e intrusos antes de que el tejido social quedara irreparablemente destruido.

Dado que poseía el don del fuego, como lo llamaban los otros —esto es, la facultad de provocar fuego por telequinesia—, Lestat había destruido por medio de las llamas al grupo de invasores que habían irrumpido en su morada, y a todos aquellos que habían violado la privacidad de los discretos Marius y Pandora, Santino, Louis y yo mismo. Los pocos seres sobrenaturales que no murieron huyeron de la ciudad. Muchos fueron capturados por Armand, que no mostró misericordia alguna hacia esos engendros, despiadadamente torpes y crueles.

Cuando todos comprobaron que Lestat había regresado a su semiletargo enfrascado en las grabaciones de la mejor música clásica que le procurábamos Louis y yo; los ancianos, Marius, Pandora, Santino y Armand, junto con dos jóvenes colegas, se marcharon poco después.

Fue una separación inevitable, porque ninguno de nosotros éramos capaces de soportar la compañía de tantos colegas vampiros durante mucho tiempo.

Al igual que ocurre con Dios y con Satanás, nuestro tema es la humanidad. Por consiguiente, pasamos buena parte del tiempo inmersos en el universo mortal y sus numerosas complejidades.

Por supuesto, en el futuro nos reuniremos todos en vanas ocasiones. Todos sabemos cómo localizarnos mutuamente. No desdeñamos escribir cartas ni utilizar otros medios de comunicación. Los ancianos averiguan telepáticamente cuándo les ha ocurrido alguna calamidad a los jóvenes, viceversa. Pero de momento, sólo Louis, Lestat y yo merodeamos por las calles de Nueva Orleáns en busca de una presa, y así será durante un tiempo. Esto significa que en realidad sólo Louis y yo salimos en busca de presas, puesto que Lestat ya no se alimenta de sangre humana. Dado que tiene el cuerpo de un dios, ha sofocado el apetito que sigue afligiendo a los más poderosos y permanece postrado en su letargo mientras suena la música.

Así, Nueva Orleáns, en su apacible belleza, sólo alberga a dos vampiros. Con todo, debemos mostrarnos muy astutos. Debemos ocultar nuestros actos. Hemos jurado alimentarnos de la sangre del malvado, como dice siempre Marius; no obstante, la sed de sangre es espantosa.

Pero antes de regresar a mi historia, sobre cómo Louis y yo salimos aquella noche a la que me he referido antes, permítaseme añadir unas palabras más sobre Lestat.

Personalmente no creo que su situación sea tan sencilla como consideran otros. Más arriba he descrito al lector lo más sobresaliente de su profundo letargo en el que se halla sumido, semejante a un coma, así como su música. Pero su presencia conlleva unos aspectos muy inquietantes que no puedo negar ni resolver.

Aunque soy incapaz de penetrar en su mente, porque hit él quien me convirtió en un vampiro por tanto soy su pupilo y estoy demasiado compenetrado con Lestat para gozar de esa comunicación, sin embargo percibo ciertas cosas sobre él mientras permanece postrado hora tras hora escuchando la brillante y tormentosa música de Beethoven, Brahms, Bach, Chopin, Verdi, Tchaikovski y otros compositores a quienes admira

He confesado estas «eludas» sobre su bienestar a Marius, Pandora y Armand. Pero ninguno de ellos ha conseguido traspasar el velo de silencio sobrenatural que Lestat ha tejido en torno a todo su ser, su cuerpo y su alma. «Está cansado —dicen algunos—. No tardara en volver a ser el Lestat de siempre». Y otros afirman que «ya se recuperara

No pongo en duda esas afirmaciones. En absoluto. Pero para decirlo sin rodeos, su estado es más grave de lo que piensan los demás. En ocasiones, aunque parece estar «ahí», no está presente en su cuerpo.

Ahora bien, esto puede significar que proyecta su alma fuera de su cuerpo para poder vagar tranquilamente en forma de espíritu. Ciertamente, Lestat sabe hacerlo. Lo aprendió de la más anciana de los vampiros, y demostró ser capaz de hacerlo cuando realizó un cambio de cuerpos junto con el perverso Ladrón de Cuerpos.

Pero a Lestat no le gusta ese poder. Y nadie a quien le hayan robado el cuerpo podrá utilizarlo más que un rato durante una noche.

Tengo la impresión de que aquí sucede algo mucho más grave, que Lestat no siempre controla su cuerpo y su alma, y debemos aguardar a descubrir los términos y el resultado de una batalla que posiblemente persista todavía. En cuanto al aspecto que ofrece Lestat, yace en el suelo de la capilla, o en el lecho de columnas de la casa en la ciudad, con los ojos abiertos, aunque al parecer no ve nada. Durante un tiempo después de la gran batalla purificadera, se cambiaba periódicamente de ropa. Prefería utilizar chaquetas de terciopelo rojo de antaño, camisas ribeteadas de encaje de puro lino, pantalones de corte clásico y austeras botas negras.

Algunos han interpretado esa atención a su indumentaria como una señal positiva. Yo creo que Lestat hacía esas cosas para que le dejáramos tranquilo.

Por desgracia, no tengo más que decir sobre el tema en esta narración. En todo caso, eso creo. No puedo proteger a Lestat de lo que está ocurriendo, y nadie ha conseguido nunca protegerlo o detenerlo, independientemente de las circunstancias de su desgraciada situación. Ahora, permítanme que retome el hilo de los acontecimientos.

Louis y yo nos adentramos en un sector desolado y mísero de la ciudad, donde muchas de las casas estaban abandonadas y se desmoronaban y las pocas que daban muestras de estar habitadas se hallaban cerradas a cal y canto con barras de hierro en las ventanas y las puertas.

Como suele ocurrir en cualquier barrio de Nueva Orleáns, al cabo de unos momentos llegamos a una calle que daba a un mercado, donde vimos unas tiendas desiertas cuyas puertas y ventanas estaban cerradas con unos tablones clavados en la tachada. Sólo un «club de ocio», que así se llamaba, daba muestras de estar habitado, y los individuos que había en su interior estaban borrachos y se dedicaban a jugar a los naipes y a los dados durante toda la noche. No obstante proseguimos nuestro camino. Yo seguía a Louis, como si fuera de caza, y al poco llegamos a una pequeña vivienda, entre dos viejos comercios, las ruinas de una humilde chabola, cuyos escalones de acceso estaban sepultados entre los hierbajos.

Dentro había unos mortales, según intuí inmediatamente, de distintas edades y condiciones.

La primera mente que capté fue la de una anciana, sentada junto a una modesta cuna en la que dormía un bebé, una mujer que rezaba suplicando a Dios que la librara de sus circunstancias, refiriéndose a dos personas jóvenes que se encontraban en una habitación delantera de la casa, entregadas al alcohol y a las drogas.

De forma sigilosa y eficiente, Louis me condujo hasta el callejón invadido de malas hierbas situado en la parte posterior de la pequeña y deforme chabola, y sin hacer ruido se puso a contemplar, a través del ventanuco, sobre un aparato de aire acondicionado que runruneaba, a la desgraciada mujer, que enjugaba la canta del niño, que no lloraba. Oí murmurar a la mujer una y otra vez que no sabía que hacer con las dos personas que se hallaban en la habitación delantera, que habían destruido su casa y su hogar y le habían dejado al pobre niño que moriría de hambre o por falta de cuidados si su joven madre, bebida y drogada, tenía que cm dar ella sola de él. Louis parecía un ángel de la muerte mirando a través de la ventana.

Al observar la escena más de cerca, sobre el hombro de Louis, adquirí una perspectiva más clara de la anciana y comprobé que no sólo se ocupaba del niño, sino que planchaba unas ropas sobre una tabla baja que le permitía hacerlo sentada, meciendo de vez en cuando al niño que dormía en su cuna de mimbre.

El olor de ropa recién planchada era delicioso, un olor a quemado pero agradable, de calor contra algodón y lino. También observé que la habitación estaba llena de prendas, por lo que deduje que la mujer planchaba a cambio de un salario.

— Dios santo —murmuró la anciana con voz cadenciosa, meneando la cabeza mientras planchaba—, ojalá te lleves a esa chica, a ella y a sus amigos. Dios santo, ojalá me lleves de este valle de lágrimas, en el que he vivido tanto tiempo.

La habitación tenía unos muebles cómodos y unos pequeños y pulcros toques caseros, como unos pañitos de encaje sobre los respaldos de las butacas y un suelo de linóleo limpio y reluciente como si acabaran de pulirlo con cera. La mujer era corpulenta y llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca.

Louis se puso a examinar las habitaciones traseras de la casa mientras la anciana seguía rogando a Dios que la librara de sus desgracias, sin percatarse de nuestra presencia.

La cocina, también inmaculada, mostraba el mismo suelo reluciente de linóleo y todos los cacharros limpios y escurriéndose junto al fregadero.

Las habitaciones delanteras eran otra historia. Las personas jóvenes estaban sumidas en un ambiente sórdido, una tendida en una cama desprovista de una sábana que ocultara el cochambroso colchón, y la otra desgraciada, sola, en la salita de estar, tan drogada que había perdido el conocimiento.

Ambas eran mujeres, aunque a primera vista era imposible darse cuenta. Por el contrario, su pelo cortado casi al rape, sus depauperados cuerpos y su indumentaria vaquera les daba un aspecto menesteroso y asexuado. Las pilas de ropa diseminadas a su alrededor no indicaban una preferencia por el atuendo masculino o femenino. Aquel espectáculo se me antojó insoportable.

Por supuesto, Marius nos había advertido sin ambages antes de partir cíe Nueva Orleáns de que si no cazábamos exclusivamente al malvado, no tardaríamos en enloquecer. Alimentarse de sangre inocente es sublime, pero conduce inevitablemente a tal afán de cobrarse vidas humanas que el vampiro que lo hace termina loco. No estoy seguro de estar de acuerdo con Marius sobre este particular, y creo que otros vampiros han sobrevivido perfectamente alimentándose de seres inocentes.

Personalmente, para mi paz interior, prefiero la perspectiva de cazar al malvado. La intimidad con el mal es algo que debo soportar.

Louis entró en la casa a través de una puerta lateral, típica de esas viviendas humildes que carecen de un vestíbulo y consisten simplemente en una cadena de habitaciones.

Yo preferí permanecer en el jardín de la casa lleno de hierbajos, respirando un aire más puro y contemplando de vez en cuando las reconfortantes estrellas, hasta que de pronto percibí un hedor a vómitos y heces procedente del pequeño baño de la casa, otro prodigio de orden y limpieza excepto por la porquería depositada recientemente en el suelo.

Al parecer, las dos mujeres requerían una inmediata intervención, que alguien las salvara de sí mismas, pero Louis no estaba allí para proporcionarles ayuda, sino en calidad de vampiro, tan hambriento que hasta yo lo percibí. Entró primero en el dormitorio y se sentó sobre el colchón a rayas, junto a la joven esquelética, y rápidamente, haciendo caso omiso de su risita nerviosa al verlo, la rodeó con el brazo derecho y le clavó los colmillos para beber el fatídico trago.

A todo esto, la anciana seguía rezando en la habitación trasera.

Supuse que Louis desearía largarse cuanto antes de aquel lugar, pero me equivocaba.

Tan pronto como el consumido cuerpo de la mujer cayó de costado sobre el colchón, Louis se levantó y se detuvo unos momentos bajo la lux de las escasas lámparas que iluminaban la habitación.

Presentaba un aspecto espléndido con la luz reflejada en su pelo negro y rizado y en sus pupilas verde oscuro. La sangre que había ingerido proporcionaba a su rostro un color y un resplandor naturales. Vestido con una chaqueta de terciopelo marrón claro con botones dorados, parecía una aparición entre las sucias ropas y ásperas texturas de aquel lugar.

Me quedé estupefacto cuando enfocó los ojos lentamente y se dirigió luego hacia la habitación delantera. Al verlo, la otra mujer lanzó una sonora exclamación entre aturdida y alegre. Louis permaneció unos instantes de pie observando a la joven que estaba tumbada en un espacioso butacón, con las piernas separadas y los brazos desnudos, cubiertos de llagas, colgando a cada lado.

Parecía indeciso. Pero entonces observé que su rostro pensativo asumía una expresión en blanco que indicaba que se disponía a atacar. Le vi acercarse a la mujer, perdiendo toda la gracia de un ser humano contemplativo, dominado por su apetito feroz, y tras alzar en sus brazos a aquella joven desdichada, oprimió los labios sobre su cuello. No vi sus dientes, no advertí ningún gesto de crueldad. Simplemente un beso postrero.

Acto seguido se produjo el desvanecimiento de rigor, que pude observar con más nitidez al mirar a través de la ventana delantera. Duró sólo unos momentos; luego, la mujer exhaló su último suspiro. Louis la depositó cuidadosamente de nuevo sobre el sucio butacón. Le vi utilizar su sangre para sellar las heridas de sus colmillos en el cuello de la joven. Sin duda había hecho lo propio con la víctima de la otra habitación.

Me embargó un profundo pesar, la vida me pareció insoportable. Tuve la sensación de que jamás volvería a sentirme seguro ni dichoso. Por otra parte, no tenía derecho a ello, el caso era que Louis experimentaba en esos momentos lo que la sangre podría procurar a un monstruo, y había elegido a sus víctimas con tino.

Salió por la puerta de entrada, que estaba abierta de par en par, y vino a reunirse conmigo en el jardín junto a la casa. Su rostro había experimentado una transformación total. Parecía el hombre más guapo del mundo, con unos ojos luminosos, casi feroces, y las mejillas teñidas por un exquisito rubor.

Las autoridades creerían que aquellas dos desgraciadas habían muerto a causa de las drogas que habían ingerido, en cuanto a la anciana que se hallaba en la habitación trasera, seguía recitando sus plegarias, las cuales había convertido en una canción de cuna para el niño, que había empezado a berrear un poco.

— Déjale algo para los funerales —dije en voz baja a Louis. Mi petición pareció confundirle.

Me encaminé apresuradamente hacia la puerta principal, entré silenciosamente en la casa y dejé una sustanciosa suma de dinero sobre una desvencijada mesa repleta de ceniceros llenos de colillas y vasos medio llenos de vino rancio.

También dejé un poco de dinero sobre un viejo escritorio.

Louis y yo regresamos a casa. Hacía una noche tibia y húmeda, pero límpida y hermosa, y aspiré el aroma de las alheñas.

Poco después alcanzamos las calles iluminadas, que nos encantaban.

Louis caminaba con paso rápido y ofrecía un aspecto completamente humano. Se detuvo para coger las flores que crecían sobre las verjas de los jardincitos. Tarareaba una suave y discreta melodía.

De cuando en cuando alzaba la vista para contemplar las estrellas.

Todo ello me resultaba muy grato, aunque me preguntaba cómo tendría el valor de alimentarme sólo del malvado, o responder a una plegaria como acababa de hacer Louis. Comprendí que era una falacia y volví a sentir una profunda tristeza y la imperiosa necesidad de exponer mis distintos puntos de vista, pero no me pareció el momento oportuno. De pronto caí en la cuenta de que había vivido hasta una edad avanzada como mortal, y que por tanto mantenía unos vínculos con la raza humana que muchos otros vampiros no poseían.

Louis tenía veinticuatro años cuando hizo un pacto con Lestat para obtener la Sangre Oscura. ¿Cuánto puede aprender un hombre en ese espacio de tiempo, y cuánto puede olvidar más tarde?

Posiblemente habría seguido con esas reflexiones y habría entablado una conversación con Louis, pero de pronto observé algo que me inquietó, concretamente un gato negro, un enorme gato negro, que salió apresuradamente de unos matorrales y se detuvo frente a nosotros. Me paré en seco. Louis me imitó.

Durante unos instantes se reflejaron los faros de un coche que pasaba en los ojos del gato, que parecían de oro puro; luego el animal, uno de los gatos domésticos más gigantescos que he visto jamás, un ejemplar de aspecto verdaderamente inquietante, se escabulló entre las sombras con tanta rapidez como había aparecido. —No irás a interpretarlo como un mal augurio —dijo Louis sonriendo, casi burlándose de mí—. Tú no eres supersticioso, David, como dirían los mortales.

Me encantaba el dejo de frivolidad que detecté en su voz. Me encantaba verlo tan rebosante de sangre cálida que parecía humano.

Pero no pude responder a sus palabras.

El gato no me hizo ninguna gracia. Estaba furioso con Merrick. De haberse puesto a llover, le habría echado la culpa a ella. Me sentía amenazado por Merrick. Mi indignación iba en aumento, pero no dije una palabra.

—¿Cuándo dejarás que vea a Merrick? —me preguntó Louis.

—Primero te relatare su historia —contesté—, o la parte que conozco. Mañana sal temprano para alimentarte, y cuando regrese al piso te contaré lo que debes saber.

—¿Y hablaremos de una entrevista?

—Luego tú mismo tomarás una decisión al respecto.

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