Merrick

Merrick


Capítulo 7

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Incluso el ángel Memnoch, que había seducido a Lestat, había revelado su propia versión de la leyenda, afirmando que durante su primera visita a la Tierra había sido seducido por la hija del hombre. Pero en esa época yo no sabía nada sobre Memnoch.

Ansiaba quedarme a solas con aquel libro. Deseaba leer cada sílaba que contenía. Deseaba hacer que nuestros expertos analizaran el papel, la tinta, además de examinar el estilo en que estaba escrito.

A la mayoría de los lectores de este relato no les sorprenderá que les diga que algunas personas son capaces de calcular la antigüedad de un libro a simple vista. Yo no era una de esas personas, pero estaba convencido de que el texto que sostenía en las manos había sido copiado en un monasterio en algún lugar de la cristiandad, antes de que Guillermo el Conquistador desembarcara en las costas de Inglaterra.

En resumidas cuentas, el libro probablemente databa del siglo VIII o IX. En la primera página ponía que se trataba de una «copia fiel» de un texto mucho más antiguo, que por supuesto procedía de Cam, el hijo de Noé. Existe un gran número de leyendas en torno a esos nombres, a cuál más interesante. Pero lo maravilloso del caso era que aquel texto pertenecía a Merrick y que ella nos lo había mostrado.

—Este libro me pertenece —repitió—. Sé cómo realizar los sortilegios y conjuros que contiene. Los conozco todos.

—¿Pero quién te ha enseñado a leerlo? —pregunté, incapaz de ocultar mi entusiasmo.

—Matthew —respondió Merrick—, el hombre que nos llevó a Sandra la Fría y a mí a Suramérica. Cuando vio este libro se sintió muy interesado en él, al igual que los otros. Yo ya había leído algunos pasajes, pues había aprendido un poco de latín, y Gran Nananne lo había leído de cabo a rabo. Matthew era el mejor hombre de todos los que mi madre trajo a casa. Cuando él estaba con nosotras nos sentíamos seguras y felices. Pero no es el momento de hablar de estas cosas. Me permitirán conservar este libro, ¿verdad?

—Desde luego — se apresuró a responder Aarón. Creo que temía que yo quisiera apoderarme de aquel texto, pero estaba equivocado. Deseaba pasar un rato examinándolo, sí, pero sólo cuando la niña me lo permitiera.

En cuanto al hecho de que Merrick mencionara a su madre, yo sentía una gran curiosidad por averiguar más detalles. Quise interrogarla de inmediato sobre el particular, pero cuando empecé a hacerle unas preguntas, Aarón me miró severamente y meneó la cabeza.

—Debemos regresar —dijo Merrick—. Ya habrán dispuesto el cadáver para el velatorio.

Después de dejar el valioso libro en la habitación de Merrick, situada en el piso superior, regresamos de nuevo a la ciudad de los sueños.

El cadáver había sido trasladado de nuevo a la casa en un féretro de color gris claro forrado de raso, e instalado sobre un catafalco portátil en el frío y solemne salón que he descrito más arriba. A la luz de las numerosas velas (la araña que pendía del techo despedía una luz demasiado intensa y la habían apagado), la habitación ofrecía un aspecto casi hermoso. Habían vestido a Gran Nananne con un elegante vestido de seda blanco con unas rositas bordadas en el cuello, una de las prendas preferidas de la anciana.

En torno a sus dedos enlazados habían colocado un bonito rosario de cuentas de cristal, y sobre su cabeza, contra la tapa forrada de raso del féretro, colgaba un crucifijo de oro. Junto al féretro había un reclinatorio de terciopelo rojo, sin duda instalado por el director de la funeraria, y muchas personas se arrodillaron en él para santiguarse y rezar. Aparecieron de nuevo legiones de gente, que se dividieron en grupos según su raza, como siguiendo órdenes: los de tez clara se arracimaron en un grupo, los blancos se juntaron con los blancos, los negros con los negros. Desde entonces he presenciado muchas situaciones en la ciudad de Nueva Orleáns en que la gente se auto segrega ostensiblemente según su color. Por supuesto, yo no conocía la ciudad. Sólo sabía que la monstruosa injusticia de la segregación legal ya no existía, por lo que me maravilló el hecho de que el color de la piel determinara la separación en aquel grupo.

Aarón y yo esperábamos inquietos a que nos preguntaran sobre Merrick, sobre el futuro de la niña, pero nadie dijo una palabra al respecto. Los asistentes se limitaron a abrazar a Merrick, a besarla y a murmurar unas palabras de condolencia, tras lo cual se marchaban. Vi que habían dispuesto otra bandeja, en la que la gente depositaba dinero, pero ignoraba con qué fin. Probablemente para Merrick, puesto que las personas que habían acudido sabían que no tenía allí ni a su madre ni a su padre.

Cuando nos disponíamos a acostarnos en unos catres instalados en una habitación trasera que carecía de otros muebles (el cadáver iba a permanecer expuesto toda la noche), Merrick trajo al sacerdote para que hablara con nosotros, y le explicó en un francés excelente y rápido que éramos sus tíos y que iría a vivir con nosotros. «De modo que ésa es la historia que cuenta», pensé. Éramos los tíos de Merrick. Sin duda, Merrick asistiría a una escuela fuera de Nueva Orleáns.

—Es justamente lo que iba a recomendarle que dijera —comentó Aarón—. Me pregunto cómo se le ocurrió. Supuse que el cambio no le gustaría y que nos pondríamos a discutir.

Yo no sabía qué pensar. Aquella niña tan madura, tan sería y tan hermosa me turbaba y atraía. Todo el panorama me hacía dudar de mi buen criterio.

Aquella noche dormimos mal. Los catres eran incómodos, la habitación estaba desprovista de muebles y era calurosa, y la gente no paraba de circular por el pasillo, murmurando sin cesar.

Entré varias veces en el salón y vi a Merrick durmiendo tranquilamente en su butaca. Hacia el amanecer, el anciano sacerdote echó también un sueñecito. A través de la puerta trasera divisé un jardín envuelto en sombras, en el que ardían unas lejanas lámparas o velas cuya luz agitaba la brisa. Era inquietante. Me quedé dormido cuando aún se divisaban unas estrellas en el cielo.

Por fin amaneció y llegó la hora de que comenzara el funeral.

El sacerdote apareció ataviado con los ropajes apropiados para la ocasión, acompañado por un monaguillo, y entonó unas oraciones que todos los presentes parecían conocer. La ceremonia, oficiada en inglés, estuvo revestida de una solemnidad no menos impresionante que los antiguos ritos en latín, los cuales habían sido desechados. Luego cerraron el féretro.

Merrick se puso a temblar y luego a sollozar. Era angustioso verla en aquel estado. Se había quitado el sombrero de paja y tenía la cabeza descubierta. Sus sollozos se intensificaron. Varias mujeres de color, elegantemente vestidas, la rodearon para ayudarla a bajar los escalones de la entrada. Le frotaron los brazos con energía y le enjugaron la frente. Merrick sollozaba entrecortadamente, como si hipara. Las mujeres la besaron y trataron de apaciguarla. De pronto lanzó un grito.

Se me encogió el corazón al ver a aquella niña, tan dueña de sus emociones, presa de un ataque de histerismo. Tuvieron que transportarla casi en brazos hasta la limusina del cortejo fúnebre. La seguía el féretro, que unos portadores de expresión solemne transportaron al coche funerario. Luego emprendimos el camino hacia el cementerio. Aarón y yo íbamos en el coche de Talamasca, inquietos por tener que separarnos de Merrick, pero resignados porque sabíamos que era preferible así.

La lluvia que caía inexorable sobre nosotros no hacía sino realzar la deprimente teatralidad de la escena, mientras los restos de Gran Nananne eran transportados por el camino repleto de hierbajos de St. Louis Número 1, entre unas elevadas tumbas de mármol con una cubierta de doble vertiente, para ser depositados en la fosa semejante a un horno de una sepultura compuesta por tres departamentos.

Los mosquitos eran insoportables. Las plantas estaban infestadas de insectos invisibles, y cuando Merrick vio cómo depositaban el féretro en la fosa, comenzó a gritar de nuevo.

Las bondadosas mujeres le frotaron de nuevo los brazos, le enjugaron la cara y la besaron en las mejillas. De golpe Merrick lanzó una angustiosa exclamación en francés.

—¿Dónde estás, Sandra la Fría, y tú, Honey Rayo de Sol? ¿Por qué no habéis vuelto a casa?

Muchos asistentes rezaban en voz alta, con un rosario entre los dedos, mientras Merrick permanecía apoyada contra la tumba, con la mano derecha sobre el féretro.

Por fin, agotada de tanto llorar y más serena, dio media vuelta y se dirigió con paso decidido, sostenida por las mujeres, hacia donde estábamos Aarón y yo. Mientras las mujeres le daban unas palmaditas para infundirle ánimo, Merrick se arrojó a los brazos de Aarón y sepultó la cabeza en su cuello.

En esos momentos la animosa joven que llevaba dentro había desaparecido y sentí una profunda compasión hacia ella. Confiaba en que Talamasca la envolviera en fantasías y le concediera todos los caprichos. A todo esto, el sacerdote insistió en que los empleados del cementerio cerraran la tumba de inmediato, lo cual provocó una áspera discusión, pero el anciano se salió con la suya y la lápida fue colocada de nuevo en su lugar, sellando la tumba, y el féretro desapareció del alcance de nuestra mano y de nuestra vista. Recuerdo que saqué el pañuelo para enjugarme los ojos.

Aarón acarició la larga cabellera castaña de Merrick y le dijo en francés que Gran Nananne había gozado de una vida larga y maravillosa, y que el deseo que había expresado en su lecho de muerte, que Merrick hallara un refugio seguro, se había cumplido.

Merrick levantó la cabeza y pronunció una sola frase. «Sandra la Fría debió venir». Lo recuerdo porque cuando lo dijo, algunos asistentes menearon la cabeza e intercambiaron unas miradas escandalizadas.

Me sentía impotente. Observé los rostros de los hombres y las mujeres que me rodeaban. Vi algunas de las personas de sangre africana más negras que jamás he visto en América, y algunas de piel muy clara. Vi personas de extraordinaria belleza y otras de aspecto poco llamativo. Pero casi ninguna era corriente ni vulgar, tal como nosotros entendemos estas palabras. Resultaba prácticamente imposible adivinar el linaje o historia racial de las personas que estaban allí.

Pero ninguna de aquellas personas era allegada de Merrick. Exceptuando a Aarón y a mí, estaba sola. Las mujeres amables y bien vestidas habían cumplido con su deber, pero en realidad no la conocían. Eso era evidente. Y se alegraban de que Merrick tuviera dos tíos ricos dispuestos a llevársela a vivir con ellos.

En cuanto a los «Mayfair blancos» que Aarón había visto la víspera, ninguno había hecho acto de presencia en el funeral, lo cual era «una suerte», según Aarón. De haber sabido que una niña Mayfair se había quedado sola y desamparada en el mundo, se habrían empeñado en subsanar aquella situación. Reparé en que tampoco habían asistido al velatorio. Habían cumplido con su deber, Merrick les había contado una historia satisfactoria y se habían marchado tranquilamente. A continuación regresamos a la vieja casa.

Una furgoneta de Oak Haven aguardaba para transportar las pertenencias de Merrick, que no estaba dispuesta a abandonar la vivienda de su madrina sin llevarse todo lo que era suyo.

Antes de que llegáramos a la casa, Merrick dejó de llorar y su rostro adquirió una expresión sombría que he visto muchas veces.

—Sandra la Fría no lo sabe —soltó de sopetón. El coche avanzaba lentamente a través de la llovizna—. De haberlo sabido, habría acudido.

—¿Es tu madre? —preguntó Aarón con tono respetuoso. Merrick asintió.

—Eso es lo que dice ella —respondió, esbozando una pícara sonrisa. Luego meneó la cabeza y se puso a mirar a través de la ventanilla del coche—. No se preocupe por eso, señor Lightner —dijo—. Sandra la Fría no me quiere. Se marchó y no ha vuelto.

En aquel momento me pareció que sus palabras tenían sentido, quizá porque deseaba que lo tuvieran, que no se sintiera profundamente herida por una realidad más cruel.

—¿Cuándo la viste por última vez? —inquirió Aarón.

—Cuando tenía diez años y regresé de Suramérica. Cuando Matthew aún vivía. Hay que comprenderla. Fue la única de doce hermanos que no daba el pego.

—¿No daba el pego? —preguntó Aarón.

—No pasaba por blanca —solté sin poder reprimirme. Merrick volvió a sonreír.

—Ya entiendo —dijo Aarón.

—Es muy guapa —comentó Merrick—, nadie puede negarlo, y era capaz de atrapar a cualquier hombre. Nunca se le escapó ninguno.

—¿Atrapar? —preguntó Aarón.

—De atraparlo con un encantamiento —dije en voz baja. Merrick me volvió a mirar, sonriendo.

—Ya entiendo —repitió Aarón.

—Mi abuelo, al ver que mi madre tenía una piel tan tostada, dijo que no quería a aquella niña, y mi abuela vino y depositó a Sandra la Fría a la puerta de la casa de Gran Nananne. Todos los hermanos y hermanas de Sandra la Fría se casaron con personas blancas. Claro que mi abuelo también era blanco. Todos se han instalado en Chicago. El padre de Sandra la Fría era dueño de un club de jazz en Chicago. Cuando las personas se enamoran de Chicago o Nueva York, no quieren volver aquí. Pero a mí ni me gustaron esas ciudades.

—¿De modo que las has visitado? —pregunté.

—Sí, fui con Sandra la Fría —respondió Merrick—. Por supuesto, no fuimos a ver a nuestros parientes blancos. Pero los localizamos en la guía telefónica. Sandra la Fría quería ver a su madre, según dijo, pero no para hablar con ella. ¿Quién sabe? Quizá le echó un conjuro maligno. Quizá se lo echó a todos. A Sandra la Fría le daba mucho miedo volar a Chicago, pero aún le daba más miedo ir en coche. ¡Y no digamos el pavor que sentía a ahogarse! Tenía unas pesadillas en que se ahogaba. No quería atravesar el puente en coche. Temía que el lago la engullera. Tenía miedo de muchas cosas. —Se detuvo unos momentos, con expresión distraída. Luego prosiguió, frunciendo ligeramente el ceño —: No recuerdo que Chicago me gustara. Y en Nueva York no había árboles, al menos yo no vi ninguno. Deseaba volver a casa. A Sandra la Fría también le encantaba Nueva Orleáns. Siempre regresaba allí, hasta la última vez.

—¿Tu madre era una mujer inteligente? —pregunté—. ¿Era tan lista como tú? Mi pregunta la hizo reflexionar unos momentos.

—No es una mujer instruida —contestó Merrick—. No lee libros. A mí me gusta mucho leer. En los libros se aprenden cosas. Yo leía las revistas viejas que la gente desechaba. Un día me llevé un montón de ejemplares de la revista Time de una casa que iban a demoler. Leí todos los artículos, absolutamente todos: sobre artes y ciencia, libros, música, política y otros temas, todo, hasta que las revistas se caían a pedazos de tanto manosearlas. También leía libros de la biblioteca y de las estanterías en las tiendas de ultramarinos; leía periódicos. Leía viejos devocionarios. He leído libros de magia. Tengo muchos libros de magia que aún no les he enseñado.

Merrick se encogió levemente de hombros; tenía un aspecto frágil y cansado, pero seguía siendo una niña aturdida por todo cuanto había ocurrido.

—Sandra la Fría nunca leía nada —dijo—. Nunca miraba los informativos de las seis de la tarde. Gran Nananne la mandó a estudiar con las monjas, según dijo, pero se portaba tan mal que la enviaban a casa cada dos por tres. Por otra parte tenía la piel tan clara que no le gustaban las personas de color. El hecho de que su padre la rechazara debía de haberla escarmentado, pero no fue así. Su piel era del color de las almendras, como se ve en la fotografía, pero tenía los ojos de ese amarillo claro que siempre revela que tienes sangre negra. Detestaba que la gente la llamara Sandra la Fría.

—¿Por qué le pusieron ese apodo? —pregunté—. ¿Fueron los niños quienes empezaron a llamarla así?

Casi habíamos llegado a nuestro destino. Recuerdo que había muchas cosas que deseaba averiguar sobre aquella extraña sociedad, tan ajena a cuanto yo conocía. En esos momentos comprendí que había desperdiciado muchas oportunidades en Brasil.

Las palabras de la anciana me habían herido en lo más profundo del corazón.

—No, se lo pusieron en casa —respondió Merrick—. Desde luego, es un apodo muy desagradable. Cuando los vecinos y los niños se enteraron, dijeron: «Hasta Gran Nananne te llama Sandra la Fría». Se lo pusieron por las cosas que hacía. Ya se lo he dicho, utilizaba sus poderes mágicos para atrapar a las personas. Les echaba el mal de ojo. En cierta ocasión la vi desollar a un gato negro, un espectáculo que no quisiera volver a presenciar.

Supongo que debí de hacer un gesto de repugnancia, porque Merrick esbozó una breve sonrisa. Luego prosiguió:

—Cuando cumplí seis años, ella misma empezó a llamarse Sandra la Fría. Me decía: «Ven, Merrick, acércate a Sandra la Fría». Y yo me apresuraba a sentarme en su regazo.

La voz se le quebró un poco, pero continuó hablando.

—No se parecía en nada a Gran Nananne —dijo Merrick—. Se pasaba el día fumando y bebiendo; siempre estaba nerviosa, y cuando bebía se ponía muy agresiva. Cuando regresaba a casa después de ausentarse durante una larga temporada, Gran Nananne le preguntaba: «¿Qué ocultas ahora en tu frío corazón, Sandra la Fría? ¿Qué mentiras vas a contarnos?».

»Gran Nananne decía que no era necesario practicar la magia negra en este mundo, que podías conseguir cuanto quisieras con la magia blanca. Cuando apareció Matthew, Sandra la Fría se mostró más feliz de lo que jamás la habíamos visto.

—Matthew es el hombre que te dio el libro de pergamino, ¿verdad? —pregunté con delicadeza.

—Él no me dio ese libro, señor Talbot, me enseñó a leerlo —respondió Merrick—. Ese libro ya estaba en casa cuando él llegó. Había sido del tío abuelo Vervain, que era un hombre terrible y muy aficionado al vudú. Era conocido en toda la ciudad como el doctor Vervain. Todo el mundo acudía a él para rogarle que hiciera algún conjuro. Ese anciano me dio muchas cosas antes de morir. Era el hermano mayor de Gran Nananne. Fue la primera persona que vi morir de repente. Estaba sentado a la mesa, a la hora de cenar, sosteniendo el periódico en la mano. Yo tenía más preguntas que formularle en la punta de la lengua.

Durante todo el rato en que Merrick había ido desgranando su relato, no había mencionado ni una sola vez el otro nombre que Gran Nananne había pronunciado antes de morir: Honey Rayo de Sol.

Pero enseguida llegamos a la vieja casa. El sol crepuscular lucía aún con fuerza y la lluvia había remitido.

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