Merrick

Merrick


Capítulo 10

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10

No fue sencillo para mí relatar esta historia a Louis, y aún no había terminado. Tenía muchas otras cosas que contarle.

Pero cuando me detuve, tuve la sensación de despertarme en el saloncito, ante la atenta presencia de Louis, y al instante sentí alivio y unos intensos remordimientos. Durante unos momentos estiré las piernas y los brazos y noté que la fuerza vampírica me recorría las venas.

Estábamos sentados uno junto al otro como dos seres de carne y hueso, a la confortable luz de las lámparas cubiertas con unas pantallas de cristal.

Por primera vez desde que había comenzado este relato, contemplé los cuadros que colgaban en las paredes de la habitación. Eran unos tesoros impresionistas, de un colorido maravilloso, que Louis había empezado a coleccionar hacía mucho tiempo y guardaba al principio en una pequeña casa situada en la parte alta de la ciudad, en la que residió hasta que Lestat prendió fuego a la casa. Cuando se reconciliaron, rogó a Louis que viniera aquí a vivir con él. Miré una pintura de Monet (en la que últimamente apenas había reparado porque me la conocía de memoria), una pintura rebosante de sol y vegetación, en la que aparecía una mujer bordando junto a una ventana, debajo de las ramas de unos delicados árboles interiores. Como tantas otras pinturas impresionistas era a la vez muy intelectual, con sus visibles pinceladas, y eminentemente doméstica. Yo dejé que su decidida santificación de lo ordinario consolara mi apenado corazón.

Deseaba sentir el ambiente doméstico que nos rodeaba aquí, en la Rué Royale. Deseaba sentirme moralmente seguro, lo cual por supuesto no volvería a experimentar jamás.

Había resultado agotador para mi alma revisitar los tiempos en que yo era un ser mortal vivo, cuando daba por descontado la humedad diurna de Nueva Orleáns, cuando era un amigo leal de Merrick, que eso era lo que había sido, al margen de lo que Honey Rayo de Sol me hubiera tachado de ser con un chico llamado Joshua, que había vivido hacía muchísimos años.

Por lo que se refería a este asunto, Aarón y Mary no me habían hecho ninguna pregunta al respecto. Pero sabía que ninguno de los dos volvería a mirarme como antes. Joshua era demasiado joven y yo demasiado viejo para aquella relación. Yo no había confesado a los Ancianos mis transgresiones (unas pocas noches de amor) hasta mucho después de haber muerto Joshua. Los Ancianos me habían reprendido conminándome a no volver a cometer una falta semejante.

Cuando me nombraron Superior de la Orden, los Ancianos me obligaron a prometerles que no volvería a transgredir las reglas morales, y yo, humillado de que hubieran vuelto a airear el asunto, había obedecido. En cuanto a la muerte de Joshua, me culpaba por lo que le había ocurrido. Joshua me había rogado que le dejara partir en aquella expedición, que en sí no era demasiado peligrosa, para escalar una cumbre del Himalaya y visitar un templo que formaba parte de las tradiciones tibetanas que él había estudiado. Le acompañaban otros miembros de la Orden, los cuales habían regresado sanos y salvos. La caída se debió a un pequeño pero repentino alud, según me contaron, y el cadáver de Joshua no fue recuperado hasta al cabo de unos meses.

En estos momentos, mientras relataba esos episodios a Louis, al pensar en que había abordado a la mujer Merrick en mi siniestra y eterna guisa de vampiro, experimenté unos agudos y profundos remordimientos. Jamás podría pedir que me absolvieran por ese acto. Y nadie podría impedirme jamás que volviera a ver a Merrick. Estaba hecho y no tenía solución. Había pedido a Merrick que invocara al espíritu de Claudia en nuestro nombre. Tenía muchas cosas que contar a Louis antes de que ambos se reunieran, y muchas cosas en mi fuero interno que debía resolver.

Louis me había escuchado todo el rato sin decir palabra. Con el dedo apoyado debajo del labio inferior y el codo sobre el brazo del sofá, me había observado mientras yo desgranaba mis recuerdos, y ahora estaba impaciente por que siguiera contándole la historia.

—Yo sabía que esa mujer era muy poderosa —dijo suavemente—. Lo que no sabía era lo mucho que la amabas. Me maravillaba su acostumbrada forma de expresarse, el tono meloso de su voz y el hecho de que sus palabras apenas agitaban el aire.

—Yo tampoco —respondí—. Éramos muchos los que formábamos parte de Talamasca, unidos por amor, y cada cual constituye un caso aparte.

—Pero tú amas a esa mujer —insistió Louis con delicadeza—. Y yo te he pedido que hicieras algo que no deseabas.

—Era inevitable que me pusiera en contacto con Talamasca —insistí tras unos instantes de vacilación—. Pero debí ponerme en contacto con los Ancianos por escrito, no de este modo.

—No te condenes tan duramente por haberte puesto en contacto con ella —dijo Louis con una firmeza poco habitual en él. Parecía sincero y, como siempre, eternamente joven.

—¿Por qué no? —pregunté—. Creía que eras un experto en materia de culpabilidad. Louis soltó una risita cortés, tras lo cual ambos sonreímos en silencio.

—A fin de cuentas, tenemos corazón —dijo meneando la cabeza. Se instaló más cómodamente sobre los cojines del sofá—. Dices que crees en Dios. Es más de lo que los otros me han confesado, te lo aseguro. ¿Qué crees que Dios ha previsto para nosotros?

—No me consta que Dios haya previsto nada —repliqué con cierta amargura—. Sólo sé que Él está aquí.

Pensé en lo mucho que amaba a Louis, desde el momento en que Lestat me había convertido en vampiro. Pensé en lo mucho que dependía de él, y en lo que estaba dispuesto a hacer por él. Era el amor por Louis lo que en ocasiones había hundido a Lestat y esclavizado a Armand. Louis no tenía por qué ser consciente de su belleza, de su encanto manifiesto y natural.

—Perdóname, David —dijo Louis de pronto—. Tengo tantos deseos de conocer a esa mujer que te presiono por motivos egoístas, pero, como he dicho, estoy convencido de que tenemos un corazón en el sentido más amplio de la palabra.

—Te creo —respondí—. Me pregunto si los ángeles tienen corazón —musité—. En cualquier caso, no importa. Somos lo que somos.

Louis no respondió, pero observé que su rostro se ensombrecía unos instantes. Luego se sumió en un ensueño, con su expresión habitual de curiosidad y serena gracia.

—Pero en lo tocante a Merrick —dije—, debo reconocer que me he puesto en contacto con ella porque la necesito desesperadamente. No podía dejar pasar más tiempo sin ponerme en contacto con ella. Cada noche que paso en Nueva Orleáns, pienso en Merrick. Me persigue como si fuera un fantasma.

—Cuéntame el resto de tu historia —pidió Louis—. Y si cuando hayas terminado quieres concluir el asunto con Merrick, me refiero a poner fin a tu contacto con ella, lo aceptaré sin rechistar.

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