Merrick

Merrick


Capítulo 16

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Faltaba una hora para que amaneciera cuando terminé esta historia.

Louis me había escuchado todo el rato en silencio, sin formular una sola pregunta, sin un comentario que pudiera distraerme, asimilando mis palabras.

Por respeto a mí permaneció en silencio, pero observé en su rostro que estaba embargado por la emoción. Sus ojos de color verde oscuro me recordaban los de Merrick, y durante unos momentos la deseé con tal intensidad, sentí tal horror por lo que yo había hecho, que no pude articular palabra.

Por fin, Louis me explicó justamente las percepciones y sensaciones que me abrumaban mientras reflexionaba sobre lo que le había contado.

—No me di cuenta de lo mucho que amabas a esa mujer —dijo—. No comprendí lo diferente que eres de mí.

—La amo, sí, y quizá ni yo mismo comprendí la intensidad de ese sentimiento hasta que te conté esta historia. Entonces me obligué a ver la realidad, me obligué a recordarla, me obligué a experimentar de nuevo mi unión con ella. Pero quiero que me aclares a qué te refieres cuando dices que tú y yo somos diferentes.

—Eres sabio —dijo Louis—, como sólo puede serlo un ser humano anciano. Nadie ha experimentado la vejez como tú. Ni siquiera la gran madre, Maharet, conoció la enfermedad antes de convertirse en un vampiro hace siglos. Y Lestat tampoco la conoció, pese a sus numerosos percances. En cuanto a mí, he sido demasiado joven durante demasiado tiempo.

—No debes culparte por ello. ¿Crees que los seres humanos están destinados a conocer la amargura y la soledad que yo conocí durante mis últimos años como mortal? No lo creo. Como todas las criaturas, estamos destinados a vivir hasta alcanzar nuestra madurez. Lo demás es un desastre espiritual y físico. Estoy convencido de ello.

—No estoy de acuerdo contigo —respondió modestamente—. ¿Qué tribu de cuantas existen en la Tierra no ha tenido ancianos? ¿Qué proporción de nuestro arte y nuestros conocimientos proceden de personas que vivieron hasta alcanzar la ancianidad? Cuando dices esas cosas me recuerdas a Lestat, al referirse a su Jardín Salvaje. El mundo nunca me ha parecido un lugar inhóspito y salvaje.

—Tú crees en muchas cosas —dije sonriendo—. No es preciso presionarte mucho para descubrirlo. Sin embargo, tu constante melancolía te hace negar la verdad de todo lo que has aprendido. Es cierto y lo sabes. Louis asintió con la cabeza.

—No consigo hallar ningún sentido en las cosas, David — confesó.

—Quizá ninguno de nosotros estemos destinados a lograrlo, ni los muy viejos m los muy jóvenes.

—Es posible. Pero lo más importante ahora mismo es que tú y yo nos comprometamos solemnemente a no lastimar a esta mujer vital y única. Su fuerza no debe cegarnos. Alimentaremos su curiosidad, seremos justos con ella y la protegeremos, sin hacerle el menor daño.

Me mostré de acuerdo. Comprendía perfectamente lo que quería decir. ¡Cómo no iba a comprenderlo!

—Ojalá pudiera decir que íbamos a retirar la petición que le hicimos —dijo Louis—. Ojalá pudiera seguir resistiendo sin recurrir a las dotes mágicas de Merrick. Ojalá pudiera abandonar este mundo sin ver jamás el fantasma de Claudia.

—No hables de poner fin a tu vida, por favor, no lo soporto — me apresuré a decir.

—Pero debo hablar de ello. No pienso en otra cosa.

—Entonces piensa en las palabras que dije al espíritu de la cueva. La vida pertenece a los vivos. Tú estás vivo.

—¡Pero a qué precio! —exclamó.

—Louis, los dos deseamos desesperadamente vivir —dije—. Recurrimos a la magia de Merrick en busca de consuelo. Soñamos con mirar a través de la máscara. Queremos contemplar algo que haga que todo encaje, ¿no es cierto?

—No sé si eso es lo que pretendo, David —respondió Louis. Su rostro denotaba una profunda preocupación en las pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos y de la boca, unas arrugas que desaparecían cuando su rostro estaba relajado—. Lo cierto es que no sé lo que quiero —confesó—. Me gustaría ver espíritus, como habéis visto Merrick y tú. ¡Ah, ojalá pudiera oír ese clavicémbalo fantasmal que otros han oído en esta casa! ¡Y poder hablar con un espíritu tan fuerte como Honey Rayo de Sol! Eso significaría mucho para mí.

—¿Cómo podemos infundirte ánimos para seguir adelante, Louis? —pregunté—. ¿Cómo podemos convencerte de que somos unos testigos de excepción de lo que el mundo tiene que ofrecer en todos sus aspectos?

Louis sonrió desdeñosamente.

—Tranquilizando mi conciencia, David —contestó—. No veo otro modo.

—Entonces toma la sangre que te ofrezco —dije—. Toma la sangre que Lestat te ha ofrecido en más de una ocasión. Toma la sangre que has rechazado tantas veces, y ten la fuerza de vivir del «pequeño trago» y alejar a la muerte de tu camino.

Me sorprendió la vehemencia con que le hice la sugerencia, porque antes de este diálogo (antes de esta larga noche en que le conté mi historia), su decisión de no beber la poderosa sangre me había parecido muy sensata. Como ya he dicho en este relato, Louis era lo bastante débil como para que el sol lo destruyera, lo cual le procuraba un consuelo del que Lestat y yo carecíamos.

Louis me observó con curiosidad. No vi ningún atisbo de censura en sus ojos.

Me levanté y salí lentamente de la habitación. Volví a contemplar el brillante cuadro pintado por Monet con trazo seguro. De improviso sentí mi vida muy cerca; todo mi afán era vivir.

—No, yo no puedo poner fin a mi vida voluntariamente —murmuré—, ni siquiera mediante un acto tan simple como dirigirme hacia el sol. No puedo hacerlo. Quiero saber qué va a ocurrir. Quiero estar presente cuando Lestat despierte de su prolongado letargo, suponiendo que algún día lo consiga. ¡Quiero saber qué va a ser de Merrick!

Quiero saber qué va a ser de Armand. ¿Vivir eternamente? ¡Ojalá pudiera! No puedo fingir que soy el mortal que hace años rechazó a Lestat. No puedo retroceder y reclamar el corazón de ese ser tan falto de imaginación. Al volverme me pareció que la habitación latía violentamente a mi alrededor, que todos sus colores se habían cohesionado, como si el espíritu de Monet hubiera contagiado la sustancia misma de la materia sólida y el aire. Todos los objetos de la habitación se me antojaban arbitrarios y simbólicos. Y más allá yacía la noche salvaje, el Jardín Salvaje de Lestat, y unas estrellas caprichosas y mudas.

En cuanto a Louis, me observaba fascinado como sólo él es capaz de hacer, abandonándose a mi hechizo como rara vez hacen los hombres, al margen de la silueta o la forma que asuma el espíritu masculino en cuestión.

—Qué fuertes sois todos —comentó en voz baja, con tono reverente y triste—. Admirablemente fuertes.

—Debemos jurar no lastimar a Merrick —dije—. Llegará un momento en que Merrick deseará esta magia y nos echará en cara nuestro egoísmo, el haberle rogado que utilizara su magia y negarnos a ofrecerle la nuestra.

Louis parecía a punto de echarse a llorar.

—No la subestimes, David —dijo con voz ronca—. Quizá sea, a su modo, tan invencible como tú lo eras. Quizá nos reserve alguna sorpresa mayúscula que ni siquiera sospechamos.

—¿Ésa es la conclusión que has sacado de lo que te he dicho sobre ella? —pregunté.

—Me la has descrito con intenso y persistente detalle —respondió Louis—. ¿Crees que ella no conoce nuestro tormento? ¿Crees que no lo siente cuando está con nosotros? —Tras vacilar unos instantes, continuó —: No querrá compartir nuestra existencia. ¿Por qué iba a hacerlo cuando puede aparecerse ante otros, cuando puede mirar a través de una máscara de jade y ver el fantasma de su hermana? Por lo que me has contado, deduzco que no está impaciente por renunciar para siempre a contemplar la arena de Egipto bajo el sol del mediodía.

No pude por menos de sonreír. A mi entender, Louis estaba completamente equivocado.

—No sé, amigo mío —dije tratando de ser cortés—. La verdad es que no lo sé. Sólo sé que me he comprometido a llevar a cabo nuestro macabro propósito. Y que todo lo que he recordado deliberadamente no me ha enseñado a mostrarme receloso ni amable.

Louis se levantó de la butaca lentamente, en silencio, y se encaminó hacia la puerta de la habitación. Deduje que había llegado el momento de que fuera a instalarse en su ataúd; dentro de poco yo haría otro tanto. Le seguí y salimos juntos de la casa, bajamos por la escalera de hierro, atravesamos el empapado jardín y nos dirigimos hacia el portal de entrada.

Durante unos instantes vi al gato negro sobre la tapia posterior, pero no comenté nada, convencido de que los gatos eran muy corrientes en Nueva Orleáns y de que me estaba comportando como un idiota. Por fin llegó el momento de despedirnos.

—Pasaré las próximas veladas con Lestat —dijo Louis con tono quedo—. Quiero leerle en voz alta. No responde, pero no me lo impide. Ya sabes dónde encontrarme cuando Merrick regrese.

—¿No te dice nunca nada? —pregunté, refiriéndome a Lestat.

—A veces habla un poco. Me pide que toque algo de Mozart, o que le lea un viejo poema. Pero en general, como tú mismo has visto, sigue igual. —Louis se detuvo y alzó la vista hacia el cielo—. Quiero estar a solas con él unas cuantas noches, antes de que vuelva Merrick.

Lo dijo de forma tajante, con un dejo de tristeza que me conmovió en el alma. Iba a despedirse de Lestat, eso era lo que iba a hacer, y yo sabía que el letargo de Lestat era tan profundo y agitado que ni el terrible mensaje de Louis conseguiría despertarlo.

Observé a Louis mientras se alejaba y el cielo empezaba a clarear. Oí cantar a los pájaros matutinos. Pensé en Merrick, la deseaba. La deseaba como habría podido desearla cualquier hombre. Como vampiro deseaba succionarle la sangre hasta arrebatarle el alma, tenerla eternamente dispuesta a recibir mis visitas, siempre a salvo. Durante unos preciosos instantes estuve de nuevo a solas con ella en la tienda de campaña en Santa Cruz del Flores, sintiendo aquel placer que conectaba mi cuerpo orgásmico con mi cerebro.

Era una maldición evocar demasiados recuerdos mortales durante nuestra existencia vampírica. Ser viejo equivalía a experiencias y conocimientos sublimes. Por lo demás, esa maldición poseía cierta magnificencia, un esplendor innegable.

Se me ocurrió pensar que si Louis decidía poner fin a su vida, a su periplo sobrenatural, yo no sabría cómo justificarlo ante Lestat o Armand, o ante mí mismo.

Al cabo de una semana recibí una carta de Merrick escrita de su puño y letra. Había regresado a Luisiana.

Querido David:

Ven a mi vieja casa mañana por la tarde, tan pronto como puedas. Por suerte, el guarda no estará. Me encontrarás sola en la habitación delantera.

Deseo conocer a Louis y que él mismo me indique lo que quiere que haga.

En cuanto a esos objetos que habían pertenecido a Claudia, tengo el rosario, el diario y la muñeca.

Ya nos ocuparemos más tarde de lo demás.

Apenas podía contener mi entusiasmo. Esperar hasta el día siguiente iba a ser un tormento. Enseguida me dirigí a Ste. Elizabeth's, el edificio donde Lestat pasaba sus horas solitarias durmiendo sobre el viejo suelo de la capilla. Al entrar me encontré a Louis, sentado en el mármol junto a Lestat, leyendo en voz baja un libro antiguo de poesías inglesas.

Le leí a Louis la carta de Merrick.

El semblante de Lestat no registró el menor cambio.

—Sé dónde está la casa —dijo Louis. Estaba muy excitado, aunque creo que se esforzaba en ocultarlo—. No faltaré. Supongo que debí pedirte permiso. El caso es que anoche fui a localizar la casa.

—Perfecto —respondí—. Nos encontraremos allí mañana por la tarde. Pero escucha, debes…

—Anda, dilo —me pidió Louis suavemente.

—Debes tener en cuenta que es una mujer muy poderosa. Hemos jurado protegerla, pero no pienses ni por un momento que es débil.

—Siempre estamos arriba y abajo con el tema de Merrick —dijo Louis pacientemente—. Lo comprendo. Entiendo lo que quieres decir. Cuando decidí tomar este camino, me preparé para cualquier desastre que pudiera ocurrir. Y mañana por la noche me prepararé tan a fondo como sea posible.

Lestat no mostraba señal de haber oído nuestra conversación. Seguía postrado como antes, con su chaqueta de terciopelo roja arrugada y llena de polvo, y su pelo rubio alborotado.

Me arrodillé y deposité un beso respetuoso en la mejilla de Lestat. Él siguió con la mirada fija en la penumbra. De nuevo tuve la clara impresión de que su alma no se hallaba dentro de su cuerpo, al menos de la forma que nosotros lo entendemos. Deseaba contarle nuestro propósito, pero no estaba seguro de querer que él lo supiera. Pensé que de haber sabido Lestat lo que nos proponíamos, habría tratado de impedírnoslo. Qué lejos de nosotros debían de estar sus pensamientos.

Cuando me marché, Louis siguió leyendo con voz queda, melodiosa y levemente apasionada.

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