Merrick

Merrick


Capítulo 17

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17

La tarde de la cita que habíamos concertado sólo había unas pocas nubes de un blanco radiante. Conseguí distinguir las estrellas, lo cual me proporcionó un ligero consuelo. El aire era menos húmedo de lo habitual y deliciosamente cálido.

Louis se reunió conmigo en un soportal de la Rué Royale, y yo, debido a mi nerviosismo, apenas reparé en su aspecto pero observé que iba extraordinariamente bien vestido.

Como ya he dicho, Louis no elegía su ropa con acierto, pero de un tiempo a esta parte había mejorado mucho, y esa tarde se había esmerado de forma notable.

Repito, yo estaba demasiado interesado en nuestra reunión con Merrick para prestar atención a su atuendo. Tras observar que no parecía sediento, sino que presentaba un aspecto saciado y humano, una confirmación de que ya se había alimentado, partí con él hacia la casa de Merrick.

Mientras atravesábamos el viejo y desolado barrio dejado de la mano de Dios, ni él ni yo dijimos una sola palabra. En mi mente se agolpaban multitud de pensamientos. El hecho de haber relatado a Louis la historia de Merrick me había aproximado a ella aún más que la noche de nuestro encuentro en el café de la Rué Ste. Anne, y mi deseo de volver a verla, bajo cualquier circunstancia, era más poderoso de lo que me atrevía a reconocer. Pero el tema del reciente conjuro de Merrick me atormentaba. ¿Por qué me había enviado unas visiones de sí misma para confundirme? Quería preguntárselo a ella misma, convencido de que era preciso aclarar esta cuestión antes de seguir adelante.

Cuando llegamos a la casa, que había sido restaurada, con su elevada cerca pintada de negro, insistí en que Louis esperara pacientemente unos momentos mientras yo echaba un vistazo en torno al lugar.

Enseguida observé que las modestas viviendas situadas a ambos lados de la mansión de Merrick estaban en ruinas. La finca, como ya he indicado, se hallaba rodeada por tres lados, y parte de la fachada, por unos muros de ladrillo muy altos.

Vi un tupido arbolado en el jardín de Merrick; dos de los árboles eran unos robles inmensos y el otro, una elevada y frondosa pacana, que trataban de desembarazarse de los exuberantes tejos que crecían junto a la tapia. Vi una luz parpadeante que emanaba hacia arriba contra el follaje y sus sarmentosas ramas. Percibí el olor a incienso y a la cera de las velas. En realidad capté numerosos aromas pero no el de un intruso, que era lo que en aquellos momentos me preocupaba.

El apartamento del guarda, situado en la parte trasera del piso superior, estaba vacío y cerrado, cosa que me complació mucho pues no me apetecía encontrarme con aquel mortal.

En cuanto a Merrick, sentí claramente su presencia, a pesar de la tapia, de modo que regresé rápidamente junto a

Louis, que me esperaba delante de la verja de hierro forjado que separaba el jardín delantero de la calle.

Las adelfas de Merrick aún no habían florecido, pero constituían unas magníficas plantas de hoja perenne y muchas otras flores crecían de forma descontrolada, en particular el hibisco africano de color rojo intenso y el malvavisco púrpura con sus ramas tiesas, además de las exuberantes calas blancas de hojas cerosas y lanceadas.

Las magnolias, de las que apenas me acordaba, habían crecido durante la última década hasta hacerse gigantescas y componían un grupo de imponentes centinelas junto al porche delantero.

Louis aguardaba pacientemente, con la vista fija en la puerta de cristal emplomado, como si ardiera en deseos de entrar. Toda la casa estaba a oscuras salvo el saloncito delantero, la estancia en la que años atrás habían instalado el ataúd de Gran Nananne. Vislumbré la luz titilante de las velas en el dormitorio que daba a la fachada, pero dudo que un ojo mortal hubiera podido verlas a través de las cortinas corridas.

Atravesamos rápidamente la verja, pasamos por entre los imponentes arbustos, subimos los escalones de acceso y llamamos al timbre. Oí la suave voz de Merrick que respondía desde el interior de la casa:

—Entra, David.

Penetramos en el sombrío vestíbulo de entrada. Una reluciente alfombra china cubría el pulido suelo confiriéndole un vistoso y moderno esplendor; la nueva y enorme araña de cristal que pendía del techo estaba apagada y parecía compuesta de multitud de intrincados pedacitos de hielo.

Conduje a Louis al saloncito, donde encontramos a Merrick, que lucía un vestido camisero de seda blanco. Estaba cómodamente sentada en una de las antiguas butacas de caoba de Gran Nananne.

La tenue luz de una lámpara de pie la iluminaba maravillosamente. Merrick y yo nos miramos de inmediato a los ojos y sentí un profundo amor hacia ella. Quería que supiera que había revivido nuestros recuerdos, que había elegido la prerrogativa de confiárselos a alguien en quien confiaba plenamente y que seguía amándola tanto o más que antes. También quería que supiera que las visiones que me había enviado recientemente me habían disgustado sobremanera, y que si tenía algo que ver con la insistente presencia del gato negro con el que me había tropezado, la broma no me había hecho ninguna gracia.

Creo que ella lo sabía. Observé que me miraba sonriendo levemente cuando Louis y yo penetrábamos en la habitación.

Me disponía a sacar a colación el tema de su perverso conjuro, pero me detuvo la expresión de su rostro al mirar a

Louis cuando éste se adentró en la estancia y quedó iluminado por la lámpara de pie.

Aunque Merrick se mostraba tan desenvuelta y segura de sí misma como de costumbre, mudó de expresión.

Se levantó para saludar a Louis, cosa que me sorprendió, y su rostro afable y franco denotaba que se había llevado una profunda impresión.

Entonces me percaté de lo hábilmente que Louis se había vestido con un traje de lanilla negro de excelente corte. Lucía una camisa de seda color crema y un pequeño alfiler de oro en la corbata rosa vivo. Hasta sus zapatos estaban impecables, perfectamente lustrados, y se había peinado su espesa y rizada cabellera negra con esmero, salvo unos pocos mechones que le caían sobre la frente. Pero lo que más llamaba la atención de su aspecto eran, por supuesto, sus marcados rasgos y sus ojos luminosos.

No es necesario repetir que son de color verde oscuro, porque lo más destacable no era el color de sus ojos sino su expresión al contemplar a Merrick, la admiración que parecía haber suscitado en él, y la forma en que su boca bien perfilada se fue relajando lentamente.

Louis la había visto en otras ocasiones, sí, pero no estaba preparado para encontrarse con una mujer tan interesante y atractiva.

Y ella, que llevaba el pelo cepillado y recogido con el pasador de cuero, ofrecía un aspecto muy seductor con su vestido de seda blanco y pronunciadas hombreras, su pequeño cinturón de la misma tela y su falda amplia y brillante.

En torno al cuello, sobre el vestido, lucía un collar de perlas de tres vueltas que yo le había regalado años atrás; en las orejas llevaba unos pendientes de perlas y en el anular de la mano derecha una perla fabulosa.

Indico estos detalles porque trataba de hallar cierta cordura en ellos, pero lo que experimentaba, lo que me abochornaba y enfurecía, era que ambos se sintieran tan mutuamente impresionados, que parecía como si yo no existiera.

Merrick contemplaba a Louis con innegable fascinación. Y no cabía la menor duda de la extraordinaria admiración con que él la miraba a ella.

—Merrick, tesoro —dije suavemente—, permite que te presente a Louis.

Pero era como si yo hablara en una lengua incomprensible. Merrick no oyó una sola sílaba de lo que dije. Se sentía transportada y observé en su rostro una expresión provocativa que hasta aquel momento no había visto en ella salvo cuando me miraba a mí.

Rápidamente, tratando de disimular su exagerada reacción, Merrick tendió la mano a Louis.

Él la estrechó con la renuencia de un vampiro, y acto seguido, ante mi consternada mirada, se inclinó y la besó no en la mano, que sostenía con firmeza, sino en sus dos hermosas mejillas.

¿Cómo era posible que yo no hubiera previsto aquello? ¿Cómo no había imaginado que ella iba a contemplarlo como un prodigio inalcanzable? ¿Cómo no me había dado cuenta de que iba a presentarle a uno de los seres más seductores que jamás he conocido?

Me sentí como un idiota por no haber previsto aquella reacción, y como un completo imbécil por dejar que me afectara hasta tal punto.

Mientras Louis ocupaba la butaca junto a la de Merrick, mientras ella se sentaba de nuevo y concentraba su atención en él, yo me instalé en el sofá situado al otro lado de la habitación. Merrick no apartaba los ojos de él, ni por un segundo, y entonces oí la voz de Louis, grave y melodiosa, con su acento francés y la delicadeza con que se expresaba siempre.

—Ya sabes por qué acudo a ti, Merrick —dijo con una ternura que parecía como si le declarara su amor—. Vivo atormentado pensando en esa criatura, una criatura que traicioné una vez, que amé y luego perdí. Acudo a ti porque creo que puedes invocar el espíritu de esa criatura y lograr que hable conmigo. Acudo a ti porque creo que podré comprobar, con tu mediación, si ese espíritu descansa en paz. Merrick respondió inmediatamente.

—¿Pero en qué consiste a tu juicio el desasosiego de un espíritu, Louis? —preguntó con desenvoltura—. ¿Crees en el purgatorio, o simplemente en unas tinieblas en las que languidecen los espíritus, incapaces de hallar una luz que les guíe?

—No estoy convencido de nada —respondió Louis. Su rostro reflejaba una vehemente elocuencia—. Si existe alguna criatura apegada a la Tierra, esa criatura es el vampiro. Estamos unidos a ella en cuerpo y alma. Sólo la muerte de lo más dolorosa provocada por fuego puede destruir esa unión. Claudia era mi niña. Claudia era mi amor. Claudia murió debido al fuego, el fuego del sol. Pero Claudia se ha aparecido a otros. Claudia puede aparecer si la invocas. Eso es lo que quiero. Ése es mi sueño disparatado.

Merrick se sentía totalmente cautivada por él. Enseguida me di cuenta. Su mente, en la medida en que pude leer sus pensamientos, estaba trastornada. El aparente dolor de Louis la había afectado profundamente. Se compadecía de él con toda su alma.

—Los espíritus existen, Louis —dijo con una voz ligeramente trémula—. Existen, pero mienten. Un espíritu puede aparecer bajo el aspecto de otro. En ocasiones los espíritus son codiciosos y depravados.

Con una exquisitez que me dejó maravillado, Louis frunció el ceño y se llevó un dedo a los labios antes de responder. En cuanto a Merrick, yo estaba furioso con ella y no veía el menor defecto físico ni mental en ella. Era la mujer a quien tiempo atrás le había entregado mi pasión, mi orgullo y mi honor.

—Yo enseguida sabré si es ella, Merrick —dijo Louis —. No podrán engañarme. Si la invocas, si aparece, sabré si es ella. No tengo ninguna duda al respecto.

—¿Pero y si yo tengo alguna duda, Louis? —replicó Merrick—. ¿Y si te digo que he fracasado? ¿Te esforzarás cuando menos en creerme?

—¿Entonces está decidido? —tercié yo—. ¿Vamos a hacerlo?

—Sí, claro que sí —contestó Louis, dirigiendo amablemente la vista hacia el otro lado de la habitación, donde me hallaba sentado, aunque volvió a fijarla de inmediato en Merrick—. Perdónanos, Merrick, por haber venido a importunarte en busca de tus poderes mágicos. En los momentos de desesperación me digo que a cambio podemos ofrecerte nuestros valiosos conocimientos y experiencia, que quizá logremos confirmar tu fe… en Dios. Me digo esas cosas porque me parece increíble que nos hayamos atrevido a perturbar tu vida con nuestra presencia. Te suplico que lo comprendas.

Louis utilizaba las mismas palabras que a mí se me habían ocurrido en mis numerosas y febriles cavilaciones. De pronto me sentí tan furioso con él como con ella.

Era odioso que dijera esas cosas, lo que demostraba que era más que capaz de adivinar mis pensamientos. Tenía que dominarme.

Merrick sonrió de improviso, esbozó una de las sonrisas más maravillosas que he visto jamás. Sus cremosas mejillas, sus impresionantes ojos verdes, su cabello largo, todos sus encantos conspiraban para hacerla irresistible, y vi el efecto que su sonrisa había causado a Louis. Era como si se hubiera arrojado en sus brazos.

—No tengo dudas ni remordimientos, Louis —dijo Merrick—. Las mías son unas dotes potentes e insólitas. Tú me has dado un motivo para utilizarlas. Hablas de un alma atormentada, hablas de un largo sufrimiento y propones que tratemos de poner fin al tormento que esa alma padece.

En aquel momento Louis se sonrojó profundamente y se inclinó hacia delante para asir con fuerza la mano de Merrick entre las suyas.

—Merrick, ¿qué puedo darte a cambio de lo que vas a hacer por mí?

Esto me alarmó. Louis no debió decir eso. Conducía directamente al presente más potente y singular que podíamos ofrecer. No, no debió decirlo, pero guardé silencio mientras observaba a aquellos dos seres que se sentían poderosamente atraídos uno de otro, que se estaban enamorando.

—Espera a que hayamos concluido y entonces hablaremos de esas cosas —dijo Merrick—, en el caso de que lleguemos a hablar de ellas. No necesito que me des nada a cambio. Ya te he dicho que me has dado un motivo para utilizar mis poderes, y con esto me basta. De todos modos, quiero que me asegures que tendrás en cuenta mi opinión sobre lo que ocurra. Si creo que he invocado a un espíritu que no proviene de Dios lo diré, y tú deberás tratar de creerme.

Merrick se levantó, pasó junto a mí dirigiéndome tan sólo una leve sonrisa, y entró en el comedor que quedaba a mi espalda en busca de algo que había en el aparador situado junto a la pared del fondo.

Por supuesto, Louis, el consumado caballero, se levantó de inmediato. Observé de nuevo su espléndida vestimenta, sus gestos elegantes y felinos y sus manos extraordinariamente hermosas e inmaculadas. Merrick entró de nuevo, bajo la luz, como si apareciera de nuevo en un escenario.

—Toma, esto es de tu amada —dijo, con un paquetito envuelto en terciopelo—. Siéntate, Louis, te lo ruego —continuó—. Deja que deposite estos objetos en tus manos. —A continuación volvió a sentarse, debajo de la lámpara situada frente a él, sosteniendo los valiosos artículos en su regazo.

Louis la obedeció con la radiante sonrisa de un escolar ante una maestra milagrosa y brillante. Se reclinó hacia atrás, como dispuesto a doblegarse ante su menor capricho.

Observé a Merrick, sentada de perfil, carcomido por el sentimiento ruin y despreciable de los celos. Pero debido al amor que me infundía, tuve la sensatez de reconocer que también sentía cierta preocupación.

En cuanto a Louis, no cabía duda de que se sentía tan interesado en ella como en las cosas que habían pertenecido a Claudia.

—¿Cómo es que tenía ese rosario? —inquirió Merrick, sacando las relucientes cuentas del paquetito—. ¡No me irás a decir que rezaba!

—No, lo encontraba bonito, sencillamente —respondió Louis mirando a Merrick con gesto digno pero implorando su comprensión—. Me parece recordar que se lo compré yo. No creo que le dijera nunca lo que era. Convivir y aprender con ella era una experiencia extraña. La considerábamos una niña, cuando debimos comprender que no lo era, y hay que tener en cuenta que la forma externa de una persona tiene una misteriosa relación con la personalidad.

—¿A qué te refieres? —preguntó Merrick.

—Ya sabes —contestó Louis tímidamente, casi con pudor—. Las personas bellas saben que tienen poder, y ella tenía, en su diminuto encanto, cierto poder del que siempre era consciente, aunque no le concediera importancia. —Louis se detuvo, como si se sintiera abrumado por su timidez—. La mimábamos, nos deleitábamos con su presencia. No parecía tener más de seis o siete años a lo sumo. —La luz que iluminaba su rostro se apagó durante unos momentos, como si alguien hubiera accionado un enchufe interior.

Merrick se inclinó de nuevo hacia delante y le tomó la mano. Louis se la entregó sin oponer resistencia, agachó un poco la cabeza y alzó la mano que ella sostenía, como diciendo: «Dame unos instantes». Y entonces prosiguió:

—A Claudia le gustaba este rosario —dijo—. Quizá le enseñé a rezar, no lo recuerdo. A veces le gustaba acompañarme a la catedral. Le gustaba oír la música de los oficios vespertinos. Le gustaban todas las cosas sensuales que encerraban cierta belleza. Se entusiasmaba como los niños, de forma intensa y duradera.

Merrick le soltó la mano, pero de mala gana.

—¿Y esto? —preguntó, alzando el pequeño diario encuadernado en cuero blanco—. Lo hallamos hace mucho tiempo en el piso en la Rué Royale, en un escondite. ¿No sabías que Claudia tenía un diario?

—No —respondió Louis—. Se lo regalé yo, eso sí lo recuerdo bien. Pero nunca la vi escribir en él. Confieso que me sorprende que tuviera un diario. Era muy aficionada a la lectura. Conocía muchas poesías. A menudo citaba versos con toda naturalidad. Procuro recordar los versos que citaba, los poetas que le gustaban.

Louis contempló el diario como si se resistiera a abrirlo, o incluso tocarlo, como si todavía perteneciera a Claudia. Merrick lo dejó a un lado y cogió la muñeca.

—No —dijo Louis tajantemente—, a Claudia no le gustaban. Era un error regalárselas. No, esa muñeca no tiene importancia. Aunque si la memoria no me falla, la encontraron junto con el diario y el rosario. No sé por qué la conservó. No sé por qué la guardó. Quizá quería que alguien en un futuro lejano la encontrara y llorara su muerte, pensar que estaba encerrada en el cuerpo de una muñeca; quizá deseaba que una persona solitaria llorara por ella. Sí, eso debió de ser.

—Un rosario, una muñeca, un diario —comentó Merrick con delicadeza—. ¿Conoces el contenido de las entradas en el diario?

—Sólo una, la que Jesse Reeves me leyó y comentó. Lestat había regalado a Claudia la muñeca para su cumpleaños y ella la odiaba. Había tratado de herirle, se había burlado de él, y Lestat le había respondido con unas líneas de una vieja obra que jamás olvidaré.

Louis agachó la cabeza, pero procurando no ceder a su tristeza, al menos no del todo. Tenía los ojos secos pese al dolor que reflejaban al tiempo que recitaba las palabras:

Cubre su rostro; estoy deslumbrado; murió joven.

Al recordar ese episodio hice una mueca de dolor. Lestat se estaba condenando al recitar esas palabras a Claudia, se ofrecía inmolarse para aplacar su cólera. Ella lo sabía. Por eso ella había anotado todo el incidente: el regalo que él le había hecho y ella había despreciado, su escasa afición por los juguetes, la rabia que le producían sus propias limitaciones y el verso que Lestat había elegido para la ocasión.

Merrick dejó que transcurrieran unos minutos en silencio, y luego depositó la muñeca en su regazo y volvió a ofrecer el diario a Louis.

—Hay varias entradas —dijo—. Dos no tienen importancia, y una de ellas te la pediré a cambio de utilizar mis poderes mágicos. Pero hay otra, cargada de significado, que quiero que leas antes de que continuemos.

Sin embargo, Louis se negaba a coger el diario. La miró respetuosamente, como antes, pero no alargó la mano para tomar el librito blanco.

—¿Por qué quieres que la lea? —preguntó a Merrick.

—Piensa en lo que me has pedido que haga, Louis. ¿Y te niegas a leer las palabras que ella escribió en este libro?

—Ha pasado mucho tiempo, Merrick —contestó Louis—. Claudia ocultó este diario años antes de morir. ¿Acaso no es más importante lo que hacemos? Arranca una página, si la necesitas. La página que quieras, no me importa, puedes utilizarla como desees, pero no me pidas que lea una palabra de lo que escribió ella.

—Debes leerla —insistió Merrick con exquisito tacto—. Léela para David y para mí. Yo sé lo que está escrito aquí, y tú también debes saberlo. David nos ayudará a los dos. Por favor, lee la última entrada en voz alta.

Louis la miró fijamente y observé que un velo de lágrimas le nublaba los ojos, pero sacudió la cabeza con un gesto breve e imperceptible y tomó el diario de manos de Merrick.

Lo abrió y fijó la vista en la página, sin necesidad de acercarla a la luz para leerla, como le habría sucedido a cualquier mortal.

—Sí —dijo Merrick con tono persuasivo—. Esta anotación no es importante. Claudia sólo dice que asististeis juntos al teatro. Dice que vio Macbeth, que era la obra favorita de Lestat.

Louis asintió con la cabeza, volviendo las pequeñas páginas.

—Y ésa tampoco tiene importancia —continuó Merrick, animándole con sus palabras a resistir aquel tormento—. Dice que le encantan los crisantemos blancos, dice que compró un ramo a una anciana, dice que las flores son para los muertos.

Louis parecía de nuevo a punto de perder el control, pero se tragó las lágrimas. Siguió pasando las páginas.

—Ésa es la que debes leer —dijo Merrick, apoyando la mano sobre la rodilla de Louis. Observé que extendía los dedos como si quisiera abrazarlo con ese gesto tan viejo como el mundo—. Lee, Louis, te lo ruego.

Él la miró unos instantes y luego fijó los ojos en la página. Al hablar lo hizo con ternura, en un murmullo, pero yo sabía que ella podía oírle lo mismo que yo. 21 de septiembre de 1895.

Han transcurrido muchas décadas desde que Louis me regaló este librito para que anote en él mis pensamientos más íntimos. No he tenido éxito en la empresa, porque sólo he escrito unas pocas anotaciones, aunque no estoy segura de haberlas escrito en mi provecho.

Esta noche he decidido tomar pluma y papel porque sé en qué dirección va a llevarme mi odio. Y temo por aquellos que han suscitado mi cólera.

Cuando digo aquellos me refiero, naturalmente, a mis malvados padres, mis espléndidos padres, aquellos que me han conducido de una mortalidad hace tiempo olvidada a este dudoso estado de «dicha» permanente.

Eliminar a Louis sería una estupidez, dado que es sin duda el más maleable de los dos.

Louis se detuvo, como si no pudiera continuar.

Observé que Merrick le apretaba con fuerza la rodilla.

—Sigue leyendo, por favor —dijo suavemente—. Debes hacerlo.

Louis reanudó la lectura, con una voz tan suave como antes, y deliberadamente dulce.

Louis hará lo que yo quiera, incluso permitirme destruir a Lestat, lo cual he planificado con todo detalle. Lestat, por el contrario, jamás colaboraría conmigo en la destrucción de Louis. Ésta es la falsa lealtad que le profeso, bajo la apariencia de un amor sincero.

Qué misteriosos somos los humanos, los vampiros, los monstruos y los mortales, capaces de amar y odiar simultáneamente, sin revelar nuestras verdaderas emociones. Miro a Louis y le desprecio por haberme creado, y sin embargo le amo. Pero también amo a Lestat.

En el tribunal de mi corazón considero a Louis más responsable de mi presente estado que al impulsivo y simple Lestat. El caso es que debo morir, o el dolor que siento no desaparecerá nunca.

La mortalidad no es sino una monstruosa medida de lo que yo sufriré hasta que el mundo llegue a su fin. Debo morir para que el otro dependa aún más de mí, para que se convierta en mi esclavo. Después recorreré el mundo; haré lo que me plazca; no soporto ni a uno ni a otro a menos que uno se convierta en mi siervo de pensamiento, palabra y obra.

Este sino es impensable con Lestat, dado su carácter indómito e irascible. Este destino parece hecho a medida para mi melancólico Louis, aunque el hecho de destruir a Lestat abrirá a Louis nuevos caminos en el laberíntico Infierno por el que yo transito con cada nuevo pensamiento que me viene a la cabeza.

No sé cuándo ni cómo llevaré a cabo mi plan, sólo sé que me produce un gozo indescriptible observar a Lestat en su ingenua alegría, sabiendo que lo humillaré y destruiré, destruyendo de paso la noble e inútil conciencia de Louis para reducir su alma, si no su cuerpo, al tamaño de la mía. La lectura había terminado.

Lo comprendí por la expresión de perplejidad y dolor que reflejaba el rostro de Louis, por la forma en que sus cejas temblaron unos instantes, por la forma en que se reclinó hacia atrás en la silla y cerró el librito, sosteniéndolo en la mano izquierda despreocupadamente, como si se hubiera olvidado de él. No nos miró ni a Merrick ni a mí.

—¿Todavía deseas comunicarte con ese espíritu? —preguntó Merrick con tono respetuoso. Alargó la mano y Louis le entregó el pequeño diario sin oponerse.

—Oh, sí —respondió Louis con un largo suspiro—. No hay nada que desee tanto.

Me hubiera gustado consolarlo, pero no había palabra con que aliviar un dolor tan íntimo.

—No la censuro por haber expresado lo que sentía —prosiguió con voz débil—. Todo lo que emprendemos nosotros acaba siempre trágicamente —dijo fijando en Merrick su mirada febril—. El Don Oscuro, imagínate qué nombre tan absurdo, cuando al final todo se tuerce.

Se inclinó hacia atrás, como esforzándose en contener su; emociones.

—¿De dónde provienen los espíritus, Merrick? —preguntó—. Sé lo convencionales y absurdas que son las opiniones Cuál es la tuya.

—Ahora sé menos que antes —respondió Merrick — Cuando era una niña, estaba muy segura de estas cosas. Rezábamos a los muertos que no habían hallado la paz porque creíamos que permanecían suspendidos cerca de la Tierra, vengativo; o confundidos, y así podíamos llegar a ellos. Desde tiempo; inmemoriales, las brujas han frecuentado los cementerios en busca de esos espíritus encolerizados y confundidos, invocándolos para hallar el medio de alcanzar a otros poderes más fuertes y descubrir sus secretos. Yo creía en esas almas solitarias, en esas almas atormentadas. Y a mi modo, quizás aún crea en ellas.

»Como David puede confirmarte, parecen ávidas del calor y la luz que proporciona la vida, ávidas también de sangre. ¿Pero quién puede adivinar las verdaderas intenciones de un espíritu? ¿De qué profundidades se alzó el profeta Samuel en la Biblia? ¿Debemos creer, según dice la Biblia, que la magia de la Pitonisa de En-Dor era muy potente? Louis estaba pendiente de cada palabra que pronunciaba Merrick.

De pronto se inclinó y tomó nuevamente la mano de Merrick, dejando que ella le apretara con fuerza el pulgar.

—Merrick, ¿qué ves cuando nos miras a David y a mí? ¿Ves el espíritu que habita en nosotros, el espíritu voraz que nos convierte en vampiros?

—Efectivamente, pero es mudo y no tiene voluntad, está totalmente subordinado a vuestros cerebros y corazones. Ahora no sabe nada, suponiendo que alguna vez lo supiera, salvo que ansia sangre. Y para obtener esa sangre ejerce su conjuro sobre vuestros tejidos, ordenando lentamente a cada una de vuestras células que obedezca. Él prospera a medida que vuestra vida se prolonga, y ahora está furioso, furioso en tanto en cuanto puede elegir cualquier emoción, porque los vampiros sois pocos.

Louis parecía perplejo, aunque no era difícil de comprender.

—Las matanzas, Louis, la última se produjo aquí, en Nueva Orleáns. De esa forma eliminan a los espíritus rebeldes y de poca monta. Y el espíritu se repliega en los que permanecen.

—Así es —dijo Merrick, mirándome unos instantes—. Por eso la sed que ahora sientes es doblemente feroz, por eso estás lejos de contentarte con el «pequeño trago». Hace unos momentos me preguntaste qué quería de ti. Pues bien, permíteme que ahora te responda.

Louis siguió observándola como si fuera incapaz de negarle nada.

—Acepta la sangre poderosa que te ofrezco —prosiguió Merrick—. Acéptala para que puedas seguir existiendo sin necesidad de matar, acéptala para que puedas cesar en tu búsqueda del malvado. Sí, lo sé, me expreso en vuestros mismos términos, quizá con excesiva libertad y orgullo. Los que perseveramos en Talamasca pecamos siempre de orgullo. Estamos convencidos de haber presenciado milagros, estamos convencidos de haber realizado nosotros mismos milagros. Olvidamos que no sabemos nada, olvidamos que quizá no exista nada que averiguar.

—No, existe algo, mucho más —dijo Louis, sacudiendo suavemente la mano de Merrick para subrayar sus palabras—. Tú y David me habéis convencido, aunque ninguno de vosotros tuviera intención de hacerlo. Hay cosas que debemos saber. Dime, ¿cuándo podemos invocar el espíritu de Claudia? ¿Qué más quieres de mí antes de realizar el conjuro?

—¿Realizar el conjuro? —preguntó Merrick con voz queda—. Sí, será un conjuro. Ten, coge este diario —añadió entregándoselo—. Arranca una página de él, la que te parezca que tiene más fuerza o la parte que desees eliminar. Louis tomó el diario con la mano izquierda, incapaz de soltar la mano de Merrick.

—¿Qué página quieres que arranque? —preguntó.

—Elígela tú mismo. Yo la quemaré cuando me parezca oportuno. No volverás a ver esas palabras.

Merrick le soltó la mano, animándole con un breve ademán a arrancar una página del diario. Louis abrió el libro con ambas manos. Volvió a suspirar, como si este acto le resultara insoportable, pero luego empezó a leer con voz grave y pausada:

«Y esta noche, cuando pasé frente al cementerio, una niña que deambulaba peligrosamente sola implorando la compasión de todo el mundo, compré esos crisantemos y me entretuve un rato aspirando el aroma de las tumbas recientemente abiertas y los muertos que se pudrían en ellas, preguntándome qué muerte me reservaba la vida de haber podido vivirla, preguntándome si habría sido capaz de odiar a un mero ser humano como hago ahora, preguntándome si habría sido capaz de amar como amo ahora».

Con cuidado, oprimiendo el libro contra su pierna con la mano izquierda, Louis arrancó la página con la derecha, la sostuvo unos instantes bajo la luz y se la entregó a Merrick, sin apartar los ojos de ella, como si estuviera cometiendo un robo imperdonable.

Merrick la tomó respetuosamente y la depositó con delicadeza junto a la muñeca que reposaba en su regazo.

—Reflexiona antes de responder —dijo—. ¿Conoces el nombre de su madre?

—No —respondió Louis de inmediato. Luego dudó unos instantes, pero meneó la cabeza y repitió suavemente que no lo sabía.

—¿Claudia nunca te dijo su nombre?

—Hablaba de la Madre; era una niña.

—Piénsalo despacio —dijo Merrick—. Retrocede a esas primeras noches que pasaste con ella; retrocede a la época en que Claudia parloteaba como hacen los niños, antes de que su voz de mujer sustituyera esos recuerdos en tu corazón. Retrocede. ¿Cómo se llama su madre? Necesito saberlo.

—No lo sé —confesó Louis—. Creo que ella nunca… En todo caso no presté atención, esa mujer había muerto. Así fue como la encontré, viva, aferrada al cadáver de su madre.

Comprendí que se sentía derrotado. Miró a Merrick con expresión de impotencia. Ella asintió con la cabeza. Bajó la vista y luego volvió a mirarle.

—Hay algo más —dijo con tono especialmente afectuoso—. Algo que te niegas a facilitarme. Louis la miró de nuevo, trastornado.

—¿A qué te refieres? —preguntó con tono sumiso.

—Tengo la página de su diario —respondió Merrick—. Tengo la muñeca que conservó en lugar de destruirla. Pero hay algo que te niegas a facilitarme.

—No puedo —replicó Louis, juntando sus negras cejas en un gesto de preocupación. Luego metió la mano en el bolsillo y sacó el pequeño daguerrotipo en su estuche de gutapercha—. No puedo dártelo para que lo destruyas, es imposible — murmuró.

—¿Crees que después del conjuro seguirás atesorándolo? —preguntó Merrick con voz consoladora—. ¿O crees que nuestro fuego mágico fracasará?

—No lo sé —confesó Louis—. Sólo sé que deseo conservarlo. — Levantó el diminuto cierre, abrió el pequeño estuche y contempló la fotografía hasta que no pudo resistirlo. Luego cerró los ojos.

—Dámela para colocarla en mi altar —dijo Merrick—. Te prometo que no la destruiré.

Louis permaneció en silencio, inmóvil. Simplemente dejó que Merrick tomara el daguerrotipo de sus manos. Yo la observé con atención. Merrick contempló asombrada la antigua imagen de una vampiro, su tenue silueta captada para siempre en la frágil placa de plata y cristal.

—Qué hermosa era, ¿verdad? —preguntó Louis.

—Era muchas cosas —respondió Merrick. Cerró el pequeño estuche de gutapercha pero no cerró el diminuto cierre de oro. Depositó el daguerrotipo en su regazo, junto a la muñeca y la página del diario, y tomó de nuevo entre sus manos la mano derecha de Louis.

Examinó la palma bajo la luz de la lámpara. De pronto se puso tensa, impresionada.

—Jamás había visto una línea de la vida como ésta —musitó—. Está profundamente impresa, fíjate, no tiene fin —dijo, examinando la mano de Louis bajo diversos ángulos—, y todas las líneas pequeñas han desaparecido hace tiempo.

—Puedo morir —replicó él con tono educado pero desafiante—. Lo sé —añadió con tristeza—. Moriré cuando tenga el valor de hacerlo. Mis ojos se cerrarán para siempre, como los de cualquier mortal que vivió en mi época. Merrick no respondió. Siguió contemplando la palma de Louis. Observé que la palpaba deleitándose con el tacto sedoso de su piel.

—Veo tres grandes amores —murmuró, como si necesitara el permiso de Louis para decirlo en voz alta—. Tres grandes amores hasta la fecha. ¿Lestat? Sí. Claudia. Desde luego. ¿Y el otro? ¿Puedes decirme quién es?

Louis la miró totalmente confundido, pero no tuvo la fuerza de responder. Se sonrojó, y sus ojos centellearon como si la luz que ardía dentro de ellos hubiera aumentado su incandescencia.

Merrick soltó la mano de Louis, sonrojándose.

Louis me miró, de improviso, como si de pronto hubiera recordado mi presencia y que me necesitaba desesperadamente. Jamás le había visto tan agitado y pictórico de vitalidad. Cualquiera que hubiera entrado en aquellos momentos en la habitación le habría tomado por un joven irresistible.

—¿Estás dispuesto, mi viejo amigo? —preguntó—. ¿Estás preparado para empezar?

Merrick alzó la vista. Los ojos le lagrimeaban ligeramente. Trató de localizarme entre las sombras de la habitación. Luego esbozó una breve y confiada sonrisa.

—¿Qué opinas, Superior General de la Orden? —preguntó con voz queda pero rebosante de convicción.

—No te burles de mí —repuse, porque me complació decirlo. No me sorprendió advertir una leve expresión de dolor en sus ojos.

—No me burlo, David. Te pregunto si estás preparado.

—Estoy preparado, Merrick — contesté, tan preparado como puedo estarlo para invocar a un espíritu en el que apenas creo, en el que no confío.

Merrick sostuvo la página con ambas manos y la examinó, quizá leyendo las palabras para sí, pues movía los labios. Luego volvió a mirarme, y después a Louis.

—Una hora. Regresad dentro de una hora. Estaré preparada. Nos encontraremos en la parte trasera de la casa. He restaurado el viejo altar para este propósito. Las velas ya están encendidas. Enseguida dispondré los carbones. Allí ejecutaremos nuestro plan.

Hice ademán de levantarme.

—Ahora debéis marcharos —dijo Merrick—. Traed un sacrificio, porque no podemos realizar el conjuro sin él.

—¿Un sacrificio? —pregunté, poniéndome de pie— ¡Santo Dios! ¿Qué tipo de sacrificio?

—Un sacrificio humano —respondió Merrick observándome fijamente. Luego miró de nuevo a Louis, que seguía sentado en la silla—. El espíritu no acudirá a menos que le ofrezcamos sangre humana.

—Supongo que no lo dirás en serio, Merrick —contesté furioso, alzando la voz—. ¡Por todos los santos! ¿Es que estás dispuesta a ser cómplice de un crimen?

—¿Acaso no lo soy ya? —replicó, mirándome con ojos llenos de sinceridad y determinación—. David, ¿a cuántos seres humanos has matado desde que Louis te convirtió en vampiro? ¿Y tú, Louis? Incontables. He aceptado reunirme aquí con vosotros para planificar lo que nos proponemos llevar a cabo. ¿No me convierte esto en cómplice de vuestros crímenes? Insisto, para este conjuro necesito sangre. Debo preparar un caldo que me procure una magia más potente de la que jamás he precisado. Necesito un holocausto; necesito que el humo brote de la caldera de sangre hirviendo.

—Me niego a hacerlo —dije—. Me niego a traer a un mortal aquí para sacrificarlo. Eres una estúpida ingenua si crees que voy a tolerar semejante espectáculo. Si insistes en ello, cambiarás para siempre. ¿Acaso crees que este asesinato será limpio y elegante porque Louis y yo tenemos un aspecto bonito?

—Haz lo que ordeno, David —respondió Merrick—, o no seguiré adelante con este plan.

—Me niego rotundamente —contesté—. Te has pasado. Me mego a cometer un asesinato.

—Yo me ofrezco para ese sacrificio —terció Louis, inopinadamente. Se levantó y miró a Merrick—. No me refiero a que moriré —añadió con tono compasivo—, sino a que la sangre que manará será la mía. —Tomó de nuevo la mano de Merrick, sujetándola por la muñeca, y se inclinó para besarla. Luego se enderezó, sin apartar los ojos de los suyos.

—Hace años —dijo—, utilizaste tu propia sangre, en esta misma casa, para invocar a tu hermana, Honey Rayo de Sol, ¿no es así? Esta noche utilizaremos mi sangre para invocar a Claudia. Tengo suficiente sangre para tu holocausto; tengo suficiente sangre para una caldera o un fuego.

Merrick lo miró de nuevo con expresión serena.

—Utilizaré una caldera —dijo—. Una hora. El jardín trasero está lleno de viejos santos, como ya he dicho. Las losas sobre las que bailaban mis antepasados están limpias y preparadas para nuestro propósito. El viejo puchero está colocado sobre los carbones. Los árboles han sido testigos de numerosos espectáculos como éste. Sólo me falta ultimar unos detalles. Marchaos y regresad dentro de una hora, como os he pedido.

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