Memento mori

Memento mori


Capítulo V

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Capítulo V

 

 

- Es el final, comisario –lamentó el inspector.

- ¿Qué final?

- El mío.

El comisario se volvió, pues estaba de espaldas cuando entró el inspector en su despacho. Se encontraba mirando, pensativo o anticipadamente melancólico, el edificio del mercado y el cielo contumazmente grisáceo. Para esta época ya debían ser los días azules y luminosos, pero alguien se empeñaba en mantenerlos amordazados de nubes bajas, demasiado grises y livianas para descargar con furia catártica, pero suficientes para contener los sentimientos como una tapadera los vapores.

- ¿Qué estás diciendo?

El comisario comenzaba a estar preocupado por el inspector. Desde que fue destinado a la comisaría, tres años antes, había demostrado una entereza que jamás podía hacer pensar que pudiera derrumbarse. Era el primero en llegar y el último en irse. Aceptaba cualquier trabajo sin rechistar. Y si era callejero y algo sucio, mucho mejor. Uno de sus mejores hombres. El comisario sospechaba que la relación con su mujer era el origen de todo.

- Estoy pensando en darte la baja por depresión o pedirte un traslado temporal. No puedes continuar así.

- No los necesito. Aquí o en otro sitio, sería igual – aceptó el inspector.

Mantenía la cabeza baja y el comisario no podía ver su rostro.

- Ya no me veo la cara, comisario –confesó el inspector.

Efectivamente, esa mañana había desaparecido su ojo derecho, el penúltimo rasgo evidente de su cara que ayer aún podía ver en un espejo. No se alarmó. Tampoco se extrañó. Lo aceptó sin emitir siquiera una maldición o una interjección. ¿Para qué? Lo sabía desde el día anterior, cuando había desaparecido la boca. Ya sólo quedaban los ojos. Y podría haber sido peor. Imaginaba que los perdería al mismo tiempo, como las orejas. Ahora su rostro era una masa grisácea y brumosa, como las nubes que cubrían la ciudad. Sólo un ojo mudo en el vacío la volvía aún más patética que si realmente no hubiese nada.

- ¿Qué es eso de que no te ves la cara, te has convertido en un Drácula que no se puede mirar en un espejo?

- Nadie lo puede tomar en serio, lo sé. Pero es así.

- Mira la mía –ordenó el comisario.- ¡Que la mires, joder!

El inspector levantó la cabeza.

- ¿Qué ves?

- Veo la cara de un hombre. Veo dos ojos, una nariz, una boca, dos orejas.

- ¿Y qué?

- ¿Cómo que y qué? Usted tiene su cara. Tiene su identidad. Es alguien.

- No soy más que una cara común, como la de miles. Seguramente un espermatozoide se cree muy especial, pero para nosotros son todos iguales. Con las caras pasa lo mismo. Te crees que la tienes interesante y en realidad no es más que la jeta de un cretino, indiferenciable de los miles de caras que pasan todos los días por la calle.

- ¡Venga ya, comisario! No compare, por favor. No es lo mismo ser feo que no tener cara.

- ¿Quieres decir que soy feo?

- No, coño. No lo tome a broma. Es que…

- Mira. Sólo hay un motivo por el cual no te puedas ver la cara.

El inspector elevó la cabeza.

- Una crisis nerviosa. Tu mujer te ha llevado a tal estado de auto-desprecio, tu autoestima ha sufrido tanto que desprecias inconscientemente tu imagen. Ten cuidado, de ahí a autolesionarse sólo hay un paso.

- No es eso, comisario. Aunque sí me han dicho que estoy cerca de la muerte.

- ¡Qué grandilocuente! ¿Una pitonisa?

- No. Alguien que la ha visto de cerca.

- ¿Un sacerdote? ¿Un médico?

- Una chica, comisario.

- ¿Una chica, qué chica?

- La que ayer buscaban sus padres. La encontré en un momento. La devolví tranquilamente a casa. Era lo mejor para todos.

- En eso estoy de acuerdo. Pero, ¿por qué has hablado con ella?

- Sufre tendencias suicidas, comisario. Me dijo que… que lo había visto en mi cara.

El comisario se limitó a sentarse frente al inspector, cada vez más preocupado por él. Encendieron unos cigarrillos y fumaron en silencio.

- Quiero evitar que lo haga, comisario –se decidió a continuar el inspector.- Pero no sé qué hacer para evitarlo.

- ¿Cómo la has conocido?

El inspector le contó que la vio en el hospital, que le resultó familiar y luego la reconoció como su vecina. También le contó el episodio en casa de Víctor, el suicida con el que ella estaba en el hospital.

- Estará sometida a tratamiento. Seguro que la vigilan constantemente. No creo…

- No. Ella no se deja. Y tiene dentro una fuerza destructiva… No sé cómo explicarlo…

- ¿Una pulsión de muerte?

El inspector asintió con la cabeza.

- No veo ningún motivo por el que tengas que involucrarte en esa cuestión. Es cosa de la familia, de los médicos.

- Pero no tiene sentido. Habrá sido la influencia de ese loco de remate.

- Ya lo había hecho antes de conocerlo, por lo que has dicho.

- Pero falló. Si no estuviera ese otro, tal vez ella lo olvidaría.

- Si tiene esa inercia dentro, no lo creo.

El inspector se levantó. No respondió al comisario. Él también lo temía.

- ¿Tienes ánimo para trabajar o te sustituyo?

- No. Lo haré. No tengo otra cosa que hacer –declinó el inspector, fatalmente.

- López ha recordado algo. Hace años, antes de que estuviéramos nosotros aquí, hubo una agresión. Un hombre golpeó a otro porque éste le había dado una patada a un perro callejero. Seguramente será una tontería, pero no se pierde nada por intentarlo. López ha ido al juzgado para comprobar la identidad del individuo.

- Estoy esperando una llamada de una clínica veterinaria. Me hablaron de un tío que adoraba los perros. Tenía más de veinte. Y, de pronto, nada. Ya no volvió a la clínica. Como si se hubiera desprendido de todos.

- Sigue esas pistas. Creo que vamos por buen camino.

- Además, no tenemos otra cosa.

- ¿Y lo de los vagabundos?

- He comprobado varios tíos con antecedentes. Todos con coartadas sólidas. Voy a dar instrucciones de que las comprueben para no perder tiempo, pero no nos llevarán a ningún sitio. Estoy seguro.

- Pues hay que seguir buscando.

- ¿No tienes aquí a dos vagabundos?

- Sí. Anoche los tuve que invitar a vino.

- ¿Cómo?

- O eso o les daba un delirium tremens.

- ¿Lo sabe el forense?

- ¿Necesito al forense para darle vino a un borracho?

 

 

 

- Iré a tu entierro. Para que no digan. Pero no quiero verte. Espero que por fin lo consigas – le espetó su hermano.

- Ven, por favor –rogó Víctor, con voz cada vez menos audible.- Lo he vuelto a hacer…

- Por eso –gritó el otro.

Víctor, la conciencia adormecida pero aún no vencida del todo, tenía la victoriosa sensación de que su hermano se resistía, pero, al mismo tiempo, no era capaz de colgar y olvidarse completamente de él.

Había llamado a su hermano en lugar de a urgencias. Sabía que su hermano tardaría más tiempo en comprender, en actuar, en llegar. Si llamaba a urgencias, llegarían enseguida y las pastillas no harían el efecto deseado. Todo sería un nuevo fracaso y la insatisfacción, insospechada hasta hace unos días y que ahora se había instalado en su vida, continuaría dominándolo como una enfermedad.

- Tienes que venir, por favor. Tú solo. Quiero hablar contigo… Quiero…

- ¿Estás borracho?

- ¿Borracho…? No… Voy a morir y quiero hablar contigo.

- No quiero verte morir – sollozó su hermano al otro lado de la línea.

- Pero puedes salvarme… Si vienes pronto…

Víctor bajó lentamente la mano que sostenía el teléfono junto a su oído. Ya no le quedaban fuerzas para sostenerlo. El brazo quedó tendido sobre su regazo, pues permanecía sentado en un sillón, mirando por la ventana mientras los ojos se cerraban cada vez con más peso, aunque intentaba mantener la conciencia un poco más. Retrasar la llegada del momento, como lo hacía con el orgasmo.

Aún podía oír a su hermano, su voz metálica llamándolo amargamente:

- ¡Víctor! ¡Víctor! ¡Víctor!

Sonrió levemente. O así lo imaginó, porque sentía que los músculos ya no obedecían. Los párpados a media asta, como una bandera de duelo, le permitían aún percibir un día gris y solitario. Un rumor de mar lento y aburrido llegaba a sus oídos.

Sus ojos se cerraron y con ellos cayó el telón del día y del horizonte. Pero, al mismo tiempo, durante un breve intervalo, la conciencia se agudizó, como un espasmo previo a la pérdida definitiva. Recordó a Marta un instante, dulce y sabia; recordó luego a Eva. Eva. Eva. Eva. Sentía que lo había hecho por ella. Quería sentir lo mismo que ella había sentido. Pero, ¿y si esta vez no conseguía resucitar? No la vería más. Pero habría abierto para ella de nuevo el misterio. Lo que ella no consiguió, la línea roja que ella no traspasó, él la habría cruzado y permanecería en la memoria de la chica para siempre. Recuperaría su estima.

Si, en cambio, alguien lo resucitaba, podría mirarla de nuevo a los ojos, estar a su altura, recuperar el misterio que representaba para ella y la admiración de sus ojos bellos y tristes. Sentía ahora no haber escrito más para ella. Esperaba que le gustasen sus últimas líneas, las que había escrito anoche, en lo más profundo de la madrugada, cuando supo que hoy sería el siguiente acto.

Víctor intentó abrir los ojos. Había perdido, por supuesto, la noción del tiempo. No sabía si el descenso dulce por el que sentía resbalar lentamente su cuerpo y su mente estaba cerca del final. Temía una cosa y temía la contraria. Comenzaron a arder los intestinos, luego la cabeza, pero no era dolor, era la ausencia de dolor, como si esas sensaciones físicas fueran de otro, estuvieran muy lejanas, no en el centro de un cuerpo que ya no sentía como suyo.

Súbitamente, se vio a sí mismo tendido en el sillón, el cuerpo cayendo lentamente al suelo, muy lentamente, sin fuerza, sin voluntad, diríase sin peso, las manos muertas, la cabeza vencida sobre el hombro, las piernas quebradas como las de una marioneta. Aquel cuerpo patético que veía, desde no sabía dónde, había sido el suyo… Pero, ¿Quién lo veía? Oyó gritos y patadas, lejanísimos, como en otra dimensión. Víctor ya no era capaz de discernir si era o no su hermano. Sólo golpes y golpes. Y se hundió lentamente en esa masa ya totalmente negra en que llevaba un instante o un mundo flotando.

 

 

 

Se puso el cazo de porcelana junto a la boca y dijo:

- ¿Os gustó el espectáculo de ayer en el Parque Central?

- Dígame quién es y qué quiere, por favor. ¿Por qué hace esto? –preguntó el periodista.

- ¿Qué te parece, que soy un gamberro?

- No, señor. Tiene que haber un motivo. Tal vez si lo dijera, nuestra audiencia podría entenderlo –invitó el periodista.

- ¿Te crees que soy imbécil? ¿Te han dicho que me mantengas en la línea un buen rato?

Matador colgó de un golpe. Temió que el auricular no volviera a funcionar después de haber descargado sobre él la rabia contenida.

Salió de la cabina y volvió al coche. Ángel lo esperaba allí. El perro lamió la mano que pasó por su sólida cabeza de pelo corto. Luego, el perro, esperando que arrancara el coche, adoptó una actitud casi marcial, sentado sobre sus patas traseras, mirando al frente.

Matador arrancó el todoterreno. Pero no aceleró. Maldijo entre dientes. Encendió un cigarro y dio un puñetazo en el volante. Entonces, abrió la puerta del coche y bajó de un salto. Entró de nuevo en la cabina y marcó el mismo número.

- ¿Estamos en antena? –preguntó sin esperar respuesta.

- Sí – respondió la voz del periodista.

- Pronto va a pasar otra cosa. Y de ésa no tenéis derecho a enteraros. Pero después…

- ¿Después qué…? – preguntó el periodista.

Matador se quedó con los dientes apretados ante el auricular. Se dio cuenta de que no había traído, enfurecido como estaba, el cazo de porcelana. No había deformado su voz. Podrían reconocerle.

Colgó con tanta rabia que rompió el auricular. Salió de la cabina, subió al coche y aceleró a fondo.

 

 

 

El inspector se enteró enseguida de la nueva llamada a la radio que había hecho el loco. Así que pasó por la emisora y oyó la grabación. Sus temores se confirmaban: Pero después… Era una amenaza explícita.

Como no lo habían llamado, pasó por la clínica veterinaria. Ya había llegado el dueño, pero dijo que no había tenido tiempo. El inspector le advirtió que tenía cinco minutos o se lo llevaría detenido. Protestó el otro, pero lo hizo. El inspector recogió una copia de la ficha de uno de los perros, donde constaban los datos y el domicilio del sospechoso.

Volvió a comisaría. Dejó en el cajón la grabación y comprobó la identidad del fulano que le había facilitado el veterinario. Ordenó a un par de agentes que lo buscaran y lo trajeran a comisaría.

- Inspector –llamó un agente, abriendo la puerta de su despacho.- El comisario ha ordenado que tome usted declaración a los vagabundos que hay en el arresto y luego los deje en libertad.

- No puedo, estoy ocupado.

- Ha sido una orden, inspector.

Descolgó el teléfono, para discutir la orden, pero lo pensó mejor y lo dejó estar. Ordenó que los subieran del arresto.

Enseguida tuvo frente a él a los dos vagabundos. El inspector los reconoció: eran los mismos a los que había interrogado en el comedor social. El alto y ancho, casi majestuoso, al que llamaban El General, se sentó tieso como un militar antiguo; el otro, pequeño y arrugado, al que llamaban Rancio, no podía dejar quietas las manos oscuras y temblorosas.

Preparó la plantilla de formulario y comenzó las preguntas de rigor. Se las haría conjuntamente para tardar el menor tiempo posible, aunque no fuera reglamentario. Luego copiaría la plantilla, le pondría el nombre del otro, y ya está.

El General respondió con rigor y contundencia. Sólo había llamado al alcalde ante el atropello sufrido. Además de unas voces en la calle, no había hecho otra cosa. Se quejaba de que no lo habían dejado ver a su amigo, al que habían apaleado la noche anterior.

- El que estaba con nosotros cuando nos interrogó en el comedor social, inspector –aclaró El General.

- ¿Era él?

El General asintió mientras el inspector concluía un interrogatorio, hacía una copia, le cambiaba el nombre y los mandaba imprimir.

- ¿Ha hecho progresos, inspector? – preguntó El General.

- Lo siento. No puedo hablar de una investigación en marcha.

- Es decir, que no saben nada aún –rectificó El General.

- Avanzamos –se defendió el inspector.- Una investigación es algo complejo. Hay que comprobar muchas cosas.

- Mientras que los pobres indigentes son apaleados no hay prisas. Si lo hubiera sido el hijo del señor alcalde estaría toda la comisaría en pie de guerra.

El inspector lo miró duramente.

- No le consiento que dude de mí. Dedico a mi trabajo doce horas al día y llevo varias investigaciones al mismo tiempo. Si tiene alguna queja, la hace a mis superiores.

- ¿Seguro que es una prioridad para ustedes encontrarlos? Tal vez… - insinuó insidiosamente El General.

- ¿Tal vez qué…?

- ¿Qué haría por encontrar a esos hombres, inspector?

- Lo que fuera.

- ¿Lo que fuera?

- Sí. Haría cualquier cosa.

Los dos hombres se miraron a los ojos.

- He perdido un día precioso entre rejas, querido inspector. Pero esta noche tendré una prueba para usted. Si la pasa, mañana por la mañana sabrá los nombres de los salvajes que apalean a pobres indigentes.

- ¿Por qué ha de hacernos pruebas? ¿Quién se cree que es usted?

- No voy a desvelarle ningún secreto si le confieso que desconfío de la policía. Pero anoche el comisario hizo algo que… Bueno, digamos que, por una vez y sin que sirva de precedente, daré un voto de confianza a un policía.

El General se inclinó sobre la mesa y se acercó mucho al inspector, que sintió su aliento de vino agrio y su olor de encierro y antigua falta de aseo.

- Veré qué clase de hombres son usted y su comisario. Si merecen nuestra confianza, tendrán los nombres. Si no, arreglaremos el problema nosotros solos.

- No debe tomarse la justicia por su mano. Si lo hace, seré implacable con usted.

- Lo sé.

 

 

 

Seguía imbuido de la misma furia que lo había llevado a cometer el error. Era posible que alguien identificara su voz. Y eso le preocupaba. Sabía que había métodos nuevos que identificaban los sonidos con tanta precisión como si fueran una huella dactilar o un resto de ADN. Él no era estúpido. Pero también sabía que hasta ahora no podían acusarle de nada más que haber matado unos perros, así que poco tiempo estaría detenido. Lo había consultado en su día, cuando lo que estaba ocurriendo no era más que un indefinido proyecto, una espesa confusión de ideas donde sólo había claras dos cosas: el amor a los perros. El odio a todo lo demás.

Matador sacaba viejos ataúdes de los nichos. Habían perdido peso, pues los cuerpos estaban reducidos a cenizas o a unos pocos huesos. Portaba los ataúdes, ya vieja madera sucia, hasta el osario en un carrillo. Luego los abría, vaciaba el mínimo contenido y apilaba los huesos y las cenizas con un rastrillo.

Matador conocía bien el cementerio. Eran muchos años limpiando cada rincón, arreglando cualquier desperfecto, reparando las erosiones del tiempo y retirando cadáveres cuyo tiempo en el nicho había caducado. Sí, ya no se respetaba siquiera el descanso eterno. Ahora había que dejar sitio a otro cadáver más fresco. ¿Y quienes aún recordaban a sus muertos? ¿Dónde los velarían ahora en tal caso? ¿Dónde llorarían? Los humanos eran los animales más deshumanizados de la Creación. Se merecían todo el mal que sufrían.

El osario estaba excavado en el suelo, aprovechando una vieja fosa común de la guerra. Y la tierra que albergaba los cuerpos era arcillosa y porosa como un queso holandés. El agua conformaba de cuando en cuando nuevas formas al osario y, a veces, abría nuevas cuevas en la tierra que penetraban hasta el interior de la montaña. Matador había ayudado con su trabajo. Aprovechando uno de aquellos agujeros en el osario, había excavado un poco más y había conectado con las grutas y cuevas que horadaban la montaña entera. Hacía algo más de cien años, algunas de tales cuevas, cuyas bocas se veían desde la carretera al subir al cementerio, habían estado habitadas. Ahora él conocía trayectos secretos por el vientre de la montaña que podían llevarlo hasta aquellas salidas en caso de apuro. Incluso había guardado algunas provisiones en el interior de una de aquellas grutas secretas. Nunca se es demasiado precavido.

Matador amontonó un puñado de huesos, subió de nuevo con el ataúd vacío y lo dejó a un lado para reducirlo a trozos más adelante. Podía haberlos vendido en el mercado negro, pero él no era un hombre sin escrúpulos. Al contrario, era un hombre de principios. Por eso tenía que hacer lo que tenía que hacer.

Los ojos de Matador se llenaron de lágrimas. No quería pensar en Ángel, pero tampoco podía evitar que sus ojos se colmaran de lágrimas.

 

 

 

Siempre sentía una euforia desatada tras resucitar. Como la debió sentir Lázaro cuando Le ordenó que caminara. Él también sentía en tales momentos que podía caminar, incluso por encima de las aguas. Podía ser el instinto de vida, pero sabía que la euforia no era sólo una cuestión fisiológica. Era, sobre todo, la culminación de una epifanía, una fiesta íntima en una eucaristía de muerte y carne, carne y muerte, que ningún corazón era capaz de asumir. No había corazón humano capaz de soportar la tensión de permanecer en el límite de Lo Esencial. Y el suyo se henchía de gozo y terror de haber vislumbrado el abismo.

Como los efectos de una droga que, probada hasta el hartazgo, ya no satisface, Víctor sentía ahora una nostalgia imprevista. Una comezón en el pecho que no era la consecuencia física del atracón de grageas que había ingerido, sino la consecuencia de no haber obtenido la satisfacción inconmensurable que esperaba.

Físicamente no estaba demasiado mal. Su hermano había llegado a tiempo, como creía descubrir en la bruma de la memoria, aunque no estaba seguro de si aquello había sido una alucinación o había sucedido realmente.

Lo cierto es que alguien había interrumpido el proceso mortal y habían conseguido resucitarlo tras estar, como había definido la enfermera, prácticamente en el otro barrio.

Sin embargo, para Víctor, sólo tres horas en coma era una ganancia pírrica. No tenía la sensación de haber caído al abismo, como las otras veces. Se sentía como si hubiera dormido profundamente en su casa. Sólo un poco mareado y con una sensación rara en el estómago.

Pobre bagaje el de este viaje. De pronto, descubrió lo que le había faltado: violencia. ¡Sí! No había sufrido agresión física, como en los anteriores intentos, y ahora su cuerpo se vengaba con una total ausencia de sensaciones.

Víctor se preguntó si el hombre visionario que fue había muerto. Y por qué.

No tenía respuesta, pero la imagen de Eva aparecía tras cada ensoñación, tras cada interrogante.

 

 

 

Sabían que algunos de ellos buscaban la protección de viejas naves abandonadas. En particular, una que se encontraba cerca de la ciudad, a un lado de la vieja carretera general, ya en desuso, apenas transitada por vecinos y gentes con fincas o parcelas cercanas, y a la que se accedía por una desvencijada puerta de hierro, descolgada de su marco.

Cuando el hombre llegó, ya había otros resguardados. Cada uno había regresado esta tarde al rincón que había ocupado el día anterior, respetando los espacios y las veteranías, los cartones recogidos con esfuerzo y las mantas viejas robadas o rogadas casa a casa, o recogidas de la basura, con que componían lechos duros pero, en algunos casos, incluso cálidos.

Se saludaban en la penumbra con palabras sosegadas, se preguntaban cómo había ido el día, se contaban alguna anécdota y se ocultaban si habían tenido un golpe de suerte y habían conseguido unos preciados euros o un poco de salchichón o un buen licor. Compartían los vinos baratos, los cigarrillos y una china de hachís o un poco de maría. No compartían un buen pico. Aunque todos contribuyeron a alimentar la contenida lumbre que prendieron en el centro de la estancia, una habitación grande y desnuda, destemplada y con una ventana reparada con cartones y plásticos, situada a un extremo de la nave.

Habían aprovechado los restos de una mesa, de unos sillones de los que habían huido hacía mucho de puro hastío las ratas, y una estructura metálica que debía corresponder al esqueleto de acero de alguna máquina irreconocible, así como unos viejos y desportillados palés de madera, para componer el mobiliario de la estancia, una antigua oficina, en un rincón de la nave.

- El General y Rancio ya han salido –comentó uno de ellos.

- Un día entero en la cárcel, qué abuso –afirmó otro.

- No habían hecho nada –comentaron otros, a coro.

- Pero han tenido comida caliente y un catre, que no se quejen –dijo el primero.- Ojalá me encerraran a mí también –rió.

- Pero si les faltaba vino… Ya los conocéis. No sé cómo han podido resistir.

Unos sostenían que se podía vivir un día sin vino. Otros, que borrachos como ellos no podrían resistir ni unas horas. Otros, que el delirium tremens era un invento. El de más allá, inventó que se habían bebido cada uno un litro de vino de un trago nada más quedar libres.

- ¿Sabéis lo que dicen?

El que lo dijo atrajo la atención de los demás. Esperó hasta que todos callaron.

- Que el comisario en persona les pagó un litro de vino a cada uno. Y del bueno.

- ¡Venga ya!

- ¡Mentira!

- ¡Eso es imposible!

- ¡Cuentos!

- Un mierda de madero no invita a vino a uno de nosotros –se quejó otro.

En ese momento oyeron un estruendo. Los más cercanos a la puerta de la estancia se acercaron para ver qué pasaba. Aterrados, vieron que un coche había arrancado de golpe la puerta metálica y la había estrellado con arrastre de hierros y golpes contra la pared opuesta.

Los gritos se sucedieron casi instantáneos al estruendo. Los primeros corrieron hacia un lado, otros que nada vieron, sin saber por qué, pero con ese instinto para el peligro que se madura en las calles, corrieron para otro. La puerta de la estancia se atascó de vagabundos que huían y sombras que portaban bates, cadenas, luchacos, que entraban. Se oyeron gritos, crujidos de huesos, llantos, sollozos, ruegos, imprecaciones, insultos; se vieron sombras sin cara estirar los brazos con bates de béisbol y cadenas de hierro, cuerpos que intentaban esconderse en sí mismos, otros que lloraban porque el viejo suelo de cemento no fuera capaz de ocultarlos, otros que se encogían, esperando la brutal acometida.

Los hombres de los bates de béisbol y las cadenas de hierro no se ensañaron con ninguno de ellos en particular. Les parecía más divertido descargar uno o dos golpes a cada vagabundo, a cada indigente, a cada borracho, a cada inmigrante, como quien quiere poner su firma en muchos cuadros al mismo tiempo: quiere que la suya sea la última y la definitiva. Y dejaban al anterior, daban el que consideraban golpe maestro al siguiente y luego corrían hasta otro.

Nadie pudo saber cuánto duró. Pero un instante después, la lluvia de golpes, patadas, puñetazos e insultos había cesado, tan súbita como se había iniciado. Y lo que quedó fueron cuerpos tendidos, primero en silencio. Luego se oyó el motor de un coche que se alejaba. Y al poco, lentamente, suspiros, sollozos, llantos y lamentos. Algunos consiguieron arrodillarse. Otros incluso se levantaron. Miraron a su alrededor. La noche prometida había sido quebrada por una tormenta de odio y dolor.

 

 

 

En cuanto lo vio, supo que no había sido él. El desánimo lo invadió. Un día más y no había obtenido avances en sus investigaciones. El comisario lo fusilaría. Había estado esperanzado en que fuera el hombre que le habían señalado en la clínica veterinaria. Pero se trataba, ahora que lo veía frente a él, de un anciano menudo y calvo, de ojos entornados que miraban miopes por todas partes, como Rompetechos.

Un agente le tomó los datos mientras el inspector observaba sentado a una mesa, un poco más allá.

Recordaba que el vagabundo le había dicho que le daría los nombres de los criminales que pegaban a los vagabundos. Sentía la necesidad imperiosa de volver a hablar con Eva.

Mientras, el anciano explicaba que sí, que había tenido casi veinte perros, pero había sido hacía mucho tiempo. Que los tuvo que dejar porque se puso enfermo. Una garrapata, explicó. Y estuvo a punto de espicharla. Así que tuvo que dejar a los perros.

El agente, con aire sagaz, miró al inspector, seguro de impresionarlo, en la creencia de que había encontrado el motivo de los ataques.

- Entonces, ¿por eso odia ahora a los perros, verdad?

- ¿Yo, odiar a los perros? Pero qué dice. ¿Está loco?

El anciano se volvió hacia el inspector, que lo observaba a su espalda, buscando una explicación a tamaño disparate.

- Pero si quiero a los perros más que a mi mujer. Lo que pasa es que mi mujer no quiere que los tenga. Por si me pica otra garrapata. Lo mismo no lo cuento.

- ¿Y qué hizo con los perros?

- Venderlos, ¿qué iba a hacer? Otros los regalé. Me costó una enfermedad peor que la garrapata y una depresión. Mis perritos…

El hombre casi se echa a llorar. Ni era el tipo, ni la voz, ni nada.

El inspector, hastiado de no llegar a ninguna parte, atascado en sus investigaciones, conteniendo la esquizofrenia de no verse la cara, obsesionado por una adolescente extraña y bella a la que no comprendía, estuvo a punto de gritar. O de sacar la pistola y pegarse un tiro en la puta cabeza y acabar de una vez.

La idea le pasó por la mente tan fugaz como un disparo. Pero fue suficiente para sentir un acceso súbito de fiebre. Procuró atemperarse, sosegarse, pensar.

López había buscado por otra vía. Tal vez…

El agente que interrogaba al anciano se interrumpió para responder a su teléfono.

- Inspector. Es para usted –dijo, y le pasó la llamada.

Cogió el teléfono de la mesa a la que estaba sentado.

- Han llamado del hospital –dijo el agente de guardia, desde la centralita.- Al parecer, hay al menos siete vagabundos heridos. Los han acorralado en una nave abandonada y los han apaleado a todos, inspector.

El inspector suspiró. Estaba haciendo mal su trabajo.

- ¿Me oye, inspector?

- Lo he oído. Manda un coche.

El inspector se levantó y fue hasta su despacho. El agente que interrogaba al anciano lo miró. El inspector le hizo un gesto para que lo dejara ir. Se encerró en su despacho.

Marcó un número de teléfono.

Le respondió la voz de Eva.

Pero era sólo su buzón de voz.

 

 

 

El inspector se sorprendió al recibir la llamada. Se había olvidado por completo de El General. En realidad, nunca creyó sus bravatas. Pero El General le recordó su promesa y la prueba que debía pasar. Y que tras ella le daría los nombres de los que apaleaban vagabundos. El inspector, reacio e incrédulo, le preguntó cómo conseguiría la información.

- Lo haré, inspector. Puedo darle mi palabra de honor.

El inspector se lo pensó.

- ¿Acaso no cree que un vagabundo como yo tenga honor, inspector?

El inspector, finalmente, accedió.

El General le dijo un lugar y una hora. Y, puntualmente, el inspector aparcó su coche ante el cementerio, pero en el extremo este de la explanada, para no interferir en el apasionado amor de las parejas que buscaban una suerte de pasión discreta, en palabras de El General. Éste, oculto tras unos arbustos de los que cercan el acceso a la explanada del cementerio, esperó largos minutos. Lo vio apearse y mirar a su alrededor. Luego encender un cigarrillo. Después marcó un número de teléfono, pero no le respondió nadie.

Cuando pasaron esos minutos de seguridad que le permitieron comprobar que el inspector acudió solo a la cita, como había prometido, El General salió de su escondite y llamó su atención.

- Inspector, por favor.

La cara del inspector no era sino una sombra negra sobre un cuerpo de hombre. El General advirtió alguna particularidad, pero no quiso indagar en ello. Su propósito era otro.

- Sígame, inspector.

El General comenzó a circunvalar las tapias del cementerio.

- En realidad, son dos pruebas, inspector.

- No juegue más conmigo. No estoy de humor.

- Debe tener paciencia. Es una gran virtud para un policía.

- No cuando acaban de apalear a otros siete hombres.

El General se paró en seco. El inspector le explicó la última llamada recibida en comisaría.

- He mandado un coche que investigue y los interrogue. Espero que ahora hayan dejado más rastros -dijo, esperanzado, el inspector.

Yo también he de acelerar mis gestiones, dilecto inspector – aseveró, acontecido, El General, quien continuó la marcha y, sin volverse, comentó:

- Como le decía, en realidad son dos pruebas: la primera, en un segundo le estaré contando uno de mis secretos; la segunda, usted verá algo con sus propios ojos. La decisión que tome después, será la prueba definitiva.

- ¿Dónde vamos? Esto es un maldito cementerio.

- Tenga la bondad –dijo El General, deteniéndose bajo un árbol.

El General se encaramó a la rama más baja y el inspector pudo ver cómo alcanzaba fácilmente un tramo de tapia medio caída. El General se perdió en la noche con un pequeño salto. El inspector lo siguió y enseguida se encontró en el interior del recinto.

- Qué lugar más agradable para pasar la noche.

- Y que lo diga, inspector. El mejor.

Avanzaron con paso seguro entre tumbas, nichos y panteones. El inspector comprendió que el cementerio era el refugio de El General.

- ¿Hay alguien más con usted?

- Lo verá enseguida.

Llegaron al panteón de la familia Castellanos y El General invitó a su huésped.

- Pase a mi temporal y humilde aposento.

El inspector pudo apreciar una ligera apertura en la puerta del panteón. Precavido, dio un paso atrás y se llevó la mano a la pistola.

- Por favor, inspector, ¿qué teme? Soy un hombre de paz.

- Usted primero –ordenó el inspector.

- Pero luego no diga que no he sido un educado anfitrión.

El General entró en el panteón. Dentro, reinaba una oscuridad total. De pronto, se encontró a su espalda el haz de luz de una linterna. El inspector puso un pie en el umbral del panteón y arrancó círculos de luz a las sombras. Descubrió a Rancio en un rincón, envuelto en una manta, a su lado un cartón de vino. El General, aún de pie, se volvió al inspector.

- No tememos la luz como no tememos las sombras, inspector. La ausencia de luz no es más que una precaución de vagabundos sin casa, obligados por las vitales circunstancias a ocupar espacios ajenos.

- ¿Es aquí donde viven?

- Yo diría que es sólo donde nos resguardamos de las humedades y peligros de las noches.

- ¿Y quién más lo sabe? ¿Hay más panteones ocupados?

- Somos los únicos, inspector. Pero le ruego que apague esa linterna o tal vez perdamos la posibilidad de darle a conocer el motivo de haberlo traído hasta aquí.

El inspector pegó la espalda a la pared y, cuando vio que Rancio no se movía y que El General se sentaba junto al otro, optó por imitarlos. Apagó la linterna.

- Estimado inspector. No es común que un vagabundo llame a su humilde morada a todo un inspector de policía.

- No estoy aquí como invitado. Quiero ver lo que tiene que enseñarme. Pero sólo he venido porque ha prometido decirme los nombres de los que apalean a esa pobre gente.

- Y admiro su honestidad. Tenía dudas de usted, inspector. Como de cualquier policía. En mi situación, compréndalo. Si su comisario no hubiera sido tan…comprensivo y humano con nosotros, ¿sabe que nos pagó dos botellas de vino para cada uno? Jamás hubiera confiado en ningún policía. Pero… Tal vez me equivoque, pero eso me ha llevado a confiar en ustedes.

- ¿Y qué quiere que vea, General? ¿Cuándo me dará los nombres?

- Cuando yo los sepa, inspector.

- ¿Cómo, aún no sabe quiénes son? ¿Me está tomando el pelo?

- Jamás se me ocurriría, inspector. Lo sabré mañana.

- ¿Cómo?

- No estoy seguro de poder decírselo, inspector. Tal vez entonces…

- Y yo creo que debería irme. Estoy perdiendo el tiempo.

- En absoluto, inspector. Por favor, sígame. Creo que es la hora.

El General se levantó en la oscuridad y abrió la puerta. Un haz de luz azulada, de luna pronta a rebosar, puso un velo azulado a la negrura.

- Ahora debe permanecer en silencio, inspector. Sígame, por favor.

El General caminó con sigilo, esquivando las esquinas que conocía tan bien, esperando al inspector para que éste no tropezara. El inspector comprobó que Rancio no los acompañaba. Llevaba las manos muy cerca de la linterna y de la pistola. La penumbra se fue haciendo algo menos densa, rebotada en las paredes encaladas de los nichos y en las lápidas marmóreas de las tumbas.

Un minuto después, El General se detuvo, se agachó y tiró de la chupa del inspector. Se quedaron en esa posición hasta que comenzaron a oír un sordo rumor. El General elevó la cabeza por encima de la tumba que los ocultaba e invitó con un gesto al inspector a imitarlo.

Veinte metros más allá, sólo una sombra, había un hombre frente a un nicho. Era el nicho de un niño, susurró El General. Los dos hombres pudieron ver que la sombra se estremecía. Que sus espasmos eran llanto. Luego, se acercó a la lápida blanca. Parecía que iba golpearla con la cabeza. Apoyó las manos, en actitud implorante. Acercó la frente al frío mármol.

Se oyeron susurros. El hombre llamaba al niño, dijo que él también estaba muerto. Que ya no podía vivir. Sus palabras eran líquidas, pues salían de unos labios anegados en lágrimas.

Continuó así un buen rato, hasta que un ruido, provocado por ellos o por algún animal alertó a la sombra. El hombre se giró, se pasó una mano por la cara para limpiarla de lágrimas, miró a un lado y a otro, pero sus ojos no descubrieron nada en la penumbra. Se volvió otra vez de cara a la tumba, la acarició. Fue a darle un beso, pero su gesto se congeló en la oscura noche. Pegó la frente al mármol de la lápida y, luego, lentamente, se alejó, silenciosa, tristemente.

El General dejó pasar los minutos. La congoja había sellado los labios del inspector.

Cuando El General estuvo seguro que la sombra se había alejado, preguntó:

- Ese niño murió atropellado la semana pasada. ¿Usted qué diría, inspector? ¿Ese hombre, es el padre del niño o el hombre que lo atropelló y se dio a la fuga?

El inspector lo pensó un rato. Buscó un cigarrillo. Le dio otro al vagabundo. Fumaron en silencio. No le gustaba lo que había visto. Le habían entrado ganas de llorar.

- Ese hombre lleva su penitencia consigo –sentenció el inspector.


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